9

Helen Clyde no recordaba cuándo había oído por primera vez la expresión «encontrar una mina de oro». Debió de ser en algún diálogo de las películas de detectives americanos que veía con su padre durante sus años de formación. Su padre era un fanático de los detectives privados más duros e inflexibles. Cuando no estaba enfrascado en alguna de sus piruetas financieras, leía a Raymond Chandler y Dashiell Hammett, a la espera de que la siguiente película de Humphrey Bogart fuera emitida por enésima vez por televisión. Prefería a Humphrey Bogart por encima de todos. En ocasiones desesperadas, cuando Sam Spade y Philip Marlowe se habían ausentado de la BBC para una misión, el padre de Helen tenía que conformarse con sus pálidos alter egos de los últimos años. De ahí debía venir «encontrar una mina de oro», una semilla del diálogo plantada en su mente durante las interminables horas pasadas ante las imágenes en movimiento procedentes del tubo de rayos catódicos. La semilla floreció por completo durante sus esfuerzos matutinos en los alrededores de Cross Keys Close, en Marylebone. Y una mina de oro fue lo que encontró cuando interrogó al habitante del número 4.

En casa de St. James, a las nueve y media de la mañana, habían dividido el trabajo en tres partes. St. James seguiría la pista de Breta, a partir de la escuela Geoffrey Shenkling. Deborah recogería una muestra de la caligrafía de Dennis Luxford para eliminarle como posible autor de las notas de secuestro. Helen interrogaría a los vecinos de Cross Keys Close para averiguar si alguien había merodeado por la zona en los días previos a la desaparición de Charlotte.

—Lo de Luxford es casi innecesario —dijo St. James—. No puedo creer que escribiera la nota él mismo, si raptó a la niña, pero hemos de eliminarle de facto. De modo que, amor mío, si no te importa acercarte al Source…

Deborah enrojeció.

—Dios mío, Simon. Soy terrible para estas cosas. Ya lo sabes. ¿Qué demonios voy a decirle?

—La verdad —replicó St. James.

Deborah no parecía muy convencida. Toda su experiencia en aquellos asuntos se reducía, de momento, a un contacto de forzar una puerta en compañía de Helen, cuatro años atrás, y aun en ese caso Helen había tomado la iniciativa y pedido a Deborah que la siguiera como un soldadito obediente.

—Piensa en Miss Marple, querida —dijo Helen—. O en Tuppence. Piensa en Tuppence. O en Harriet Vane.

Por fin, Deborah decidió llevarse las cámaras, como un impermeable que la protegiera del tiempo inclemente de lo desconocido.

—Al fin y al cabo, es la redacción de un periódico —explicó angustiada, temiendo que St. James y Helen la obligaran a salir de Chelsea desarmada—. No me sentiré tan violenta si me llevo las cámaras. No pareceré fuera de lugar. Allí también habrá fotógrafos, ¿verdad? Montones de fotógrafos. ¿En la redacción de un periódico? Claro que sí. Por supuesto.

—De incógnito —exclamó Helen—. Eso es, querida. Así me gusta. Nadie que te vea se fijará en ti, y al señor Luxford le gustará tanto el detalle que colaborará en todo. Deborah, has nacido para esto.

Deborah había lanzado una risita. Había recogido las cámaras y marchado. St. James y Helen habían hecho lo mismo.

Desde que la había dejado en la esquina de Marylebone High Street con Marylebone Lane, para luego dirigirse hacia Edgware Road, Helen había estado haciendo preguntas. Había empezado en los comercios de Marylebone Lane, y ceñía sus preguntas a la desaparición de una niña cuya fotografía enseñaba brevemente una vez, pero cuyo nombre callaba. Helen había depositado todas sus esperanzas en el propietario del Golden Hind Fish and Chips Shop. Como Charlotte siempre pasaba por allí los miércoles antes de la clase de música, ¿qué mejor lugar para alguien donde esperarla y vigilarla, sentado a una de las cinco mesas de patas inestables? Había una ideal a tal efecto, encajada en una esquina detrás de una máquina tragaperras, pero desde la cual se podía ver a cualquiera que pasara por Marylebone Lane.

Sin embargo, el propietario de la tienda, pese a las frases de aliento de Helen, que las murmuraba como si fueran mantras, tipo «Pudo haber sido un hombre, o una mujer, o ser alguien a quien usted no hubiera visto nunca», meneó la cabeza y siguió llenando de aceite vegetal una de sus espaciosas cubas de cocinar. Puede que hubiera alguien nuevo merodeando, dijo, pero ¿cómo iba a saberlo? Su tienda siempre estaba llena, gracias a Dios en los tiempos que corrían, y si un desconocido entraba para zamparse un buen trozo de bacalao, él podía pensar que era uno de los ejecutivos de Bulstrode Place. Ahí debería preguntar, en cualquier caso. Los edificios donde trabajaban tenían ventanas panorámicas que daban a la calle. Más de una vez había visto a una secretaria o a un empleado mirar por la ventana, en lugar de ocuparse de su trabajo. Por eso todo el país se estaba yendo al carajo. La ética del trabajo ya no existía. Demasiadas fiestas en el ramo bancario. Todo el mundo con la mano extendida, a ver si el gobierno le dejaba algo en la palma. Cuando tomó aliento para explayarse sobre el tema, Helen se apresuró a darle las gracias y le dejó la tarjeta de St. James. Si por casualidad recordaba algo…

