14

Eran las cinco de la tarde siguiente cuando el inspector Thomas Lynley fue informado sobre el cadáver del canal. Acababa de regresar a Scotland Yard, tras finalizar una nueva entrevista con los fiscales de la Corona. Nunca le gustaba investigar asesinatos de personas famosas, y el caso que los fiscales estaban preparando para el juicio, el de un jugador de la selección nacional de críquet muerto por asfixia, le había colocado en primera plana más a menudo de lo que prefería. Sin embargo, el interés de los medios de comunicación se iba enfriando a medida que el caso empezaba a ser encauzado hacia el sistema judicial. Era improbable que el interés volviera a despertarse hasta que se celebrara el juicio. En consecuencia, tenía la impresión de estar quitándose de encima un peso que le había agobiado durante semanas.

Había ido a su despacho para poner un poco de orden. Durante la última investigación, su caos había adquirido proporciones gigantescas. Además de los informes, notas, transcripciones de entrevistas, documentación relativa al lugar de los hechos y la colección de periódicos que se habían integrado en el método utilizado para llevar el caso, la sala de incidencias había sido desmantelada poco después de la detención de la culpable, y le habían entregado toda una colección de planos, gráficas, horarios, hojas impresas por ordenador, grabaciones telefónicas, expedientes y otros datos para que los separara, ordenara y enviara a los departamentos correspondientes. Estaba decidido a terminar antes de marcharse.

Sin embargo, al llegar a su despacho descubrió que alguien había decidido ayudarle en aquella hercúlea empresa. Su sargento detective, Barbara Havers, estaba sentada con las piernas cruzadas ante una pila de carpetas, con un cigarrillo colgando de los labios. Examinaba con los ojos entornados a causa del humo un informe grapado que descansaba abierto sobre su regazo.

—¿Cómo va a hacerlo, señor? —preguntó sin alzar la vista—. Llevo trabajando una hora, y sea cual sea su método, carece de sentido para mí. Este es mi primer cigarrillo, por cierto. Tenía que hacer algo para calmar mis nervios. Bien, deme una pista. ¿Cuál es su método? ¿Hay pilas que guardar, pilas que enviar y pilas que tirar? ¿Qué?

—De momento sólo pilas —dijo Lynley. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla—. Pensé que iba a marcharse a casa. ¿No tenía que ir a Greenford?

—Sí, pero llegaré cuando llegue. No hay prisa, ya sabe.

En efecto. La madre de la sargento estaba internada en Greenford, una residencia privada cuya propietaria cuidaba a ancianos, enfermos y, como en el caso de la madre de Havers, personas con trastornos mentales. Havers peregrinaba a verla con tanta frecuencia como le permitía su irregular horario de trabajo, pero por lo que Lynley había conseguido deducir a partir de seis meses de comentarios lacónicos de Havers acerca de sus visitas, siempre era un enigma si su madre la reconocería.

Dio una profunda calada al cigarrillo antes de aplastarlo contra el costado de la papelera metálica, en deferencia a los deseos tácitos de Lynley, y lo arrojó dentro. Gateó entre un mar de carpetas y cogió su abultado bolso de lona. Rebuscó en su interior y extrajo una variedad de pertenencias, de entre las cuales seleccionó un paquete aplastado de chicle Juicy Fruit. Desenvolvió dos barras y se las llevó a la boca.

—¿Cómo dejó que degenerara hasta tales extremos?

Hizo un gesto que abarcó el despacho y se apoyó contra la pared. Balanceó el talón izquierdo sobre la punta del pie derecho y admiró sus zapatos. Llevaba bambas rojas altas hasta el tobillo. En combinación con sus pantalones azul marino, eran toda una declaración sobre la moda.

—«La anarquía en estado puro se ha desatado sobre el mundo» —dijo Lynley en respuesta a su pregunta.

—Más bien parece que se ha desatado sobre este despacho —contestó Havers.

—Supongo que las cosas se me fueron de la mano —continuó Lynley, y añadió con una sonrisa—: Pero al menos no se desmadraron. Lo cual significa, supongo, que el centro resistirá.

El rostro de Havers se contrajo (cejas arrugadas, boca fruncida, barbilla elevada hacia la nariz), mientras analizaba las palabras en busca de su significado.

—¿Qué cómo dónde y cuándo, señor?

—Poesía. —Se acercó a su despacho e inspeccionó con aire lúgubre el montón de carpetas de papel manda, libros, planos, y documentos que lo invadían—. «Las cosas se desmoronan / el centro no puede resistir / la anarquía en estado puro se ha desatado sobre el mundo». Es parte de un poema.

—Ah, un poema maravilloso. ¿Le he dicho alguna vez cuánto agradezco sus esfuerzos por elevar mi conciencia cultural? ¿Era Shakespeare?

—Yeats.

—Incluso mejor. Me gusta que mis alusiones literarias sean oscuras. Volvamos al tema que nos ocupa. ¿Qué vamos a hacer con todo esto?

