Rodney Aronson tenía un ojo puesto en la pantalla de su ordenador y el otro en la puerta del despacho de Luxford, una hazaña nada desdeñable, porque su despacho estaba al otro lado de la sala de redacción, y el espacio intermedio estaba ocupado por mesas, archivadores, terminales de ordenador y los periodistas del Source, que no paraban de moverse. Los restantes miembros del comité de redacción se habían dedicado a otras responsabilidades en cuanto Luxford aplazó la conferencia durante una hora. Si consideraban extraña la orden del director, ninguno lo dijo. Pero Rodney se había quedado. Había echado un buen vistazo al hombre que estaba con Luxford, y había algo en su expresión de hostilidad apenas controlada que impulsó a Rodney a merodear en las cercanías del cubículo de la señorita Wallace, compulsivamente limpio, por si algo interesante ocurría.
Y algo había ocurrido, pero cuando Rodney reaccionó al ruido de voces alzadas y cuerpos caídos, abriendo la puerta del despacho del director en una clara muestra de su constante preocupación por la seguridad de Luxford, lo ultimo que esperaba ver era a la pelirroja espatarrada en el suelo. El señor Hostilidad estaba inclinado sobre ella, lo cual sugería que había sido él quien la había dejado en tal postura. ¿Qué demonios estaba pasando? Una vez Luxford (siempre la gratitud personificada) le echó con cajas destempladas de su despacho, Rodney meditó sobre las posibilidades. Pelirroja era una fotógrafa, sin duda. No había otra explicación para el estuche de la cámara que llevaba. Habría venido para vender fotografías al periódico. El Source solía comprar fotos a independientes, y no era raro que un fotógrafo apareciera con un montón de instantáneas, embarazosas en potencia, de una u otra figura notable, de un miembro de la familia real en alguna situación poco ejemplarizante, o de una figura política inmortalizada en alguna parranda nada digna. Pero los fotógrafos independientes que traían fotos para vender no las entregaban al director del periódico, al que ni siquiera veían, sino que se entrevistaban con el director gráfico o con alguno de sus ayudantes.
Por lo tanto, ¿qué significaba que Luxford concediera audiencia a Pelirroja en su despacho? No, tampoco era eso, ¿verdad? Luxford había arrastrado a Pelirroja hasta su despacho. Y Luxford procuró que nadie tuviera oportunidad de hablar con ella, ni con el señor Hostilidad, a ese respecto. ¿Quién coño era aquel tipo?
Como Hostilidad había dejado fuera de combate a la pelirroja, Rodney sólo podía suponer que el hombre estaba decidido a impedir que sus fotos salieran en el periódico. Lo cual sugería que era alguien. Pero ¿quién? No parecía alguien especial. Lo cual sugería que salía en las fotos con un alguien cuyo honor había que proteger.
Un pensamiento encantador. Tal vez los días de la caballerosidad no habían muerto del todo. Lo cual hacía pensar en por qué el señor Hostilidad había derribado a la mujer. En puridad, tendría que haber derribado a Luxford.
Rodney no había dejado de vigilar al querido Den desde la cita en Harrod’s. Había pasado la noche anterior en el Source, donde había visto a Luxford muy nervioso, dejándose caer por su despacho cada hora, o emitiendo ruiditos de angustia cuando las rotativas iban a imprimir la edición de la mañana. Luxford le dijo dos veces que se fuera a casa, pero Rodney se quedó, a la búsqueda de alguna indicación que explicara los motivos de Luxford para retrasar la impresión hasta el máximo. Su deber era vigilar que todo marchara como era debido, ¿no? Si Luxford se estaba derrumbando como aparentaba, alguien tenía que estar preparado para barrer los despojos cuando ocurriera.
Rodney decidió que el retraso estaba relacionado con el encuentro en Harrod’s, y que había malinterpretado el significado del encuentro. Si bien al principio había asumido que Luxford se estaba tirando a la mujer, luego tuvo que cambiar de parecer, cuando el retraso en la impresión se produjo inmediatamente a continuación de la cita.
Estaba relacionada con la historia, por supuesto. Lo cual (dejando aparte aquel tierno momento de contacto físico en la cafetería) era mucho más lógico que un lío amoroso. Al fin y al cabo, Luxford tenía acceso nocturno (aparte de matutino y vespertino) a los encantos esculturales de la fabulosa Fiona. La mujer de Harrod’s estaba pasable, pero no era nada en comparación con Fiona la Chupona.
Además, estaba en el gobierno, lo cual aumentaba las posibilidades de que hubiera una historia que contar. Si tal era el caso, tendría relación con los peces más gordos: el ministro de Hacienda, el ministro del Interior, tal vez el propio primer ministro. Las historias más sabrosas solían involucrar el folleteo de mandamases con mandapocos, sobre todo si secretos pertenecientes a la seguridad nacional iban incluidos en el lote de los encuentros pre o post coito. Era lógico suponer que un miembro femenino del gobierno, con su naturaleza feminista ardiendo de indignación por la descarada explotación de sus hermanas, hubiera decidido chivarse. Pero si iba a dar el soplo sobre alguien importante, si quería asegurar su inmunidad y anonimato, y si era capaz de ponerse en contacto con el director de un periódico, ¿por qué no le había llevado la historia directamente?
Claro. ¿No estaba Luxford tecleando en su ordenador cuando Rodney regresó de Harrod’s el día anterior? ¿Por qué habría retenido las rotativas, si no para esperar obtener información? Luxford no era idiota. No publicaría una revelación sobre los desvaríos sexuales de alguien sin dos confirmaciones independientes, como mínimo. Como la fuente era femenina, probablemente era una mujer desdeñada, y Luxford era un periodista demasiado sagaz para dejarse embaucar por la sed de venganza de alguien. Por eso esperó. Y como la mujer no pudo conseguir a nadie que confirmara sus acusaciones, decidió olvidarlo todo.
Lo cual no contestaba a la pregunta de quién demonios era la mujer.