Los negocios situados a espaldas de Bulstrode Place ocuparon varias horas de su tiempo. Tuvo que echar mano de todos sus recursos, apelar a una combinación de persuasión y engaño para salvar el obstáculo de recepcionistas y personal de seguridad, con el fin de acceder a alguien que tuviera un despacho o una mesa cerca de las ventanas que daban a Bulstrode Place y Marylebone Lane. Una vez más, no obtuvo nada de provecho, salvo una dudosa oferta de empleo para un trabajo más que dudoso de un ejecutivo lujurioso.

La cosa no mejoró en el pub Prince Albert, donde el cantinero acogió su pregunta con una carcajada incrédula.

—¿Alguien merodeando? ¿Alguien que pareciese fuera de lugar? —rio—. Cariño, estamos en Londres. Los holgazanes son mi negocio. ¿Qué parece fuera de lugar en estos tiempos? A menos que alguien entrara babeando sangre como un vampiro, no me daría cuenta. Y hasta es posible que ni en ese caso, teniendo en cuenta los tiempos que corren. Mi única pregunta es si tienen dinero para pagar sus copas.

Después, inició su penosa andadura por Cross Keys Close. Nunca había estado en un barrio de Londres que le recordara tanto las andanzas de Jack el Destripador. Incluso a pleno día, la zona le ponía los pelos de punta. Altos edificios se alzaban a cada lado de estrechas callejuelas, de modo que sólo algún ocasional rayo de sol penetraba en la oscuridad, silueteaba una hilera de tejados y formaba un charco caprichoso frente a alguna puerta afortunada. No había nadie en la zona, lo cual sugería la posibilidad de que la presencia de un extraño llamara la atención, pero tampoco había nadie en la mayoría de las ratoneras que pasaban por viviendas.

Evitó la casa de Damien Chambers, si bien tomó nota de la música de teclado eléctrico que se oía tras la puerta cerrada. Se concentró en los vecinos del profesor de música e investigó en ambos lados de la angosta calle adoquinada. Sus únicos acompañantes eran dos gatos (uno de color jengibre y otro atigrado, al parecer aquejado de un hambre ancestral) y un pequeño ser peludo de hocico puntiagudo. Se deslizaba sobre unas patas diminutas a lo largo de la fachada de un edificio. Su presencia le reveló que cuanto más breve fuera su estancia en la zona, mejor.

Helen exhibió la fotografía de Charlotte y explicó su desaparición. Eludió contestar preguntas obvias como ¿quién es?, o ¿la niña vive por aquí?, y fue al grano una vez finalizados los preliminares: es muy posible que la niña hubiese sido secuestrada. ¿Habían visto a alguien rondar por allí? ¿Alguien sospechoso? ¿Alguien que se entretuviera demasiado rato?

En el número 1 y el 3, dos mujeres cuyos televisores rugían el mismo programa de entrevistas, recibió la misma información que Simon y ella habían recibido de Damien Chambers el miércoles por la noche: el lechero, el cartero y el repartidor eran las únicas personas que habían visto en las callejuelas. Del número 6 al 9 recibió miradas inexpresivas. De media docena más no recibió nada, porque no había nadie en casa. Y entonces le tocó el gordo en el número 5.

Cuando llamó a la puerta, pensó que estaba bien encaminada. Miró hacia arriba por casualidad (de la misma manera que había paseado la vista alrededor mientras recorría el laberinto de callejuelas) y vio una cara enjuta que la observaba subrepticiamente por una rendija de las cortinas desde la única ventana de un primer piso. Alzó una mano a modo de saludo y trató de aparentar la mayor inocencia.

—¿Puedo hablar un momento con usted, por favor? —dijo, y vio que los ojos se entornaban.

Le dedicó una sonrisa alentadora. La cara desapareció. Llamó otra vez. Transcurrió casi un minuto, y entonces la puerta se abrió unos centímetros.

—Muchas gracias —dijo Helen—. Sólo será un momento. Buscó en el bolso la foto de Charlotte.

Los ojos de la cara enjuta la miraron con cautela. Helen no estaba segura de si pertenecían a un hombre o una mujer, puesto que iba vestido de una forma asexuada, con un chándal verde y zapatillas.

—¿Qué quiere? —preguntó Cara Enjuta.

