Cuando el señor Czvanek marchó de la oficina de Eve Bowen, en apariencia estaba satisfecho de que su diputada local le hubiera escuchado, comprendido y jurado hacer algo respecto a su queja sobre la reciente apertura de una sala de videojuegos justo debajo de su piso de Praed Street. Era un lugar ya bastante ruidoso debido a la presencia del tráfico, su proximidad a la estación de Paddington y las andanzas nocturnas de chaperos y prostitutas que la policía ignoraba, pese a las frecuentes llamadas telefónicas del señor Czvanek. Este, que vivía con su anciana madre, su mujer y sus hijos en tres habitaciones desde las que esperaba construir una vida mejor, estaba perdiendo sus sueños a marchas forzadas, por no mencionar su paciencia.
—Acudo a usted como última esperanza de mi familia, señora Parlamento —dijo en su deficiente inglés—. Mis vecinos dicen que hable a diputada para conseguir ayuda. Mi familia, no nos importa la calle, ni los coches, pero mis pequeños, no es bueno que crezcan viendo el pecado por todas partes. Esas personas que se venden en la calle. Esos jóvenes con sus cigarrillos y sus drogas en la sala de videojuegos. Esto no bueno para mis hijos. Mis vecinos dicen que usted puede cambiar situación. Usted puede hacer… —Se esforzó por encontrar la palabra, y mientras tanto retorció el dobladillo de la pernera izquierda del pantalón, apoyada sobre la rodilla derecha. No había parado de hacerlo durante casi toda la entrevista. Estaba bastante deshilachado cuando llegó a la conclusión de sus comentarios—. Usted puede hacer que expulsen a los malos. Así mis hijos crecerán sanos. Es el sueño de todo padre, la manera en que crecen los hijos. ¿Usted tiene hijos, señora Parlamento? —Cogió la fotografía políticamente correcta de Eve, Alex y Charlotte, que se miraban con semblante alegre y devoto. Dejó una huella dactilar del tamaño de una cuchara en el marco de plata—. ¿Esta es su familia? ¿Su hija? Así, usted me comprende.
Eve había emitido los ruiditos y las observaciones pertinentes. Había explicado la naturaleza del comité que estaba estudiando el problema de aumentar la vigilancia policial en la zona. Se había extendido sobre el hecho de que Praed Street era un centro comercial tanto como de vicio, y si bien podía garantizar que se tomarían más medidas enérgicas contra los mercaderes de carne de la zona, no podía, por desgracia, controlar los locales que flanqueaban la calle, puesto que esta estaba destinada a tales establecimientos. En consecuencia, el salón de videojuegos seguiría siendo su vecino, a menos que la falta de interés obligara a cerrarlo. Podía prometer, no obstante, que la policía del barrio efectuaría inspecciones periódicas del salón, con el fin de incautar droga, confiscar bebidas ilegales y expulsar a los menores de edad después de las horas permitidas. Dijo que vivir en grandes ciudades siempre exigía llegar a ciertos compromisos. En la vida del señor Czvanek, el salón de videojuegos iba a ser uno de ellos, al menos de momento.
El hombre pareció quedar satisfecho. Se levantó y sonrió.
—Qué gran país este —dijo—. Un hombre como yo ver a la señora Parlamento. Sólo entrar, sentarme y ver a la señora Parlamento en persona. Una gran cosa esta.
Eve había estrechado la mano del hombre como siempre estrechaba las de sus votantes cuando acudían a su consulta: embutiéndola entre las suyas. Cuando la puerta se cerró, llamó por el interfono a su secretaria.
—Concédeme unos minutos, Nuala —dijo—. ¿Cuántos más?
—Seis —contestó Nuala en voz baja desde la oficina exterior—. El señor Woodward ha vuelto a telefonear. Ha dicho que es muy urgente. Ha dicho que le telefonee en cuanto pueda.
—¿Qué quería?
—Se lo pregunté, señora Bowen. —La voz de Nuala indicaba lo poco que le gustaba la propensión de Joel Woodward a jugar a los espías, ocultando información como si la seguridad nacional estuviera en juego cada vez que debía comunicar un mensaje—. ¿Quiere que le llame?
—Primero veré a los demás electores. Dentro de un rato.
