—Breta —susurró Charlotte—. Breta, mi mejor amiga.
Sentía los labios agrietados y la boca como llena de migas de pan rancio. Por lo tanto, supo que Breta no la oiría y, peor aún, que no contestaría.
Le dolía todo el cuerpo. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había grabado la cinta para Cito, pero le parecían días y meses y años. Le parecía una eternidad.
Tenía hambre y sed. Sentía los ojos como si tuviera una nube apretada contra los párpados y que llenara el resto de su cabeza. No recordaba cuándo había estado tan cansada, y si no hubiera sentido el cuerpo tan entumecido, y las piernas y brazos tan pesados, habría experimentado algo más que un poco de angustia por el hecho de que el estómago había empezado a dolerle, debido al tiempo transcurrido desde el pastel de carne y el zumo de manzana. Pero aún podía saborearlos si pasaba la lengua por el paladar.
Un pinchazo atravesó su estómago. Sin levantarse de la manta mojada, alzó las rodillas y se ovilló, lo cual estiró la manta unos centímetros y la dejó expuesta al aire húmedo de su oscura prisión.
—Frío —murmuró con sus labios agrietados, y se ciñó la chaqueta de punto alrededor del cuerpo. Puso una mano entre las piernas para calentarla. Embutió la otra en el bolsillo de la chaqueta.
Entonces, le tocó dentro del bolsillo, y sus ojos se abrieron a la oscuridad mientras se preguntaba cómo había podido olvidarse del pequeño Widgie. Qué mala amiga era, pensó, ansiosa por hablar con Breta, mientras Widgie había sufrido todo el tiempo frío, angustia, hambre y sed, al igual que Lottie.
—Lo siento, Widgie —murmuró, y cerró los dedos sobre el bulto de arcilla que, como Cito le había explicado con todo detalle, había sido cocido, vidriado e introducido mucho tiempo atrás en un bombón sorpresa de Navidad para deleite de un niño que había vivido décadas y décadas antes del nacimiento de Charlotee. Palpó las púas del lomo de Widgie y el punto de un extremo que hacía las veces de hocico. Cito y ella lo habían visto un día en una tienda de Camden Passage, entre un despliegue de otras figurillas similares, cuando habían ido a buscar algo especial para mamá como regalo del día de la Madre.
—¡Un erizo, un erizo! —había chillado Lottie, con el dedo apuntado al minúsculo ser—. ¡Cito, es como la señora Tiggy-Winkle!
—No exactamente, Charlie —había dicho Cito.
Lo cual era cierto porque, al contrario que la señora Tiggy-Winkle, el erizo en cuestión no llevaba enaguas a rayas, gorra o vestido. No llevaba nada de nada, excepto sus púas y su preciosa cara de erizo. Pese a su falta de atuendo, seguía siendo un erizo, y estos eran los animalitos favoritos de Lottie. Cito se lo había comprado y ofrecido en la palma de la mano, y ella lo había llevado en el bolsillo desde entonces, como un amuleto de la suerte, fuera a donde fuera. ¿Cómo había podido olvidarse de Widgie, cuando había estado con ella todo el tiempo?
Lottie lo sacó del bolsillo para apretarlo contra su cara. Al sentir su contacto la embargó una enorme tristeza. Estaba frío, como hielo. Tendría que haberle dado calor. Tendría que haberlo cuidado. Dependía de ella, y le había fallado.
Tanteó en la oscuridad en busca de una esquina de la manta sobre la cual estaba tendida, y enrolló al erizo en su interior.
—Abrígate, Widgie —dijo con labios que apenas podía mover, tan agrietados estaban—. No te preocupes. Pronto regresaremos a casa.
Porque irían a casa. Sabía que Cito contaría la historia que el secuestrador quería, y así terminaría la pesadilla. No más oscuridad. No más frío. No más ladrillos como cama y cubo como retrete. Sólo esperaba que Cito pidiera ayuda a la señora Maguire antes de contar la historia. No era muy bueno contando historias, y siempre empezaban igual: «Erase una vez una bruja malvada, fea y perversa, y una princesita muy hermosa de cabello castaño corto y gafas…». Si el secuestrador quería una historia diferente, Cito necesitaría la ayuda de la señora Maguire.
Lottie intentó calcular cuánto tiempo había pasado desde que había grabado la cinta para Cito, cuánto tiempo tardaría Cito en inventar una historia después de oír la cinta. Intentó decidir qué clase de historia complacería al secuestrador, y se preguntó cómo le haría llegar Cito la historia. ¿La contaría en la grabadora como ella? ¿Se la contaría por teléfono?
Estaba demasiado cansada para pensar en respuestas a sus preguntas, demasiado cansada incluso para suponer qué respuestas podrían ser. Con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta, la otra encajada entre sus piernas y las rodillas alzadas para que el estómago no le doliera, cerró los ojos y pensó en dormir. Porque estaba muy cansada, horriblemente cansada…
Luz y sonido se abatieron sobre ella al mismo tiempo. Llegaron como un rayo, sólo que al revés. Primero un furioso chasquido y un retumbar desesperado, y después destellos rojos y brillantes sobre sus párpados. Lottie abrió los ojos.
