8

Pasaba de las diez de la mañana cuando Alexander Stone rodó hasta el borde de la enorme cama y miró su despertador digital. Contempló los números rojos con incredulidad y, cuando su significado se abrió paso por fin en su cerebro, dijo «Joder». No había despertado cuando el despertador de Eve había sonado en su mesilla de noche a las cinco, como de costumbre. Casi dos tercios de una botella de vodka (trasegada entre las nueve y las once y media de la noche) lo habían conseguido.

Se había sentado en la cocina para beber, a la pequeña mesa cuadrada en el rincón de la chimenea que daba al jardín. Había mezclado el primer vaso de vodka con zumo de naranja, pero después la había tomado a palo seco. Llevaba viviendo veinticuatro horas en lo que empezaba a llamar La Verdad Al Fin, y entre saber la verdad, preguntarse si la verdad tenía algo que ver con el paradero de Charlotte, como Eve creía a pies juntillas, y tratar de no pensar en lo que las acciones y reacciones de su mujer implicaban sobre aquella verdad, se sentía como paralizado. Deseaba acción, pero no tenía idea de qué clase de acción se requería. Demasiadas preguntas se agolpaban en su cabeza. No había nadie en casa que pudiera contestarlas. Eve estaría en los Comunes, liada con un debate hasta pasada la medianoche. Y había decidido beber. Beber para emborracharse. En aquel momento se le había antojado el único medio de borrar la información sin la cual habría vivido muy tranquilo hasta el fin de sus días.

Luxford, pensó. Dennis Jodido Luxford. Ni siquiera sabía quién era ese bastardo antes del miércoles por la noche, pero desde aquel momento la intrusión de Luxford en sus vidas dominaba sus pensamientos.

Se incorporó con cautela. Sus tripas protestaron por el cambio de postura. Tuvo la impresión de que los muebles del dormitorio ondulaban, en parte debido al vodka que su cuerpo aún no había absorbido, y en parte como resultado de no haberse puesto todavía las lentillas.

Cogió su bata y se levantó. Contuvo las náuseas y se encaminó al cuarto de baño, donde abrió los grifos. Contempló su imagen en el espejo. La imagen era borrosa sin las lentillas, pero sus detalles sobresalientes se veían con bastante claridad: ojos inyectados en sangre, cara demacrada, piel fláccida, alentado por diez horas de inconsciencia inducida por el alcohol. Parecía mierda seca, pensó.

Mojó una y otra vez su piel con agua. Se secó la cara, se puso las lentillas y buscó los útiles de afeitar. Procuró no hacer caso de las náuseas y el dolor de cabeza, concentrándose en el afeitado.

Vagos sonidos se oían abajo (sonidos que recordaban los cánticos monacales), pero eran muy apagados. Eve habría dicho a la señora Maguire que hiciera el menor ruido posible. «El señor Stone no se encontraba bien anoche —habría dicho antes de salir de casa, poco antes del amanecer—. Necesita dormir. No quiero que nadie le moleste». Y la señora Maguire habría obedecido, como todo el mundo cuando Eve Bowen daba una de sus órdenes implícitas.

—Es absurdo que hables con Dennis —le había dicho—. Sólo yo debo ocuparme de este asunto.

—Como padre de Charlie durante los últimos seis años, creo que he de decir algo a ese bastardo.

—Resucitar el pasado no servirá de nada, Alex.

Otra orden implícita. Mantente alejado de Luxford. Mantente alejado de esa parte de mi vida.

Alex no era el tipo de hombre que se mantenía alejado de nada. No había triunfado en los negocios dejando que otros planearan las estrategias y lucharan por él. Después de pasar la noche de la desaparición de Charlotte tendido en la cama, con los ojos clavados en el techo y su mente saltando de plan en plan, había ido a trabajar el día anterior para tranquilizar a Eve, para fingir la normalidad que ella parecía tan ansiosa de preservar. Pero a las nueve de la noche ya había tenido suficiente. Decidió que no pasaría otro día inútil sin poner en acción alguno de sus planes. Telefoneó a la oficina de Eve e insistió en que su untuoso ayudante le transmitiera un mensaje a la Cámara de los Comunes.

—Hágalo ya —dijo a Woodward, cuando el ayudante empezó a recitar una sarta de excusas encaminadas a disuadirle—. Pronto. Emergencia. ¿Comprendido?

Ella le había telefoneado por fin a las diez y media, y por su voz parecía que Luxford se había rendido y Charlotte ya estaba en casa.

—Alex, ¿qué ha pasado? —preguntó.

—Nada nuevo.

—Entonces, ¿por qué me llamas? —preguntó en otro tono, el cual, junto con la bebida, le puso en el disparador.

—Porque nuestra hija ha desaparecido —dijo con deliberada cortesía—. Porque me he pasado todo el día en una jodida pantomima de normalidad, como de costumbre. Porque no he hablado contigo desde esta mañana y me gustaría saber qué coño está pasando. ¿Te parece bien, Eve?

