Eran las 17.55 cuando el agente detective Robin Payne recibió la llamada que estaba esperando, tres semanas después de terminar su curso de preparación, dos semanas después de su nombramiento oficial de agente detective, y menos de veinticuatro horas después de haber decidido que la única forma de aliviar su angustia (pánico al escenario, lo llamaban) era telefonear a su nuevo sargento detective a casa y solicitar que le incluyera en el primer caso que apareciera.
—Estás muy ansioso por ser el chico favorito de alguien, ¿verdad? —le había preguntado con sarcasmo el sargento Stanley—. Quieres llegar a comisionado antes de los treinta, ¿eh?
—Sólo quiero utilizar mis habilidades, sargento.
—Tus habilidades, ¿eh? —se había burlado el otro—. Créeme, hijo, tendrás muchas oportunidades de utilizar tus habilidades, sean las que sean, antes de que hayamos acabado contigo. Maldecirás el día en que te apuntaste al DIC.
Robin lo dudaba, pero buscó en su pasado alguna explicación que el sargento pudiera comprender y aceptar.
—Mi madre me enseñó a superarme constantemente.
—Te quedan años para hacer eso.
—Lo sé. De todos modos, ¿lo hará, señor?
—¿Qué haré, renacuajo?
—Dejarme participar en el primer caso que se presente.
—Hummm. Tal vez. Ya lo veremos —había sido la respuesta del sargento.
Y cuando más tarde llamó para complacer su solicitud, dijo:
—Vamos a ver cómo te las compones, detective.
Cuando dejó atrás la estrecha calle mayor de Wootton Cross, Robin admitió que su desesperada solicitud de ser asignado al primer caso que se presentara tal vez no había sido la mejor de las ideas. Su estómago estaba tensado con firmeza alrededor de seis bocadillos resecos que había engullido en la fiesta de compromiso de su madre (por suerte, la llamada telefónica del sargento Stanley le había salvado de presenciar el lamentable espectáculo de su madre y su corpulento y calvo prometido en el acto de babearse mutuamente), y en aquel momento parecía concentrado en empujar hacia arriba aquellos emparedados y expulsarlos al exterior. ¿Qué pensaría el sargento Stanley sobre aquel detective pardillo, si Robin vomitaba cuando viera el cadáver?
En efecto, se dirigía a ver un cadáver, según Stanley, el cadáver de una niña que había sido encontrado en la orilla del canal Kennet y Avon.
—Justo al otro lado de Allington —le había informado Stanley—. Hay una senda que corre junto a Manor Farm. Atraviesa los campos, y luego se desvía al sudoeste, hacia un puente. El cuerpo está allí.
—Conozco el lugar.
Robin no había vivido en el campo durante sus veintinueve años sin cubrir su cupo de paseos por él. Desde muy pequeño, pasear por el campo había sido su único y mejor medio de escapar de su madre y su asma. Bastaba con oír el nombre de un lugar de la campiña (Kitchen Barrow Hill, Witch Plantation, Stone Pit, Furze Knoll) para que una imagen mental de aquel sitio se le apareciera. Intuición geográfica perfecta, lo había llamado uno de sus profesores cuando iba al colegio. «Tienes futuro en la topografía, la cartografía, la geografía, la geología». Pero nada de aquello le había interesado. Quería ser policía. Quería deshacer entuertos. De hecho, sentía pasión por deshacer entuertos.
—Puedo estar ahí en veinte minutos —había dicho a su sargento—. No ocurrirá nada antes de que yo llegue, ¿verdad? —había preguntado con angustia—. ¿No extraerá conclusiones ni nada por el estilo?
Stanley había resoplado.
—Si hubiera solucionado el caso cuando llegaras, me lo callaría. ¿Has dicho veinte minutos?
—Puedo hacerlo en menos.
—No te mates, renacuajo. Es un cadáver, no un incendio.
Sin embargo, Robin había recorrido la distancia en un cuarto de hora, primero hacia Marlborough, para desviarse a continuación hacia el noroeste, una vez pasada la oficina de Correos del pueblo, donde tomó la carretera rural que dividía las exuberantes tierras de labranza, las colinas y la miríada de túmulos, montículos y otros lugares prehistóricos que constituían el valle de Wootton. Siempre había considerado el valle un lugar apacible, su primera elección para huir de las tribulaciones inherentes, en ocasiones, a vivir con una madre inválida. Así se sentía en aquel atardecer de mayo, cuando la brisa agitaba los campos de heno y su madre inválida estaba a punto de independizarse. Sam Corey no era el marido adecuado para ella (veinte años demasiado mayor, todo palmaditas en el culo, besuqueos en el cuello, guiños obscenos y oscuros comentarios acerca de dar saltitos sobre el colchón «cuando te pille a solas, perita en dulce») y Robin no comprendía qué veía en él su madre. Pero había sonreído cuando tocaba sonreír, y levantado su copa para brindar por la feliz pareja con champán barato. Al oír el teléfono, había huido y tratado de alejar de su mente las extravagancias a que aquel par se dedicaría cuando cerrara la puerta. A nadie le hacía gracia pensar en su madre retozando con un amante, sobre todo con aquel amante. No era agradable.
El caserío de Allington estaba situado en una curva de la carretera, como el extremo saliente de un codo. Consistía en dos granjas cuyas casas, establos y edificios anexos eran las construcciones más significativas de la zona. Un prado hacía las veces de frontera de la aldea, y en él pacía un rebaño de vacas, con las ubres hinchadas de leche. Robin bordeó el prado y atajó por Manor Farm, donde una mujer de aspecto hosco ahuyentaba a tres niños en dirección a una casa con techo de paja.
El sendero que el sargento Stanley había descrito a Robin no era más que una pista. Pasaba por delante de dos casas de tejados rojos y efectuaba una limpia incisión entre los campos. Con la anchura exacta de un tractor, presentaba rodadas de neumáticos y por su centro corría una vena de hierba. Alambradas a cada lado de la pista servían para encerrar los campos, todos cultivados y en los que crecía el trigo hasta una altura de treinta centímetros.