—Rezar para que se declare un incendio.

Un discreto carraspeo atrajo la atención de los dos hacia la puerta del despacho. En ella se erguía una visión ataviada con un traje cruzado de un rosa subido, con un cuello de seda crema cuyos encajes caían en cascada desde la garganta. Un camafeo antiguo descansaba en el centro de los encajes. Todo cuanto necesitaba la secretaria del superintendente para completar el conjunto era un sombrero de ala ancha, y sería un miembro de la nobleza, a punto de partir hacia Ascot.

—Qué pena da esto, inspector Lynley, —Dorothea Harriman meneó la cabeza con melancolía al contemplar el estado del despacho—. Debe aspirar a un ascenso. Sólo el superintendente Webberly podría superar este desastre. Aunque podría conseguirlo con menos material.

—¿Te importa echar una mano, Dee? —preguntó Havers desde el suelo.

Harriman levantó una, con las uñas manicuradas a la perfección.

—Otros deberes me llaman, sargento detective. A ustedes también. Sir David Hillier quiere verles.

Havers se golpeó la cabeza contra la pared.

—El pelotón de fusilamiento —gruñó.

—Ha tenido peores ideas —dijo Lynley.

Sir David Hillier acababa de ser ascendido a subcomisionado. Las últimas dos trifulcas de Lynley con Hillier habían recorrido el camino incierto que separa la insubordinación de la guerra abierta. El motivo por el que Hillier les llamaba ahora no debía de ser agradable.

—El superintendente Webberly está con él —añadió Harriman, tal vez para darles ánimo—. Sé de muy buena tinta que han pasado la última hora a puerta cerrada con el más VIP de todos los VIPs: sir Richard Hepton. Vino a pie y se fue a pie. ¿Qué os parece?

—Como el Ministerio del Interior está a cinco minutos a pie de aquí, no me parece nada —dijo Lynley—. ¿Por qué?

—¿El ministro del Interior, presentarse en Scotland Yard y encerrarse con sir David durante una hora?

—Ha de ser masoquista —sugirió Havers.

—A mitad de la reunión, llamaron al superintendente Webberly y hablaron con él durante media hora más. Después, sir Richard se marchó. Y luego, sir David y el superintendente Webberly me pidieron que viniera a buscarles. Están esperando. Arriba.

Arriba significaba en el nuevo despacho del subcomisionado sir David Hillier, al cual se había trasladado a la velocidad de la luz en cuanto su ascenso fue oficial. Gozaba de una vista deprimente de la estación de Battersen Power, y sus paredes aún no estaban adornadas con la plétora de fotografías que documentaban la carrera triunfal de Hillier, aunque ya estaban colocadas sobre el suelo, como si alguien estuviera decidiendo la disposición más halagadora. En el centro había una ampliación de sir David en el momento de ser nombrado caballero. Estaba arrodillado, con las manos enlazadas ante él y la cabeza gacha. Nunca había parecido más humilde.

Aquella tarde, el hombre vestía un traje gris hecho a medida que hacía juego con su mata de pelo. Estaba sentado detrás de su escritorio, del tamaño aproximado de un campo de fútbol, con las manos enlazadas sobre un secante forrado de piel, de tal forma que su anillo de sello destellaba a las luces del techo. Al lado del secante, colocado en el ángulo preciso, había una libreta amarilla cubierta con la letra florida de la que proyectaba confianza en sí mismo.

El superintendente Webberly (superior inmediato de Lynley) estaba sentado incómodamente en el borde de una silla de diseño ultramoderno, de las que gustaban a Hillier. Sostenía un puro envuelto y le daba vueltas entre el índice y el pulgar. Parecía un oso, con su traje de tweed de puños gastados.

—El cuerpo de una niña fue encontrado anoche en Wiltshire —dijo Hillier a Lynley sin más preámbulos—. Diez años. Era la hija de la subsecretaria de Interior. El primer ministro quiere que el Yard se ocupe de la investigación. El ministro del Interior también. Yo he sugerido que fuera usted.

Las sospechas de Lynley se despertaron de inmediato. Hillier nunca le recomendaba para un caso, a menos que guardara algo desagradable en la manga. Observó que Havers también experimentaba recelos, porque le dirigió una veloz mirada, como si vigilara su reacción. Al parecer, Hillier se dio cuenta de sus dudas, porque continuó con las siguientes palabras:

—Sé que ha habido mala sangre entre nosotros desde hace dieciocho meses, inspector, pero la culpa ha sido de los dos.

Lynley levantó la vista, dispuesto a cuestionar aquel «los dos». Hillier también pareció darse cuenta.

—Puede que haya sido más culpa mía. Todos obedecemos órdenes cuando debemos. Yo no soy diferente de usted a ese respecto. Me gustaría olvidar el pasado. ¿Puede hacerlo usted?

—Si me asigna a un caso, colaboraré —dijo Lynley—. Señor —añadió.