Se la imaginó mirando hacia atrás, porque bajó la voz un poco más.

—Alex, te llamo desde los Comunes. ¿Comprendes lo que eso significa?

—Chulea a tus colegas. No lo intentes conmigo.

—Créeme, este no es el momento ni el lugar…

—Podrías haberme telefoneado tú, por cierto. En cualquier momento del maldito día. Lo cual habría solucionado el delicado problema de tener que llamarme desde la Cámara de los Jodidos Comunes. Donde, por supuesto, cualquiera podría estar escuchando. Eso es lo que te preocupa, ¿verdad, Eve?

—¿Has estado bebiendo?

—¿Dónde está mi hija?

—No puedo hablar de eso en este momento.

—¿Quieres que me presente ahí? Siempre podrías comunicarme las últimas noticias sobre la desaparición de Charlotte en presencia de un periodista del vestíbulo. Eso redundaría en una buena prensa, ¿verdad? Claro, joder, me había olvidado. Prensa es justo lo que no deseas, ¿verdad?

—No me hagas esto, Alex. Sé que estás disgustado, tienes buenos motivos…

—Eres muy comprensiva.

—… pero has de comprender que la única manera de solucionar esto es…

—A la manera de Eve Bowen. Dime, ¿hasta cuándo vas a permitir que Luxford te presione?

—Me he reunido con él. Conoce mi postura.

Los dedos de Alex se cerraron alrededor del cable del teléfono como si fuera el cuello de Luxford.

—¿Cuándo te has reunido con él?

—Esta tarde.

—¿Y?

—No tiene la intención de devolverla. De momento. Pero tendrá que hacerlo tarde o temprano, porque le he dejado claro que no pienso seguir su juego. ¿De acuerdo, Alex? ¿Te he contado lo suficiente?

Era obvio que quería colgar y regresar a los Comunes. A un debate, una votación u otra oportunidad de demostrar con qué facilidad podía aplastar a un oponente.

—Quiero hablar con ese bastardo.

—No servirá de nada. Mantente al margen de esto. Alex. Prométeme que lo harás. Por favor.

—No pienso aguantar otro día como el de hoy. Toda esa mierda de fingimientos. Con Charlie retenida en algún sitio… No pienso hacerlo.

—De acuerdo. No lo hagas. Pero no te acerques a Luxford.

—¿Por qué? —No pudo reprimir la pregunta. Al fin y al cabo, estaba en la raíz de todo—. ¿Le quieres a solas? ¿Todo para ti? ¿Como en Blackpool, Eve?

—Ese comentario es muy desagradable. Voy a finalizar esta conversación. Ya hablaremos cuando estés sobrio. Por la mañana. Y había colgado el teléfono. Y él había bebido vodka hasta que el suelo de la cocina empezó a ladearse. Después, subió por la escalera, tambaleante, y se desplomó sobre la cama. En algún momento de la noche, ella debió quitarle los pantalones, la camisa y los zapatos, porque sólo llevaba calzoncillos y calcetines cuando se arrastró fuera de la cama.

Engulló cinco aspirinas y volvió al dormitorio. Se vistió poco a poco, a la espera de que las aspirinas obraran algún efecto en la tormenta que azotaba las paredes de su cráneo. Afortunadamente había aplazado su conversación matutina con Eve, ya que en su estado actual no habría sido rival para ella. Debía admitir que Eve había demostrado una misericordia muy poco usual al dejarle dormir la mona, en lugar de despertarle y obligarle a entablar la conversación que tanto había deseado sostener con ella. Le habría hecho polvo con tres o cuatro frases sin utilizar ni una cuarta parte de su potencia cerebral. Se preguntó qué indicaba sobre Eve (y sobre el estado de su matrimonio) el hecho de que ella se hubiera marchado sin una demostración de soberanía. Después se preguntó por qué se estaba preguntando por el estado de su matrimonio, cuando nunca había sucedido. No obstante, ya sabía la respuesta y, pese a su intento de apartarla de su mente, cuando bajó la escalera, la vio sobre la mesa: el ejemplar del Source seguía donde lo había dejado la señora Maguire.

Qué raro, pensó Alex. La señora Maguire traía a casa aquella mierda cada día desde tiempo inmemorial, pero nunca le había echado un vistazo hasta el miércoles por la noche, cuando Eve llamó su atención sobre el periódico. Bueno, había echado alguna mirada casual cuando envolvía los posos de café con papel de periódico. Se preguntó, burlón, cuántas neuronas de la señora Maguire se fundían cuando lo leía a diario.

Ahora, el periódico parecía atraerle como un imán. Hizo caso omiso de su cuerpo, que exigía café caliente, se acercó a la mesa y miró el periódico.

