15

Rodney Aronson quitó el envoltorio de la barra de KitKat. Rompió un trozo y se lo llevó a la boca. Complacido, guio la lengua en una exploración de los deliciosos nódulos y hendeduras creados por la ingeniosa conjunción de semillas de cacao y nueces. El KitKat de la tarde, cuya ingesta había aplazado Rodney hasta que ya no pudo desoír la monstruosa necesidad que sentía su cuerpo de chocolate, fue casi suficiente para apartar de su mente a Dennis Luxford. Pero sólo casi.

Luxford, sentado a la mesa de conferencias de su despacho, estaba enfrascado en el examen de dos pruebas diferentes de la primera plana del día siguiente, que Rodney acababa de entregarle, a petición de Luxford. Mientras las estudiaba, el director del Source acariciaba con el pulgar derecho la cicatriz mellada de su barbilla, mientras el pulgar izquierdo seguía la forma del bíceps bajo la camisa blanca. Era la imagen perfecta de la contemplación, pero la información que Rodney Aronson había recabado durante los últimos días le impelía a preguntarse hasta qué punto estaba fingiendo Luxford para despistarle.

La verdad era que el director del Source ignoraba que Rodney le estaba siguiendo los pasos como un sabueso, de forma que su abstracción en las dos pruebas podía ser auténtica. Aun así, la misma existencia de las dos primeras planas ponía en cuestión los motivos de Luxford. Ya no podía defender que la historia de Larnsey y el chapero estaba en el candelero y merecía ocupar la primera página. Sobre todo desde que la noticia de la muerte de la hija de Bowen resonaba en los cañones de Fleet Street, a partir del momento en que el Ministerio del Interior había emitido por la tarde una declaración oficial.

Rodney aún veía las cejas enarcadas y las mandíbulas desencajadas de sus colegas durante la reunión de trabajo, cuando Luxford había anunciado lo que deseaba, pese a la noticia de la muerte de Bowen: una prueba de primera plana con una foto del año anterior de Daffy Dukane en téte-á-téte con el diputado Larnsey, que un tipo del departamento de fotografía había logrado desenterrar tras una prolongada excavación arqueológica en los archivos fotográficos del periódico. Tal vez como reacción directa al rugido de incrédula protesta de sus colegas, Luxford había ordenado a continuación la confección de otra prueba de primera plana, esta con una fotografía de la subsecretaria de Interior, una fotografía que fuera espontánea y captara a Bowen camino de un sitio a otro. No quería una fotografía de estudio ni una publicitaria, y no estaba dispuesto a publicar ninguna de las dos, relacionándola con la muerte de Charlotte Bowen, en la primera página de su periódico. Quería una foto reciente, una foto de hoy. Y si no podían obtenerla antes de que el periódico fuera a la imprenta, seguirían con Sinclair Larnsey y Daffy Dukane para el periódico del día siguiente, y relegaría la historia de Bowen a las páginas interiores.

—Pero ese es el plato fuerte —había protestado Sarah Happleworth—. Larnsey es agua pasada. ¿Qué más da de dónde salga la foto de Bowen? Tendremos que utilizar una foto escolar de la niña, y no será reciente. ¿A quién coño le importa cómo sea la de la madre?

—A mí —replicó Luxford—. A nuestros lectores. Al presidente. Si queréis publicar la historia, conseguid la foto apropiada.

Luxford intentaba ponerles obstáculos, sospechó Rodney, ya que nadie aparecería con una foto actual antes de la hora del cierre.

Pero se equivocaba, porque a las cinco y media de aquella tarde, Eve Bowen se había escurrido por una puerta lateral del Ministerio del Interior, y el Source, que tenía destacados fotógrafos de plantilla e independientes en todos los lugares posibles donde la subsecretaria pudiera asomar el morro (desde Downing Street a su gimnasio), había logrado captarla con la solícita mano del ministro del Interior guiándola por el codo hacia un coche que aguardaba.

Era una foto limpia y clara. No tenía aspecto de madre afligida, desde luego (sin pañuelo bordado de encajes apretado contra sus ojos, sin gafas oscuras que ocultaran los ojos enrojecidos), pero nadie podría discutir que era la mujer del momento. Si bien por la expresión de Dennis Luxford, parecía que no lo fuera.