Helen sacó la foto y explicó la desaparición de Charlotte. Cara Enjuta cogió la foto con una mano manchada por la edad y la sostuvo entre unos dedos de uñas rojo brillante. Aquello, al menos, zanjaba la cuestión del sexo, a menos que se tratara de un travestido anciano.

—Posiblemente ha desaparecido de Cross Keys Close —dijo Helen.

—Estamos tratando de averiguar si alguien estuvo merodeando por la zona la semana pasada.

—Pewman llamó a la policía —dijo la mujer, y devolvió la fotografía a Helen. Se secó la nariz con el dorso de la mano y movió la cabeza en dirección al número 4, en la acera opuesta—. Pewman —repitió—. No fui yo.

—¿A la policía? ¿Cuándo?

La mujer se encogió de hombros.

—Había un vagabundo a principios de semana. Ya sabe, esos tipos que hurgan los cubos de la basura en busca de comida. A Pewman no le gustan. Bueno, a ninguno de nosotros, pero fue Pewman quien llamó a la policía.

Helen asimiló la información. Habló con rapidez, antes de que la mujer decidiera que ya había hablado bastante y cerrara la puerta.

—¿Está diciendo que había un vagabundo en el barrio, señora…?

Esperó a poder adjudicar un nombre a la mujer, una indicación de la creciente cordialidad y confianza que nacía entre ellas. Enjuta no pensaba lo mismo. Se pasó la lengua por los dientes y dedicó a Helen una mirada esclarecedora de que entre ambas la amistad era imposible. Helen continuó.

—¿Ese vagabundo estuvo aquí varios días? Y Pewman… ¿el señor Pewman? ¿Llamó a la policía?

—El agente le ahuyentó. —Sonrió. Helen vio sus dientes y se prometió visitar a su dentista con mayor regularidad—. Yo lo vi. El vagabundo cayó dentro del cubo de la basura, protestando de la brutalidad policial. Pero lo hizo Pewman. Llamó a la policía. Pregúntele a él.

—¿Puede describir al…?

—Hummm. Ya lo creo. Era apuesto. Un tipo serio. Cabello oscuro, como un casco. Muy agradable y pulcro. Labios gruesos. Daba sensación de autoridad.

—Oh, querida, lo siento —dijo Helen, y consiguió que su voz aún sonara cordial y paciente—. Me refería al vagabundo, no al policía.

—Ah, ese. —La mujer se enjugó la nariz de nuevo—. Iba vestido de marrón, como los soldados.

—¿Caqui?

—Eso. Todo arrugado, como si hubiera dormido vestido. Botas pesadas, sin cordones. Mochila… una de esas cosas grandes.

—¿Un macuto?

—Eso es. Exacto.

La descripción coincidía con la de unos diez mil hombres que vagaban a la sazón por Londres. Helen insistió.

—¿Le llamó la atención algo en especial? Una característica física. Su cabello, por ejemplo. Su cara, su cuerpo…

Se había equivocado de pregunta. La mujer sonrió y dedicó a Helen otra exhibición de sus dientes.

—Miraba al poli más que a él. El poli tenía un bonito culito. Me gustan los hombres con el culo prieto, ¿y a usted?

—Desde luego. Soy una apasionada de los traseros masculinos prietos. En cuanto al otro hombre…

La mujer sólo se había fijado en su pelo.

—Bastante canoso. Le salía a mechones pringosos por debajo de una gorra de punto. La gorra… —Hurgó con una uña entre dos dientes mientras pensaba—. Color azul marino. Pewman telefoneó a la bofia cuando empezó a rebuscar en su cubo de basura. Pewman sabrá describir su aspecto mejor que yo.

Pewman lo sabía, gracias a Dios. Y estaba en casa, aún más gracias a Dios. Escritor de guiones, explicó, y Helen le había sorprendido en mitad de una frase, de manera que si no le importaba…

Helen se refirió al vagabundo sin más explicaciones.

—Ah, sí —dijo Pewman—, me acuerdo de él.

Proporcionó a Helen una descripción que la maravilló de sus dotes de observación. El hombre tenía entre cincuenta y sesenta años, mediría un metro setenta y cinco, tenía la cara morena y arrugada, como si hubiera tomado mucho el sol, los labios agrietados y blancos a causa de la piel muerta, las manos encallecidas, cubiertas de cortes en el dorso, y llevaba los pantalones sujetos mediante una cinta marrón pasada por las presillas del pantalón.

—Y llevaba un zapato con alzas —concluyó Pewman.

—¿Con alzas?

—Sí, una suela era más gruesa que la otra. ¿Polio en la infancia, tal vez? —Lanzó un carcajada infantil cuando observó el estupor de Helen ante sus dotes de observación—. Soy escritor —dijo a modo de explicación—. Parecía un buen personaje, así que escribí su descripción cuando le vi rebuscando en la basura. Nunca se sabe cuándo algo puede ser útil.