«Es una forma de ganarse la vida, ¿no?» se leía en primera plana, paralelo a la fotografía de un adolescente vestido de cuero púrpura. El chico había sido captado cuando salía de una casa adosada y bajaba por el camino privado. Sonreía a la cámara como si ya supiera el titular que acompañaría a la foto. Se llamaba Daffy Dukane, y el periódico le etiquetaba como el chapero sorprendido en un automóvil con Sinclair Larnsey, diputado por East Norfolk. El pie de la fotografía insinuaba que las circunstancias de Daffy Dukane (desventajas educativas, paro crónico, incluido en las estadísticas de personas imposibles de emplear) le habían obligado a vender sus favores como medio de supervivencia. El lector que deseara pasar a la página cuatro encontraría un editorial que despellejaba al gobierno culpable de haber empujado a miles de adolescentes hacia aquel trance. «Este es el resultado», se titulaba el editorial. Cuando Alex vio que lo firmaba alguien llamado Rodney Aronson, no Dennis Luxford, pasó de largo. Porque era a Dennis Luxford a quien deseaba conocer, y por motivos más profundos que su filiación política.

Como había dicho Eve: follaban cada noche y también cada mañana. Y no porque el muy cabrón la hubiera seducido, sino porque ella lo había deseado, le había deseado. Se habían entregado al folleteo como monos, y a ella le había importado un pepino quién era Luxford y qué defendía, pues sólo deseaba su cuerpo.

Alex pasó las páginas. No admitió lo que estaba buscando, pero lo buscó de todos modos. Repasó el periódico de principio a fin y, cuando terminó, sacó del revistero de roten todos los demás ejemplares del Source que la señora Maguire había traído a casa.

Podía imaginar la habitación del hotel, sus cortinas color naranja y sus muebles funcionales de imitación de roble, el desorden enloquecedor que producía Eve allá donde iba: maletín, papeles, revistas, cosméticos, zapatos en el suelo, secador sobre la cómoda, montones de toallas empapadas. Pudo imaginar un carrito del servicio de habitaciones con los restos de una comida esparcidos. Gracias a la luz que había dejado encendida en el cuarto de baño, pudo imaginar la cama y sus sábanas arrugadas. Incluso pudo imaginarla a ella, porque sabía (tenía años de experiencia en la materia) que tendría las rodillas levantadas, las piernas enlazadas alrededor de su torso, las manos en su cabello o en su espalda, y llegaría al orgasmo con una rapidez asombrosa, con un gritito de placer, mientras decía querido, no, para, es demasiado… y eso fue todo cuanto pudo imaginar.

Disgustado, arrojó el fajo de periódicos al suelo. «Esto tiene que ver con Charlie —se dijo, y trató de meter aquella información en su cabeza—. Esto no tiene que ver con Eve. Esto no tiene que ver con hace once años, cuando yo no la conocía, cuando ignoraba su existencia, cuando sus actos y relaciones no eran asunto mío, cuando quién y qué era…». Pero esa era la cuestión, ¿no? Quién y qué había sido su mujer en otro tiempo, quién y qué era ahora.

Alex fue a buscar café. Lo bebió de pie ante el fregadero, solo y sin azúcar. Una distracción muy conveniente, aunque momentánea, de sus tortuosos pensamientos. Pero en cuanto lo bebió, después de escaldarse el paladar y la garganta, volvió a ella.

¿La conocía?, se preguntó. ¿Era posible conocerla? Al fin y al cabo era una política. Estaba acostumbrada a las exigencias camaleónicas de su carrera.

Pensó en esa carrera y en sus implicaciones. Había ingresado en la Asociación Conservadora de Marylebone, donde se habían conocido. Había trabajado para el partido a su lado. Había demostrado sus méritos tan a menudo y de una forma tan abrumadora que, rompiendo la tradición, el comité del distrito electoral le pidió que pusiera su nombre en la lista de candidatos. No había tenido que proponerlo ella. Él había asistido a su entrevista, antes de ser seleccionada como candidata conservadora por Marylebone. Había escuchado su apasionada defensa de los ideales del partido. Él mismo había compartido sus enérgicos puntos de vista sobre los valores familiares, la incalculable importancia de la pequeña y mediana empresa, los aspectos perjudiciales de la ayuda gubernamental, pero nunca habría podido expresar sus puntos de vista tan bien como ella. Daba la impresión de que sabía lo que iba a preguntarle el comité del distrito electoral aun antes de que lo decidieran. Habló de la necesidad de devolver la seguridad a las calles por la noche. Explicó sus planes para aumentar la mayoría del partido en Marylebone. Delineó las formas en que podía prestar apoyo al primer ministro. Tenía algo provocativo que decir acerca del cuidado de las esposas maltratadas, la educación sexual en los colegios, el aborto, el cumplimiento de las penas de prisión, el cuidado de los ancianos y los enfermos, los impuestos, los gastos y formas innovadoras de hacer campaña. Era rápida e inteligente, e impresionó al comité por su dominio de los datos. Alex sabía que no le había resultado difícil, por eso se preguntó: ¿Hablaba en serio? ¿Era sincera?

Y se preguntó qué le molestaba más: que Eve no fuera lo que aparentaba, o que hubiera dejado de lado sus principios para echar un polvo con alguien que defendía todo lo contrario que ella.