—¿Hay una copia impresa por ordenador del resto? —preguntó Luxford tras leer los cuatro breves párrafos apretujados en el espacio sobrante, una vez colocado el titular, que rezaba «¡Hija de importante diputada encontrada muerta!», en una combinación de colores garantizada para trasladar periódicos del vendedor al cliente con tanta rapidez como pudieran cambiar de manos treinta y cinco peniques. No admitía comparación con «Larnsey & Daffy en tiempos más felices», el titular alternativo.

Rodney rescató el resto del artículo de entre un fajo de papeles que había llevado. Era un borrador que había aconsejado imprimir a Happleworth por si el director lo solicitaba. Luxford lo leyó.

—Es sólido —dijo Rodney—. Empezamos con la declaración oficial y desarrollamos a partir de ahí. Confirmaciones de todo. Más información en perspectiva.

Luxford levantó la cabeza.

—¿Qué clase de información? —preguntó.

Rodney observó que los ojos de Luxford estaban inyectados en sangre. Bajo ellos, la carne era color ciruela. Se preparó para vigilar hasta el más leve matiz que se le escapara al director.

—La información que la poli y Bowen estén ocultando —dijo, y se encogió de hombros.

Luxford dejó la copia junto a la prueba de la primera plana. Rodney trató de interpretar la precisión de sus movimientos. ¿Estaba ganando tiempo? ¿Diseñando una estrategia? ¿Tomando una decisión? Esperó a que Luxford formulara la siguiente pregunta lógica: ¿por qué crees que están ocultando información? Pero la pregunta no llegó.

—Analiza los hechos, Den —dijo Rodney—. La niña vive en Londres, pero fue encontrada muerta en Wiltshire, y hasta ahí llega la declaración oficial del Ministerio del Interior, ademas de «misteriosas circunstancias» y «a la espera de los resultados de la autopsia». Bien, no sé cómo interpretas tú esa basura, pero yo creo que huele a podrido.

—¿Qué propones hacer?

—Que Corsico se ponga a trabajar en ello, cosa que ya me he tomado la libertad de pedirle —se apresuró a añadir Rodney—. Está fuera. Llegó cuando iba a traerte las pruebas. ¿Quieres que…? —Rodney utilizó el brazo para indicar su deseo de que Mitch Corsico se reuniera con ellos—. Ya ha hecho todo cuanto podía sobre el caso Larnsey —señaló Rodney—. Me pareció una pena no utilizar su talento para lo que va a ser un reportaje mucho más importante. ¿No estás de acuerdo?

Imprimió a la última palabra un tono afable, lleno de ansiedad por perseguir la noticia. ¿Cómo no iba a estar de acuerdo Luxford?

—Que entre —dijo Luxford. Se hundió en su butaca y se frotó la sien con el índice y el pulgar.

—De acuerdo.

Rodney se llevó otro trozo de KitKat a la boca y lo empujó hacia el hueco de la mejilla para disolver el chocolate e introducirlo poco a poco en su organismo, como una inyección intravenosa. Abrió la puerta del despacho.

—Mitch, muchacho, ven aquí. Cuéntale a papá la noticia.

Mitch Corsico se subió los tejanos, que siempre llevaba sin cinturón, y tiró el corazón de una manzana a la papelera cercana al escritorio de la señorita Wallace. Recogió su chaqueta de pana, extrajo una arrugada libreta del bolsillo y atravesó el cubículo de la señorita Wallace con sus botas de vaquero.

—Creo que tenemos algo bueno para mañana, y puedo garantizar que de momento sólo nosotros lo hemos conseguido. ¿Podemos retener las prensas?

—Para ti, hijo mío, lo que quieras —dijo Rodney—. ¿Es sobre el caso Bowen?

—Ni más ni menos —contestó Corsico.

Rodney cerró la puerta detrás del joven reportero. Corsico se sentó al lado de Luxford.

—Esto apesta —dijo, y apuntó el índice a las primeras planas de prueba y el borrador del reportaje Bowen—. Sólo nos dieron un dato mínimo, el cadáver en Wiltshire, y cuando pedimos más información, nos dieron largas con el consabido «¿es que no tienen decencia?». Tuvimos que pelarnos el culo para obtener los demás detalles, que no se molestaron en compartir. La edad de la niña, su escuela, el estado del cuerpo, el lugar exacto donde fue encontrado. Todo tuvimos que descubrirlo nosotros. ¿Te lo dijo Sarah?

—Sólo nos dio el reportaje terminado, el cual, debo añadir, es lo más bueno que has hecho en tu vida.

Rodney se acercó al escritorio de Luxford y aposentó su muslo sobre una esquina. Era curioso el vigor que proporcionaban los conocimientos ocultos. Llevaba trabajando diez horas, y se sentía con ánimos para continuar otras diez.