El coche de Robin traqueteó por la pista. El puente distaba casi dos kilómetros. Condujo con cariño el Escort, y confió en que la suspensión no sufriera daños irreversibles.
Más adelante la pista efectuaba la ligera ascensión que indicaba su paso por encima del puente de Allington. A cada lado del puente había vehículos aparcados sobre la franja de ortigas blancas que servían de límite. Había tres coches de la policía, una furgoneta y una motocicleta azul Ariel, el medio de transporte favorito del sargento Stanley.
Robin frenó detrás de un coche patrulla. Al oeste del puente, agentes uniformados (a cuyo grupo había pertenecido él hasta hacía poco) caminaban a cada lado del canal, uno con los ojos fijos en el sendero peatonal que bordeaba la orilla sur del canal, mientras el otro se abría paso meticulosamente entre la espesa vegetación del lado opuesto, a cinco metros de distancia. Un fotógrafo estaba terminando su trabajo detrás de un cañaveral, en tanto el patólogo forense aguardaba sin impacientarse muy cerca, las manos enfundadas en guantes blancos y un maletín de piel negra a los pies. Aparte del cloqueo de patos y cercetas que anadeaban en el canal, nadie hacía el menor ruido. Robin se preguntó si era respeto por la muerte o sólo la concentración de unos profesionales en su trabajo. Restregó las palmas contra los pantalones para secarse el sudor. Tragó saliva, ordenó a su estómago que se calmara y salió del coche para enfrentarse a su primer asesinato. Aunque nadie lo había calificado aún de asesinato, se recordó. Stanley se había limitado a decir «Tenemos el cadáver de un niño», y si iba a ser clasificado o no como asesinato dependía de los forenses.
Robin vio que el sargento estaba trabajando en el puente. Hablaba con una pareja joven, que se cogían mutuamente de la cintura, como si necesitaran darse calor. No era de extrañar, puesto que ninguno de los dos llevaba puesto más que unos trocitos de tela: la mujer, tres triángulos negros del tamaño de una palma a modo de traje de baño; el hombre, pantalones cortos blancos. Era obvio que la pareja había llegado en la barca que estaba amarrada en el canal, al este del cañaveral. Las palabras «recién casados» escritas con espuma de afeitar en las ventanas de la barca indicaban qué estaban haciendo en la zona. Navegar por el canal era una actividad muy popular en primavera y verano, así como pasear por el camino de sirga, visitar los lagos y dormir al aire libre desde Reading hasta Bath.
Stanley levantó la vista cuando Robin se acercó. Cerró su libreta y la guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
—Quédense aquí —dijo a la pareja.
Rebuscó en su chaqueta de cuero y extrajo un paquete de Embassy, que ofreció a Robin. Los dos encendieron cigarrillos.
—Por aquí —dijo Stanley.
Guio a Robin hasta la pendiente que descendía al camino de sirga. Sujetó el cigarrillo entre el índice y el pulgar y habló como era su costumbre, por un lado de la boca, como si cada frase fuera un secreto entre él y el oyente.
—Recién casados. —Resopló y con el cigarrillo señaló la barca—. Alquilaron eso, y considerando que es un poco temprano para detenerse a pasar la noche, y que no hay ningún paisaje especial en los alrededores, ya imagino qué tenían en mente cuando decidieron parar, ¿no? —Siguió con la vista fija en la barca—. Echale un vistazo, renacuajo. Me refiero a la chica, no a la barca. La chica.
Robin lo hizo. La parte inferior del bikini no le cubría el trasero, sino que consistía en una indecente tira de tela que desaparecía entres sus firmes nalgas doradas. El joven había posado la mano sobre una de las nalgas con aire de propietario. Robin oyó a Stanley inspirar entre dientes.
—Hora de ejercer las prerrogativas matrimoniales, diría yo. No me importaría darle un buen meneo a esa polluela. Loado sea Dios, menudo culo tiene. ¿Y tú, renacuajo?
—¿Yo?
—¿No se lo darías?
Robin supo que iba a ruborizarse, y agachó la cabeza para ocultarlo. Hundió la punta del zapato en el suelo y sacudió la ceniza del cigarrillo en lugar de contestar.
—Esto es lo que ha pasado —continuó Stanley, hablando por un lado de la boca—. Paran para echar un polvete. Por quinta vez hoy, pero qué coño, son recién casados. El sale para amarrar la barca, con las manos temblorosas y la polla enhiesta como un periscopio en busca del enemigo. Encuentra un lugar donde clavar la estaca para amarrar la barca (la ves al final de la línea, ¿verdad?), pero cuando está en plena faena encuentra el cadáver del niño. Culo Bronceado y él corren como alma que lleva el diablo hasta Manor Farm y llaman a la policía desde allí. Ahora se mueren de ganas por marcharse, y los dos sabemos por qué, ¿verdad?
—No pensará que tuvieron algo que ver…
—¿Con esto? —El sargento negó con la cabeza—. Pero tienen mucho que hacer el uno con el otro. Ni siquiera encontrar un cadáver apaga las hogueras de algunas personas, si sabes a qué me refiero. —Tiró el cigarrillo en dirección a los patos, que siseó al entrar en contacto con el agua. Uno de los patos lo engulló. Stanley sonrió—. Carroñeros —dijo—. Vámonos. Ha llegado tu momento. Pareces pálido, chaval. No irás a hacer un número, ¿verdad?
No, le tranquilizó Robin. No iba a vomitar. Estaba nervioso, nada más. Meter la pata en presencia de su superior era lo último que deseaba hacer, y el temor a meter la pata le había puesto los nervios de punta. Quiso explicarlo a Stanley, y también expresarle su gratitud por haberle asignado el caso, pero se abstuvo. No era necesario ponerse en entredicho en aquel momento, y expresar la gratitud en aquellas circunstancias no parecía el comportamiento adecuado de un agente detective.