Desde que había vuelto de Harrod’s, Rodney había empleado su tiempo libre en repasar minuciosamente los ejemplares atrasados del Source, en busca de una pista que le facilitara la identidad de la mujer. Si era miembro del gobierno, habría algún artículo que la mencionara. Había abandonado el proyecto a las once y media de la noche anterior, pero había vuelto a la carga por la mañana. Poco antes de mediodía, mientras examinaba el informe de Corsico sobre las últimas novedades en la rumba del chapero (Larnsey había celebrado una larga reunión con el primer ministro; no hizo comentarios al salir del Número Diez; Daffy Dukane había contratado a un agente para que negociara las condiciones de una entrevista en exclusiva, pero iba a resultar cara), Rodney se había fijado en un comentario de Corsico sobre «llevar a cabo alguna investigación en la biblioteca», y se había dado una palmada en la frente. ¿Qué coño estaba haciendo repasando ejemplares atrasados del periódico en busca de una pista, cuando para descubrir la identidad de la mujer de Harrod’s le bastaba con bajar tres pisos hasta la biblioteca y hojear la Guía del Times de la Cámara de los Comunes, para comprobar que la fuente de Luxford era en verdad una diputada, y no un funcionario con acceso a un coche gubernamental?
Y allí estaba ella, sonriendo desde la página 357, con sus gafas demasiado grandes y su flequillo demasiado largo. Eve Bowen, parlamentaria de Marylebone y subsecretaria del Ministerio del Interior. Rodney lanzó un silbido de admiración. No estaba nada mal, pero ahora estaba clarísimo que Luxford no se había citado con ella por su atractivo físico.
Bowen ocupaba un destacado cargo del Ministerio del Interior. Eso significaba que frecuentaba con regularidad a personas de la mayor importancia. Lo que estaba ofreciendo a Luxford debía de ser oro puro, pensó Rodney. Pero ¿cómo cojones iba a descubrirlo, para pasar la información al presidente, en una maniobra que consagraría a Rodney como sabueso despiadado, director sagaz y fiel confidente de los poderosos? Aparte de leer en la mente de Luxford el código secreto que le facilitaría el acceso al ordenador de Luxford, donde con suerte tal vez encontrara el artículo que el director había escrito la noche anterior, Rodney no tenía ni idea. No obstante, había progresado al descubrir la identidad de Eve Bowen, y debía regocijarse por ello.
Su identidad era un primer paso seguro. Con eso para empezar, Rodney sabía que podría invocar algunas deudas que varios corresponsales en el Parlamento habían contraído con él. Podría hablar por teléfono con uno o más de ellos, a ver qué desenterraba. Tendría que ir con cuidado. Lo último que deseaba era poner a otro periódico en la pista de la historia que el Source estaba a punto de revelar. Pero manejado con tacto, relacionando de alguna manera su curiosidad con acontecimientos actuales y tal vez revelando la intención del periódico de examinar el papel de las mujeres en el Parlamento, incluso llegando a afirmar que deseaba conocer la reacción femenina a la reciente bajada de pantalones del diputado, seguro que podría descubrir un detalle que no significara nada para un corresponsal político pero sí mucho para Rodney, que conocía la reunión secreta de Bowen con Luxford y que, por tanto, sabría interpretar una aberración en el comportamiento de la mujer que otros pasarían por alto.
Sí. Aquella era la respuesta. Extendió la mano hacia su Filo-fax. Sarah Happleshort apareció en la puerta de su despacho, desenvolviendo una barra de chicle Wrigley.
—A la palestra —dijo—. Ha nacido una estrella.
Rodney la miró sin comprender, sus pensamientos ocupados en sopesar cuál de los corresponsales políticos se plegaría mejor a sus deseos.
—El sueño del actor suplente se ha convertido en realidad. —Sarah apuntó con el codo en dirección al despacho de Luxford—. Dennis ha tenido una emergencia. Se marcha y ya no vuelve. Tú tomas el mando. ¿Quieres que el comité de redacción se reúna aquí, o utilizamos su despacho?
Rodney parpadeó. Comprendió las palabras de Sarah. Ahora el manto del poder reposaba sobre sus hombros, y dedicó un momento a saborear el placer. Después se esforzó por aparentar la preocupación pertinente.
—¿Una emergencia? ¿Algún problema familiar? ¿Su mujer? ¿Su hijo?
—No lo sé. Se fue con el hombre y la mujer que llegaron con él. ¿Sabes quiénes son? ¿No? Hummm. —Miró hacia la sala de redacción y siguió hablando con tono pensativo—. Supongo que algo ha pasado. ¿Qué dirías tú?
Lo último que deseaba Rodney era que Happleshort olfateara el asunto.
—Digo que hemos de sacar un periódico. Nos encontraremos en el despacho de Den. Reúne a los demás. Dame diez minutos.
Cuando la mujer se marchó para cumplir sus órdenes (y cómo le gustaba pensarlo en aquellos términos excelsos), Rodney volvió a su Filofax. Lo hojeó a toda prisa. Diez minutos, pensó, era tiempo más que suficiente para hacer la llamada telefónica que aseguraría su futuro.
Lo que Helen y Deborah le habían descrito como edificios abandonados eran en realidad edificios en proceso de abandono, descubrió St. James. Se hallaban en George Street, a escasa distancia de un restaurante japonés de aspecto ostentoso, que poseía el raro lujo de un aparcamiento en la parte posterior. St. James y Helen dejaron el MG en él.
George Street era una calle típica del Londres moderno, una calle que ofrecía de todo, desde la presencia digna del United Bank of Kuwait hasta inmuebles abandonados a la espera de que alguien invirtiera en su futuro. Los inmuebles hacia los que Helen y él se dirigieron habían sido en otro tiempo tiendas con tres plantas de pisos encima. Los escaparates y puertas de cristal de la planta baja habían sido sustituidos por hojas de metal sobre las cuales se habían claveteado franjas diagonales de tablas. Sin embargo, las ventanas situadas sobre el nivel de la calle no estaban entabladas ni rotas, lo cual provocaba que los pisos de encima de las tiendas fueran apetecibles para los squatters.