—Tendrá que hacer algo más que colaborar, inspector. Tendrá que reunirse conmigo cuando se lo pida, con el fin de tener informes preparados para el primer ministro y el ministro del Interior. Lo cual significa que no podrá retener información como en el pasado.

—David —advirtió Webberly. «Has metido la pata», implicaba su tono.

—Creo que he sido sincero con los hechos tal como yo los he conocido —dijo Lynley a Hillier.

—Ha sido sincero cuando le he exprimido —replicó Hillier—, pero esta vez no quiero exprimirle. Todo el mundo examinará la investigación bajo el microscopio, desde el primer ministro a los diputados tories. No podemos permitirnos el lujo de fracasar como equipo. Si lo hacemos, rodarán cabezas.

—Comprendo lo que hay en juego, señor —dijo Lynley.

Lo que estaba en juego era todo, puesto que el Ministerio del Interior era responsable de las acciones de New Scotland Yard.

—Bien. Me alegro. Entonces, entérese de esto. Hace menos de una hora, el ministro del Interior me ordenó emplear en el caso lo mejor que tengo. Le elegí a usted. —Era lo más cerca que Hillier había estado de hacerle un cumplido—. ¿Me he expresado con claridad? —añadió, por si Lynley no había captado el homenaje oblicuo que el subcomisionado estaba rindiendo al talento de su subordinado.

—Perfectamente —contestó Lynley.

Hillier asintió y empezó a recitar los detalles. La hija de Eve Bowen, subsecretaria de Interior, había sido secuestrada el miércoles anterior, al parecer durante el trayecto entre su clase de música y su casa de Marylebone. Al cabo de una horas habían sido entregadas notas del secuestrador. Se habían hecho exigencias y se había grabado una cinta con la voz de la niña.

—¿Rescate? —preguntó Lynley, en referencia a las exigencias.

Hillier negó con la cabeza. El secuestrador quería que el padre natural de la niña asumiera la paternidad públicamente. El padre de la niña no quiso hacerlo porque la madre no se lo permitió. Cuatro días después de la primera petición, la niña había sido encontrada ahogada.

—¿Asesinada?

—Aún no hay pruebas concluyentes —dijo Webberly—, pero es probable.

Hillier abrió un cajón del escritorio y extrajo un expediente, que entregó a Lynley. Contenía, además del informe de la policía, las fotografías oficiales del cadáver. Lynley las examinó y se fijó en el nombre de la niña, Charlotte Bowen, y en el número del caso, impreso en el dorso de cada una. En el cuerpo no había señales de violencia. Al parecer, se trataba de un accidente. Excepto por un detalle.

—No sale espuma de las fosas nasales —dijo, y pasó las fotos a su sargento.

—Según el DIC local, el patólogo extrajo espuma de los pulmones, pero sólo después de hacer presión sobre el pecho —explicó Webberly.

—Un giro interesante.

—Desde luego.

—Esto es lo que queremos —interrumpió Hillier, impaciente.

No era ningún secreto para los demás que no sentía ningún interés especial para las pruebas halladas en el lugar de los hechos, las declaraciones de los testigos, la comprobación de las coartadas, ni en la recogida y análisis de datos. Su principal fascinación residía en la política policial, y aquel caso en particular prometía un contacto inusitado con dicha política.

—Esto es lo que queremos —repitió—. Alguien del Yard en todos los niveles de la investigación, en todos los lugares y en todo momento.

—Esto es una patata caliente —observó Havers.

—Al ministro del Interior le da igual que los tiernos sentimientos de alguien puedan resultar heridos, sargento. Quiere que nos impliquemos en cada parcela de la investigación, y así será. Tendremos a alguien en Wiltshire que se ocupe de ese extremo del caso, alguien en el frente de Londres, y alguien coordinado con el Ministerio del Interior y Downing Street. Si algún agente tiene problemas con el dispositivo, será sustituido por otro.

Lynley devolvió las fotografías a su sargento.

—¿Qué nos ha facilitado la policía de Marylebone hasta el momento? —preguntó a Hillier.

—Nada.

Lynley paseó la vista de Hillier a Webberly, y observó que este último había clavado de repente los ojos en el suelo.

—¿Nada? —dijo—. ¿Quién es nuestro enlace en la comisaría de la localidad?

—No hay enlace. La policía de la localidad no se ha visto implicada.

—Pero ha dicho que la niña desapareció el miércoles pasado.

—Sí, pero la familia no denunció el hecho.

Lynley intentó asimilar la información. Habían transcurrido cinco días desde la desaparición de la niña. Según Hillier y Webberly, uno de los padres había recibido llamadas telefónicas. Se habían planteado exigencias. La niña en cuestión sólo tenía diez años. Y ahora estaba muerta.

—¿Están locos? ¿Con qué clase de gente estamos tratando? Su hija desaparece y no hacen nada por…

—No fue exactamente así, Tommy. —Webberly levantó la cabeza—. Intentaron obtener ayuda. Consiguieron a alguien de inmediato, el miércoles pasado por la noche. Sólo que no era de la policía.