Eve se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Estaba en la oficina de la asociación de electores desde las tres. Era su consulta normal de los viernes por la tarde, pero nada había sido normal, excepto el goteo de electores y la reunión programada con el presidente de la asociación. En lugar de tomar la iniciativa en cada entrevista, con una respuesta preparada para cada pregunta y solicitud, se había dado cuenta de que su atención derivaba. Más de una vez, con el pretexto de tomar notas, había pedido que le repitieran puntos e hicieran aclaraciones. Si bien era un procedimiento normal para un diputado que se reunía con los electores en la consulta del fin de semana, no era el procedimiento normal de Eve Bowen. Se enorgullecía de su capacidad memorística y de la prodigiosa agilidad de su mente. Que ahora encontrara dificultades en reunirse con los electores, cuyos problemas habría debido asimilar, catalogar y solucionar sin apenas gasto de energía mental, le reveló el peligro de dejar al descubierto la fisura que estaba decidida a ocultar como fuera.
Lo que exigía la desaparición de Charlotte era continuar la rutina. Hasta el momento lo había conseguido, pero la tensión estaba empezando a afectarla. Y el hecho de que se sintiera afectada la inquietaba más que la desaparición de Charlotte. Sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde el secuestro de su hija, pero Eve sabía que para ganar aquella batalla a Dennis Luxford tenía que mentalizarse para un asedio prolongado. La única forma de lograrlo era concentrarse por completo en la tarea que tenía entre manos.
Por ese motivo no había devuelto las llamadas de Joel Woodward. No podía correr el riesgo de que su ayudante político la sacara de sus casillas más de lo que ya estaba.
Salió por la puerta lateral de la oficina, la que daba al pasillo que conducía a la parte posterior del edificio. Se encerró en el lavabo y lavó sus palmas del apretón de manos untuoso del señor Czvanek. Se aplicó una fina capa de maquillaje bajo los ojos y un lápiz rosa sobre su labio superior. Sacudió un pelo de la chaqueta. Enderezó el cuello de la blusa. Retrocedió un paso, se miró en el espejo y juzgó su apariencia. Normal, decidió. Salvo por los nervios, que estaban crispados desde que había marchado de su oficina de Parliament Square.
El encuentro con la periodista no había significado nada. Menos que nada, mejor dicho. Los diputados estaban acostumbrados a los periodistas, tanto políticos como otros, cada día de la semana. Querían respuestas rápidas a sus preguntas, entrevistas, información básica, la confirmación de una historia. Estaban por todas partes, en el vestíbulo de los Comunes, yendo y viniendo por el Ministerio del Interior y Whitehall, merodeando con ojo avizor a posibles actividades en Parliament Square. No era nada raro que un periodista la abordara cuando cruzaba el vestíbulo camino de su coche, ya con una hora de retraso sobre su cita de los viernes en la oficina electoral de Marylebone. Lo raro había sido todo lo posterior al acercamiento inicial.
Se llamaba Tarp. Diana Tarp, dijo, aunque Eve podía leerlo muy bien en el pase de prensa que llevaba colgado alrededor del cuello. Representaba al Globe y quería concertar una entrevista con la subsecretaria de Estado. Lo antes posible, si la señora Bowen no tenía inconveniente.
Eve se había quedado tan sorprendida por aquel abordaje frontal que se detuvo a pocos metros de la puerta, por donde pudo ver su Rover y el chófer que esperaban en el bordillo.
—Perdón —dijo, y continuó antes de que Diana Tarp pudiera responder—. Si desea una entrevista, señorita Tarp, le sugiero que telefonee a mi oficina y no me aborde como una prostituta callejera. Disculpe, por favor.
—De hecho —dijo Diana Tarp en voz baja cuando pasó a su lado—, pensé que se sentiría agradecida por un acercamiento más íntimo, en lugar de obligarme a hablar con el personal de su oficina.
Eve se había vuelto hacia la puerta, pero aminoró el paso y se detuvo.
—¿Qué?
La periodista la miró sin pestañear.
—Ya sabe cómo trabajan las oficinas, señora Bowen. Un periodista telefonea, pero no deja un mensaje preciso. Cinco minutos después, la mitad de los empleados ya se han enterado. Cinco minutos más, y el resto del personal se está preguntando por qué. Pensé que quería evitar eso. Que se enteraran y especularan, quiero decir.
Eve sintió un escalofrío, seguido de una cólera tan brutal que, por un momento, prefirió no hablar. Pasó el maletín de una mano a la otra y consultó su reloj, mientras ordenaba a su sangre que no le subiera a la cara.