Stanley llamó a la pareja que había descubierto el cadáver.
—Ustedes dos, no se alejen. Aún no hemos terminado. —Guio a Robin por el camino de sirga—. Bien. Vamos a ver si tu azotea está bien surtida. —Señaló a los agentes que inspeccionaban cada lado del canal—. Es probable que sea un ejercicio inútil. ¿Por qué?
Robin observó a los agentes. Eran ordenados, silenciosos y andaban al mismo paso. Estaban concentrados en su trabajo y no se permitían distracciones.
—¿Inútil? —repitió. Para ganar tiempo, dedicó un momento a apagar el cigarrillo contra la suela del zapato. Guardó la colilla en el bolsillo—. Bueno, no van a encontrar huellas de pisadas, si es lo que andan buscando. Demasiada hierba en el camino de sirga, demasiadas flores silvestres y malas hierbas en la orilla. Pero… —Vaciló, y se preguntó si daría la impresión de que iba a corregir lo que parecía una conclusión apresurada de su sargento. Decidió correr el riesgo—. Pero podrían encontrar otras cosas, aparte de pisadas. Si es que se trata de un asesinato. ¿Lo es, señor?
Stanley no hizo caso de la pregunta. Entornó los ojos y se llevó otro cigarrillo a la boca.
—¿Como qué? —preguntó.
—¿Si es un asesinato? Cualquier cosa. Fibras, colillas de cigarrillo, un arma, una etiqueta, unos cabellos enredados, un casquillo de bala. Cualquier cosa.
Stanley encendió el cigarrillo con un mechero de plástico. Tenía la forma de una mujer agachada que se aferraba los tobillos. La llama brotaba por el culo.
—Estupendo —dijo Stanley. Robin no supo si el sargento se refería a su contestación o al encendedor.
Stanley salió al camino de sirga y Robin le siguió. Se dirigieron en dirección al cañaveral. El patólogo jefe estaba subiendo la orilla del canal por entre una maraña amarillenta de saxífragas doradas y prímulas. Barro y algas se adherían a sus botas. Dos patólogos forenses más esperaban, con sus maletines abiertos. A su lado, una bolsa para cadáveres estaba tirada sobre el camino de sirga, preparada para su utilización.
—¿Y bien? —preguntó Stanley al patólogo.
Por lo visto, había acudido al lugar de los hechos desde un partido de tenis, porque llevaba un conjunto blanco y una cinta alrededor de la cabeza, un conjunto que desentonaba patéticamente con sus botas negras altas hasta la rodilla.
—Tenemos unas arrugas bastantes pronunciadas en las dos manos y en la planta de un pie —dijo—. El cuerpo ha estado en el agua durante dieciocho horas. Veinticuatro, a lo sumo.
Stanley asintió.
—Ve a echar un vistazo, chaval —dijo a Robin y sonrió al patólogo—. Nuestro Robin todavía es virgen, Bill. Cinco libras a que nos dedica un arco iris en tecnicolor.
Una expresión de desagrado cruzó la cara del patólogo. Se reunió con ellos en el camino de sirga.
—Dudo que te marees —dijo en voz baja a Robin—. Tiene los ojos abiertos, lo cual siempre es inquietante, pero aún no hay señales de descomposición.
Robin asintió. Respiró hondo y cuadró los hombros. Todo el mundo le estaba mirando (el sargento, el patólogo, los agentes, el fotógrafo y los biólogos), pero estaba decidido a no hacer gala de otra cosa que indiferencia profesional.
Descendió por la orilla del canal entre una profusión de flores silvestres. Tuvo la impresión de que el silencio que le rodeaba se intensificaba, aumentaba su sensibilidad hacia los ruidos emitidos por su cuerpo: el sonido ronco de la respiración, el martilleo del corazón, el crujido de los zapatos cuando aplastaban flores y malas hierbas. El barro se pegoteó a la suela de sus zapatos cuando llegó a las cañas. Las bordeó.
El cuerpo yacía justo detrás de ellas. Primero, Robin vio un pie fuera del agua y encajado entre las cañas, como si hubieran amarrado al niño por algún motivo, después el otro pie, que estaba en el agua con la planta arrugada, como había dicho el patólogo. Sus ojos recorrieron las piernas hasta las nalgas, y de allí hasta la cabeza. Estaba vuelta de lado, con los ojos entreabiertos y muy congestionados. El cabello castaño corto flotaba como alejándose de la cabeza, ondulaba con suavidad sobre la superficie del agua, y mientras Robin contemplaba el cadáver y se devanaba los sesos en busca de la pregunta correcta (a sabiendas de que la sabía, a sabiendas de que un instinto arraigado le haría formular esa pregunta indicadora de que funcionaba con el piloto automático), vio un fugaz destello plateado en la boca entreabierta del niño cuando un pez se introdujo en ella.
Sintió que la cabeza le daba vueltas y las manos pegajosas. Por suerte, su mente reaccionó. Apartó los ojos del cuerpo, encontró la pregunta correcta y la formuló sin que su voz se quebrara.
—¿Chico o chica?
—Traigan la bolsa —dijo el patólogo a modo de respuesta.
Se reunió con Robin al borde del canal. Uno de los agentes bajó la cremallera de la bolsa. Otros dos, provistos de botas de goma, entraron en el agua. Cuando el patólogo asintió, alzaron el cadáver.
—Chica —dijo cuando su pubis desprovisto de vello quedó expuesto.
Los agentes trasladaron el cuerpo desde el canal a la bolsa, pero antes de subir la cremallera, el patólogo se arrodilló al lado de la niña. Apretó su pecho y una espuma compuesta de burbujas blancas no muy diferentes de las producidas por el jabón surgió por una fosa nasal.
—Ahogada —dijo.
—Entonces, ¿no es un asesinato? —preguntó Robin a Stanley.
—Dímelo tú, chaval. —Stanley se encogió de hombros—. ¿Cuáles son las posibilidades?