La expresión de Webberly puso en tensión a Lynley. Tuvo la impresión de que, dejando aparte que Hillier hubiera reconocido su talento, estaba a punto de descubrir por qué le habían asignado el caso.

—¿Quién fue? —preguntó.

Webberly exhaló un suspiro y guardó el puro en el bolsillo de la chaqueta.

—Temo que es aquí donde las cosas se complican —dijo.

Lynley orientó el Bentley en dirección al Támesis. Aferraba con fuerza el volante. No sabía qué pensar sobre lo que acababa de averiguar, y estaba intentando por todos los medios reprimir sus reacciones. «Llega allí —razonó—. Llega allí de una pieza y haz tus preguntas, para así comprender».

Havers le había seguido cuando Lynley atravesaba a grandes zancadas el aparcamiento subterráneo.

—Escúcheme, señor —dijo, y por fin le había cogido del brazo cuando él prosiguió sin contestar, abismado en sus pensamientos. No había podido detenerle, de modo que plantó su cuerpo rechoncho delante de él—. Escuche. Será mejor que no vaya ahora. Antes tranquilícese. Hable con Eve Bowen. Escuche lo que tenga que contar.

Había mirado a la sargento, perplejo por su comportamiento.

—Estoy perfectamente tranquilo, sargento. Diríjase a Wiltshire y haga su trabajo. Y déjeme hacer el mío.

¿Perfectamente tranquilo? Y una mierda. Está a punto de perder los estribos, y lo sabe. Si Bowen le contrató para buscar a su hija, cosa que Webberly dijo no hace más de quince minutos, las actividades de Simon desde aquel momento fueron actividades profesionales.

—Estoy de acuerdo. Por eso quiero que me informe. Me parece el lugar más lógico por donde empezar.

—Deje de mentirse. Usted no persigue los hechos, sino la venganza. Está escrito en su cara.

Lynley pensó que la mujer se había vuelto loca.

—No sea absurda. ¿De qué he de vengarme?

—Ya lo sabe. Tendría que haberse visto la cara cuando Webberly explicó en qué había estado ocupado todo el mundo desde el pasado miércoles. Palideció hasta los labios, y aún no se ha recuperado.

—Tonterías.

—¿Sí? Escuche, conozco a Simon. Usted también. ¿Qué cree que hizo? ¿Imagina que estuvo tocándose la entrepierna, a la espera de que la niña apareciera muerta en la campiña? ¿Eso es lo que piensa?

—Ha ocurrido la muerte de una niña —contestó Lynley con tono razonable—. Convendrá conmigo en que esa muerte habría podido evitarse si Simon, por no mencionar a Helen, hubiera tenido la perspicacia de implicar a la policía desde el primer momento.

Havers apretó los labios. Su expresión decía «Te he pillado».

—Es eso, ¿verdad? —dijo—. Eso es lo que en el fondo le molesta.

—¿Me molesta?

—Es Helen, no Simon. Ni siquiera esta muerte. Helen estaba metida en el asunto hasta sus pendientes de dieciocho quilates y usted no lo sabía, ¿verdad? ¿Tengo razón, inspector? Por eso va a casa de Simon.

—Havers, tengo cosas que hacer. Haga el favor de apartarse de mi camino. Porque si no lo hace ahora mismo, se encontrará asignada a otro caso.

—Estupendo. Miéntase. Y mientras tanto, haga prevalecer su rango y termine de una vez.

—Creo que acabo de terminar. Como esta es su primera oportunidad de estar al mando de una parte de la investigación, sugiero que considere sus opciones con prudencia antes de forzarme a actuar.

Havers frunció el labio superior. Meneó la cabeza.

—Mierda —dijo—. Cuando quiere, se comporta como un auténtico gilipollas.

Lynley subió al Bentley y lo puso en marcha con un innecesario pero gratificante bramido. Al cabo de un momento había salido del aparcamiento subterráneo y aceleraba en dirección a Victoria Street. Su mente trataba de implicarse en el proceso de iniciar una investigación, pero estaba trabada en combate con su corazón, el cual, como Havers había afirmado (maldita fuera su intuición), estaba concentrado en Helen. Porque Helen le había mentido de forma deliberada el miércoles por la noche. Toda su cháchara frívola sobre sus nervios, sobre el matrimonio, sobre su futuro común, era una mera excusa inventada para ocultar sus actividades con Simon. Y el resultado de aquella mentira y aquellas actividades había sido la muerte de una niña.

Pisó el acelerador y al poco se encontró atrapado entre ocho autocares cargados de turistas, que intentaban escapar de las inmediaciones de la abadía de Westminster. Entonces cayó en la cuenta de que, considerando la hora, tendría que haber tomado una ruta diferente hacia el río. Tal como estaban las cosas, tenía mucho tiempo para meditar sobre la conducta incomprensible de sus amigos y sobre a dónde había conducido aquella conducta. Por fin, se libró de la congestión que atenazaba los alrededores de Parliament Square y se desvió al sur, hacia Chelsea.