—Temo que no tengo tiempo para usted en este momento, señorita… —dijo por fin, y miró la identificación de la mujer.
—Tarp. Diana Tarp —contestó la periodista, y su voz reveló a Eve que no estaba impresionada ni convencida por su actuación.
—Sí. Bien, si no desea concertar una cita por mediación de mi oficina, señora Tarp, deme una tarjeta y le telefonearé cuando pueda. Es lo único que puedo hacer. En este momento, ya llego con retraso a mi consulta.
Al cabo de un momento, durante el cual se examinaron como oponentes en potencia, Diana Tarp le entregó una tarjeta, pero no apartó los ojos de Eve mientras la extraía del bolsillo de la chaqueta.
—Espero tener noticias suyas —dijo.
Ya en el asiento trasero del Rover, mientras circulaban hacia Marylebone, Eve examinó la tarjeta. Llevaba el nombre de la mujer, su dirección, su teléfono del trabajo, su teléfono de la oficina, su busca y su fax. Si había una historia que escuchar, Diana Tarp estaba disponible en cualquier momento.
Eve rompió lentamente la tarjeta por la mitad, luego en cuartos, y después en octavos. Cuando la hubo reducido al tamaño de confeti, esparció los pedazos sobre la palma de su mano y, cuando el Rover frenó ante la oficina de la asociación de electores, los dejó caer en el arroyo, donde un riachuelo de agua color bronce corría en dirección a una alcantarilla. «Adiós, Diana Tarp», pensó Eve.
No había sido nada, concluyó. El método de la periodista había sido raro, pero tal vez era su estilo. Cabía la posibilidad de que estuviera trabajando en un reportaje sobre el número creciente de mujeres en el Parlamento, o sobre la necesidad de que hubiera más mujeres en el gabinete ministerial. O que estuviera investigando cualquiera de una docena de parcelas responsabilidad del Ministerio del Interior. Tal vez deseaba saber si se iban a producir cambios en la política de inmigración, en la política centralizadora, en la reforma de las cárceles. Tal vez quería discutir la postura del gobierno sobre la distribución de refugiados, o sobre la tendencia hacia un alto el fuego permanente con el IRA. Puede que quisiera escarbar en algún aspecto especialmente desagradable del MI5. Podía ser cualquier cosa, o no ser nada. Lo que la había inquietado era el momento elegido por aquella periodista.
Eve se caló las gafas de nuevo y ajustó su cabello para que el flequillo cubriera la cicatriz.
—Miembro del Parlamento —dijo a su imagen del espejo—. Subsecretaria de Estado.
Cuando hubo afirmado aquellos elementos de su personalidad, regresó a su oficina y llamó al siguiente elector.
Aquella entrevista (una retorcida conversación con una madre soltera de tres hijos, con un cuarto en camino, y que había venido para protestar por su actual posición en la lista de viviendas municipales) fue interrumpida por Nuala. Esta vez no llamó por el interfono. Llamó con discreción a la puerta y la abrió, mientras la señorita Peggy Hornfisher continuaba su perorata.
—¿Es culpa mía que todos tengan el mismo padre? ¿Por qué me descalifica esa circunstancia? Si me acostara con regimientos enteros y produjera hijos sin preocuparme de quiénes eran sus padres, estaría en el primer puesto de la lista, y las dos lo sabemos. Y no me diga que hable con los concejales. He estado hablando por los codos con los concejales. Hable usted con ellos. Para eso la voté. ¿No?
El «Disculpe, señora Bowen» de Nuala evitó a Eve explicar los puntos más delicados de la cualificación y distribución de las viviendas municipales a la señorita Hornfisher. El hecho de que Nuala la hubiera interrumpido en persona sugería que un asunto exigía su atención inmediata.
Eve fue hacia la puerta y salió con Nuala.
—Su marido acaba de telefonear —dijo la secretaria.
—¿Por qué no me lo has pasado?
—No quiso que le pasara. Dijo que fuera a casa ahora mismo. Él va de camino y quiere que se reúnan allí de inmediato. Eso es todo.
Nuala se removió inquieta sobre sus pies. Había hablado otras veces con Alex. Sabía que no era propio de él darle una orden sin hablar con ella personalmente.
—No dijo nada más.
Eve experimentó una punzada de pánico, pero se aferró a lo que Alex se había aferrado el miércoles por la noche.
—Su padre no se encuentra bien —dijo con perfecta sangre fría, y volvió a su oficina.