—Ponnos al corriente —dijo—. Mitch me ha contado algo que querremos publicar mañana, además de esto —explicó a Luxford.

Señaló la prueba de portada con Bowen, proyectando confianza sobre la inminente decisión del director acerca de cuál de las dos pruebas sería la definitiva.

Luxford no tenía poder de elección sobre el tema, como Rodney bien sabía. Tal vez había ganado tiempo en la reunión de redacción al pedir dos pruebas y una foto actual de la Bowen, que consideraba imposible de obtener, pero ahora estaba atrapado. Era el director del periódico, pero debía rendir cuentas al presidente, y este esperaba que el Source publicara el reportaje Bowen en primera página. Alguien pagaría las consecuencias en caso de que se decorara la primera página con el botarate de Larnsey en lugar de la Bowen, y ese sería Luxford.

A Rodney le resultaba intrigante especular sobre el motivo de que Luxford estuviera aplazando su decisión sobre la primera plana. Era especialmente intrigante a la luz de la cita de Luxford en Harrod’s con uno de los principales protagonistas de la historia. ¿Hasta qué punto era una coincidencia el que se hubiera encontrado en secreto con Eve Bowen, sólo tres días antes de que su hija hubiera sido encontrada muerta? ¿Cómo encajaba esa cita con todo lo sucedido a continuación, con que Den retuviera las prensas hasta el último momento con el más vago de los pretextos, con la visita de la fotógrafa pelirroja y el desconocido que la había noqueado, con que Den saliera corriendo apenas transcurridos diez minutos del incidente, y ahora esta muerte…? Rodney había dedicado casi todo el fin de semana a reflexionar sobre la cuestión de qué estaba tramando Luxford, y cuando la historia de la Bowen salió a la luz, la asignó a Corsico de inmediato, a sabiendas de que si había mierda en algún sitio, Mitch era la persona adecuada para revolcarse en ella.

Sonrió a Corsico.

—Explícate.

Corsico se quitó el sombrero Stetson. Miró a Luxford como si esperara una directriz más oficial. Luxford asintió con semblante cansado.

—Muy bien. Primero, mamá da el consentimiento a la oficina de prensa de la policía de Wiltshire. Sin comentarios de momento, aparte de los detalles básicos: quién descubrió el cadáver, a qué hora, dónde, su estado, etcétera. Bowen y su marido identificaron el cuerpo alrededor de la medianoche, en Amesford. Aquí es donde las cosas empiezan a ponerse interesantes.

Trasladó el chicle de una mejilla a otra, como preparándose para una charla agradable. Luxford clavó los ojos en el reportero y no los movió. Corsico continuó.

—Pregunté a la oficina de prensa los datos preliminares habituales. El nombre del agente responsable de la investigación, la hora de la autopsia, la identidad del patólogo, el cálculo inicial sobre la hora de la muerte. Sin comentarios. Están soltando la información con cuentagotas.

—Esa noticia no basta para retener las rotativas —comentó Luxford.

—Sí, lo sé. Les gusta jugar con nosotros. Es la lucha por la dominación. Sin embargo, tengo un soplón de confianza en la comisaría de Whitechapel y…

—¿Qué tiene que ver Whitechapel con todo esto? —Para subrayar su irritación, Luxford echó un vistazo a su reloj.

—Directamente nada, pero espere. Telefoneé y le pedí que mirara en el ONP qué datos había sobre la niña, pero, y aquí es donde las cosas empiezan a complicarse, en el ordenador de la policía no había informes.

—¿Qué clase de informes?

—Sobre el hallazgo del cadáver.

—¿Y esto es lo que consideras tan importante? ¿Por eso debo parar las rotativas? Tal vez la policía aún no lo haya introducido.

—Es una posibilidad, pero tampoco había informes sobre la desaparición de la niña. Pese a que, y Whitechapel tuvo que pulsar algunas teclas para descubrirlo, el cuerpo llevaba en el agua unas dieciocho horas.

—Bonito detalle —dijo Rodney. Dirigió una mirada calculadora a Luxford—. Me pregunto qué significa eso. ¿Qué opinas, Den?

Luxford no hizo caso de la pregunta. Se llevó los nudillos a la barbilla y la apoyó sobre ellos. Rodney intentó escudriñar su expresión. Parecía aburrido, pero sus ojos traslucían cautela. Rodney asintió en dirección a Corsico para indicar que continuara.