El tráfico era denso. Procuró colocarse detrás de taxis y autobuses. Al ver los cables y las torres esbeltas del Albert Bridge, dobló por la media luna de Cheyne Walk, y desde allí llegó a Cheyne Row. Encajó el Bentley en un hueco situado al final de la abarrotada callecita y cogió el expediente de la muerte de Charlotte Bowen. Volvió en dirección al río, hacia la casa alta de ladrillo ámbar que se alzaba en la esquina de Cheyne Row y Lordship Place. Reinaba un absoluto silencio en el barrio, que le sentó como un bálsamo momentáneo. Respiró hondo. «Muy bien —pensó—, mantén el control. Has venido para recabar datos, y eso es todo. Es el lugar más lógico por donde empezar, y nada de lo que estás haciendo podría describirse como perder los estribos». La recomendación de su sargento de que viera primero a Eve Bowen no era más que un reflejo de su inexperiencia. Era absurdo ver antes a Eve Bowen, cuando en aquella casa había la información que necesitaba para poner en marcha su investigación. Esa era la verdad. Cualquier insinuación de que estaba buscando venganza y mintiéndose a sí mismo era desatinada. ¿Verdad? Verdad.

Hizo sonar la aldaba de la puerta. Al cabo de un momento llamó también al timbre. Oyó los ladridos del perro y sonar el teléfono.

—Santo Dios —dijo la voz de Deborah—. Todo el mundo a la vez. ¡Voy a abrir la puerta! —gritó—. ¿Puedes ocuparte del teléfono?

Deborah apareció en el umbral descalza y con unos vaqueros cortados a la altura del muslo, con harina en las manos y la camiseta negra espolvoreada de blanco. Su cara se iluminó cuando le vio.

—¡Tommy! Santo cielo. Estábamos hablando de ti hace cinco minutos.

—He de ver a Helen y Simon.

La sonrisa de Deborah se desvaneció. Le conocía muy bien. Advirtió en el tono (pese a su esfuerzo por hablar sin énfasis) que algo no iba bien.

—En la cocina. En el laboratorio. O sea, Helen está en la cocina y Simon en el laboratorio. Papá y yo le estábamos enseñando… Tommy, ¿es que…? ¿Ha pasado algo?

—¿Quieres ir a buscar a Simon?

Deborah subió a toda prisa la escalera que llevaba al último piso de la casa. Lynley se dirigió hacia la parte posterior. Una escalera descendía a la cocina. Oyó la risa de Helen y la voz de Cotter.

—Bien, el secreto está en la clara del huevo —decía Cotter—. Es lo que les da su color marrón y el lustre. Pero primero hay que partir los huevos. Hay que hacer una incisión firme y limpia en la cáscara, así. Utilice la cáscara de esta forma para pasar la yema de una a otra hasta separar la clara.

—¿Es así de sencillo? —preguntó Helen—. Señor, es de una facilidad asombrosa. Hasta un idiota podría hacerlo. Hasta yo podría.

—Es sencillo. Inténtelo.

Lynley bajó por la escalera. Cotter y Helen estaban uno a cada lado de la mesa situada en el centro de la cocina. Helen iba envuelta en un enorme delantal blanco, y Cotter arremangado hasta los codos. Entre ellos había cuencos, bandejas de horno, cajas de pasas, bolsas de harina y otros ingredientes. Helen estaba partiendo un huevo en uno de los cuencos más pequeños. Las bandejas de horno contenían los frutos de su labor: montoncillos circulares de masa con pasas, con la circunferencia de tazas de té.

La pequeña dachshund de los St. James fue la primera en ver a Lynley. Estaba lamiendo el suelo alrededor de Helen, pero quizá al intuir su presencia levantó la cabeza y lanzó un ladrido.

Helen alzó los ojos, sosteniendo en cada mano la mitad de una cáscara de huevo. Al igual que Deborah su rostro se iluminó con una sonrisa.

—¡Tommy! Hola. Imagina lo imposible. He hecho bollos.

—Debemos hablar.

—En este momento no puedo. Me van a enseñar a poner el toque final a mi obra de arte, en cuanto termine de separar este huevo, y parece que me sale bastante bien, como sin duda Cotter ratificará.

Sin embargo, Cotter había leído con bastante precisión la expresión de Lynley.

—Ya terminaré yo. En un periquete. Falta muy poco. Vaya con lord Asherton.

—Tonterías —repuso Helen.

—Helen —dijo Lynley.

—No puedo abandonar mi creación en el momento de la verdad. He llegado hasta aquí y quiero acabar. Tommy me esperará. ¿Verdad, querido?

El término crispó sus nervios.

—Charlotte Bowen ha muerto —dijo.

Las manos de Helen quedaron suspendidas en el aire, sujetando todavía las cáscaras de huevo. Las bajó.

—Oh, Dios —dijo.