—No hay forma de entrar por delante —dijo Helen, mientras St. James examinaba los edificios.
—Tal como los han tapiado, no. Tampoco creo que nadie quisiera correr el riesgo de entrar por delante. La calle está demasiado transitada. Hay riesgo de que alguien vea, recuerde y telefonee a las autoridades.
—¿Telefonee…? —Helen miró a St. James y, debido al nerviosismo, dijo atropelladamente—: Simon, ¿no creerás que Charlotte está en alguno de estos edificios?
St. James contemplaba los inmuebles con el entrecejo fruncido. No respondió hasta que ella dijo su nombre y repitió las preguntas.
—Hemos de hablar con él, Helen —se limitó a decir—. Si existe.
—¿Con el vagabundo? Dos personas diferentes dijeron que le habían visto en Cross Keys Close. ¿Cómo no va a existir?
—Estoy de acuerdo en que vieron a alguien, pero ¿no captaste algo raro en la descripción del señor Pewman?
—Sólo que lo describiera con tal lujo de detalles.
—Eso es. ¿No era una descripción muy tópica de un vagabundo? El macuto, la ropa caqui, la gorra de punto, el pelo, la cara curtida por la intemperie. Sobre todo la cara. La cara memorable.
El rostro de Helen se iluminó.
—¿Quieres decir que el hombre iba disfrazado?
—¿Qué mejor manera de vigilar la zona durante días?
—Pues claro. Tienes razón. Podía hurgar en los cubos de la basura y vigilar los movimientos de Charlotte al mismo tiempo. Pero no pudo secuestrar a Charlotte vestido así, ¿verdad? La habría aterrorizado. Habría provocado una escena que alguien recordaría. Cuando conoció a fondo sus idas y venidas, dejó el disfraz y la secuestró, ¿verdad?
—Pero necesitaría un lugar donde cambiarse sin que le vieran. Para convertirse en un vagabundo, y luego quitarse el disfraz cuando llegó el momento de secuestrar a Charlotte.
—Los edificios abandonados.
—Es una posibilidad. ¿Vamos a echar un vistazo?
Si bien los squatters estaban protegidos por ciertas leyes, había que seguir un procedimiento para evitar ser acusado de entrar por la fuerza en una propiedad privada. Un squatter debía cambiar las cerraduras de las puertas y poner un letrero en el que declaraba su intención de ocupar una residencia abandonada. También debía hacerlo antes de que la policía interviniera. No obstante, alguien que no deseara llamar la atención de la policía no se apropiaría de los derechos sobre un piso o edificio de la manera típica. Al contrario, llevaría a cabo la operación de la forma más subrepticia posible y accedería al edificio por medios menos convencionales.
—Probemos por detrás —dijo St. James.
La hilera de edificios estaba limitada en cada extremo por una callejuela. St. James y Helen escogieron la más próxima y la siguieron hasta una placita cuadrada. Un lado de la plaza estaba ocupado por un aparcamiento de varios pisos, dos lados por la parte posterior de edificios pertenecientes a otras calles, y un lado por los jardines traseros de los inmuebles de George Street. Estos jardines traseros estaban vallados por al menos seis metros de ladrillos tiznados, coronados por la vida vegetal capaz de florecer sin los cuidados de un jardinero. A menos que un squatter viniera preparado con equipo de escalada para saltar el muro, el único sitio por donde entrar parecía el extremo más cercano a la callejuela.
Allí, dos cancelas de madera que no estaban cerradas con llave se abrían a un pequeño patio encerrado entre muros de ladrillo, uno de cuyos lados consistía en el alto muro de uno de los jardines traseros. El patio estaba lleno de restos abandonados de anteriores habitantes del edificio: colchones de muelles, cubos de basura, una manguera, un cochecillo antiguo de niño, una escalerilla rota.
La escalerilla parecía prometedora. St. James la sacó de debajo de un colchón, pero la madera estaba podrida y los escalones (los que aún existían) no tenían aspecto de aguantar el peso de un niño, y mucho menos el de un adulto. St. James la desechó y se fijó en una carretilla abandonada y vacía. Descansaba detrás de una de las cancelas de madera.
—Tiene ruedas —observó Helen—. ¿Probamos?
—Creo que sí.
La carretilla estaba oxidada. No parecía que las ruedas fueran a girar, pero cuando St. James y Helen se colocaron uno a cada lado y empezaron a empujarla hacia el muro del jardín, comprobaron que rodaba con facilidad, como si la hubieran engrasado con aquel propósito.
Una vez situada, St. James comprendió que la carretilla proporcionaba un medio para saltar el muro. Probó la resistencia de los lados de metal y la tapa. Parecían fuertes. Entonces, vio que Helen le miraba con el entrecejo fruncido, como inquieta. Sabía lo que estaba pensando: «No es la actividad más adecuada para un hombre en tu estado, Simon». Sin embargo, no lo dijo. No quería correr el riesgo de herirle al recordarle su defecto físico.
—Es la única forma de entrar —respondió a su tácita preocupación—. Me las arreglaré, Helen.
—¿Cómo vas a saltar el muro desde el otro lado?
—En el edificio habrá algo que pueda utilizar. Si no, tendrás que ir a buscar ayuda. —Helen no parecía muy convencida—. Es la única forma.
Ella pensó unos momentos, pareció aceptar la idea y se rindió.
—Al menos deja que te ayude a saltar. ¿De acuerdo?
St. James calculó la altura del muro y la altura de la carretilla. Aceptó la modificación de su plan. Subió con dificultad a la carretilla, ayudado por el impulso de su cuerpo, que había ido en aumento con el curso de los años, desde que la mitad inferior había quedado mermada. Una vez encima, se volvió hacia Helen y tiró de ella hacia arriba. Desde donde estaban, podían alcanzar la parte superior del muro, aunque no podían ver por encima. St. James se dio cuenta de que Helen tenía razón. Iba a necesitar su ayuda.