Lanzó una exclamación ahogada ante aquella luz que hería sus ojos. Esta vez no era la incandescencia regulada de la linterna, sino auténtica luz del sol. Penetraba por una puerta de la pared, y por un segundo no hubo nada más. Sólo la luz, tan brillante, tan difícil de mirar. Se sintió como un topo. Se encogió, apretó los ojos, lanzó un grito y se aovilló como una bola.
Entonces, con sus ojos entornados le vio de pie en el umbral de la puerta, con la luz que le iluminaba por detrás. Distinguió en el triángulo de sus piernas los colores azul y verde, y pensó en la luz del día, el cielo y los árboles, pero no supo decir qué era, porque no llevaba las gafas.
—Necesito mis gafas —musitó.
—No —dijo el hombre—. No necesitas tus gafas.
—Pero yo…
—¡Cierra el pico!
Lottie se acurrucó en su manta. Vio la silueta del hombre, pero la luz de detrás (tan brillante, tan furiosa, como si descara devorarla) le impidió distinguir nada más. Excepto sus manos. Llevaba guantes. En una de sus manos sostenía un termo rojo y en la otra algo que parecía un tubo. Los ojos de Lottie se clavaron en el termo. Frío, dulce y líquido. Pero en lugar de destapar el termo y darle de beber, el hombre tiró el tubo sobre los ladrillos que había encima de su cabeza. Forzó la vista y vio que era un periódico.
—Papá no ha dicho la verdad —dijo el hombre—. Papá no ha dicho ni palabra. ¿No es una pena, Lottie?
Había algo en su voz… Lottie sintió cosquillas en los ojos y un nudo en el estómago.
—Intenté decírtelo —murmuró—. Lo intenté. Cito no sabe contar bien historias.
—Y eso es un problema, ¿eh? Pero da igual, porque sólo necesita un poco de estímulo. Se lo vamos a dar, tú y yo. ¿Estás dispuesta?
—Intenté decirle… —Lottie trató de tragar saliva. Extendió una mano hacia el termo—. Tengo sed.
Quiso levantar la cabeza de los ladrillos, quiso correr hacia la luz que había detrás del hombre, pero no lo consiguió. No tenía fuerzas para nada. Notó que resbalaban lágrimas por las comisuras de sus ojos.
«Qué niña», habría dicho Breta.
El hombre cerró la puerta con el pie, pero no llegó a encajarse. Quedó una franja de luz, indicando a Lottie dónde estaba. Una franja de luz que le indicaba en qué dirección correr.
Pero le dolía demasiado el cuerpo. Apenas podía moverse. Tenía hambre, sed y cansancio. Además, estaba a tres pasos de distancia, y el hombre salvaría en menos de un segundo aquellos pasos, y ella estaba viendo sus zapatos y la parte inferior de sus pantalones.
El hombre se arrodilló y ella retrocedió. Notó un bulto detrás de su cabeza y comprendió que había rodado sin querer sobre Widgie. «Pobre Widgie —pensó—. No he sido muy buena con Widgie». Se apartó de él.
—Así está mejor —dijo el hombre—. Cuando no peleas, es mejor.
Como a través de una nube, lo vio destapar el termo.
—Mis gafas —dijo—. ¿Puedes darme mis gafas?
—Para esto no necesitas gafas.
El hombre deslizó la mano izquierda bajo su cuello y alzó su cabeza.
—Papá tendría que haber publicado la historia —dijo. Aumentó la presa de los dedos. Tiraron de su pelo—. Papá tendría que haber obedecido.
—Por favor… —Lottie sintió que temblaba por dentro. Sus pies empezaron a agitarse. Sus manos arañaron el suelo—. Me haces daño —dijo—. No… Mi mamá…
—No —dijo el hombre—. Esto no va a hacerte daño. Ni una pizca. Ya lo verás. ¿Estás preparada para beber?
La sujetaba con firmeza, pero Lottie se sintió más animada. No tenía intención de hacerle daño.
Sin embargo, en lugar de verter zumo en el tapón del termo, en lugar de alzar aquel tapón en forma de vaso hasta su boca, agarró su cuello con más fuerza, echó su cabeza hacia atrás y colocó el termo encima de su boca. Empezó a verter.
—Traga —murmuró—. Tienes sed. Traga. Te sentará bien. Lottie tosió. Escupió. Engulló el líquido. Estaba frío, pero no era zumo.
—No es… —dijo.
—¿Zumo? Esta vez no. Pero está fresco, ¿no? Date prisa. Bébelo todo.
Lottie se resistió, pero él se limitó a agarrarla con más fuerza. La niña comprendió que el camino a la libertad consistía en obedecerle. Bebió y tragó. Él vertió y vertió.
Y antes de que se diera cuenta, Lottie estaba flotando. Vio a la hermana Agnetis. Vio a la señora Maguire. Vio a mamá, a Cito y Fermain Bay. Y entonces la oscuridad regresó.