—Usted telefoneó a la policía, según su vecina, la señora… Helen señaló hacia el lado opuesto de la calle, donde se fijó en que su conversación era espiada desde una rendija en las cortinas.

—¿Yo? —El hombre meneó la cabeza—. No. Pobre desgraciado. Nunca habría llamado a la bofia para denunciarle. No había gran cosa en mi cubo de la basura, podía hacer con ella lo que le diera la gana. Debió de ser otro vecino, tal vez la señorita Schickel, del número diez. —Puso los ojos en blanco y ladeó la cabeza en dirección al diez, más abajo del callejón—. Es una de esas personas que se han hecho a sí mismas, ¿sabe usted? Sobrevivió a los bombardeos alemanes, etcétera. No soportan a los pobres. Debió de decirle al pobre diablo que se largara, y como no lo hizo, telefoneó a la bofia. No paró de telefonear hasta que vinieron y le apalizaron.

—¿Vio cómo le apalizaban?

No lo había visto, dijo el hombre. Sólo había visto que hurgaba en la basura. No sabía con exactitud cuánto tiempo había merodeado por la zona, pero sabía que más de un día. Pese a su falta de tolerancia por el prójimo caído en desgracia, era improbable que la señora Schickel hubiera llamado a la policía por una sola incursión en su basura.

¿Sabía el día exacto en que habían apalizado al vagabundo?

Pensó un momento, mientras jugueteaba con un lápiz. Luego dijo que habría sido un par de días antes. Tal vez el miércoles. Sí, el miércoles, sin duda, porque su madre le había telefoneado el miércoles, y mientras hablaba con ella había mirado por la ventana y visto al pobre diablo. No había visto al hombre desde entonces, ahora que lo pensaba.

Fue en aquel momento cuando Helen pensó en aquella expresión detectivesca. Había encontrado un buen filón, por fin. La pista era sólida.

La existencia de una pista palió en parte la frustración de St. James. Con la bendición de la directora de la escuela Geoffrey Shenkling, había hablado con todas las niñas en posesión de un nombre que se pareciera remotamente al apodo de Breta. Había interrogado a Albertas, Brudgets, Elizabeths, Berthes, Bebettes, Ritas y Brittanys de entre ocho y doce años, de todas las razas, credos y caracteres posibles. Algunas eran tímidas. Otras estaban asustadas. Otras eran deslenguadas. Y otras estaban encantadas de salir de la clase. Pero ninguna conocía a Charlotte Bowen, ya como Charlotte, Lottie o Charlie. Y ninguna había ido a la consulta del viernes por la tarde de Eve Bowen, ya con un padre, un tutor o una amiga. St. James se había marchado de la escuela con una lista de las niñas que se habían ausentado aquel día y sus números de teléfono, con la sensación de que la escuela Shenkling era un callejón sin salida.

—Si ese es el caso, tendremos que investigar en todas las escuelas de Marylebone —dijo St. James—, mientras el tiempo sigue pasando. Lo cual favorece al secuestrador, por supuesto. Mira, Helen, si dos fuentes diferentes no nos hubieran confirmado que Breta es una amiga de Charlotte, apostaría a que Damien Chambers la había inventado el miércoles por la noche para deshacerse de nosotros.

—El que mencionara a Breta nos dio una dirección que seguir, ¿no? —observó Helen con aire pensativo.

Se habían reunido en el pub Rising Sun de la calle mayor, donde St. James estaba reflexionando inclinado sobre una Guinness y Helen recuperaba fuerzas con una copa de vino blanco. Habían llegado durante el período de tranquilidad que se extiende entre la hora de comer y la de cenar. Aparte del cantinero, que estaba limpiando y guardando vasos en los estantes, tenían todo el bar para ellos dos.

—No me dirás que consiguió convencer a la señora Maguire y a Brigitta Walters de que confirmaran su historia sobre Breta, ¿verdad? ¿Por qué lo iban a hacer?

—La señora Maguire es irlandesa, ¿no? ¿Y Damien Chambers? Su acento era irlandés, sin duda.

—De Belfast —apuntó St. James.

—Tal vez comparten un interés común.

St. James pensó de nuevo en el cargo que ocupaba Eve Bowen en el Ministerio del Interior y la alusión de la señora Maguire al interés especial de la diputada: apretar los tornillos al IRA. Sacudió la cabeza.

—Eso no explica lo que dijo Brigitta Walters. ¿Cómo encaja en el esquema? ¿Por qué iba a contar la misma historia sobre Breta, si no era cierta?

—Tal vez nos hemos concentrado demasiado en buscar a Breta —dijo Helen—. Hemos deducido que es una amiga de la escuela o del barrio. Puede que Charlotte hubiera conocido a la niña en otro sitio. Un grupo de la parroquia, una escuela dominical, un coro…

—Nadie nos ha hablado de eso.

—¿Niñas exploradoras?

—Nos lo habrían dicho.