Cotter, consciente de la atmósfera que se respiraba entre ambos, recogió a la perrita del suelo y agarró la correa que colgaba de un gancho cerca de la puerta trasera. Se fue sin decir palabra. Al cabo de un momento, la cancel de Lordship Place se abrió con un crujido y volvió a cerrarse.

—¿Qué pensabas que estabas haciendo? —preguntó Lynley—. Dímelo, Helen. Por favor.

—¿Qué ha pasado?

—Acabo de decírtelo. La niña ha muerto.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—No importa cómo o cuándo. Lo que importa es que podría haberse salvado. Que esto podría no haber sucedido. Podría estar de regreso con su familia ahora mismo, si hubierais tenido el sentido común de informar a la policía.

Helen retrocedió un poco y habló con voz desmayada.

—Eso no es justo, nos pidieron ayuda. No querían avisar a la policía.

—Helen, me da igual lo que os pidieran. Me da igual quién lo pidió. La vida de una niña estaba en peligro, y esa vida ya no existe. La niña se ahogó en el canal de Kennet y Avon, y su cuerpo quedó abandonado para que se pudriera entre las cañas. Así que…

—Tommy… —St. james habló desde la escalera. Deborah estaba detrás de él—. Hemos comprendido el mensaje.

—¿Sabes lo que ha pasado? —preguntó Lynley.

—Barbara Havers acaba de telefonearme.

Bajó con torpeza hasta la cocina. Deborah le siguió. Tenía la cara del color de la harina que manchaba su camiseta. St. James y ella se colocaron al lado de Helen, al otro lado de la mesa y enfrente de Lynley.

—Lo siento —dijo St. James en voz baja—. No quería que terminara así. Supongo que ya lo sabes.

—Entonces, ¿por qué no hiciste algo para impedirlo?

—Lo intenté.

—¿Qué intentaste?

—Hablar con los dos, la madre y el padre. Hacerles entrar en razón. Convencerles de que llamaran a la policía.

—Pero no rechazaste el encargo, para obligarles a actuar de otro modo. Eso no lo intentaste.

—Al principio no. No lo hice. He de admitirlo. Ninguno de nosotros lo rechazamos al principio.

—¿Ninguno de…?

Lynley desvió la vista hacia Deborah. Retorcía entre sus manos la parte inferior de la camiseta. Parecía muy desdichada. Comprendió lo que las palabras de St. James le habían dicho, lo cual agravaba su pecado cien mil veces.

—¿Deborah? —dijo—. ¿Deborah intervino en este desastre? Santo Dios, ¿os habéis vuelto locos todos? Con un esfuerzo, puedo comprender que Helen interviniera, porque al menos tiene una mínima experiencia gracias a trabajar contigo. Pero ¿Deborah? ¿Deborah? Vale tanto para enredarse en la investigación de un secuestro como el perro de la familia.

—Tommy —dijo Helen.

—¿Quién más? —preguntó Lynley—. ¿Quién más participó? ¿Qué me dices de Cotter? ¿Él también? ¿O sólo bastó con vosotros tres, cretinos, para acabar con la vida de Charlotte Bowen?

—Tommy, ya has hablado bastante —dijo St. James.

—No, y dudo que alguna vez acabe. Los tres sois responsables, y me gustaría que vierais exactamente de qué sois responsables.

Abrió la carpeta que había traído del coche.

—Aquí no —dijo St. James.

—¿No? ¿Es mejor no ver el desenlace de la situación? —Lynley arrojó una fotografía sobre la mesa. Aterrizó justo delante de Deborah—. Echad un vistazo. Tal vez prefiráis memorizarla, por si decidís matar a más niños.

Deborah se llevó el puño a la boca, pero no fue suficiente para ahogar su grito. St. James la apartó con rudeza de la mesa.

—Fuera de aquí, Tommy —dijo.

—No será tan fácil.

—¡Tommy!

Helen extendió una mano hacia él.

—Quiero saber lo que sabes —dijo Lynley a St. James—. Quiero hasta la última pizca de información que tengas. Quiero todos los detalles, y que Dios te ayude, Simon, si te olvidas de incluir un solo dato.

St. James había abrazado a su mujer.

—Ahora no —dijo lentamente—. Hablo en serio. Vete.

—No me iré hasta obtener lo que he venido a buscar.

—Creo que ya lo tienes —replicó St. James.

—Díselo —dijo Deborah, con la boca apretada contra el hombro de su marido—. Por favor, Simon. Díselo. Por favor.

Lynley vio que St. James sopesaba con cuidado las alternativas.

—Llévate a Deborah arriba —dijo por fin a Helen.

—Que se quede aquí —dijo Lynley.

—Helen —dijo St. James.

Pasó un segundo antes de que Helen decidiera.

—Ven conmigo, Deborah —dijo—. ¿Vas a detenernos? —preguntó a Lynley—. Eres lo bastante mayor para hacerlo, y la verdad, me pregunto si la idea de pegar a dos mujeres te detendrá. Pareces decidido a todo.