Juntó las manos para que apoyara los pies.
—Tú primero —dijo—. Necesitaré tu ayuda para llegar arriba.
La impulsó hacia lo alto. Helen se agarró al borde del muro y se sentó a horcajadas encima con un resoplido. Una vez estuvo aposentada, dedicó un momento a examinar la parte trasera del edificio y su jardín.
—Teníamos razón —dijo.
—¿En qué?
—Alguien ha estado aquí. —Su voz vibró con la emoción de la caza—. Hay un aparador viejo apoyado junto a la parte interior del muro, para poder entrar y salir con facilidad. Ven a echar un vistazo. —Extendió la mano hacia él—. También hay una silla para bajar del aparador. Y hasta hay un sendero practicado entre las malas hierbas. A mí me parece reciente.
St. James, con la mano derecha apoyada sobre el muro y la izquierda cogida a la de Helen, se izó hasta su lado. No fue tarea fácil, pese a la seguridad con que había hablado unos momentos antes. Una pierna muerta embutida en una abrazadera, por ligera que fuera, no facilitaba su vida. Tenía la frente empapada de sudor cuando logró por fin su objetivo.
No obstante, comprendió a qué se refería Helen. Parecía que habían arrastrado el aparador (lo bastante estropeado para dar la impresión de que llevaba años en el jardín trasero, incluso cuando el edificio aún estaba ocupado) desde debajo de una ventana, y así se había creado el sendero entre las malas hierbas que Helen había observado. Y parecía reciente, en efecto. En los lugares donde atravesaba matorrales, los extremos rotos de las ramas aún no habían adquirido el tono marronoso debido a las inclemencias del tiempo.
—Una mina de oro —murmuró Helen.
—¿Qué?
Ella sonrió.
—Nada. Si utilizamos el aparador, podremos bajar sin problemas. ¿Te acompaño?
St. James asintió. Helen bajó hasta el aparador, y de allí a la silla. St. James la siguió.
El jardín era poco más que un cuadrado de seis metros de lado e invadido por malas hierbas, hiedra y retama. Este último arbusto había florecido, al parecer, por puro descuido. Una hoguera de capullos amarillos ardía como un sol en tres lados del perímetro el jardín y junto a la puerta posterior del edificio.
Descubrieron que era una puerta de seguridad, una sola pieza de acero cortada para encajar en el marco y clavada a la madera. No había pomo que girar ni goznes que quitar. La única forma de entrar era arrancarla.
Sin embargo, las ventanas posteriores de la planta baja no eran tan firmes. Si bien estaban entablilladas por dentro, los cristales estaban rotos, y tras una rápida inspección St. James descubrió que una de las tablas estaba lo bastante suelta para que alguien pudiera entrar y salir con facilidad. Helen fue a buscar la silla mientras él arrancaba la tabla.
—Con la puerta cerrada a cal y canto —dijo Helen—, cabe preguntarse por qué los propietarios no se esforzaron más con las ventanas.
St. James utilizó la silla para alzarse hasta el antepecho.
—Tal vez pensaron que la puerta bastaría para desanimar a cualquiera. No se me ocurre que alguien utilice habitualmente esta ventana como medio de entrar y salir.
—Pero si es sólo un medio temporal… —dijo Helen con aire pensativo—. Es perfecta, ¿verdad?
—Lo es.
Descubrió que la ventana daba a lo que parecía un almacén del negocio que ocupara la planta baja del edificio. Contenía aparadores, estanterías y un suelo de linóleo polvoriento, sobre el cual distinguió, pese a la tenue luz, huellas de pisadas.
St. James bajó de la ventana al suelo, esperó a que Helen se reuniera con él y sacó una linterna del bolsillo. La dirigió hacia el sendero de pisadas, que se alejaba hacia la parte delantera del edificio.
El aire del almacén estaba impregnado de olor a moho y madera podrida. Mientras recorrían con cautela un corredor que conducía a la parte delantera, percibieron nuevos olores: el hedor fétido de excrementos y orina procedentes de un lavabo con un retrete cuya cadena no se había tirado en mucho tiempo, el olor penetrante a yeso de los agujeros abiertos a patadas en las paredes del pasillo, el olor dulzón y nauseabundo del cadáver descompuesto de una rata que yacía al pie de la escalera, donde el almacén se encontraba con la tienda.
Las pisadas no entraban en la tienda, negra como boca de lobo a causa de que ventanas y puerta estaban cubiertas por planchas metálicas, sino que, ascendían por la escalera. Antes de subir, St. James iluminó con la linterna la habitación que servía de tienda. No había nada que ver, salvo un revistero volcado, un viejo arcón congelador sin tapa, una colección de periódicos amarillentos y media docena de cajas de cartón aplastadas.
St. James y Helen se volvieron hacia la escalera y siguieron las pisadas. Helen se apartó de la rata muerta con un estremecimiento y estrujó el brazo de St. James.
—Señor, ¿son ratones eso que se mueve en las paredes? —susurró.
—Ratas, más bien.
—Cuesta imaginar que alguien se haya instalado aquí.
—No es el Savoy —admitió St. James.
Subió al primer piso, donde las ventanas sin tablas dejaban que el sol del atardecer iluminara las habitaciones.
Daba la impresión de que había un piso en cada una de las plantas superiores. Las pisadas que seguían, que parecían subir y bajar constantemente la escalera, les condujeron hasta el piso de la primera planta, donde un vistazo al interior les mostró poco más que una habitación con grafiti pintados en las paredes (entre los que destacaba «Mata policías de dos en dos», en grandes letras azules rodeadas de jeroglíficos sólo comprensibles para otros compañeros de profesión) y una alfombra naranja destrozada. Había poco más útil en aquel piso, aparte de un increíble despliegue de colillas de cigarrillos, paquetes de cigarrillos arrugados, botellas vacías, latas de cerveza, así como bolsas y vasos de comida rápida. Un agujero bostezante en el techo les reveló que habían robado la instalación de la luz.