—¿Y su clase de baile? No hemos investigado sus clases de baile, y nos han hablado de ellas más de una vez.

No las habían investigado. Y era una posibilidad. También habían dejado de lado a su psicólogo. Había que seguir ambas pistas; era posible que contuvieran la clave que andaban buscando. ¿Por qué se resistían tanto a seguirlas?, se preguntó St. James. Pero ya sabía la respuesta. Engarfió los dedos y sintió que sus uñas se clavaban en la palma.

—Quiero dejar esto, Helen —dijo.

—No nos está facilitando la vida, ¿verdad?

St. James la miró un momento.

—¿Se lo has dicho?

—¿A Tommy? No. —Helen suspiró—. Me hizo preguntas, naturalmente. Sabe que estoy preocupada por algo, pero de momento he conseguido convencerle de que son nervios prematrimoniales.

—No le hará gracia que le mientas.

—De hecho no le he mentido. Tengo nervios prematrimoniales. Aún no estoy convencida.

—¿Sobre Tommy?

—Sobre casarme con Tommy. Sobre casarme con quien sea. Todo eso de «hasta que la muerte nos separe» me pone frenética. ¿Cómo puedo jurar amor eterno a un hombre, cuando ni siquiera puedo ser fiel un mes a un par de pendientes? —Apartó la copa, como para dar por zanjado el tema—. Pero he averiguado algo que nos alegrará el día.

Se lanzó a la explicación, y esta consiguió atenuar la frustración de St. James. La presencia del vagabundo en Cross Keys Close era la primera información que encajaba con otra información que ya poseían.

—Los edificios abandonados de George Street —dijo St. James con tono pensativo, después de meditar unos momentos sobre la información de Helen—. Deborah me habló de ellos anoche.

—Por supuesto —dijo Helen—. Serían el refugio perfecto para un vagabundo, ¿verdad?

—Serían perfectos para algo, desde luego —contestó St. James, y vació su vaso—. Vamos a trabajar.

Deborah se estaba impacientando. Había empezado el día esperando dos horas a Dennis Luxford en la recepción del Source, y su única distracción consistía en ver ir y venir a los periodistas.

Cada media hora, iba a preguntar al mostrador, pero la respuesta a su pregunta siempre era la misma: el señor Luxford aún no ha llegado. Y no, era muy improbable que entrara por detrás. Cuando insistió en que la recepcionista telefoneara al despacho de Dennis Luxford para comprobar que el director aún no había llegado, la joven lo había hecho con la desgana propia de una adolescente.

—¿Está ahí? —preguntó por teléfono la recepcionista.

Su placa decía que se llamaba Charity, un nombre muy poco apropiado, en opinión de Deborah.

Una hora después del almuerzo, Deborah salió del edificio en busca de alimento. Lo encontró en un bar cercano a St. Bride Street, donde un plato de penne al arrabiatta, varias rodajas de pan de ajo y una copa de vino tinto no hicieron gran cosa por su aliento pero sí mucho por su estado de ánimo. Volvió a encaminarse, con cámaras y todo, hacia Farrington Street.

Esta vez, otra persona estaba esperando a Dennis Luxford, tal como Charity la informó.

—¿Ha vuelto? No se arredra fácilmente, ¿verdad? Bien, únase a la multitud.

Deborah descubrió que entre los muchos talentos de Charity se encontraba la hipérbole. La multitud consistía en un solo hombre. Estaba sentado en el borde de un sofá de la recepción. Cada vez que alguien salía por las puertas giratorias, daba la impresión de que iba a ponerse en pie de un salto.

Deborah le saludó con afabilidad. El hombre frunció el entrecejo y se subió la manga de la camisa con brusquedad para consultar su reloj. Después se encaminó con presteza hacia el mostrador e intercambió algunas palabras airadas con Charity.

—Eh, tranquilo —dijo la joven—. No tengo motivos para mentirle, ¿verdad?

En ese momento Dennis Luxford entró por la puerta principal.

Deborah se puso en pie.

—¿Lo ve? —dijo Charity—. Señor Luxford —llamó.

El hombre que estaba esperando al director giró en redondo.

—¿Luxford? —preguntó.

Este compuso una expresión de cautela. El tono de la voz no sugería que se tratara de una visita amigable. Lanzó un vistazo hacia el guardia de seguridad apostado cerca de la puerta, y este empezó a acercarse.

—Soy Alexander Stone —dijo el hombre—. El marido de Eve. Luxford le examinó y después movió apenas la cabeza en dirección al guardia, indicándole que podía retirarse.

—Sígame —dijo, y se volvió hacia los ascensores. Fue entonces cuando vio a Deborah.