Porque esa era la verdad sobre Luxford. No dirigiría aquel periodicucho si defendiera otras cosas. Su ideología política estaba clara. Lo que quedaba por descubrir era la naturaleza física del hombre. Porque descubrir su naturaleza física equivaldría a comprender. Y comprender era esencial si querían llegar al fondo del…

Exacto. Alex sonrió con sorna. Se felicitó por su absoluta degradación. En menos de treinta y seis horas, el ser racional que era había logrado convertirse en un hotentote. Lo que había empezado como pura desesperación por recuperar a su hija había dejado paso a una necesidad primaria de encontrar y borrar del mapa al anterior macho de su pareja sexual. Encontrar a Luxford para comprender era una mentira como una catedral. Alex quería verle para molerle a golpes. Y no por Charlie, no por lo que estaba haciendo a Charlie, sino por Eve.

Alex comprendió que nunca había preguntado a su mujer la identidad del padre de Charlie porque nunca había querido saberlo. Saber exigía reaccionar a ese saber. Y la reacción a ese saber en particular era lo que deseaba evitar.

—Mierda —susurró.

Se inclinó sobre el fregadero, con una mano a cada lado. Tal vez, como su mujer, debería ir a trabajar. Al menos, el trabajo le distraería. En casa no había nada, salvo sus pensamientos. Y eran enloquecedores.

Tenía que salir. Tenía que hacer algo.

Bebió otra taza de té. Su cabeza había dejado pie martillarle, las náuseas empezaban a desaparecer. Tomó conciencia del cántico monacal que había oído al despertar, caminó hacia su origen, que parecía ser la sala de estar.

La señora Maguire estaba arrodillada ante la mesita auxiliar, donde había colocado una cruz y algunas estatuas y velas. Tenía los ojos cerrados. Sus labios se movían en silencio. Cada diez segundos exactos, deslizaba otra cuenta del rosario entre sus dedos, y entretanto las lágrimas brotaban de sus ojos. Resbalaron por sus redondas mejillas y cayeron sobre el jersey, donde dos manchas húmedas en sus enormes pechos le revelaron que llevaba llorando mucho rato.

El cántico surgía de un magnetófono, y unas solemnes voces masculinas entonaban las palabras miserere nobis una y otra vez. Alex no sabía latín, así que no podía traducir las palabras, pero sonaban muy apropiadas a la situación. Consiguieron que se serenara.

Podía actuar y lo haría. Aquello no tenía nada que ver con Eve, ni con Luxford ni con lo sucedido entre ellos ni con la razón. Tenía que ver con Charlie, que no podía comprender la batalla que se desarrollaba entre sus padres. Y él podía hacer algo con relación a Charlie.

Cuando su hijo salió de la consulta del dentista, Dennis Luxford esperó un momento para hacer sonar la bocina. El sol de la mañana bañaba a su hijo, y la brisa agitaba su cabello rubio. Miró a derecha e izquierda, y arrugas de perplejidad aparecieron en su frente. Esperaba ver el Mercedes de Fiona, aparcado a tres edificios de distancia de la consulta del señor Wilcot, donde le había dejado una hora antes. Lo que no esperaba era descubrir que su padre había decidido comer con él a solas antes de devolverle a su escuela de Highgate.

—Yo iré a buscarle —había dicho Luxford a Fiona cuando su mujer estaba a punto de salir de casa para ir a recoger a su hijo y acompañarle a la escuela. Le miró con expresión dubitativa—. Dijiste que quería hablar conmigo, querida. Sobre Baverstock, ¿recuerdas?

—Eso fue ayer por la mañana —replicó Fiona.

No había reproche en sus palabras. No estaba enfadada porque se hubiera levantado demasiado tarde para conversar con su hijo durante el desayuno. Tampoco lo estaba porque anoche hubiera llegado pasada la medianoche. No tenía ni idea de que había esperado en vano hasta pasadas las once un mensaje de Eve Bowen, dándole permiso para contar la verdad sobre Charlotte en la primera página. Para Fiona, lo de anoche había sido otra intrusión necesaria en sus vidas, debido al trabajo de Luxford. Sabía que sus horarios eran imprevisibles, y sólo le estaba ofreciendo los hechos, como siempre: Leo había manifestado la intención de hablar con su padre dos días antes. Había planeado la conversación para la mañana del día anterior. Fiona no estaba segura de que aún quisiera hablar con su padre. Tenía buenos motivos para pensar así. Leo era tan variable como el clima inglés.

Luxford hizo sonar la bocina. Leo se giró en su dirección y su cabello salió disparado hacia adelante (el sol encendió sus extremos como un halo). Una sonrisa iluminó su rostro, una sonrisa encantadora, muy parecida a la de su madre, y siempre que la veía el corazón de Luxford se estrangulaba en el momento exacto en que su mente ordenaba a Leo que se endureciera, cambiara, caminara con los puños apretados y pensara como un gamberro. Naturalmente, Luxford no deseaba que su hijo fuera un gamberro, pero si conseguía que pensara como uno (incluso como la décima parte de uno), su manera de enfrentarse a la vida no sería tan preocupante.