Cuando se llevaron el cuerpo y los biólogos forenses descendieron a la orilla con sus frascos y bolsas, Robin meditó sobre la pregunta y sus respuestas plausibles. Se fijó en la barca de los recién casados.
—¿Estaba de vacaciones? —preguntó—. ¿Se cayó de una barca? Stanley asintió, como si estuviera considerando la hipótesis.
—No se han recibido denuncias de niños desaparecidos.
—¿Empujada desde una barca? Un empujón rápido no dejaría marcas en el cuerpo.
—Bien pensado —reconoció Stanley—. Eso lo convierte en asesinato. ¿Qué más?
—¿Un niño de la zona? ¿Tal vez de Allington? ¿De All Cannings? Desde All Cannings se pueden atravesar los campos y llegar hasta aquí.
—El mismo problema de antes.
—¿Ninguna denuncia por desaparición?
—Exacto. ¿Qué más?
Stanley esperó. No parecía nada impaciente.
Robin puso en palabras la hipótesis final, una contradicción de su primera conclusión.
—¿Víctima de un crimen, pues? ¿La han…? —Cambió su peso de un pie a otro y buscó un eufemismo—. ¿La han… bueno, manoseado, señor?
Stanley enarcó una ceja en señal de interés. Robin se apresuró a continuar.
—Supongo que sería posible, ¿no? Sólo que no parecía… en el cuerpo… superficialmente… —Se dijo que debía ir al grano. Carraspeó—. Podría ser una violación, sólo que no había señales superficiales de violencia en el cuerpo.
—Un corte en la rodilla —dijo el patólogo desde el camino de sirga—. Algún morado alrededor de la boca y el cuello. Un par de quemaduras cicatrizadas en las mejillas y la barbilla. Primer grado.
—Aun así… —empezó Robin.
—Hay más de una forma de violación —señaló Stanley.
—Ya lo imagino… —Pensó qué dirección debía tomar—. Parece que no tenemos gran cosa, ¿eh?
—¿Y cuando no se tiene gran cosa?
La respuesta era evidente.
—Hay que esperar a la autopsia.
Stanley se llevó un dedo a la ceja, como felicitándole.
—¿Cuándo? —preguntó al patólogo.
—Tendré los análisis preliminares mañana. A media mañana. Suponiendo que no reciba más llamadas. —Se despidió de Stanley y Robin con un gesto de cabeza—. Vamos a cargarla —dijo a los agentes, y siguió al cadáver hasta la furgoneta.
Robin les siguió con la mirada. La joven pareja seguía esperando en el puente. Cuando el pequeño cadáver pasó ante ellos, la chica hundió la cabeza en el pecho de su marido. Este la apretó contra sí, una mano en su pelo y la otra en el trasero. Robin desvió la vista.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Stanley.
Robin meditó.
—Hay que saber quién era.
—Antes de eso.
—¿Antes? Tomamos declaración a la pareja y se la hacemos firmar. Después comprobamos la lista de personas desaparecidas. Si no ha desaparecido nadie en los alrededores, es posible que se haya avisado de su desaparición desde otro sitio, y que ya esté incluida en la lista del ordenador.
Stanley subió la cremallera de su chaqueta de cuero y palmeó los bolsillos de los vaqueros. Sacó un llavero y le dio vueltas en la mano.
—¿Y antes de eso? —preguntó.
Robin se quedó desconcertado. Miró hacia el canal como buscando inspiración. Podía sugerir que lo dragaran, pero ¿para qué? Stanley se apiadó de él.
—Antes de la declaración y antes de la lista de personas desaparecidas, hemos de lidiar con esos.
Apuntó el pulgar en dirección al puente.
Un coche polvoriento acababa de detenerse. Una mujer con una libreta y un hombre con una cámara bajaron. Robin vio que corrían hacia los recién casados. Intercambiaron unas palabras, que la mujer apuntó. El fotógrafo empezó su trabajo.
—¿Periodistas? —preguntó Robin—. ¿Cómo demonios se han enterado tan pronto?
—Al menos no es la televisión —contestó Stanley—. Todavía. Se alejó para lidiar con ellos.
Dennis Luxford acarició con los dedos la mejilla enrojecida de Leo. Estaba mojada de lágrimas. Ajustó las mantas alrededor de los hombros de su hijo y notó una punzada, en parte de culpabilidad y en parte de impaciencia. ¿Por qué el chico tenía que complicar siempre tanto las cosas?, se preguntó.
Luxford murmuró su nombre. Alisó el brillante pelo de Leo y se sentó en el borde de su cama. O estaba dormido como un tronco, o fingía mejor de lo que Luxford pensaba. En cualquier caso, no estaba disponible para continuar discutiendo con su padre. Lo cual era mejor, considerando cómo terminaban las discusiones entre ambos.
Luxford suspiró. Pensó en la palabra «hijo» y en lo que aquellas dos simples sílabas implicaban sobre responsabilidad, consejo, amor ciego y esperanza secreta. Se preguntó por qué había dado siempre por supuesto que sería un padre modélico y por qué había pensado siempre en la paternidad en términos de recompensas. Ser padre se le antojaba una obligación interminable. Era un deber que duraba toda la vida, y que le exigía una reserva de perspicacia para enfrentarse a la batalla interminable con sus deseos personales, además de poner a prueba sus escasas reservas de paciencia. Era demasiado para que un hombre lo soportara. ¿Cómo lo lograban otros hombres?, se preguntó Luxford.
Al menos, sabía una parte de la respuesta. Otros hombres no tenían hijos como Leo. Un vistazo al dormitorio de Leo, combinado con el recuerdo de su propia habitación y la de su hermano cuando tenían la edad de Leo, bastaba para Luxford. Fotografías de películas en blanco y negro: desde Fred y Ginger en traje de etiqueta, hasta Gene, Debbie y Donald cantando y bailando bajo la lluvia. Un montón de libros de arte sobre un sencillo escritorio de pino, al lado un cuaderno de dibujo con el esbozo de un ángel arrodillado, cuyo halo perfecto y alas plegadas lo definían como un ejemplo primoroso de los frescos del siglo XIV. Una jaula de pinzones: agua limpia, alpiste limpio, papel limpio en el suelo. Una biblioteca con volúmenes de tapa dura ordenados por autores, desde Dahl a Dickens. Y en un rincón, un baúl de madera con bisagras de hierro negras, en cuyo interior, como bien sabía Luxford, se acumulaban olvidados un bate de críquet, una raqueta de tenis, una pelota de fútbol, patines en línea, un juego de química, una colección de soldados de juguete y un par de aquellas cosas parecidas a pijamas que llevaban los expertos en kárate.