Deborah comprendió al instante que se había metido en un buen lío. Santo Dios, era el marido de Eve Bowen quien estaba esperando a Luxford, el marido de Eve Bowen, quien, por lo que le habían dicho, no sabía que Dennis Luxford era el padre de la hija de Eve Bowen. Y aquí estaba, con una expresión tal de auto-control que Deborah comprendió al instante que le habían contado la verdad y aún la estaba digiriendo. Lo cual significaba que podía hacer y decir cualquier cosa, montar una escena o recurrir a la violencia. Era lo que llamaban una furia desatada. Y el hado miserable, por no mencionar las instrucciones de su marido, la habían colocado en una posición que tal vez la obligaría a vérselas con él.

No sólo deseó que el suelo la tragara, sino también la tierra.

¿Dónde saldría si se le tragaba la tierra? ¿En China? ¿En el Himalaya? ¿En Bangladesh?

Luxford echó una mirada de curiosidad a la bolsa de su cámara.

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Trae alguna noticia?

—Luxford, quiero hablar con usted —dijo Stone.

—Y lo hará —contestó Luxford sin volverse—. Venga a mi despacho —dijo a Deborah.

Stone no estaba dispuesto a quedarse en el vestíbulo. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, les siguió. El guardia de seguridad se dispuso a intervenir. Luxford levantó una mano.

—No pasa nada, Jerry.

Pulsó el botón del piso once y los tres quedaron solos en el ascensor.

—¿Y bien? —dijo Luxford a Deborah.

Ella se preguntó qué decir: «Necesito una muestra de su caligrafía, para que mi marido pueda comprobar que no es usted el secuestrador» sería suficiente para que Alexander Stone se arrojara al cuello de Luxford. Proyectaba suficiente antipatía para sugerir que la discreción se imponía.

—Simon me pidió que pasara —dijo—. Hay un pequeño detalle que quiere solventar.

Por lo visto, Stone se dio cuenta de que la presencia de Deborah estaba relacionada con la desaparición de su hijastra.

—¿Qué sabe usted? —preguntó con brusquedad—. ¿Qué han descubierto? ¿Por qué coño no nos han informado de lo que está pasando?

—Simon habló con su mujer ayer por la tarde —dijo Deborah, confusa—. ¿No se lo ha dicho? —Bien, era evidente que no se lo había dicho, tonta, se reprendió Deborah—. De hecho —continuó, con la esperanza de que su voz sonara segura y firme—, le hizo un informe completo de cómo está la situación en su oficina. Quiero decir que fue a su oficina. El informe no era sobre el local.

Maravilloso, pensó. Perfectamente profesional. Se mordisqueó el labio superior. Cualquier cosa con tal de evitar echarse a temblar.

Las puertas del ascensor se abrieron en el quinto piso y dos hombres y una mujer entraron, lo cual ahorró a Deborah hundirse en más arenas movedizas verbales. Los recién llegados hablaban de política.

—Según fuentes de confianza —dijo la mujer en voz baja—, no, de veras —añadió, cuando los hombres lanzaron una risita—. Estaba cenando en Downing Street, y mientras tomaban las copas el diputado dijo a alguien que al público le da igual quién se tire a quién, siempre que los impuestos no suban. Todo es soto voce, pero si Mitch puede obtener la confirmación…

—Pam —dijo Luxford. La mujer se volvió hacia él—. Más tarde.

La mujer desvió la vista hacia los acompañantes de Luxford. Hizo una pequeña mueca de disculpa por su indiscreción. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, se encaminó a la sala de redacción.

Luxford guio a Deborah y Alexander Stone hacia su despacho, al fondo de la sala de redacción y a la izquierda de los ascensores. Un grupo provisto de libretas y papeles rodeaba el escritorio de su secretaria, y cuando Luxford se acercó, un hombre rechoncho con chaqueta sahariana se adelantó.

—¿Den? ¿Qué…? —Dirigió una mirada a Deborah y Stone, pero sobre todo a la bolsa de la cámara de Deborah, que dio la impresión de considerar como algún tipo de presagio—. Estaba a punto de empezar la reunión sin ti.

—Retrásala una hora —contestó Luxford.

—¿Es prudente, Den? ¿Podemos permitirnos otro retraso? El de anoche ya fue bastante malo, pero…

Luxford indicó a Deborah y Stone que entraran en su despacho. Giró sobre sus talones.

—Estoy ocupado, Rodney —dijo—. Celebraremos la reunión dentro de una hora. Si la edición se retrasa, el mundo no se terminará. ¿Está claro?

—Eso significará otro día de pagar horas extras.

—Sí. Otro día. —Luxford cerró la puerta—. Bien —dijo a Deborah.

—Escúcheme, bastardo —intervino Stone.

Cortó el paso de Luxford hacia el escritorio. Deborah observó que era diez centímetros más alto que el director del Source, pero los dos hombres aparentaban ser igual de fornidos. Luxford no parecía un tipo que se arredrara ante un intento de intimidación.

—Señor Luxford —dijo Deborah—. De hecho es una pura formalidad, pero necesito…

—¿Qué ha hecho con ella? —preguntó Stone—. ¿Qué ha hecho con Charlie?