Leo saludó con la mano. Se colgó la mochila a la espalda, dio un pequeño brinco y caminó con aire alegre en dirección a su padre. Luxford observó que los faldones de su camisa blanca colgaban fuera de los pantalones, por debajo de su jersey azul marino de uniforme. A Leo le gustaba el aspecto de aquel desaliño. La falta de interés en el aseo personal no formaba parte del carácter de Leo, pero sí de cualquier niño normal.

Leo subió al Porsche.

—¡Papi! —dijo, y se corrigió de inmediato—. Hola, papá. Estaba buscando a mamá. Dijo que estaría en la panadería. Allí. Apuntó un dedo en aquella dirección.

Luxford aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a las manos de Leo. Estaban perfectamente limpias, con las uñas cortadas, sin suciedad debajo de ellas. Luxford catalogó aquella información junto con todo lo demás que le preocupaba de su hijo. Se sentía impaciente al respecto. ¿Dónde estaba la suciedad, las costras, los arañazos? Maldición, estaba mirando las manos de Fiona, de dedos largos y ahusados, y uñas ovaladas, con medias lunas perfectas en las cutículas. ¿Había transmitido algo de su material genético a su hijo?, se preguntó Luxford. ¿Por qué la similitud en la apariencia debía acarrear también una similitud en todo lo demás? Leo iba a heredar incluso la altura esbelta de su madre, no el cuerpo fornido de Luxford, y Luxford había dedicado muchas horas a pensar qué uso haría Leo de su cuerpo. Quería pensar en su hijo como en un corredor de fondo, un corredor de vallas, un saltador de altura, un saltador de distancia, un saltador de pértiga. No quería pensar en su hijo como Leo pensaba de sí mismo: un bailarín.

—Tommy Tune es muy alto —había señalado Fiona cuando Luxford dijo no a un par de zapatos de claqué que Leo quería para su cumpleaños—. ¿Y Fred Astaire no era alto, querido?

—Esa no es la cuestión —replicó Luxford con los dientes apretados—. Por el amor de Dios, Leo no será bailarín, y no va a tener zapatos de claqué.

De modo que Leo había tomado la iniciativa. Pegó con cola peniques en las punteras y los tacones de su mejor par de zapatos y bailó claqué enérgicamente sobre las losas de la cocina. Fiona había calificado aquel comportamiento de ingenioso. Luxford lo había llamado destructivo y desobediente, y confinó dos semanas a Leo en su habitación como castigo. A Leo no le importó demasiado el castigo. Se quedó muy contento en su habitación, leyó sus libros de arte, cuidó de sus pinzones y reordenó las fotografías de los bailarines que admiraba.

—Al menos es baile moderno —señaló Fiona—. No es que quiera estudiar ballet.

—Ni hablar, y es mi última palabra —dijo Luxford, e investigó que el Colegio Masculino Baverstock no hubiera añadido baile (claqué o el que fuera) a su plan de estudios desde que había sido alumno.

—Íbamos a tomar pastas de té —dijo Leo—. Mamá y yo. Después del dentista. Tengo toda la boca entumecida. Supongo que no habría disfrutado mucho comiéndolas. ¿Mi boca no te parece peculiar, papá? Siento una sensación muy rara.

—Tu boca está bien —dijo Luxford—. He pensado que podríamos ir a comer, si puedes saltarte otra hora de escuela y si no sientes molestias en la boca.

Leo sonrió.

—¡Chachi pirulí! —Se retorció en su asiento y cogió el cinturón de seguridad—. El señor Poner quiere que cante un solo el día de los Padres. Me lo dijo ayer. ¿Te lo contó mamá? Será un aleluya. —Volvió a enderezarse—. De hecho, no es un solo, porque el resto del coro también catará, pero hay una parte en la que cantaré solo durante un minuto entero. Supongo que eso se considera un solo, ¿verdad?

Luxford tuvo ganas de preguntar a su hijo si podría hacer otra cosa el día de los Padres, como preparar un proyecto científico o pronunciar un discurso en el que exhortara a sus compañeros a la rebelión política, pero se mordió la lengua y puso en marcha el coche.

—Me encantará escucharte —dijo—. Siempre quise estar en el coro de Baverstock —mintió—. Tienen uno muy bueno, pero yo desafinaba. Si cantaba algo, siempre sonaba como piedras agitadas en un cubo.

—¿De veras? —Leo olfateaba las mentiras con una desconcertante perspicacia, también heredada de su madre—. Qué curioso. Nunca habría supuesto que querías estar en un coro, papá.

—¿Por qué no?

Luxford miró a su hijo. Leo apretaba los dedos con delicadeza sobre su labio superior, intentaba descubrir el grado de entumecimiento de su boca.

—Supongo que el dentista podría machacarte el labio y no te darías cuenta —dijo el niño con aire pensativo—. Supongo que podrías comértelo, y tampoco te darías cuenta. Que brillante, ¿verdad? —Y entonces, como su madre, el inesperado cambio de conversación, como si quisiera coger por sorpresa al oyente—. Deberías pensar que estar en el coro era de maricas, ¿verdad, papá?