—Leo —dijo en voz baja—, ¿qué voy a hacer contigo?
«Nada —le habría dicho Fiona con firmeza—. Nada en absoluto. Está bien. Está perfecto. El problema es tuyo».
Luxford apartó de su mente el diagnóstico de Fiona. Se agachó, rozó con los labios la mejilla de su hijo y apagó la luz de la mesita de noche. Se quedó sentado en la cama hasta que la oscuridad de la habitación se fundió en su vista con la luz del exterior que se filtraba por las cortinas corridas. Cuando pudo ver las formas de los muebles y las líneas de los marcos negros de las fotos clavadas en la pared, salió de la habitación.
Encontró a su mujer en la cocina. Estaba de pie ante la encimera, llenando el molinillo de café. En cuanto el pie de Luxford pisó las losas del suelo, conectó el molinillo.
Luxford esperó, Fiona vertió agua en una máquina expreso. La enchufó. Introdujo el café recién molido en el filtro, lo aplastó como si fuera tabaco y conectó el aparato. Una luz ámbar se encendió del aparato empezó a zumbar, Ella no se movió, a la espera de que saliera el café, de espaldas a su marido.
Luxford reconoció los signos. Comprendía los mensajes no verbalizados que una mujer comunicaba mediante la sencilla estrategia de mostrar a un hombre la nuca en lugar de la cara, pero aun así se acercó a ella. Apoyó las manos en sus hombros y apartó su pelo a un lado. Besó su cuello. Tal vez, pensó, podrían fingir.
—Eso te va a desvelar —murmuró.
—Ya me va bien. Esta noche no tengo la menor intención de dormir.
No añadió «contigo», pero Luxford no necesitaba las palabras para conocer su estado de ánimo. Lo notaba en la resistencia de sus músculos bajo los dedos. Dejó caer las manos.
Fiona fue a buscar una taza y la colocó bajo una de las dos espitas del aparato. Un hilo de café expreso empezó a manar del filtro.
—Fiona. —Esperó a que le mirara. No lo hizo. Estaba concentrada en el café—. Lo siento. No quería disgustarle. No quería que las cosas llegaran tan lejos.
—Entonces, ¿qué querías?
—Quería que habláramos. Intenté hablar con él cuando comimos el viernes, pero no llegamos a ningún sitio. Pensé que si lo intentaba, estando los tres juntos, solucionaríamos el problema sin que Leo montara una escena.
—Y no puedes soportarlo, ¿verdad?
Fiona sacó un cartón de leche de la nevera. Vertió una medida meticulosa en una jarrita de acero inoxidable. Volvió a la cafetera y dejó la jarra sobre la encimera.
—Dios nos libre de que un niño de ocho años monte una escena, ¿verdad, Dennis?
Realizó un ajuste en un lado del aparato y comenzó a calentar la leche. Giró la jarra con furia. El aire caliente siseó. La leche espumeó.
—Eso no es justo. No es tarea fácil aconsejar a un niño que considera todo intento de entablar una conversación como una invitación a la histeria.
—No es un histérico.
Fiona dejó la jarra de leche sobre la encimera.
—Fiona.
—No lo es.
Luxford se preguntó cómo lo llamaría su mujer: cinco minutos de comentarios cuidadosamente preparados sobre las ventajas del Colegio Masculino Baverstock habían provocado que Leo se disolviera en lágrimas como si fuera un terrón de azúcar y su padre el agua caliente. Lágrimas como heraldo de los sollozos. Sollozos que dieron paso a aullidos. Aullidos como precursores del pataleo sobre el suelo y los puñetazos a los almohadones del sofá. ¿Qué era histeria, sino aquella enloquecedora reacción ante la adversidad, tan propia de Leo?
Baverstock se la quitaría, y ese era el principal motivo de que Luxford estuviera decidido a arrancar a Leo del ambiente en que Fiona le tenía envuelto como en un capullo, para catapultarle hacia un mundo más duro. Tarde o temprano, tendría que hacer frente a ese mundo. ¿Qué beneficios le reportaba al niño continuar evitando lo que tanto necesitaba para su formación?
Luxford había elegido el momento perfecto para hablar del tema. Los tres juntitos, la feliz familia reunida en el comedor para compartir la cena. Había el plato favorito de Leo, pollo tikka, que el niño había devorado con fruición mientras charlaba acerca de un documental de la BBC sobre lirones, del cual, al parecer, había tomado extensas notas.
—¿Crees que podríamos construirles un hábitat en el jardín, mamá? —preguntó—. Suelen preferir los edificios antiguos, desvanes y los espacios encajados entre paredes, pero son muy bonitos, y creo que si les construyéramos un hábitat apropiado, en uno o dos años…
Entonces, Luxford decidió que había llegado el momento de clarificar de una vez por todas dónde residiría Leo en esos uno o dos años de los que estaba hablando.
—No sabía que te interesaran las ciencias naturales —dijo—. ¿Has pensado en estudiar veterinaria?
La boca de Leo formó la palabra «veterinaria». Fiona miró a Luxford, que decidió hacer caso omiso de la crítica contenida en su expresión. Continuó.
—La veterinaria es una carrera estupenda, pero requiere cierta experiencia previa con animales. Y vas a tener esa experiencia en cantidades industriales. De hecho, estarás muy por encima de los demás aspirantes cuando estés listo para ir a la universidad. Lo que más te gustará de Baverstock es lo que ellos llaman la granja modelo. ¿Te lo había dicho? —No dio a Leo oportunidad de contestar—. Te lo voy a contar.