Corsico ahondó en el tema.

—Al principio pensé que carecía de importancia el hecho de que nadie hubiera denunciado la desaparición de la niña. Al fin y al cabo, era fin de semana. Tal vez alguien se había confundido. Los padres pensaban que la niña estaba con los abuelos, los abuelos pensaban que estaba con los tíos. La niña había quedado en dormir en casa de una amiga. No obstante, pensé que valía la pena verificarlo. Y descubrí que tenía razón. —Corsico abrió su libreta. Cayeron varias hojas al suelo. Las recogió y guardó en el bolsillo de sus vaqueros—. Hay una irlandesa que trabaja para Bowen. Una señora gorda que lleva pantalones abolsados, llamada Patty Maguire. Ella y yo sostuvimos una charla un cuarto de hora después de que el Ministerio del Interior anunciara la muerte de la niña.

—¿En casa de la diputada?

—Fui el primero en llegar allí.

—Este es mi chico —murmuró Rodney.

Corsico bajó la vista con modestia y fingió estudiar la libreta. Luego continuó.

—Le llevé flores. Rodney sonrió.

—Muy ingenioso.

—¿Y bien? —dijo Luxford.

—Estaba rezando de rodillas en la sala de estar, y cuando le dije que estaría más que complacido en compartir sus oraciones, que no duraron menos de tres cuartos de hora, os lo aseguro, tomamos una taza de té en la cocina y desembuchó de plano. —Movió la silla para quedar de cara a Luxford—. La niña desapareció el miércoles pasado, señor Luxford. Se supone que la raptaron en plena calle, probablemente algún pervertido. Pero la diputada y su marido no avisaron a la bofia. ¿Qué le parece?

Rodney lanzó un silbido de asombro. Ni siquiera él estaba preparado para aquello. Se acercó a la puerta y la abrió, dispuesto a llamar a Sarah Happieworth para volver a componer la primera plana.

—¿Qué haces, Rodney? —preguntó Luxford.

—Llamar a Sarah. Hay que moverse.

—Cierra esa puerta.

—Pero Den…

—He dicho que cierres la puerta. Siéntate.

Rodney sintió que le hervía la sangre. Era el tono que le ofendía, aquella maldita confianza de Luxford en que todas sus órdenes serían obedecidas.

—Tenemos una historia sólida entre manos —dijo Rodney—. ¿Existe algún motivo para que quieras retenerla?

—¿Qué confirmación has obtenido de todo esto? —preguntó Luxford a Corsico.

—¿Confirmación? He estado hablando con la maldita ama de llaves. ¿Quién podría saber mejor que la niña fue raptada y los padres no llamaron a la policía?

—¿Tienes alguna confirmación? —repitió Luxford.

—¡Den! —exclamó Rodney, convencido de que Luxford mataría la historia, a menos que Corsico tuviera los datos atados y bien atados.

Pero Corsico continuó.

—Hablé con alguien en tres comisarías de la zona de Marylebone: Albany Street, Creenberry Street y Wigmore Street. No existe constancia de que alguien denunciara la desaparición de una niña.

—Esto es dinamita —susurró Rodney con ganas de graznar pero se contuvo. Corsico prosiguió.

—Me pareció absurdo. ¿Qué padres no telefonearían a la policía si su hijo desaparece? —Ladeó la silla y contestó a su propia pregunta—: Pensé que tal vez los padres querían deshacerse le ella.

Luxford continuó inexpresivo. Rodney silbó por lo bajo.

—En consecuencia, pensé que podríamos sacarle un cuerpo a la competencia si investigaba un poco más. Y eso hice.

—Sigue —le animó Rodney al ver que la historia empezaba a tomar forma.

—Descubrí que el marido de la Bowen, un pelma llamado Alexander Stone, no es el padre de la niña.

—Eso es cosa sabida —señaló Luxford—. Cualquiera que siga la política te lo podría haber dicho, Mitchell.

—¿Sí? Bien, para mí era nuevo, y representaba un giro interesante. Cuando se produce un giro, me gusta saber a dónde conduce. Fui a Santa Catalina y examiné el certificado de nacimiento para ver quién era el padre, porque pensé que tarde o temprano tendríamos que entrevistarle, ¿no? El padre afligido por la muerte y todo eso.

Cogió su chaqueta de algodón, metió una mano en el bolsillo y extrajo una hoja de papel doblada, que desdobló, alisó sobre la mesa y entregó a Luxford.