Luxford no estaba dispuesto a que le distrajera del tema de conversación elegido por él. Tampoco iba a permitir que su hijo convirtiera la conversación en un análisis de su padre. Ya tenía bastante con Fiona.

—¿Te he dicho que Baverstock tiene una escuela de navegación en canoa? Eso no existía en mis tiempos. Practican en la piscina, porque son canoas individuales, y una vez al año hacen una expedición al Loira. —¿Había captado un destello de interés en la cara de Leo? Luxford decidió que sí y continuó—. Lo de las canoas es una de las actividades extraescolares. Fabrican sus propias canoas, y durante las vacaciones de Pascua se van una semana de acampada y practican deportes de riesgo. Escalada, ala delta, tiro al blanco, primeros auxilios. Esa clase de cosas.

Leo bajó la cabeza. El cinturón de seguridad había arrugado su jersey. Estaba acariciando la hebilla del cinturón de seguridad.

—Te va a gustar más de lo que piensas —dijo Luxford, buscando un tono que indicara su fe en la completa colaboración de Leo. Giró en lo alto de Highgate Hill y se dirigió hacia la calle mayor—. ¿Dónde comemos?

Leo se encogió de hombros. Luxford vio que se estaba mordisqueando el labio.

—No hagas eso, Leo —dijo—. Mientras esté entumecido, no.

Dio la impresión de que Leo se hundía más en el asiento.

Como su hijo no sugería nada, Luxford escogió al azar. Encajó el Porsche en un hueco cercano a una cafetería de aspecto elegante, en Pond Square. Guio a Leo al interior, sin hacer caso de que el habitual paso decidido de su hijo se hubiera transformado en una marcha lenta y exánime. Le dijo que se sentara a una mesa, le acercó una carta de color marfil laminada y leyó en voz alta los platos especiales del día escritos en la pizarra iluminada.

—¿Qué querrás? —preguntó.

Leo volvió a encogerse de hombros. Dejó la carta sobre la mesa, apoyó la mejilla en la palma y golpeó una pata de la mesa con el tacón del zapato. Suspiró y dio vueltas al jarrón que había en el centro de la mesa con la otra mano. Reordenó el ramo de flores blancas y las hojas para que se vieran desde todos los ángulos. Lo hizo como sin darse cuenta, una actividad innata que ponía los pelos de punta a su padre y destruía su paciencia.

—¡Leo! —La voz de Luxford había perdido su afabilidad paternal.

Leo apartó enseguida los dedos del jarrón. Alzó la carta y fingió estudiarla.

—Sólo me estaba preguntando… —dijo en voz baja, con la barbilla adelantada para dar a entender que se lo preguntaba a sí mismo.

—¿Qué? —preguntó Luxford.

—Nada.

El pie golpeó la pata de nuevo.

—Me interesa. ¿Qué?

Leo señaló las flores con un gesto.

—Por qué la lunaria de mamá tiene flores más pequeñas que estas.

Luxford dejó su carta con cuidado. Paseó la vista desde las flores (cuyo nombre no habría sido capaz de pronunciar ni bajo amenaza de muerte) hasta su cargante hijo. El Colegio Masculino Baverstock era lo que necesitaba, sin duda. Cuanto antes mejor. Sin ella, en un año más las excentricidades de Leo ya no tendrían remedio. ¿Cómo demonios sabía las cosas que sabía? Fiona hablaba de ellas, cierto, pero Luxford sabía que su mujer no daba clases a Leo sobre las maravillas de la botánica, ni le alentaba a devorar libros o admirar a Fred Astaire.

—Dennis, no te entiendo —había dicho Fiona más de una vez por las noches, mucho después de que Leo se hubiera acostado—. Tiene su propia personalidad, y es una personalidad adorable. ¿Por qué intentas convertirle en ti?

Pero Luxford no intentaba convertir a Leo en una versión en miniatura de sí mismo, sino en una versión en miniatura del futuro adulto Leo. No quería ni pensar en que el Leo actual fuera una forma larval del futuro Leo. El chico sólo necesitaba consejo, una mano firme y unos años de interno en un colegio.

Cuando la camarera vino a tomar nota, Luxford pidió el plato especial de ternera. Leo se estremeció.

—Son vacas pequeñitas, papá —dijo, y escogió queso fresco y emparedado de piña—. Con patatas fritas —añadió, y dijo a su padre en una típica exhibición de sinceridad—: Cargan un extra.

—Estupendo —replicó Luxford.

Pidieron las bebidas, y cuando la camarera se fue, los dos contemplaron la lunaria que Leo había reordenado.

Era temprano para comer (faltaba poco para las doce) y tenían casi todo el restaurante para ellos solos. Sólo había dos mesas más ocupadas, al otro extremo del local y protegidas por árboles plantados en macetas, de modo que no tenían grandes posibilidades de distracción. Mejor, decidió Luxford, porque debían entablar su conversación.