Y empezó su monólogo, un himno a las glorias del cuidado de los animales. De hecho, sabía poca cosa de la granja modelo del colegio, pero lo que no sabía lo embelleció sin el menor rubor: atardeceres soleados en las colinas surcados por la brisa, los placeres de ayudar a parir ovejas, los retos de las vacas, criar el ganado, castrar sementales. Lirones no, por supuesto, al menos auténticos no. Pero en los edificios anexos, los establos, tal vez en los desvanes de los dormitorios, cabía la posibilidad de encontrar algún otro animalito curioso.
—La granja modelo —concluyó— es una de las sociedades, no una asignatura oficial, pero gracias a ella tendrás la suerte de convivir con animales, que a la larga puede conducirte a una carrera para toda la vida.
Cuando había empezado a hablar, la mirada de Leo se había desviado de la cara de su padre al borde de su vaso de leche. La fijó allí y el resto de su cuerpo adquirió una inmovilidad ominosa, excepto por un pie que golpeaba rítmicamente la pata de la silla, cada vez más fuerte. Como cuando Fiona le presentaba su nuca, la mirada fija de Leo, los pataleos y los silencios eran señales de advertencia, pero también constituían un motivo de irritación para su padre. Maldita sea, pensó. Otros niños iban al internado cada año. Hacían su baúl, metían comida en su fiambrera, seleccionaban un recuerdo favorito del hogar y partían. Tal vez sentían cosquillas en el estómago, pero mostraban valentía en la cara. Convencidos de que sus padres sabían qué era mejor para ellos y, sobre todo, sin exhibiciones histriónicas. A lo cual conducía, como bien sabía Luxford, aquellos golpecitos en la silla, tan inevitablemente como la puesta de sol anuncia la noche.
Probó la capacidad del pensamiento positivo.
—Imagina los nuevos amigos que harás, Leo —dijo.
—Tengo amigos —contesto Leo a su vaso de leche, con aquel irritante acento de moda que imitaba el ingles norteamericano. Por suerte, la escuela privada pronto acabaría también con aquello.
—Piensa en las sólidas amistades que vas a entablar. Durarán toda tu vida. ¿Te he dicho ya a cuántos de mis ex compañeros veo cada año? ¿Te he dicho hasta qué punto se preocupan mutuamente de sus respectivas carreras, y la influencia que ejercen?
—Mama no fue a la escuela privada. Mama se quedo en casa fue a la escuela pública. Mamá siguió una carrera.
—Por supuesto, y estupenda, pero…
Dios, no estaría pensando el crío en convertirse en modelo como su madre, ¿verdad? La danza como profesión ya era bastante horrible, pero ¿la moda? ¿La moda? Recorrer una pasarela con la pelvis echada hacia adelante, un codo proyectado hacia fuera, una camisa desabotonada y meneando las caderas, todo el cuerpo una invitación implícita a ser contemplado como objeto. Era una idea impensable. Leo estaba tan preparado para aquella clase de vida como él para irse a la luna. Pero si insistía… Luxford se esforzó por controlar su colérica imaginación.
—Para las mujeres es diferente, Leo —dijo con afabilidad—. Su papel en la vida es diferente, porque su educación es diferente. Tú necesitas una educación masculina, no femenina. Porque vas a vivir en un mundo de hombres, no de mujeres. ¿No es así? —No hubo respuesta—. ¿No es así, Leo?
Luxford observó que Fiona tenía los ojos clavados en él. Se estaba adentrando en terreno peligroso, una auténtica ciénaga, y si continuaba avanzando corría peligro de hundirse hasta el cuello, De todos modos, aceptó el riesgo. El problema iba a solucionarse, y aquella misma noche.
—Un mundo de hombres exige rasgos de carácter que se desarrollan mejor en la escuela privada, Leo. Fibra moral, recursos interiores, pensamiento rápido, talento para el liderazgo, capacidad de tomar decisiones, autoconocunlieno, sentido de la historia. Eso es lo que quiero para ti, y créeme, cuando hayas terminado en Baverstock me darás las gracias. Dirás: «Papi, no puedo creer que me resistiera a ir a Baverstock. Gracias por insistir en que era por mi bien, cuando yo no sabía…».
—No quiero —dijo Leo.
Luxford optó por no hacer caso del abierto desafío. Aquello era impropio de Leo, y cabía la posibilidad de que nos hubiera sido su intención rebelarse abiertamente.
—Iremos de visita antes de que empiece el curso y le echaremos un vistazo. De esa manera tendrás ventaja sobre los demás chicos cuando lleguen. Les podrás hacer de guía. ¿No te parece estupendo?
—No quiero.
Este segundo «no quiero» fue más fuerte y obstinado que el primero. Era la llamarada que precedía al bombardeo, una bengala que se disparaba al aire para iluminar el blanco de las bombas.
Luxford trato de conservar la calma.
—Iras, Leo. Temo que la decisión ya ha sido tomada y, por lo tanto, no admite más discusiones. Es natural sentirse reticente, incluso asustado. Como ya he dicho antes, la mayoría de la gente recibe los cambios con cierto nerviosismo, pero en cuanto te hayas adaptado…
—No —dijo Leo—. ¡No, no y no!
Leo.
—¡No iré!
Apartó la silla de la mesa y se levantó, a punto de entregarse a su habitual histrionismo.
—Pon la silla en su sitio.
—He terminado.
—Pero yo no. Y hasta que te dé permiso…
—¡Mamá!
La llamada de socorro a Fiona (y lo que implicaba sobre la naturaleza de su relación) logró que un destello rojizo cruzara los ojos de Luxford. Cogió la muñeca de su hijo tiró de él hacia la mesa.
—Estarás sentado hasta que te diga que has terminado. ¿Entendido?
Leo chilló.
—Dennis —dijo Fiona.
—Y tú no te metas.
—¡Mama!