Presentó sus excusas a la señorita Hornfisher, seguidas de unas cuantas promesas, y empezó a guardar sus cosas en el maletín, mientras la señorita Hornfisher salía del despacho. Intentó mantener la compostura, aunque su mente saltaba de un pensamiento a otro. Era Charlotte. Alex había telefoneado por Charlotte. De lo contrario, no habría dicho que fuera a casa. Por lo tanto, había noticias. Luxford se había rendido. Eve se había mantenido firme, se había negado a ceder, la interpretación de Luxford no la había conmovido y no había cedido terreno, le había enseñado quién tenía más coraje, le había…
El teléfono sonó y ella lo descolgó bruscamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Es Joel Woodward otra vez —dijo Nuala.
—Ahora no puedo hablar con él.
—Dice que es muy urgente, señora Bowen.
—Oh, maldita sea, pásamelo —dijo, y al cabo de un momento oyó la voz de Joel.
—¡Mierda! —dijo con inusual insubordinación—. ¿Por qué no ha contestado a mis llamadas?
—¿Con quién te crees que estás hablando, Joel?
—Sé muy bien con quién estoy hablando. Y sé otra cosa. Algo raro está pasando, y creo que le interesaría saber qué es.
St. James acompañó a Luxford y Stone. El tráfico del viernes por la noche era infernal. El mes de mayo, el principio de la temporada más pródiga en turistas, las prisas por llegar al teatro. Todos aquellos elementos se combinaban para atascar las calles.
St. James fue en el coche de Luxford, y siguieron al de Stone. Luxford utilizó el teléfono de su coche para llamar a su mujer y avisarle que llegaría tarde. No dijo por qué.
—Fiona no sabe nada de esto —confesó a St. James—. No sé cómo decírselo. Dios, qué lío. —Tenía la vista clavada en el coche que les precedía, las manos en la parte inferior del volante—. ¿Cree que estoy implicado en esto? ¿En lo sucedido a Charlotte?
—Lo que yo crea carece de importancia, señor Luxford.
—¿Lamenta haberse visto mezclado?
—Sí.
—¿Por qué lo hizo?
St. James miró por la ventanilla. Estaban pasando junto a Hyde Park. A través de los huecos abiertos entre los grandes plataneros vio gente que aún paseaba por los senderos a la pálida luz del atardecer. Con perros sujetos por correas. Cogidos del brazo. Con bebés en carritos. Vio a una joven lanzar a un niño hacia arriba, el tipo de juego que los niños disfrutan.
—Es demasiado complicado de explicar, me temo.
Agradeció en silencio a Luxford que no insistiera más.
Cuando llegaron a Marylebone, la señora Maguire se estaba marchando, con una mochila amarilla colgada de un hombro y una bolsa de plástico en la mano. Habló con Alexander Stone mientras Luxford aparcaba más abajo. Cuando llegaron a la puerta, la mujer ya había desaparecido.
—Eve está en casa —dijo Stone—. Déjenme entrar primero.
Esperaron fuera. Pasaba algún coche por Marylebone High Street. Oyeron murmullos de conversación procedentes del Devonshire Arms, en la esquina. Aparte de eso, la calle estaba en silencio.
Transcurrieron varios minutos antes de que la puerta se abriera.
—Entren —dijo Stone.
Eve Bowen les esperaba en la sala de estar. Se encontraba de pie junto a la escultura bajo la cual había guardado la nota del secuestrador dos días antes. Parecía poseída por la serenidad de un guerrero antes de un combate cuerpo a cuerpo. Era la viva imagen del tipo de equilibrio que pretende intimidar.
—Ponga la cinta —dijo.
St. James lo hizo. El rostro de Eve no se alteró cuando la voz aguda de Charlotte sonó, aunque St. James la vio tragar saliva cuando la niña dijo: «Cito, he tenido que grabar esta cinta para que me diera un poco de zumo, porque tenía mucha sed».
—Gracias por la información —dijo Eve a Luxford cuando la cinta terminó—. Ya puedes marcharte.
La mano de Luxford se adelantó como si quisiera tocarla, pero estaban en extremos opuestos de la sala.
—Evelyn…
—Vete.
—Eve —dijo Stone—, llamaremos a la policía. No hace falta que le sigamos el juego. No necesita publicar la historia.
—No —dijo Eve con voz tan inflexible como su rostro.