Rodney esperó, casi sin atreverse a respirar. Luxford examinó el papel y alzó la cabeza.

—¿Y bien?

—Bien ¿qué? —preguntó Rodney.

—No consta el nombre del padre —explicó Corsico.

—Ya lo veo —dijo Luxford—, pero como Bowen nunca ha revelado su identidad, no me sorprende en absoluto.

—Puede que no sea sorprendente, pero sí una posible relación y, sobre todo, una forma de hilar la historia.

Luxford devolvió la copia del certificado a Corsico De paso, dio la impresión de examinar al joven reportero como si se tratara de una criatura que era incapaz de identificar.

—¿Adónde quieres ir a parar con todo esto?

—¿Sin nombre del padre en la partida de nacimiento? ¿Sin informar a la policía de la desaparición de la niña? La cuestión es el ocultamiento de información, señor Luxford. Es el tema principal, el tema del nacimiento de la pobre niña al principio, el tema de su muerte al final. Para empezar, podemos hilar la historia alrededor de esa pauta. Si lo hacemos, y un editorial sobre la naturaleza insidiosa de los secretos de familia iría de coña, créame, hasta un zoquete sería capaz de desenterrar los misterios desagradables de la diputada Bowen. Porque si Larnsey y el chapero nos han dado la medida de lo que el público desea, en cuanto hilemos esta historia alrededor de la tendencia de Bowen a ocultar información crucial, todos sus enemigos nos inundarán de datos que nos llevarán a donde queremos.

—¿Y dónde es eso?

—Pues la culpabilidad. Apuesto a que es la definitiva información que está ocultando. —Corsico intentó domeñar su pelo, pero fue imposible—. La única explicación lógica es que ella sabe quién secuestró a la niña. O eso, o ella planeó el secuestro. Son las dos únicas explicaciones de que no llamara a la policía al instante. La única explicación razonable, además. Bien, si relacionamos esa información con el hecho de que nunca ha revelado la identidad del papi de la niña en todos estos años… bien, creo que ya sabe a dónde quiero ir a parar, ¿verdad?

—Pues no, la verdad.

Las antenas de Rodney brincaron de inmediato. Ya había oído antes aquel tono de Luxford. Educado, imperturbable. Luxford estaba soltando cuerda. Si seguía así, Corsico la agarraría, haría un lazo alrededor de su cuello y se colgaría. Y con él, el reportaje.

—Hasta el momento —intervino con tono esperanzado—, una sólida muestra de investigación periodística. Mitch no va a precipitarse, desde luego, y confirmará todos los datos. ¿Correcto?

Pero Corsico no captó la indirecta.

—Escuche, apuesto veinticinco libras a que existe una relación entre la desaparición de la niña y el padre. Y si empezamos a escarbar en el pasado de la Bowen, apuesto otros veinticinco a que la encontramos.

Rodney pidió en silencio a Corsico que parara de hablar. Intentó hacerle una señal para que cerrara el pico, pero el impulsivo reportero estaba concentrado en aclarar su razonamiento. Al fin y al cabo, a Luxford siempre le había gustado su forma de trabajar. ¿Qué motivos tenía Corsico para pensar que ahora no era así? Iban tras la cabeza de otro tory. ¿Acaso no habían satisfecho a Luxford hasta el momento sus esfuerzos por hundir a los tories?

—¿Cree que sería difícil descubrir la relación? —siguió Corsico—. Tenemos la fecha de nacimiento de la niña. Retrocedemos nueve meses y empezarnos a husmear en el pasado de Eve Bowen, para ver qué hacía entonces. Ya he empezado. —Pasó dos páginas de la libreta y leyó un momento—. Sí. Aquí. El Daily Telegraph. En aquella época era corresponsal política del Daily Telegraph. Ese es nuestro punto de partida.

—¿Y hacia dónde vamos?

—Aún no lo sé, pero le diré lo que pienso.

—Hazlo, por favor.

—Pienso que se estaba tirando a un pez gordo del Partido Conservador para introducirse en alguna lista de candidatos de una circunscripción electoral. Estamos hablando del ministro de Economía, el ministro del Interior, el ministro de Asuntos Exteriores. Alguien por el estilo. Su recompensa fue un escaño en el Parlamento. Sólo tenemos que averiguar a quién se estaba cepillando. Una vez lo sepamos, el resto consiste en plantar la tienda de campaña ante su puerta hasta que esté dispuesto a hablar con nosotros. Y esa será la relación que estamos buscando entre esto —agitó en el aire la partida de nacimiento— y la muerte de la niña.