—¡Dennis! Suéltale. Le estás haciendo daño.
Las palabras de Fiona fueron como una invitación. Leo empezó a llorar, después a aullar y luego a sollozar. Y lo que había sido una conversación se transformó en una pelea, que concluyó cuando un Leo que chillaba, pataleaba y daba puñetazos fue conducido y encerrado en su habitación, donde, en consideración a sus preciosas pertenencias, era muy improbable que se entregara a otro ejercicio que golpearse la cabeza contra las almohadas de la cama. Cosa que, al parecer, hizo hasta quedar exhausto.
Luxford y su mujer cenaron en silencio y despejaron la cocina. Luxford leyó el resto del Sunday Times, mientras Fiona aprovechaba la escasa luz para trabajar en las cercanías del estanque del jardín. No entró en la casa hasta las nueve y media, cuando él la oyó ducharse y luego subió a ver a Leo, encontrándole dormido. Entonces se preguntó por enésima vez cómo iba a solucionar la discordia que afectaba a su hogar sin imponer su autoridad y comportarse como el típico paterfamilias al que tanto despreciaba.
Fiona se sirvió una taza de leche caliente. Siempre se quejaba del precio exorbitante que pedían por un tercio de taza de expreso y dos tercios de espuma con la consistencia del diente de león, de modo que se preparaba un café con leche en lugar de un capuchino. Vertió tres cucharadas de espuma encima y le añadió canela. Después sacó el filtro del aparato con cuidado y lo dejó en el fregadero también con cuidado.
Todos sus movimientos comunicaban: «No quiero hablar del asunto».
Un idiota habría continuado como si tal cosa. Un hombre más prudente habría hecho caso de las señales. Luxford decidió imitar a Feste. (El bufón de La noche de la epifanía, de W. Shakespeare).
—Leo necesita el cambio, Fiona —dijo—. Necesita un entorno que le exija más, una atmósfera que le proporcione firmeza moral, el trato cotidiano con chicos de buena familia y ambiente decente. De Baverstock sólo obtendrá beneficios. Tienes que comprenderlo.
Fiona levantó la taza y bebió. Con una servilletita cuadrada se enjugó la espuma que orlaba su labio superior. Se apoyó contra la encimera, sin tomarse la molestia de desplazarse a un lugar más cómodo, como él habría hecho para sostener aquella conversación, cosa que Fiona sabía muy bien.
Sostuvo la taza a la altura del pecho y examinó la espuma coronada de canela.
—Qué hipócrita eres —dijo a la espuma—. Siempre has defendido la igualdad, ¿verdad? Para demostrar tu creencia en la igualdad llegaste hasta el punto de casarte con la hija de una sórdida familia…
—Basta ya…
—… del sur de Londres. Del otro lado del río. La hija de un fontanero y una sirvienta de hotel. Donde la gente dice váter en lugar de retrete y nadie que escucha sufre un ataque de apoplejía ni sabe para qué debería tener uno. ¿Cómo lograste rebajarte hasta tal punto? ¿Cómo fue posible, cuando creías en realidad que necesitabas codearte con buenas familias de ambiente decente? ¿O lo hiciste por el reto que significaba?
—Fiona, mi decisión no tiene nada que ver con las clases sociales.
—Tus desagradables escuelas tienen todo que ver con las clases sociales. Todo que ver con conocer a la gente correcta y entablar las relaciones correctas y aprender el acento correcto y procurar que el atuendo, la posición, las actividades sociales, la elección de carrera y la actitud hacia todo el mundo reciban las máximas calificaciones. Porque Dios ayuda a las personas que intentan prosperar en la vida con la sola ayuda del talento y las credenciales de su valía como hombre.
Había empleado muy bien sus armas. Las heridas eran más certeras debido al hecho de que las utilizaba con rara frecuencia. Todos los que peleaban en trincheras eran así, y Luxford lo sabía. Esperaban su oportunidad, esquivaban las balas enemigas y hacían creer a sus oponentes que contaban con armas insignificantes.
—Quiero lo mejor para Leo —dijo Luxford con cierta tirantez—. Necesita que le encarrilen. Baverstock lo conseguirá. Lamento que no lo veas así.
Fiona levantó la vista y le miró a la cara.
—Lo que quieres es que Leo cambie. Te preocupa porque parece… Supongo que tú elegirías la palabra excéntrico, ¿verdad, Dennis? En lugar de la palabra que en realidad piensas.
—Quiero que aclare sus ideas. Aquí no lo conseguirá.
—Tiene muchas ideas, pero tú no las apruebas. Y me pregunto por qué.
Bebió el café.
Luxford notó que los dedos de la advertencia se deslizaban por su espina dorsal. Reconocer su presencia, sin embargo, equivaldría a acobardarse.
—No juegues conmigo a la psicóloga aficionada. Lee esa basura si quieres. Yo no me opongo y a ti parece gustarte, pero te agradecería que no aplicaras tus diagnósticos a nuestra relación.
—Estás aterrorizado, ¿verdad? A Leo le gusta bailar, le gustan los pájaros, le gustan los animalitos, le gusta cantar en el coro de la escuela y le gusta el arte medieval. ¿Cómo puedes interpretar tales horrores en tu hijo? ¿El fruto de tu entrepierna va a convertirse en un sarasa? Y si ese es el caso, ¿no será un colegio masculino el peor ambiente para él? ¿O es lo contrario, porque la primera vez que los chicos mayores enseñen a Leo qué pasa cuando los hombres se desnudan juntos, retrocederá horrorizado y toda tendencia aberrante huirá de su mente por miedo?
Luxford la miró fijamente. Ella le devolvió la mirada. Luxford se preguntó qué leía en su cara y si adivinaba la tensión de su cuerpo y la velocidad con que la sangre fluía hacia sus extremidades. De su expresión sólo dedujo que le estaba escudriñando.
—Supongo que, gracias a tus lecturas, sabrás que algunas cosas no pueden anularse.