St. James se dio cuenta de que no había quitado los ojos de Luxford desde que habían entrado en la sala. Se comportaban como actores en un escenario. Cada uno había ocupado un lugar del que ninguno se movía: Luxford junto a la chimenea, Eve frente a él, separados por la longitud de la sala, Stone al lado de la entrada al comedor, St. James junto al sofá. Era el que estaba más cerca de ella y trató de leer sus pensamientos, pero los ocultaba como un gato cauteloso.
—Señora Bowen —dijo en voz baja, como cuando alguien habla para mantener la calma a toda costa—, hoy hemos hecho progresos.
—¿Como cuáles?
Siguió mirando a Luxford. Como si su mirada fuera un desafío, el hombre la sostuvo.
St. James le habló del vagabundo, de que dos residentes de Cross Keys Close le habían visto, y del policía que había expulsado al vagabundo.
—Uno de los agentes de la comisaría de Marylebone recordará al hombre y su descripción —dijo—. Si les telefonea, los detectives iniciarán la investigación con algo sólido. Tendrán una buena pista.
—No —repitió la mujer—. No te esfuerces, Dennis. No lo conseguirás.
Estaba comunicando algo a Luxford con sus palabras, algo más que su negativa a actuar. St. James no pudo adivinar qué era, pero le pareció que Luxford sí. Vio que los labios del periodista se entreabrían, pero no contestó.
—Creo que no nos queda otra alternativa, Eve —dijo Stone—. Bien sabe Dios que no quiero pasar por esto, pero Luxford piensa…
La mirada de Eve le silenció, tan veloz como una bala. Traición, le comunicó, traición, traición.
—Tú también —dijo.
—No. Nunca. Yo estoy de tu lado, Eve.
Ella sonrió apenas.
—Entonces entérate de esto. —Volvió a mirar a Luxford—. Esta tarde, una periodista me pidió una entrevista inmediata. Muy conveniente, dadas las circunstancias, ¿no crees?
—Eso no significa nada —dijo Luxford—. Por el amor de Dios, Evelyn, eres una subsecretaria de Estado. Debes recibir miles de solicitudes de entrevistas.
—Lo antes posible, dijo —continuó Eve, como si Luxford no hubiera hablado—. No quería mencionarlo a ninguno de mis subordinados, dijo, porque tal vez yo no querría que lo supieran.
—¿Era de mi periódico? —preguntó Luxford.
—No serías tan imbécil, pero es de tu ex periódico. Me parece fascinante.
—Pura coincidencia. Has de comprenderlo.
—Lo habría hecho, de no ser por el resto.
—¿Qué? —preguntó Stone—. Eve, ¿qué está pasando?
—Cinco periodistas han llamado desde las tres y media de esta tarde. Joel cogió las llamadas. Sospechan que está pasando algo, me dijo, todos quieren hablar conmigo, y Joel preguntó si sé cuál es el motivo de su interés, cómo quiero que maneje este asunto y a qué viene ese repentino interés.
—No, Evelyn —se apresuró a hablar Luxford—. No se lo he dicho a nadie. Eso no tiene nada que ver…
—Fuera de mi casa, bastardo —masculló Eve—. Moriré antes que ceder a tus exigencias.
St. James habló con Luxford en la calle, al lado de su coche. El director del Source era la última persona en el mundo por la que habría creído sentir pena, pero ahora la sintió. El hombre parecía destrozado. Manchas de humedad habían aparecido en su elegante camisa azul. Su cuerpo olía a sudor.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó con voz temblorosa—. Volveré a hablar con ella.
—No tenernos tiempo.
—Hablaré con ella ahora.
—No dará su brazo a torcer.
Desvió la vista hacia la casa, pero sólo vieron que se habían encendido más luces en la sala de estar y otra en una habitación de arriba.
—Tendría que haber abortado —siguió Luxford—. Hace tantos años. No sé por qué no lo hizo. Quizá pensaba que necesitaba un motivo concreto para odiarme.
—¿Por?
—Por seducirla. O conseguir que deseara ser seducida. Supongo que es esto último. Para algunas personas es aterrador cuando aprenden a desear.
—Lo es. —St. James tocó el techo del coche de Luxford—. Váyase a casa. Veré qué puedo hacer.
—Nada —predijo Luxford.
—No obstante, lo intentaré.
Esperó a que Luxford se hubiera alejado para volver a la casa. Stone abrió la puerta.