Luxford ni siquiera pestañeó.

—Evelyn ha llegado a una conclusión equivocada. Es evidente que no fui capaz de convencerla, pero tal vez pueda convencerle a usted. Siéntese.

—No me diga…

—De acuerdo. Quédese de pie si quiere, pero apártese de mi camino. No estoy acostumbrado a hablar en las narices de la gente, y no pienso acostumbrarme ahora.

Stone no retrocedió. Apenas unos centímetros separaban a ambos hombres. Un músculo se agitó en la mandíbula de Stone. Luxford, en respuesta, se puso en tensión, pero habló con voz serena.

—Escuche, señor Stone. Yo no tengo a Charlotte.

—No intente decirme que alguien como usted sería incapaz de secuestrar a una niña de diez años.

—Pues no lo haré, pero le diré esto: usted no tiene ni idea de cómo es alguien como yo, y por desgracia no tengo tiempo para arrojar luz sobre el tema.

Stone señaló la pared contigua. Una hilera de primeras planas enmarcadas colgaban de ella. Plasmaban algunas de las historias más sensacionalistas del Source, desde un ménage trois entablado entre tres estrellas famosas por su rectitud, de un drama televisivo sobre la posguerra titulado, para rechifla del periódico, «Ningún hogar como este», hasta la revelación de unas llamadas telefónicas efectuadas por la princesa de Gales desde un teléfono inalámbrico.

—No necesito que arroje más luz —dijo Stone—. Su patética excusa para ejercer el periodismo es muy clara.

—De acuerdo. —Luxford consultó su reloj—. Eso debería bastar para abreviar nuestra conversación. ¿Para qué ha venido? Vayamos al grano, porque tengo trabajo que hacer y he de hablar con la señora St. James.

Deborah, que había dejado el estuche de la cámara sobre un sofá beige pegado a la pared, aprovechó la oportunidad que Luxford le brindaba.

—Sí —dijo—. Exacto. Voy a necesitar…

—Tipos como usted se esconden —Stone avanzó un paso hacia Luxford con aire agresivo— detrás de sus trabajos, de sus secretarias y de sus voces engoladas de colegio privado, pero quiero que salga a campo abierto.

—Ya he dicho a Evelyn que ardo en deseos de salir a campo abierto. Si no ha considerado oportuno aclarárselo, no sé qué puedo hacer al respecto.

—Deje a Eve al margen.

Luxford enarcó una ceja por una fracción de segundo.

—Perdone, señor Stone —dijo, y lo esquivó para acercarse a su escritorio.

—Señor Luxford, si puedo… —dijo Deborah, esperanzada. Stone cogió el brazo de Luxford.

—¿Dónde está Charlie? —le espetó.

Luxford clavó los ojos en las rígidas facciones de Stone.

—Suélteme —dijo con voz serena—. Y le recomiendo que no haga nada de lo que pueda arrepentirse. Yo no he secuestrado a Charlotte, y no tengo ni idea de dónde está. Como ya expliqué a Evelyn ayer por la tarde, no tengo motivos para desear que nuestra pasada relación salga a relucir en la prensa. Tengo una mujer y un hijo que no saben nada sobre la existencia de Charlotte, y créame, me gustaría que todo siguiera igual, pese a lo que usted y su mujer piensen. Si usted y Evelyn hablaran con más frecuencia, tal vez sabría…

Stone aumentó la fuerza de su presa sobre el brazo de Luxford y lo sacudió con violencia. Deborah vio que el periodista entornaba los ojos.

—Esto no tiene nada que ver con Eve. No mezcle a Eve.

—Ya está mezclada, ¿verdad? Estamos hablando de su hija.

—Y de la suya. —Stone pronunció las palabras como una maldición. Soltó el brazo de Luxford. El periodista fue hacia el escritorio—. ¿Qué clase de hombre engendra un hijo y huye de esa realidad, Luxford? ¿Qué clase de hombre no acepta las responsabilidades de su pasado?

Luxford pulsó un botón del ordenador y recogió un puñado de mensajes. Los hojeó a toda prisa, los dejó a un lado, e hizo lo mismo con una pila de cartas sin abrir. Alzó un sobre acolchado que había bajo las cartas y levantó la vista para hablar.

—Y es el pasado lo que más le preocupa, ¿no? —preguntó—. No el presente.

—¿Qué coño…?

—Sí. El coño. Eso es. Dígame, señor Stone, ¿qué es lo que más le preocupa esta tarde? ¿La desaparición de Charlotte o el que me follara a su mujer?

Stone se lanzó hacia adelante. Deborah hizo lo mismo, asombrada por la rapidez de su reacción. Stone se inclinó sobre el escritorio y extendió las manos para agarrar a Luxford. Deborah le cogió el brazo izquierdo y lo apartó de un tirón.