Hizo la primera maniobra.

—Leo, sé que no te hace nada feliz ir a Baverstock. Tu madre me lo ha dicho. Has de saber que yo no tomaría una decisión como esta si no pensara que es lo mejor para ti. Fue mi colegio, ya lo sabes. Hizo maravillas por mí. Me moldeó, me proporcionó firmeza moral, confianza en mí mismo. Hará lo mismo por ti.

Leo siguió la dirección que Fiona había predicho. Su pie golpeó rítmicamente la pata de la silla mientras hablaba.

—El abuelo no fue allí. Tío Jack tampoco.

—Bien. De acuerdo. Pero quiero más para ti de lo que ellos tienen.

—¿Qué tiene de malo la tienda y el aeropuerto?

Era una pregunta inocente, formulada con voz inocente y serena, pero Luxford no estaba dispuesto a enzarzarse en una discusión sobre la tienda de electrodomésticos de su padre ni sobre el empleo de su hermano en la seguridad de Heathrow. A Leo le habría gustado, pues habría centrado la conversación en otra persona y tal vez provocado un giro completo si jugaba sus cartas con habilidad. Pero en aquel momento Leo no detentaba el control.

—Es un privilegio ir a un colegio como Baverstock.

—Tú siempre dices que los privilegios son tonterías —objetó Leo.

—No me refiero a esa clase de privilegios. Quiero decir que poder ir a un colegio como Baverstock no se puede rechazar así como así, puesto que cualquier muchacho en su sano juicio ocuparía sin vacilar tu plaza.

Luxford vio que su hijo jugueteaba con el cuchillo y el tenedor, balanceando la hoja del primero entre los dientes del otro. No habría podido parecer menos impresionado por el privilegio que su padre intentaba explicarle. Luxford continuó.

—La enseñanza es soberbia, y puesta al día. Trabajarás con ordenadores y aprenderás ciencia avanzada. Tienen un centro de actividades técnicas donde se puede construir de todo… si tienes cabeza para eso.

—No quiero ir.

—Harás docenas de amigos, y al cabo de un año te gustará tanto que ni siquiera querrás volver a casa durante las vacaciones.

—Soy demasiado pequeño —dijo Leo.

—No seas absurdo. Casi doblas en tamaño a otros chicos de tu edad, y cuando vayas allí en otoño serás quince centímetros más alto que cualquiera de tu curso. ¿De qué tienes miedo? ¿De que te chuleen? ¿Es eso?

—Soy demasiado pequeño —insistió Leo. Se reclino en la silla y contempló la escultura que había hecho con el cuchillo y el tenedor.

—Leo, ya he dicho que tu tamaño…

—Sólo tengo ocho años —replicó el niño. Miró a su padre con aquellos ojos azules (el muy cabroncete hasta tenía los ojos de Fiona) anegados en lágrimas.

—No llores, por el amor de Dios —dijo Luxford. Lo cual, por supuesto, provocó que las compuertas se abrieran—. ¡Leo! —Pronunció su nombre con la mandíbula tensa—. ¡Leo, por el amor de Dios!

El muchacho bajó la cabeza hasta la mesa. Sus hombros se estremecieron.

—Basta —siseó Luxford—. Enderézate. Ahora mismo. Leo intentó controlarse, pero terminó sollozando.

—No… p… puedo. Papá, no… puedo.

La camarera eligió aquel momento para llegar con la comida.

—¿Quiere que…? —dijo—. ¿El chico está…? —Se detuvo vacilante a tres pasos de la mesa, con un plato en cada mano y una expresión de simpatía en la cara—. Oh, pobre pequeño —dijo como si arrullara a un pájaro—. ¿Le traigo algo especial?

«Firmeza moral —pensó Luxford—, pero dudo que esté en la carta».

—Está bien —dijo—. Leo, aquí tienes tu comida. Enderézate.

Leo alzó la cabeza. Su cara parecía moteada, como piel de fresa. Su nariz había empezado a moquear. Exhaló un suspiro. Luxford sacó su pañuelo y se lo pasó.

—Suénate —dijo—, y luego come.

—A lo mejor le agrada un dulce —dijo la camarera—. ¿Te apetece, cariño? ¡Qué cara más bonita! —dijo en voz baja a Luxford—. Parece uno de esos ángeles pintados.

—Gracias —dijo Luxford—, pero es todo cuanto necesita en este momento.

¿Y después de aquel momento? Luxford no lo sabía. Cogió el cuchillo y el tenedor y troceó la ternera. Leo dibujó desconsolados garabatos con ketchup sobre su montaña de patatas fritas. Dejó el frasco y contempló el plato, con los labios temblorosos. Se avecinaban más lágrimas.

—Come, Leo —dijo Luxford mientras masticaba la ternera que, para su sorpresa, estaba absolutamente deliciosa, fuera de vaca pequeñita inocente o no.

—No tengo hambre. Me noto la boca rara.

—Leo, he dicho que comas.