La segunda planta era muy parecida. Sólo variaba la pintura utilizada por los artistas del grafiti. El color era rojo, lo cual había inspirado a los pintores a utilizar una imaginería más sangrienta, además de sus jeroglíficos. Dibujos de policías destripados acompañaban al lema «Mata policías de dos en dos». La alfombra también estaba destrozada y sembrada de basura. Un sofá y una butaca colocados a cada lado de la puerta de la cocina mostraban agujeros provocados por quemaduras, y uno era lo bastante grande como para pensar que se había encendido un fuego auténtico.
Las pisadas continuaban hacia lo alto del edificio. Entraron en el último piso, donde la alfombra que quedaba llamó su atención. Como en los otros dos pisos, era naranja, y si bien había sido apartada de las paredes en otra época, la habían devuelto a su sitio en fecha más reciente. No estaba rota, pero se veían manchas antiguas de diversos tonos que sugerían de todo, desde vino tinto a orina de perro.
Como en los otros dos pisos, la puerta estaba abierta, pero aún colgaba de sus goznes. Además, había una aldaba de candado clavada en su parte exterior, la bisagra sobre el marco de la puerta, y la armella sobre la propia puerta. St. James examinó la bisagra con aire pensativo, mientras Helen entraba en la habitación. La aldaba parecía nueva, estaba limpia y carecía de marcas.
Se reunió con Helen en el interior del piso. La aldaba sugería un candado complementario, y fue en su busca. Observó que, al contrario que en los dos pisos que ya habían visto, aquel estaba libre de basura, aunque sus paredes exhibían grafiti no muy diferentes de los otros. El candado no estaba en el suelo, ni sobre las estanterías, ni en la biblioteca metálica clavada a una pared, de forma que entró en la cocina para ver si lo encontraba allí.
Buscó en cajones y alacenas, y encontró una taza de hojalata, un tenedor con los dientes doblados, algunos clavos sueltos y dos potes sucios. Caía agua del grifo al fregadero de la cocina, y lo abrió. Observó que el agua salía limpia, ni turbia ni marronosa, como habría sucedido de haber permanecido retenida en tuberías oxidadas durante uno o dos años.
Volvió a la sala de estar cuando Helen salía del dormitorio. Tenía la cara iluminada de alegría.
—Simon, ¿te has dado cuenta…?
—Sí. Alguien ha estado aquí. Y no sólo para merodear, sino para quedarse.
—Tenías razón respecto a lo del vagabundo.
—Podría ser una coincidencia.
—No lo creo. —Helen señaló hacia atrás—. Han limpiado el espejo del cuarto de baño. No del todo, pero sí una parte lo bastante grande para verse en él. —Al parecer esperaba una reacción de St. James, porque cuando no se produjo, continuó con impaciencia—: Habría necesitado un espejo para disfrazarse de vagabundo, ¿no?
Era una posibilidad, pero St. James se resistía a aceptar, con tan pocas pruebas, que habían localizado el escondite del vagabundo a la primera. Se acercó a la ventana de la sala de estar. Estaba bastante sucia, pero uno de los cuatro cristales cuadrados había sido limpiado con esmero.
St. James miró por el cristal. Pensó en el contraste entre aquel piso y los otros, en las huellas de pisadas, en la aldaba de candado y en la insinuación de que se había utilizado recientemente un candado en la puerta del piso. Estaba claro que nadie habitaba aquel piso de manera permanente, como lo testimoniaba la ausencia de muebles, utensilios de cocina y comida, pero alguien había pernoctado allí no hacía mucho… La restitución de la alfombra, el agua en las cañerías, la ausencia de basura, todo conducía hacia aquella conclusión.
—Estoy de acuerdo en que alguien ha estado aquí —dijo a Helen mientras miraba por el cristal limpio de la ventana.
La ventana daba a George Street, y en determinado ángulo se alineaba con la entrada al aparcamiento del restaurante japonés, donde había dejado el MG. Cambió de posición para mirar en aquella dirección.
—Pero en cuanto a si se trata de nuestro vagabundo, Helen, no podría… —Se interrumpió y forzó la vista para distinguir mejor lo que había al otro lado del aparcamiento, una calle al norte. No podía ser, pensó. Era casi imposible, pero allí estaba.
—¿Qué pasa? —preguntó Helen.
La hizo acercarse a la ventana y la puso delante de él. Movió la cabeza hacia el restaurante japonés y apoyó las manos sobre sus hombros.
—¿Ves el restaurante y el aparcamiento que hay detrás?
—Sí. ¿Por qué?
—Mira más allá del aparcamiento. ¿Ves la otra calle?
—Claro que la veo. Tengo tan buena vista como tú.
—¿Y el edificio que hay al otro lado de la calle?
—¿Cuál, el de ladrillo? ¿El de la escalinata? Veo las puertas delanteras y algunas ventanas. —Se volvió hacia él—. ¿Por qué? ¿Qué es?
—Blandford Street, Helen. Y desde esta ventana, la única limpia de todo el piso, recuerda, se ve con toda claridad la Escuela de Santa Bernadette.
Helen abrió los ojos como platos y se volvió hacia la ventana.
—¡Simon! —exclamó.
Después de dejar a Helen en Onslow Square, St. James encontró un hueco para el MG en Lordship Place y utilizó el hombro para abrir la cancela deteriorada por la intemperie que daba acceso al jardín trasero de su casa de Cheyne Row. Descubrió a Cotter atareado en la cocina. Limpiaba patatas nuevas en el fregadero con Peach sentada a sus pies, siempre confiada en recibir algún obsequio comestible. La perra miró en dirección a St. James y agitó la cola a modo de saludo, pero consideraba más prometedora su posición actual, a los pies de Cotter. El gato, un animal grande y gris llamado Alaska, que doblaba en tamaño al dachshund enano, estaba arrellanado sobre el antepecho de la ventana que había encima del fregadero, y recibió a St. James con la típica displicencia felina. El extremo de su cola se alzó y cayó, tras lo cual volvió al estado de semisomnolencia que le caracterizaba.