Stone se giró hacia ella. Estaba claro que había olvidado su presencia. Cerró el puño y se dispuso a atizarla. Deborah intentó apartarse, pero no fue lo bastante rápida. El puñetazo la alcanzó con fuerza en un lado de la cabeza y cayó al suelo.

Deborah oyó maldiciones por encima del zumbido de sus oídos.

—¡Llamen a un guardia de seguridad! —oyó ladrar a Luxford—. ¡Ahora mismo!

Vio pies y la parte inferior de unos pantalones.

—Oh, Jesús —oyó decir a Stone—. Joder.

Sintió una mano en su espalda y otra sobre su brazo.

—No —dijo—. Estoy bien. De veras. Estoy muy… No es nada… La puerta del despacho se abrió.

—¿Den? —dijo otra voz masculina—. ¿Den? Dios mío, si puedo… —¡Lárgate de aquí!

La puerta se cerró.

Deborah consiguió sentarse. Vio que era Stone quien la ayudaba. Su cara había adquirido el color de la masa del pan.

—Lo siento —dijo el hombre—. No quería… Jesús, ¿qué ocurre?

—Apártese —dijo Luxford—. Mierda, le he dicho que se aparte. —Levantó a Deborah, la condujo hasta el sofá y se arrodilló a su lado para examinar su cara. Contestó a la pregunta de Stone—. Lo que ocurre es una agresión.

Deborah levantó una mano para detener las palabras.

—No. Por favor. Me… me interpuse. Él no sabía…

—No sabe una mierda —replicó Luxford—. Déjeme echarle un vistazo. ¿Se ha golpeado en la cabeza? —Apoyó los dedos en su cabello y los movió con suavidad sobre su cráneo—. ¿Le duele en algún sitio?

Deborah negó con la cabeza. Estaba más conmocionada que dolorida, aunque supuso que más tarde le dolería. También estaba avergonzada. Detestaba ser el centro de atención (fundirse en un segundo plano era más su estilo), y su espontánea reacción al repentino brinco de Stone la había lanzado directamente al punto donde no quería estar. Aprovechó el momento para decir lo que debía decir, convencida de que Alexander Stone no perdería los estribos por segunda vez en menos de cinco minutos.

—De hecho, he venido a buscar una muestra de su caligrafía —dijo al director del Source—. Es una pura formalidad, pero Simon quiere… bueno, echarle un vistazo.

Luxford asintió con brusquedad. No parecía disgustado.

—Por supuesto —dijo—. Tendría que haber pensado en darle una muestra la otra noche. ¿Está segura de que se encuentra bien?

Deborah asintió y le dedicó una sonrisa, que esperó fuera convincente. Luxford se puso en pie. Deborah vio que Stone había retrocedido hasta una mesa de conferencias, situada al fondo del despacho. Se había sentado en una silla y se cogía la cabeza entre las manos.

Luxford cogió una hoja de papel y se puso a escribir. La puerta del despacho se abrió.

—¿Algún problema, señor Luxford? —preguntó el guarda de seguridad.

Luxford levantó la vista y se tomó un momento para examinar a Stone antes de contestar.

—No te alejes, Jerry. Ya te avisaré si te necesito. —El guarda se marchó—. Tendría que haberle echado del edificio —dijo Luxford a Stone—. Y lo haré, créame, si no está dispuesto a escuchar.

Stone no levantó la cabeza.

—Escucharé.

—Bien. Métase en la cabeza que alguien tiene a Charlotte y amenaza su vida, alguien que quiere hacer pública la verdad sobre Evelyn y yo. Ignoro quién es ese alguien y no sé por qué ha esperado hasta ahora para hacer su jugada, pero lo cierto es que está en ello. Podemos colaborar, pedir la intervención de la policía, o suponer que se está echando un farol. Yo, por mi parte, no creo que se trate de un farol. Tal como lo veo, tiene dos alternativas, Stone. Volver a casa y convencer a su mujer de que la cosa va muy en serio, o seguirle la corriente y arrostrar las consecuencias.

—He mordido el anzuelo —dijo Stone en voz casi inaudible y lanzó una carcajada apagada y sardónica.

—¿Qué?

—He mordido el anzuelo que me ha lanzado. —Levantó la cabeza—. ¿Verdad?

La expresión de Luxford era de incredulidad.

—Señor Stone —dijo Deborah—, ha de comprender que…

—No malgaste palabras —la interrumpió Luxford. Devolvió su atención al sobre acolchado que sostenía. Estaba cerrado con grapas, y lo abrió de un tirón—. No tenemos nada más que decir, señor Stone. ¿Sabrá salir solo, o necesita que le acompañen?

Sin aguardar la respuesta, contempló el contenido del sobre. Deborah vio que tragaba saliva.

Se levantó, todavía vacilante.

—¿Señor Luxford? —dijo—. No lo toque —añadió, cuando vio el contenido del sobre.

Era una pequeña grabadora.