—Creo que ya es hora de que lo deje —dijo—. Eve ya ha sufrido bastante. Jesús, cuando pienso que casi me creí su comedia, me dan ganas de derribar las paredes a puñetazos.
—Yo no estoy de parte de nadie, señor Stone —contestó St. James—. Déjeme hablar con su mujer. Aún no he terminado de contarle lo que debe saber sobre la investigación de hoy. Tiene derecho a saber esa información. Estará de acuerdo conmigo.
Stone meditó sobre las palabras de St. James con los ojos entornados. Como Luxford, parecía destrozado. Pero Eve Bowen no tenía ese aspecto, recordó St. James. Parecía dispuesta a combatir otros quince asaltos y salir victoriosa.
Stone asintió y retrocedió para dejarle pasar. Subió la escalera con paso cansino, mientras St. James esperaba en la sala de estar y trataba de pensar qué iba a decir, y cómo conseguir que la mujer se pusiera en acción antes de que fuera demasiado tarde. Observó que, en lugar del altar que la señora Maguire había erigido, un tablero de ajedrez descansaba sobre la mesita auxiliar. Las piezas no eran las tradicionales. St. James cogió los reyes enfrentados. Harold Wilson era uno y Margaret Thatcher el otro. Los devolvió a su sitio con cuidado.
—Le ha convencido de que se preocupa por Eve, ¿verdad?
St. James levantó la vista y vio a Eve Bowen en el umbral de la puerta. Su marido estaba detrás de ella, con una mano bajo su codo.
—No es cierto. Nunca ha visto a la niña. Cualquiera pensaría que, en diez años, lo habría intentado alguna vez. Yo no lo habría permitido, por supuesto.
—Tal vez él lo sabía.
—Tal vez.
La mujer entró en la sala. Se sentó en la misma silla que había elegido el miércoles por la noche, y la luz de la lámpara de mesa reveló la serenidad de su rostro.
—Es un hipócrita magistral, señor St. James. Lo sé mejor que nadie. Quiere hacerle pensar que estoy amargada por nuestra relación y su desenlace. Quiere que considere mi comportamiento como una reacción al momento de debilidad que me hizo caer víctima de su plétora de encantos hace tantos años. Y mientras su atención se concentra en mí y en mi rechazo a reconocer la supuesta honradez de Dennis Luxford, él moverá sus piezas entre bambalinas y provocará que nuestra angustia vaya en aumento. —Apoyó la cabeza contra el respaldo de la butaca y cerró los ojos—. La cinta es un toque elegante. Hasta yo me lo habría creído, si no supiera que es incapaz de detenerse ante nada.
—Era la voz de su hija.
—Oh, sí. Era Charlotte.
St. James caminó hacia el sofá. Su pierna mala le pesaba una tonelada y la espalda le dolía debido al esfuerzo de izar su cuerpo sobre muros de ladrillo. Para que su aflicción fuera completa, sólo necesitaba una de sus migrañas. Había que tomar una decisión, y la misma reticencia que sentía a tirar de su cuerpo con cada movimiento le dijo cuán necesario era que la tomara.
—Le diré lo que sé en este momento.
—Y luego dejará que nos las arreglemos solos.
—Sí. En buena conciencia, no puedo seguir con esto.
—Entonces, le cree.
—Sí, señora Bowen. No me cae muy bien y no me entusiasma lo que defiende. Creo que su periódico debería ser borrado de la faz de la tierra. Pero le creo.
—¿Por qué?
—Porque, como él ha dicho, podría haber aireado la historia hace diez años, cuando usted se presentó al Parlamento por primera vez. Carece de motivos para airear la historia ahora. Excepto para salvar a su hija.
—Su progenie, señor St. James. Su hija no. Charlotte es hija de Alex. —Abrió los ojos y movió la cabeza hacia él sin levantarla del respaldo—. Usted no entiende de política, ¿verdad?
—¿Al nivel de usted? No, supongo que no.
—Bien, esto es política, señor St. James. Como dije desde un principio, todo esto es un asunto político.
—No lo creo.
—Lo sé. Por eso hemos llegado a un callejón sin salida. —Hizo un ademán cansado en su dirección—. De acuerdo. Cuéntenos el resto de los hechos. Y después se irá. Nosotros decidiremos lo que se debe hacer y usted podrá lavarse las manos.