—Charlotte —dijo Luxford.

—¿Eh?

—La niña en cuestión. Se llamaba Charlotte.

—Ah, sí. Charlotte.

Corsico lo anotó en su libreta.

Luxford apoyó los dedos sobre la prueba de portada y la enderezó para alinearla con su escritorio. En el silencio que siguió, los ruidos procedentes de la sala de redacción aumentaron de volumen repentinamente. Timbres de teléfono, risas, un grito.

—¡Mierda! ¡Que alguien me ayude! ¡Me muero por un cigarrillo!

Hablaban de la muerte, pensó Rodney. Vio lo que se avecinaba con tanta claridad como la siguiente barra de KitKat que pensaba zamparse en cuanto la reunión terminara. Lo único que no veía era cómo se las iba a ingeniar Luxford. Entonces, el director le iluminó.

—Esperaba algo mejor de ti —dijo a Corsico.

Corsico dejó de escribir, sin mover el lápiz.

—¿Qué? —dijo.

—Un informe mejor.

—¿Por qué? ¿Qué…?

—Un trabajo mejor que este cuento de nadas que te has inventado, Mitchell.

—Espera un momento, Den —intervino Rodney.

—No —replicó Luxford—. Espera tú. Los dos esperáis. No estamos hablando de un miembro de la masa ley-y-orden que sigue bovinamente todos los dictados e instrucciones. Estamos hablando de un parlamentario. No sólo un parlamentario, sino un alto cargo del gobierno. ¿Esperas que crea por un instante que un alto cargo una jodida subsecretaria de Estado, por el amor de Dios, telefonee a la comisaría del barrio para informar que su hija ha desaparecido, cuando puede recorrer un pasillo y pedir al ministro del interior que se encargue del problema? ¿Cuando puede exigir discreción? ¿Cuándo puede llevarlo con el mayor sigilo posible gracias a un gobierno de mierda, que ha convertido el secretismo en su lema? Podría convertir este caso en la primera prioridad de Scotland Yard y ninguna comisaría del país se enteraría. ¿Por qué coño crees que alguna comisaría de Marylebone recibiría la denuncia? ¿Debo creerme que tenemos un reportaje de primera plana con el cual nos cargaremos a Eve Bowen porque no telefoneó al agente de la esquina? —Apartó la silla y se puso en pie—. ¿Que clase de periodismo es este? Sal de aquí, Corsico, y no vuelvas hasta que tengas un reportaje decente.

Corsico cogió la copia de la partida de nacimiento.

—¿Y esto…?

—¿Qué pasa con esto? —preguntó Luxford—. Es una partida de nacimiento sin apellido. Debe haber doscientas mil iguales, y ninguna constituye una noticia. Cuando el ministro del Interior o el comisionado de policía declaren en público que no hicieron nada para investigar la desaparición de la niña antes de su muerte, podremos retener las rotativas. Entretanto, no me hagas perder el tiempo.

Corsico intentó hablar pero Rodney levantó una mano para callarle. No podía creer que Luxford llegaría hasta el extremo de utilizar aquella burda excusa para matar el reportaje, por más que lo deseara. Pero tenía que asegurarse.

—Muy bien —dijo—. Mitchell, empezaremos de cero. Volveremos a confirmarlo todo. Por triplicado. —Se apresuró a continuar antes de que Luxford pudiera oponerse—. ¿Cuál será la primera plana de mañana, Dennis?

—Seguiremos con el artículo sobre la Bowen tal como está. Sin cambios. Nada sobre la ausencia de denuncias imaginarias a la policía.

—Mierda —siseó Corsico—. Mi historia es sólida. Lo sé.

—Tu historia es basura —replicó Luxford.

—Eso es…

—Trabajaremos en ello, Den.

Rodney cogió a Corsico por la axila y lo sacó a toda prisa del despacho. Cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Qué coño pasa? —preguntó Corsico—. Mi material es excelente. Tú lo sabes. Yo lo sé. Toda esa bazofia sobre… Escucha, si no lo publicamos, otros lo harán. Venga, Rodney. Joder, tendría que haber vendido el reportaje al Globe. Esto es una noticia de rabiosa actualidad. Y nadie la tiene, excepto nosotros. Maldita sea, debería…

—Sigue trabajando en ella —dijo Rodney en voz baja, y dirigió una mirada significativa a la puerta del despacho de Luxford.