Pasó junto a él, con el brazo sobre los hombros de Deborah. Subieron por la escalera y cerraron la puerta a sus espaldas.

St. James estaba mirando la fotografía. Lynley vio que un músculo se agitaba sin control en su mandíbula. A lo lejos, oyó ladrar a la perra y el grito de Cotter. Por fin, St. James levantó la vista.

—Esto ha sido imperdonable —dijo.

Si bien Lynley sabía a qué se refería St. James, eligió a propósito malinterpretar sus palabras.

—Estoy de acuerdo —replicó—. Ha sido imperdonable. Ahora, cuéntame lo que sabes.

Se observaron unos instantes, separados por la mesa. Transcurrió un largo momento durante el cual Lynley se preguntó si su amigo iba a proporcionarle la información o a vengarse con su silencio. Pasó medio minuto, y St. James empezó a hablar.

Contó toda la historia sin levantar la vista. Refirió a Lynley todo lo sucedido durante cada día transcurrido desde la desaparición de Charlotte Bowen. Relató los hechos. Enumeró las evidencias. Explicó los pasos que había dado y el porqué. Identifico a los actores y analizó a cada uno. Cuando hubo terminado, con la vista clavada en la fotografía, dijo:

——No hay nada más. Ahora puedes irte, Tommy.

Lynley comprendió que había llegado el momento de ceder.

—Simon…

Pero St. James le interrumpió.

—Vete —dijo.

Lynley lo hizo.

La puerta del estudio, antes abierta, estaba cerrada, y Lynley adivinó que Helen había conducido a Deborah a la habitación. Entró sin llamar.

Deborah estaba sentada en la otomana, con los brazos cruzados sobre el estómago y los hombros hundidos. Helen se había sentado delante de ella, en el sofá. Sostenía una copa en la mano.

—Toma un poco más, Deborah —estaba diciendo.

—Creo que va he bebido suficiente —contestó Deborah.

Lynley pronunció el nombre de Helen. En respuesta, el cuerpo de Deborah giró en dirección contraria a la puerta. Helen dejó la copa sobre la mesita auxiliar, rozó la rodilla de Deborah y se acercó a Lynley. Señaló hacia el corredor y cerró la puerta a su espalda.

—Perdí los estribos —dijo Lynley—. Lo siento.

Helen le dedicó una pálida sonrisa.

—No, no lo sientes, pero espero que estés satisfecho. —Maldita sea, Helen. Escúchame.

—Dime una cosa. Antes de marcharte, ¿deseas desollarnos por alguna otra cosa? Porque lamentaría mucho verte marchar sin haber satisfecho todos tus deseos de castigar, humillar y pontificar.

—No tienes derecho a indignarte, Helen.

—Al igual que tú no tenías derecho a sentenciar.

—Alguien ha muerto.

—No es culpa nuestra. Y me niego, Tommy, me niego a agachar la cabeza, postrarme de hinojos y suplicar tu pacato perdón. No he hecho nada malo. Ni Simon. Ni Deborah.

—Aparte de mentir.

—¿Mentir?

—Podrías haberme dicho la verdad el miércoles por la noche, Yo pregunté y tú mentiste.

Helen se llevó las manos al cuello. A la tenue luz del pasillo, dio la impresión de que sus ojos adquirían un tono aún más oscuro.

—Dios mío —dijo—. Eres un maldito fariseo. No puedo creer. —Su mano se cerró en puño—. Esto no tiene nada que ver con Charlotte Bowen, ¿verdad? Has venido aquí y vomitado basura como una cañería de cloaca por mí. Porque decidí ocultarte algo. Porque no te dije algo que, de entrada, no tenías derecho a saber.

—¿Te has vuelto loca? Una niña ha muerto… muerto, Helen, y creo que te das cuenta de lo que eso significa. ¿A qué viene hablarme de derechos? Nadie tiene derechos cuando una vida está en peligro, salvo la persona que lo corre.

—Excepto tú. Excepto Tomas Lynley. Excepto el exquisito lord Asherton. A eso te refieres, a tus sacrosantos derechos, y en este caso concreto al derecho a saber. Pero no a saber sobre Charlotte, porque la niña sólo es el síntoma, no la enfermedad.

—No conviertas esto en un reflejo de nosotros.

—No necesito convertirlo. Lo veo con toda claridad.

—¿De veras? Entonces entérate del resto. Si me hubieras informado, la niña tal vez estaría viva y en su casa. Habría salido bien librada del secuestro y no habría terminado flotando en un canal.

—¿Sólo porque yo te hubiera dicho la verdad?

—Habría sido un estupendo principio.

—No era una alternativa.

—Era la única alternativa que habría podido salvar su vida.

—¿Sí? —Helen retrocedió y le miró con una expresión que Lynley sólo pudo interpretar como compasiva—. Esto va a sorprenderte, Tommy, y casi detesto ser yo quien te informe, considerando que te va a sentar como un tiro: no eres omnipotente y, pese a tu propensión a interpretar el papel, no eres Dios. Ahora, si me perdonas, me gustaría ver si Deborah se encuentra bien.