Leo sorbió por la nariz y ensartó una sola patata, de la que mordió un pedazo minúsculo que procedió a masticar. Luxford pinchó más ternera y miró a su hijo. Leo dio un segundo mordisquito a la patata, y después un tercero aún más pequeño. Siempre había sido un artista en traslucir desafío mediante un acto de aparente obediencia. Luxford sabía que podía obligarle a comer como era debido, pero no quería otra ronda de lágrimas en público.

—Leo —dijo.

—Estoy comiendo.

Leo cogió la mitad del emparedado y lo sostuvo de tal forma que la tercera parte del queso y la piña resbalaron entre las rebanadas de pan y cayeron sobre la mesa.

—Oh —dijo.

—Te estás portando como un… —Luxford buscó la palabra mientras oía la voz razonable de su mujer que decía. «Se está portando como un niño porque es un niño, Dennis. ¿Por qué esperas que sea lo que no puede ser, si sólo tiene ocho años? Él no espera nada irracional por tu parte».

Leo recogió con los dedos el queso y la piña y los puso sobre las patatas. Vertió más ketchup sobre la mezcla y la revolvió con el dedo índice. Intentaba poner a prueba a su padre, y este lo sabía. No necesitaba leer alguno de los libros de psicología de Fiona para saberlo. Tampoco tenía la intención de que le pusiera a prueba.

—Sé que te asusta marcharte lejos —dijo. Cuando los labios del niño empezaron a temblar de nuevo, se apresuró a añadir—: Es normal, Leo, pero Baverstock no está tan lejos. Sólo queda a ciento veinte kilómetros de casa.

Leyó en la cara del niño que «sólo queda a ciento veinte kilómetros» equivalía a la distancia de la Tierra a Marte, con su madre en un planeta y él en otro. Luxford sabía que, dijera lo que dijese, nada iba a alterar el hecho de que cuando Leo fuera a Baverstock, Fiona no iría con él.

—Tendrás que confiar en mí, hijo —dijo por fin—. Algunas cosas se hacen con la mejor de las intenciones, y esta es una de ellas, créeme. Ahora, come.

Dedicó toda su atención a la comida, y sus gestos dieron a entender que la discusión había terminado, pero no había ido como él pretendía, y la solitaria lágrima que resbalaba por la mejilla de Leo le reveló que había metido la pata. Fiona se lo confirmaría por la noche.

Suspiró. Le dolían los hombros, una manifestación física de todo lo que debía soportar en aquel momento. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. No podía lidiar al mismo tiempo con Leo, Fiona, las patéticas bellaquerías de Sinclair Larnsey, Eve, lo que estuviera tramando Rod Aronson, cartas anónimas, llamadas telefónicas amenazadoras y, sobre todo, la desaparición de Charlotte.

Había intentado apartar de su mente a la niña y lo había logrado durante casi toda la mañana, diciéndose que el pecado de la inacción recaería sobre la cabeza de Evelyn si algo le pasaba a Charlotte. Él no era parte de su vida (por expreso deseo de su madre), y nada de lo que hiciera cambiaría la situación. No era responsable de lo ocurrido a la niña. Aunque en realidad sí lo era. De la única y más profunda manera, era totalmente responsable de Charlotte, y lo sabía.

La noche anterior se había sentado ante su escritorio con la mirada clavada en el teléfono.

—Vamos, Evelyn. Telefonéame —repitió una y otra vez, hasta que ya no pudo retener más las rotativas.

Había escrito la historia. Los nombres, las fechas y los lugares estaban incluidos. Sólo necesitaba una llamada telefónica de ella, y la historia se publicaría en la primera página, donde su secuestrador la quería, y Charlotte quedaría en libertad y volvería a casa. Pero la llamada telefónica no se había producido. El periódico había salido con la historia del chapero en primera plana. Y ahora, Luxford esperaba que la tormenta se desatase.

Intentó decirse que el secuestrador se limitaría a llevar la historia a otro periódico, y la elección más lógica era el Globe. No obstante, en el momento en que casi había logrado convencerse de que el muy bastardo sólo buscaba publicidad, oyó de nuevo la voz al otro extremo de la línea. «La mataré si no publicas la historia». Y no sabía qué parte del mensaje adquiría preponderancia en la mente del secuestrador: la amenaza de matar, la exigencia de sacar a la luz la historia, o la condición de que la historia se publicara en el periódico de Luxford.

El no publicar la historia suponía un farol que, de entrada, no tenía derecho a suponer. El hecho de que Evelyn hiciera lo mismo no mitigaba su angustia. Había dejado claro en Harrod’s que le consideraba responsable de la desaparición de Charlotte, daba por sentado que él se estaba tirando un farol, convencida de que nunca levantaría la mano para hacer daño a su propia hija.

Sólo se le ocurría una solución. Tenía que cambiar la convicción de Evelyn. Tenía que hacer frente a sus pautas mentales y obligarla a comprender que no era el hombre que ella pensaba.

Pero no sabía cómo hacerlo.