—Ya era hora, si quiere saber mi opinión —dijo Cotter a St. James, mientras atacaba un punto negro de una patata.
St. James echó un vistazo al reloj de esfera oxidada colgado encima de los fogones. Aún no era la hora de la cena.
—¿Algún problema? —preguntó.
Cotter carraspeó y señaló la escalera con el mondapatatas.
—Deb ha venido con dos tipos. Llevan más de una hora en casa. Dos, diría yo. Han tomado té, jerez y luego más té y más jerez. Uno de ellos quiso marcharse, pero Deb no se lo permitió. Le están esperando.
—¿Quiénes son?
St. James se acercó al fregadero, cogió un par de trozos de zanahoria y los comió.
—Eso es para cenar —le advirtió Cotter. Arrojó una patata al agua y cogió otra—. Uno de ellos es el tipo de la otra noche. El que vino con David.
—¿Dennis Luxford?
—El otro, no lo sé. Parece un cartucho de dinamita a punto de estallar. Se las han tenido, los dos tíos, desde que llegaron. Ya sabe, hablan entre dientes como si quisieran ser educados, pero sólo porque Deb no abandona la sala ni un momento y no les deja atizarse como desearían.
St. James se llevó otro trozo de zanahoria a la boca y subió la escalera, mientras se preguntaba en qué lío habría metido a su mujer al pedirle que fuera a buscar una muestra de la caligrafía de Luxford. Le había parecido una tarea exenta de complicaciones. ¿Qué habría pasado?
No tardó en descubrirlo cuando les encontró en el estudio, junto con los restos del té y el jerez. Luxford estaba hablando con alguien por teléfono en el escritorio de St. James, Deborah se estaba frotando los nudillos de una mano con los dedos de la otra, nerviosa, y el tercer hombre, Alexander Stone, estaba mirando a Luxford con un odio tan indisimulado que St. James se preguntó cómo habría logrado Deborah controlarle.
Deborah se puso en pie cuando le vio.
—Simon. Gracias a Dios, mi amor —dijo con un fervor que reveló su inquietud.
—No, no doy mi aprobación —estaba diciendo Luxford con voz tensa—. Reténlo hasta que te llame… No es una decisión opinable, Rod. ¿Está claro, o he de describirte las consecuencias de incumplirla?
—Por fin —dijo Alexander Stone, en apariencia a Deborah—. Ponga eso para que Luxford quede retratado de una vez.
Deborah se apresuró a informar a St. James. Cuando Luxford concluyó la conversación, colgando con brusquedad el auricular, Deborah se acercó al escritorio para coger un sobre acolchado.
—El señor Luxford recibió esto esta tarde —dijo a su marido.
—Sea más precisa, si no le importa —dijo Stone—. Eso estaba sobre el escritorio de Luxford esta tarde. Cualquiera pudo dejarlo allí. En cualquier momento.
—No empecemos otra vez —intervino Luxford—. Mi secretaria se lo explicó, señor Stone. Un mensajero lo entregó a la una de la tarde.
—Un mensajero que usted pudo contratar.
—Por el amor de Dios.
Luxford parecía monumentalmente cansado.
—No lo tocamos. —Deborah tendió el sobre a su marido y vio que este miraba la grabadora que contenía—. Pero la pusimos cuando vimos lo que era. Utilicé un lápiz sin afilar para apretar el play. La parte de madera, no la de la goma. —Se ruborizó al añadir esta explicación—. ¿Hice bien? —preguntó en voz baja—. No estaba segura, pero pensé que debíamos saber si la grabación estaba relacionada con el caso.
—Bien hecho —dijo St. James.
Buscó los guantes de látex en el bolsillo, se los puso, sacó la grabadora del sobre y reprodujo el mensaje.
Se oyó una voz chillona de niña.
«Cito…».
—Jesús.
Stone se volvió hacia las estanterías y sacó un volumen al azar.
«Este hombre dice que tú puedes sacarme de aquí. Dice que debes contar una historia a todo el mundo. Dice que eres un tipo estupendo y nadie lo sabe y que debes decir la verdad para que todo el mundo lo sepa. Si cuentas la historia que debes, dice que me salvarás, Cito».
Stone se llevó un puño a la frente. Agachó la cabeza. Se oyó un clic apenas audible, y la voz continuó:
«Cito, he tenido que grabar esta cinta para que me diera un poco de zumo, porque tenía mucha sed. —Otro leve clic—. ¿Sabes qué historia has de contar? Yo le dije que tú no cuentas historias. Le dije que es la señora Maguire la que cuenta historias, pero él dice que tú ya sabes qué historia has de contar. —Otro clic—. Sólo tengo una manta, y no tengo lavabo. Pero hay ladrillos. —Clic—. Un poste de mayo». Clic.
La cinta terminó bruscamente.
—¿Es la voz de Charlotte? —preguntó St. James.
—Luxford, cabrón —dijo Stone a modo de respuesta, hablando con las estanterías—. Voy a matarle antes de que hayamos acabado.
St. James alzó una mano para impedir que Luxford replicara. Reprodujo la cinta por segunda vez y luego dijo:
—Está claro que la han montado, pero de forma inexperta.
—¿Y qué? —preguntó Stone—. Sabemos quién lo hizo.
—Existen dos posibilidades —continuó St. James—. O el secuestrador carece de acceso al equipo apropiado, o le da igual que sepamos que ha sido montada.
—¿Los ladrillos y el poste de mayo? —preguntó Deborah.
—Lo ha dejado para confundirnos, diría yo. Charlotte cree que está dando a su padrastro una pista sobre su paradero, pero el secuestrador sabe que la pista no servirá de nada. Porque ella no está donde cree. Damien Chambers me dijo que le llama Cito —dijo a Stone.
Stone asintió, sin dejar de mirar las estanterías.
—Como le habla a usted, es evidente que el secuestrador aún no le ha dicho quién es su verdadero padre. Podemos suponer que sólo le proporcionó el contenido básico del mensaje que debía grabar: su padre ha de confesar la verdad en público para obtener su libertad. Charlotte cree que es usted quien ha de decir la verdad, no el señor Luxford.