Extendió la mano hacia el pomo de la puerta del estudio.

—No hemos terminado —dijo Lynley.

—Puede que tú no, pero yo sí. Por completo.

Le dejó mirando los paneles oscuros de la puerta. Lynley clavó la vista en ellos. Procuró controlar el irresistible impulso de patear la madera y descubrió que, en algún momento de la conversación, había cerrado los puños con la necesidad de golpear. Ahora sentía dicha necesidad, el deseo de estrellar su puño contra una pared o una ventana, de sentir dolor tanto como causarlo.

Se obligó a alejarse del estudio y caminar hasta la puerta de la calle. Una vez fuera, se obligó a respirar.

Casi pudo escuchar el análisis que la sargento Havers efectuaría de la conversación con sus amigos: «Buen trabajo, inspector. Hasta he tomado notas. Acusar, insultar y enemistarse con todos. Un método brillante de asegurarse su colaboración».

Pero ¿qué otra cosa habría debido hacer? ¿Felicitarles por su inepta intervención? ¿Informarles con delicadeza del fallecimiento de la niña? ¿Utilizar esa palabra necia e inocua, «fallecimiento», para procurar que no se sintieran como deberían sentirse en aquel momento, responsables?

«Hicieron lo que pudieron —habría dicho Havers—. Ya ha oído el informe de Simon. Siguieron todas las pistas. Siguieron los movimientos de la niña durante el miércoles. Enseñaron su fotografía por todo Marylebone. Hablaron con la gente que la había visto por última vez. ¿Qué más habría hecho usted, inspector?».

Investigar los antecedentes de todos los implicados. Pinchar líneas telefónicas. Enviar a una docena de agentes detectives a Marylebone. Entregar la foto de la niña a los telediarios y solicitar al público que informaran si la habían visto. Introducir su nombre y descripción en el ONP. Y sólo para empezar.

«¿Y si los padres no hubieran accedido a sus planes? —habría preguntado Havers—. ¿Qué habría hecho, inspector? ¿Qué habría hecho si le hubieran atado de pies y manos como a Simon?».

No habrían podido atar de pies y manos a Lynley. Nadie llamaba a la policía, denunciaba un delito y luego decidía la manera en que la policía debía investigarlo. St. James, si no Helen y Deborah, lo sabía. Desde el primer momento habrían podido llevar a cabo una investigación muy diferente de la que habían emprendido. Y todos lo sabían.

Pero habían dado su palabra…

Lynley oía las argumentaciones de Havers, pero cada vez eran más tenues. Y la última era la más tenue. Su palabra no contaba nada en comparación con la vida de un niño.

Lynley bajó los peldaños hasta la acera. Notó el alivio que surgía de saber que estaba en lo cierto. Volvió hacia el Bentley, y lo estaba abriendo cuando oyó una voz que le llamaba.

St. James se dirigía hacia él. Lynley observó que su expresión era indescifrable, y cuando llegó al coche se limitó a tenderle un sobre de papel manila.

—Supongo que esto te interesará —dijo.

—¿Qué es?

—Una fotografía escolar de Charlotte. Las notas del secuestrador. Las huellas dactilares de la grabadora y las que tomé a Luxford y Stone.

Lynley asintió y aceptó el material. Al hacerlo, descubrió que, pese a su creencia en la justicia inherente del reproche que había dirigido a sus amigos y a la mujer amada, se sentía incómodo ante la deliberada cortesía de St. James y todo cuanto aquella implicaba. La incomodidad le irritaba, y le recordó que sus obligaciones en la vida eran a menudo complicadas y sobrepasaban los límites de su trabajo.

Desvió la vista hacia el extremo de la calle, donde Cheyne Row formaba un saliente en cuyo recodo se alzaba una vieja casa de ladrillo que necesitaba urgentes reparaciones. Podría haber costado una fortuna si alguien se hubiera preocupado de remozarla. Tal como estaba, era casi inhabitable.

—Maldita sea, Simon —suspiró—. ¿Qué querías que hiciera?

—Tener un poco de fe, supongo.

Lynley se volvió hacia él, pero antes de que pudiera contestar al comentario, St. James prosiguió, de nuevo con un tono de mera adhesión a un protocolo obligado por la anterior exigencia de Lynley de obtener información.

—Había olvidado una cosa. Webberly se ha equivocado. La policía de Marylebone intervino de forma tangencial. Un agente expulsó a un vagabundo de Cross Keys Glose el mismo día que Charlotee Bowen fue secuestrada.

—¿Un vagabundo?

—Es posible que habitara en unos edificios abandonados de Blandford Street. Será mejor que hables con él.

—Entiendo. ¿Eso es todo?

—No. Helen y yo pensamos que tal vez no fuera un vagabundo.

—Si no era un vagabundo, ¿qué era?

—Alguien que no quería ser reconocido. Alguien disfrazado.