Alexander Stone se dirigió a la butaca que hacía juego con el sofá, junto a la chimenea y frente a su mujer. Se sentó en el borde, con los codos apoyados sobre las rodillas, la cabeza gacha, los ojos clavados en los zapatos.
Liberado de una responsabilidad que no había querido asumir desde el primer momento, St. James no se sentía nada liberado. Al contrario, se sentía agobiado por un peso más tremendo y más aterrador. Intentó desechar la sensación. No tenía ninguna obligación, se dijo, pero aun así notaba el tremendo esfuerzo que le costaba desprenderse de ella.
—Tal como hablamos, fui a la escuela Shenkling. —Vio que Alexander Stone levantaba la cabeza—. Hablé con las niñas de entre ocho y doce años. La niña que estamos buscando no estaba allí. Tengo una lista de las ausentes de hoy, por si quiere telefonearlas.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Stone.
—Una amiga de Charlotte —explicó su mujer, mientras St. James le pasaba la lista.
—El profesor de música de Charlotte… —dijo St. James.
—Chambers —dijo Stone.
—Sí, Damien Chambers. Nos dijo que Charlotte solía acudir en compañía de otra niña a sus clases de música de los miércoles. Por lo visto, esta niña fue también con Charlotte el pasado miércoles. La hemos buscado con la esperanza de que pueda decirnos algo sobre lo ocurrido esa tarde. Hasta el momento, no hemos podido localizarla.
—Pero la descripción del vagabundo nos proporciona algo —dijo Eve Bowen.
—Sí, y si podemos encontrar a la niña y nos confirma la descripción, incluso confirmar que el vagabundo estaba de vuelta en la zona a la hora que Charlotte entró en su clase de música, tendrá algo más sólido que proporcionar a las autoridades.
—¿Dónde más podría estar, aparte de Santa Bernadette y la escuela Shenkling? —preguntó Eve Bowen.
—En otra escuela de Marylebone. También existen otras posibilidades. Su clase de baile, por ejemplo. Alguien del barrio. Una niña que se visita con el mismo psicoterapeuta. Tiene que estar en algún sitio.
Eve Bowen asintió. Se llevó los dedos a la sien en un gesto pensativo.
—No lo había pensado antes, pero este nombre… ¿Está seguro de que estamos buscando a una niña?
—El nombre es poco común, pero todas las personas con las que he hablado dicen que es una niña.
Alexander Stone intervino.
—¿Un nombre poco común? ¿Quién es? ¿Por qué no es alguien a quien conozcamos?
—La señora Maguire la conoce, o al menos conoce su existencia. Así como el señor Chambers y, como mínimo, una compañera de Charlotte en Santa Bernadette. Por lo visto, es una niña a la que Charlotte ve a escondidas.
—¿Quién es?
—Se llama Breta —dijo Eve Bowen a su marido—. ¿La conoces, Alex?
—¿Breta?
Alexander Stone se puso en pie. Se acercó a la chimenea y cogió una fotografía de una niña de pocos años en un columpio. Él estaba detrás del columpio y sonreía a la cámara.
—Dios mío —dijo—. Jesús.
—¿Qué pasa? —preguntó Eve.
—¿Ha pasado estos dos días buscando a Breta? —preguntó Stone a St. James con voz cansina.
—En gran parte sí. Hasta que recibimos la información sobre el vagabundo, era la única pista que teníamos.
—Bien, esperemos que su información sobre el vagabundo sea más fiable que la información sobre Breta. —Stone lanzó una carcajada de desesperación y dejó la fotografía boca abajo sobre la repisa de la chimenea—. Brillante. —Miró a su mujer, y luego desvió la vista—. ¿Dónde has estado, Eve? ¿Dónde cojones has estado? ¿Vives en esta casa o sólo vienes de visita?
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de Charlie. Estoy hablando de Breta. Estoy hablando del hecho de que tu hija, mi hija, nuestra hija, Eve, no tiene una sola amiga en el mundo y tú ni siquiera lo sabes.
St. James sintió que corría hielo por sus venas cuando lo que Stone había dicho y su posible significado empezaron a aglutinarse inexorablemente. Vio que Eve Bowen había perdido por un momento un vestigio de su aire de fría tranquilidad.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—A la verdad —replicó Stone. Rio de nuevo, pero esta vez la carcajada rozó la histeria—. Breta no es nadie, Eve. Nadie. Breta no es real. Tu detective privado se ha pasado dos días peinando Marylebone en busca de la amiga imaginaria de Charlotte.