Stone volvió a colocar en su sitio el volumen que había sacado.
—No me diga que se ha tragado esta bola —dijo a St. James con incredulidad.
—De momento asumiré que la cinta es auténtica —repuso St. James—. Usted ha reconocido que es la voz de Charlotte.
—Pues claro que lo es. Él la tiene retenida en algún sitio. La ha obligado a grabar la cinta y ahora hemos de bailar a su son. Maldita sea. Fíjese en el sobre si no me cree. Su nombre, el nombre del periódico y la calle. Nada más. Sin sellos y sin matasellos. Nada.
—Si un mensajero lo entregó, no eran necesarios.
—Tampoco si lo «entregó» él mismo. O si lo entregó su cómplice. —Stone se acercó al sofá—. Mírele. Haga el jodido favor de mirarle. Sabe quién es. Sabe lo que es y lo que quiere.
—Quiero el bienestar de Charlotte —dijo Luxford.
—Lo que quiere es su jodida historia. Su historia. La de Eve.
—Vamos arriba, por favor —intervino St. James—. Al laboratorio. Te has comportado como una heroína, mi amor —dijo en voz baja a su mujer—. Gracias.
Ella le dedicó una sonrisa trémula y salió de la habitación, aliviada.
St. James cogió la grabadora, el sobre y la muestra de caligrafía de Luxford. Los otros dos hombres le siguieron. La tensión entre ellos era palpable. St. James, que la sentía como una niebla espesa, se maravilló de que Deborah hubiera conseguido retener durante tanto rato la evidente necesidad de ambos hombres de enzarzarse a puñetazos.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Stone.
—Quiero eliminar algunas de mis preocupaciones —contestó St. James.
Encendió las luces del techo del laboratorio y se acercó a uno de los aparadores metálicos grises, del cual sacó un tampón y media docena de tarjetas blancas gruesas. Las dejó sobre una mesa de trabajo y depositó a su lado un tarro de polvos, un cepillo grande y la linterna que llevaba en el bolsillo.
—Usted primero, por favor —dijo a Dennis Luxford, que estaba apoyado contra la jamba de la puerta del laboratorio, mientras Alexander Stone paseaba entre las mesas de trabajo y contemplaba con ceño la confusión de aparatos—. Después, el señor Stone.
—¿Qué? —preguntó Stone.
—Huellas dactilares. Mera formalidad, pero me gustaría desecharlas de una vez. Señor Luxford…
Dennis Luxford dirigió a Stone una larga mirada antes de acercarse a la mesa y permitir a St. James que le tomara las huellas. Era una mirada que comunicaba su total colaboración y que no tenía nada que ocultar.
—Señor Stone… —dijo St. James.
—¿Por qué coño…?
—Como ya ha dicho —comentó Luxford mientras secaba la tinta de sus dedos—, estamos eliminando algunas de sus preocupaciones.
—Mierda —siseó Stone, pero se adelantó y permitió que le tomaran las huellas.
Una vez hecho, St. James se volvió hacia la grabadora y la examinó a la luz de la linterna, en busca de huellas que aparecieran sin más inclinándola en el ángulo apropiado. Luego extrajo la cinta e hizo lo mismo, pero la luz no reveló nada.
Mientras los otros dos hombres le observaban desde lados opuestos de la mesa, hundió el cepillo en el polvo (lo había elegido rojo para que contrastara con el negro de la grabadora) y espolvoreó el aparato.
—Lo han limpiado a fondo —comentó cuando ninguna huella se hizo visible bajo el polvo.
Repitió el proceso con la diminuta cinta. Nada.
—Entonces, ¿qué preocupaciones de mierda estamos eliminando? —preguntó Stone—. No es idiota. No habrá dejado sus huellas en ninguna parte.
St. James asintió con un sonido gutural.
—Ya hemos dado cuenta de la primera preocupación, ¿verdad? Ha quedado claro que no es idiota.
Dio la vuelta a la grabadora. Abrió la tapa del compartimiento de las pilas, la sacó y dejó sobre la mesa. Después, con ayuda de un escalpelo, quitó también las pilas y las depositó sobre una hoja de papel en blanco. Cogió la linterna y la dirigió hacia el lado posterior de la tapa y sobre las dos pilas. Sonrió.
—Al menos no es del todo idiota —dijo—, pero nadie piensa en todo.
—¿Huellas? —preguntó Luxford.
—Una muy nítida en la parte posterior de la tapa. Algunas parciales en las pilas.
Utilizó de nuevo el polvo. Sus acompañantes guardaron silencio mientras trabajaba. Cepilló con cuidado en la dirección del flujo de la huella y sopló un poco para eliminar el exceso de polvo. Mantuvo la vista clavada en las huellas mientras extendía la mano hacia la cinta presurizada. Sabía que sería fácil trabajar con el dorso de la tapa. Las pilas resultarían más difíciles.
Apretó con cuidado la cinta sobre las huellas, procurando que no dejaran bolsas de aire. Después apretó con más fuerza y presionó con el pulgar sobre la tapa del compartimiento y con la goma de un lápiz sobre las pilas. Levantó la cinta con un solo movimiento y después apretó las huellas sobre las otras tarjetas que había sacado del aparador. Las etiquetó.
Indicó la huella que había proporcionado el dorso de la tapa. Llamó la atención sobre las ondas y el hecho de que se ondularan hacia arriba y hacia dentro.
—Huella del pulgar derecho —dijo—. Las otras, las de las pilas, son más difíciles de concretar porque son parciales. Yo diría que son del índice y el pulgar.
A continuación, St. James las comparó con las de Stone. Utilizó una lupa, más para impresionar que por otra cosa, porque estaba claro que no eran suyas. Siguió con las de Luxford, y obtuvo el mismo resultado. Los verticilos de los tres pulgares (el de Stone, el de Luxford y el de la huella de la grabadora) eran diferentes por completo, uno plano, uno accidental, y el tercero de doble lazo.