—¿Qué? ¿Se supone que debo convencer al comisionado de policía de que hable conmigo sobre un parlamentario? No me jodas.

—No. Olvídale. Sigue la pista.

—¿La pista?

—Crees que existe una relación, ¿verdad? La niña, la partida de nacimiento, todo eso.

Corsico cuadró los hombros y enderezó la espalda. Si hubiera llevado corbata se habría ajustado el nudo.

—Sí —dijo—. No la perseguiría si no existiera.

—Entonces descubre la jodida relación y tráemela.

—Y luego, ¿qué? Luxford…

—Al infierno con Luxford. Consigue la historia. Yo me ocuparé del resto.

Corsico echó un vistazo a la puerta del director.

—Es una historia del copón —dijo, pero se le notaba dudoso por primera vez.

Rodney le apretó el hombro.

—Lo es —dijo—. Persíguela, escríbela y dámela.

—¿Y después?

—Yo la manejaré adecuadamente, Mitch.

Dennis Luxford pulsó el botón que encendía el monitor de su terminal y se dejó caer en la butaca. Las cifras del monitor empezaron a destellar, pero sus ojos no las vieron. Encender el ordenador era una simple excusa para hacer algo. Podía encenderlo y fingir un ávido examen de su galimatías, en el caso de que alguien entrara de repente en su despacho y esperara ver al director del Source enfrascado en la investigación de una historia que, en aquel momento, tendría a todos los reporteros de Londres husmeando los entretelones de la vida de Eve Bowen. Mitch Corsico sólo era uno más.

Luxford sabía que su escena de indignación no había convencido ni a Mitch Corsico ni a Rodney Aronson. Durante todos los años que había dirigido el Globe y luego el Source, nunca había puesto obstáculos a un reportaje que prometía tanto como el hecho de que la diputada Bowen no hubiera denunciado a la policía el secuestro de su hija. Se prestaba para torpedear la línea de flotación de los tories. Tendría que sentirse entusiasmado por las agradables oportunidades que la historia presentaba. Tendría que estar ansioso por convertir el secretismo de Evelyn en una acusación, inteligente y sentenciosa, contra todo el partido tory, con su recuperación de los valores británicos básicos, uno de los cuales debía ser sin duda la familia. Y cuando la familia estaba amenazada de la forma más odiosa, mediante el secuestro de una niña, una sobresaliente figura tory no había acudido a las autoridades competentes para que buscaran a la criatura. Era una oportunidad de oro para retratar una vez más a los tories como los hipócritas que eran. Pero no sólo no había cazado al vuelo aquella oportunidad, sino que había hecho lo imposible por perderla.

Luxford sabía que, a lo sumo, sólo había ganado un poco de tiempo. Que Corsico hubiera obtenido la partida de nacimiento con tal rapidez, que hubiera forjado un plan sensato para excavar en el pasado de Evelyn, reveló a Luxford la imposibilidad de seguir ocultando el secreto del nacimiento de Charlotte, ahora que había muerto. Mitchell Corsico poseía el tipo de iniciativa que él, Luxford, había esgrimido en otro tiempo. El instinto del muchacho para despejar de obstáculos el camino de la verdad era asombroso, y su habilidad para engatusar a la gente con el fin de que le contara aquella verdad era loable. Luxford podía obstaculizar sus progresos a base de imponerle restricciones, sembrando conjeturas sobre el ministro del Interior y New Scotland Yard, y ordenando al muchacho que las verificara. Pero lo que no podía hacer era despedirle para detener sus progresos. Sólo serviría para que cogiera sus notas, su Filofax y su olfato para las noticias, y se ofreciera a la competencia, el Globe casi seguro. Y el Globe carecía de las razones de Luxford para abortar un reportaje que desnudaría la verdad.

Charlotte. Dios, pensó Luxford, nunca la había visto. Sólo había visto las fotos propagandísticas, cuando Evelyn se presentó al Parlamento, la candidata posando en su hogar con su devota y sonriente familia al lado. Y nada más. Incluso entonces se había limitado a dedicarles la mirada desdeñosa que reservaba para todos los candidatos que se presentaban a unas elecciones generales. En realidad no había mirado a la niña, no se había tomado la molestia de examinarla. Era de él, y lo único que sabía de ella era su nombre. Y ahora, que había muerto.

El domingo por la noche había telefoneado a Marylebone desde su dormitorio. Cuando oyó la voz de Evelyn, habló con tono tenso.

—Pon el telediario, Evelyn. Han encontrado un cadáver.