—¿Las preferencias sexuales? Claro que no. O si anulan, sólo es por cierto tiempo. Pero ¿y la otra? Puede anularse definitivamente.
—¿Qué otra?
—El artista. El alma del artista. Haces todo lo que puedes por destruir a Leo. Empiezo a preguntarme cuándo perdiste la tuya.
Fiona salió de la cocina. Luxford oyó que sus sandalias de piel pisaban silenciosamente el suelo de madera. Iba en dirección a la sala de estar. Desde la ventana de la cocina vio encenderse una luz en aquella ala de la casa. Mientras miraba, Fiona se acercó a la ventana y corrió la cortina.
Luxford desvió la vista, pero al hacerlo se encontró cara a cara con sus sueños irrealizados. Ganarse la vida con la literatura era lo que había deseado, dejar su huella en el mundo de las letras, convertirse en un Pepys del siglo XX. Sabía manejar las palabras y las ideas eran instintivas. Pero su matrimonio le había adormecido. La semana pasada David St. James le había presentado como «el mejor escritor que he conocido». ¿A qué le había conducido el matrimonio?
Le había conducido a ser realista, a llevar comida a casa, a construir un techo sobre su cabeza. También le había conducido al exquisito placer de detener el poder, pero eso era secundario. Lo principal había sido madurar. Como todo el mundo hacía, como todo el mundo debía, incluido Leo.
Luxford decidió que Fiona y él aún no habían concluido la conversación. Si insistía en jugar a la psicoanalista, no se negaría a examinar sus motivos en lo tocante a su hijo. Un escrutinio decente aclararía su comportamiento hacia Leo. Un período de estudio también arrojaría luz sobre el hecho de que se interpusiera entre los deseos de Leo y la sabiduría de su padre.
Fue en su busca, preparado para otra confrontación verbal. Oyó la televisión. Vio la oscuridad cambiante y las imágenes luminosas que parpadeaban en la pared. Aminoró el paso. Su decisión de aclarar las cosas con su mujer vaciló. Debía estar más disgustada de lo que él suponía. Fiona nunca encendía el televisor, a menos que quisiera calmar su mente agitada.
Se acercó a la puerta. Vio a Fiona ovillada en un rincón del sofá, abrazando una almohada sobre el estómago para consolarse. Cuando la vio, sus ansias de lucha se disiparon aún más. Y desaparecieron por completo cuando ella habló sin mirarle.
—No quiero que vaya. No le hagas esto, querido. No es justo.
Luxford advirtió que el telediario de la noche ya había empezado. La cara del presentador dio paso a una vista aérea de la campiña. La pantalla mostró un río dividido en dos partes por puentes, campos parcelados, coches aparcados en un estrecho camino.
—Los chicos son moldeables —dijo a su mujer. Se acercó al sofá y se quedó detrás. Tocó su hombro—. Es natural que quieras retenerlo, Fi. Lo que no es natural es ceder al impulso cuando lo mejor para él es que tenga nuevas experiencias.
—Es demasiado joven para nuevas experiencias.
—Le irá bien.
—¿Y si no?
—¿Por qué no tomarnos las cosas tal como vengan? —Tengo miedo por él.
—Porque eres su madre. —Luxford cambió de posición, se sentó a su lado, apartó la almohada y la estrechó entre sus brazos. Besó su boca, que sabía a canela—. ¿No podemos formar un frente unido, al menos hasta ver cómo va?
—A veces pienso que intentas destruir todo lo que tiene de especial.
—Si es especial y real, no podrá ser destruido.
Ella volvió la cabeza para mirarle.
—¿De veras lo crees?
—Todo lo que fui sigue vivo en mí —dijo Luxford, indiferente a si decía la verdad o mentía, sólo para acabar de una vez con la rencilla—. Todo lo que sea especial seguirá vivo en Leo, si es fuerte y real.
—Los niños de ocho años no tendrían que pasar por pruebas tan duras.
—Hay que poner a prueba su temple. Si es fuerte, resistirá. —¿Por eso quieres que padezca esta experiencia? ¿Para poner a prueba su determinación de ser quien es?
Luxford la miró a los ojos y mintió sin el menor remordimiento:
—Exactamente por eso.
La atrajo hacia él y dedicó su atención al televisor. En la pantalla apareció una reportera hablando por un micrófono. Una tranquila extensión de agua corría detrás de ella. Desde el aire parecía un río, pero en realidad era:
«… el canal Kennet y Avon —dijo la joven—, donde esta tarde el cadáver de una niña no identificada, de entre seis y diez años de edad, fue descubierto por los señores Esteban Marquedas, una pareja de recién casados que navegaban en barca desde Reading hasta Bath. Aunque las circunstancias de la muerte parecen sospechosas, aún no se ha decidido si debe calificarse como asesinato, suicidio o accidente. Fuentes de la policía han revelado que el DIC local se ha personado en el lugar de los hechos, y en este momento se está utilizando el Ordenador Nacional de Policía para intentar establecer la identidad de la niña. Se solicita a todas las personas que puedan aportar alguna información que telefoneen a la policía de Amesford».
El número de teléfono salió impreso en la parte inferior de la pantalla y la joven concluyó dando su nombre y las siglas de su cadena, tras lo cual se volvió y miró hacia el canal con una expresión de solemnidad que debió considerar apropiada para la ocasión.
Fiona le estaba diciendo algo, pero Luxford no oyó sus palabras. En cambio, estaba oyendo la voz de un hombre que decía «La mataré, Luxford, si no publicas la historia», que se imponía a la voz de Eve diciendo «Moriré antes que ceder a tus deseos», apagada a su vez por su voz interior, que repetía los hechos que acababa de escuchar en el telediario.
Se puso en pie con brusquedad. Fiona le llamó por su nombre. Luxford sacudió la cabeza y trató de inventar una explicación.
—Maldita sea —fue lo único que se le ocurrió—. Olvidé informar a Rodney sobre la reunión de mañana.
Fue en busca del teléfono más alejado de la sala de estar y de Fiona.