Stone pareció leer la conclusión de St. James en su cara.
—No sé de qué se sorprende. No está solo en esto. Es imposible.
St. James no contestó y se limitó a coger la muestra de la caligrafía de Luxford para compararla con las notas que Eve Bowen y él habían recibido. Estudió con parsimonia las letras, los espacios que las separaban, las pequeñas peculiaridades. Una vez más, no advirtió ninguna similitud.
Levantó la cabeza.
—Señor Stone, quiero que entre en razón, porque usted es la única persona capaz de convencer a su mujer. Si la grabación no le ha convencido de la urgencia de…
—¡Hostia divina! —La voz de Stone expresaba más estupor que indignación—. También le ha engañado a usted. No me sorprende. Al fin y al cabo, fue quien le contrató. ¿Qué podíamos esperar, sino que apoyara sus afirmaciones de inocencia?
—Por el amor de Dios, Stone, entre en razón —dijo Luxford.
—Desde luego que he entrado —replicó Stone—. Usted ardía en deseos de destruir a mi mujer y ya ha encontrado el medio, así como personas que le ayuden en su empresa. Todo esto —agitó el pulgar para abarcar la habitación— forma parte del complot.
—Si cree eso, vaya a la policía —dijo St. James.
—Por supuesto. —Stone sonrió con una mueca—. Lo han montado para que ese sea nuestro último recurso. Y todos sabemos a qué nos llevará acudir a la policía. Directamente a los periódicos. Directamente a donde Luxford nos quiere. Todo esto, las notas, la grabación, las huellas dactilares, no es más que una parte de la senda que debemos seguir, la que nos conduce a ponernos en manos de Luxford. Eve y yo no lo haremos.
—¿Aun estando en juego la vida de Charlotte? —dijo Luxford—. Por los clavos de Cristo, tendría que haberse dado cuenta ya de que no puede correr el riesgo de que un maníaco la mate.
Stone giró en su dirección y Luxford se aprestó para el combate.
—Escúcheme, señor Stone —dijo St. James—. Si el señor Luxford quisiera despistarnos, no habría dispuesto que alguien dejara una huella en el interior de la grabadora. Habría encargado que la llenaran de huellas. Esa huella dejada en la grabadora, así como las de las pilas, nos dicen que el secuestrador cometió un sencillo error. No compró pilas nuevas cuando quiso que Charlotte grabara el mensaje. Se limitó a probar las que ya había en el aparato y olvidó que, al ponerlas por primera vez, había dejado sus huellas en ellas y en el dorso de la tapa. Eso fue lo que sucedió. Utilizó guantes para el resto. Limpió la cinta y la grabadora. Apuesto a que si buscamos huellas en las notas de secuestro, cosa que podemos hacer, aunque nos llevará más tiempo del que considero necesario, sólo encontraremos las del señor Luxford y las mías en la de él, y sólo las de su mujer en la de ella. Lo cual no nos conducirá a nada, nos retrasará aún más y, tanto si le gusta como si no, aumentará el peligro que pesa sobre su hijastra. No estoy sugiriendo que anime a su mujer a dejar que el señor Luxford publique su historia en el periódico, sino que anime a su mujer a telefonear a las autoridades.
—Es lo mismo —dijo Stone.
Luxford pareció a punto de estallar. Descargó el puño sobre la mesa.
—He tenido diez años para destruir a su mujer —dijo—. Diez malditos años, en que habría podido abofetearla en la primera plana de dos periódicos diferentes y humillarla hasta extremos inconcebibles. Pero no lo he hecho. ¿Se ha preguntado por qué?
—No era el momento adecuado.
—¿Me ha oído? Ha dicho que sabe lo que soy. Muy bien, sabe lo que soy. Soy un hombre sin escrúpulos. No necesito esperar el momento adecuado. Si hubiera querido publicar la historia de mi relación con Eve, lo habría hecho sin pensarlo dos veces. No me merece ningún respeto. Sus ideas políticas me repugnan. Sé lo que es ella, y créame, me gustaría dejarla como un trapo delante de todo el mundo. Pero no lo he hecho. Lo he deseado muchas veces, pero no lo he hecho. Piense, joder. Pregúntese por qué.
—¿Para qué iba a manchar su propia reputación, si podía evitarlo?
—Fue por otra persona.
—¿De veras? ¿Por quién?
—Por el amor de Dios. Por mi hija. Porque Charlotte es mi hija.
Luxford hizo una pausa, como si esperara a que el cerebro de Stone asimilara la información. En el momento que transcurrió antes de que Luxford volviera a hablar, St. James advirtió un sutil cambio en Stone: un leve hundimiento de hombros, la curvatura de los dedos, como si desearan agarrar algo inasible.
—Si hubiera querido hacer daño a Evelyn —dijo Luxford con voz más serena—, habría acabado hiriendo a Charlotte. ¿Por qué habría querido perjudicar a mi propia hija, sabiendo que es mi hija? Yo vivo en el mundo que he creado, señor Stone. Créame, sé que la publicidad rebotaría en Evelyn y golpearía a la niña.
—Esas fueron las palabras de Evelyn —repuso Stone con voz apagada—. No hará ningún movimiento porque quiere proteger a Charlie.
Dio la impresión de que Luxford iba a rebatir aquel punto, pero cambió de idea.
—Entonces, ha de convencerla de que haga un movimiento. Cualquiera. Es la única forma.
Stone apoyó los nudillos sobre la mesa. Los movió de un lado a otro y siguió el movimiento con los ojos.
—Ojalá hubiera un dios capaz de decirme lo que debo hacer —musitó para sí, con la vista clavada en la mano.
Los demás no dijeron nada. En la calle se oyeron los gritos de un niño:
—¡Mentiroso! ¡Carasucia! ¡Dijiste que lo harías y no lo hiciste, y me voy a chivar! ¡Por estas!
Stone respiró hondo, tragó saliva y alzó la cabeza.
—Déjeme utilizar su teléfono —dijo a St. James.