—Dios mío —contestó ella—. Eres un monstruo. No te detendrás ante nada con tal de doblegar mi voluntad, ¿verdad?

—¡No! Escúchame. Ha sido en Wiltshire. Una niña muerta. No saben quién es. Piden información. Evelyn…

Ella había colgado. No habían hablado desde entonces.

Una parte de él decía que Evelyn merecía lo peor. Merecía una reprimenda en público. Merecía que salieran a la luz todos los detalles sobre la génesis de Charlotee, su vida, su desaparición y su muerte, para que sus conciudadanos la juzgaran. Y merecía, como resultado, perder su cargo. No obstante, otra parte de él se negaba a participar en su defenestración, porque quería creer que, fueran cuales fuesen sus pecados, los había pagado en su totalidad con la muerte de su hija.

No la había amado aquellos días en Blackpool más de lo que ella le había amado a él. Su experiencia común no había sido otra cosa que una relación corporal, su concupiscencia sobrealimentada por el hecho de que eran polos opuestos. No tenían nada en común, excepto su habilidad para debatir sus puntos de vista opuestos y su deseo de resultar vencedores en cada polémica en que se enzarzaban. Ella tenía una mente ágil y una gran confianza en sí misma. Él, un espadachín de la palabra, no la había intimidado en lo más mínimo. Sus disputas solían concluir en tablas, pero él estaba acostumbrado a diezmar a sus enemigos por completo, y al no lograr rendirla con palabras había buscado otros medios. Era lo bastante joven y estúpido para creer todavía que la sumisión de una mujer en la cama era una declaración de supremacía masculina. Cuando hubo terminado con ella, henchido de orgullo por lo que había obtenido y cómo, esperaba ojos radiantes, una sonrisa adormilada, seguido de una delicada y femenina rendición, tras la cual ella le permitiría reinar.

El hecho de que ella no se hubiera rendido en absoluto después de la seducción, el que hubiera actuado como si no hubiera pasado nada entre ellos, el que su ingenio estuviera, si cabe, más aguzado que nunca, sólo sirvió para enfurecerle y desearla aún más. Una vez en la cama, había pensado, no existía simetría ni igualdad entre ellos. En la cama, había pensado, la conquista sería suya. Los hombres dominan, creía, y las mujeres se sometían. Pero Evelyn no. Nada de lo que hizo ni nada de lo que juró que sentiría había socavado su serenidad. El coito sólo fue otro campo de batalla para ambos, en que el arma era el placer en lugar de las palabras.

Lo peor fue que ella supo en todo momento sus intenciones. Y cuando se corrió por última vez, la última marrana, a toda prisa porque los dos tenían que coger trenes y cumplir objetivos, ella levantó la cabeza de Luxford, mojada aún de sus fluidos, y dijo:

—No me siento rebajada, Dennis. De ninguna manera. Ni si quiera por esto.

Se sintió avergonzado de que una vida inocente hubiera nacido de aquella cópula carente de amor. Tal indiferencia sintió por las consecuencias de haberla sojuzgado de la única manera posible, que no se había molestado en tomar ninguna precaución, ni se había preocupado de que ella las hubiera tomado. Ni siquiera había pensado en lo que estaban haciendo en términos de crear una vida. Sólo lo había considerado un paso que debía darse para demostrar a Evelyn, y sobre todo a sí mismo, quién ostentaba la supremacía.

No había querido a su hija. Había calmado los escasos remordimientos de conciencia «haciéndose cargo del asunto», de forma que nunca se sintiera afectado por ninguna de las dos. Por lo tanto, no debería sentir nada ahora, aparte de amargura y estupefacción por la obstinación de Evelyn, que había costado una vida humana.

Pero la verdad era que sentía mucho más que amargura y estupefacción. Se sentía atenazado por la culpabilidad, la rabia, la angustia y el remordimiento. Porque si bien era responsable de la vida de una niña que nunca había intentado ver, sabía muy bien que también era responsable de la muerte de una niña que nunca llegaría a conocer. Nada podría cambiar aquella realidad. Nada.

Acercó el teclado del ordenador hacia él, como atontado. Accedió a la historia que habría salvado la vida de Charlotee. Leyó la primera línea: «Cuando tenía treinta y seis años, dejé a una mujer embarazada». En el silencio de su despacho —interrumpido por los ruidos que procedían del periódico para el que le habían contratado con el fin de resucitarlo de la nada—, recitó la conclusión de la sórdida historia: «Cuando tenía cuarenta y siete, maté a mi hija».