7

Cuando St. James comunicó al ayudante político de Eve Bowen que esperaría el regreso de la diputada, recibió a cambio una mirada de desaprobación, con nariz arrugada incluida.

—Como quiera —dijo el hombre—. Siéntese allí.

No obstante, su expresión implicaba que la presencia de St. James era algo parecido a un gas tóxico que emanara de la calefacción central del despacho. Siguió atendiendo sus asuntos con el aire del hombre que intenta demostrar la carga que una visita imprevista va a significar para todo el mundo. Había mucho de que ocuparse, desde llamadas telefónicas a los faxes, desde los archivos hasta un gigantesco calendario que colgaba de la pared. Mientras le miraba, St. James le recordó el Conejo Blanco de Alicia, si bien su apariencia física sugería más el asta de una bandera del cual colgara un estandarte bulboso de cabello color Guinness.

El joven se levantó en cuanto Eve Bowen entró en el despacho, unos veinte minutos después de la llegada de St. James.

—Ya iba a enviar a los sabuesos en su busca —dijo mientras cerraba la puerta; extendió la mano hacia el maletín y recogió un puñado de mensajes telefónicos mientras continuaba—. La reunión del comité se ha suspendido hasta mañana. El debate de los Comunes empieza esta noche a las ocho. La delegación de Aduanas quiere programar una comida, no una cena. La Universidad de Lancaster quiere que en junio hable ante la Asociación de Mujeres Conservadoras. Y el señor Harvie pregunta si tiene la intención de darle una respuesta sobre la pregunta de Salisbury antes de que termine la siguiente década: «¿Necesitamos en realidad otra prisión, y ha de ser en mi distrito electoral?».

Eve Bowen le arrebató los mensajes.

—No creo que me haya olvidado de leer en las dos últimas horas, Joel. ¿No podrías estar haciendo algo más productivo?

Un destello de cólera cruzó el rostro del ayudante.

—Virginia se ha marchado y no volverá hasta mañana, señora Bowen —dijo muy serio—. Pensé que era mejor, ya que este caballero deseaba esperar su regreso, no dejar solo el despacho.

Al oírle, Eve Bowen levantó la vista de los mensajes y vio a St. James.

—Ve a cenar —dijo a Joel sin mirarlo—. No te necesitaré antes de las ocho. Sígame, por favor —indicó a St. James, y le guio hasta su despacho.

Un escritorio de madera estaba encarado a la puerta. Eve Bowen se dirigió al aparador que había detrás y se sirvió un vaso de agua de una botella. Rebuscó en el cajón de su escritorio, sacó un tubo de aspirinas y dejó caer cuatro en la mano. Después de tomarlas, se derrumbó en la butaca de cuero verde y se quitó las gafas.

—¿Y bien? —preguntó.

St. James le refirió primero lo que Helen y Deborah habían logrado descubrir después de pasar el día en Marylebone. Se había encontrado con ellas a las cinco en el pub Raising Sun. Y ellas, al igual que él, se habían sentido satisfechas, pues la información que habían reunido empezaba a conformar una pauta que tal vez fuera la pista capaz de conducirles hasta Charlotte Bowen.

Gracias a la fotografía, la niña había sido reconocida en más de una tienda. «Una criatura muy habladora» o «Menuda cotorra» era la opinión general sobre ella. Si bien nadie sabía su nombre, los que la habían reconocido habían confirmado, con bastante certidumbre, cuándo la habían visto por última vez. Y California Pizza, en Blandford Street, además de Chimes Music Shop, en la calle mayor, y Gulden Hind Fish and Chips, en Marylebone Lane, lo habían hecho con toda exactitud. En el caso de la pizzería y la tienda de discos, Charlotte había ido en compañía de otra niña de Santa Bernadette, una niña con despreocupada propensión a permitir que Charlotte Bowen derrochara billetes de cinco libras en ella: pizzas y coca-colas en el primer local, discos compactos en el segundo. Había sucedido el lunes y el martes respectivamente, antes de la desaparición de Charlotte, En el Gulden Flind (la tienda más cercana a la casa del profesor de música y, en consecuencia, la tienda más cercana al posible lugar del secuestro) descubrieron que la niña lo visitaba cada miércoles. Ese día, empujaba un puñado de monedas pegajosas sobre el mostrador y siempre compraba lo mismo: una bolsa de patatas fritas y una coca-cola. Regaba las patatas con suficiente vinagre como para hacer bizquear a un ser de gustos más refinados, y se las llevaba para comerlas en la calle. Al ser interrogado, el propietario de la tienda rumió la posibilidad de que Charlotte fuera acompañada por otra niña cuando efectuaba sus compras. Al principio dijo que no, después que sí, después que quizá, y después declaró que no podía decirlo con seguridad, porque la tienda era uno de los objetivos favoritos de los «pequeños demonios» cuando salían ele los colegios próximos, y en los tiempos actuales ya no se podía distinguir a los chicos de las chicas, y mucho menos quién era quién.

No obstante, gracias a la pizzería y a la tienda de discos, Helen y Deborah habían obtenido una descripción ele la niña que acompañaba a Charlotte las tardes anteriores a su desaparición. Tenía el cabello muy rizado, utilizaba gorras de color fucsia o, según la ocasión, cintas para la cabeza fosforescentes, era muy pecosa y se comía las uñas hasta la raíz. Al igual que Charlotte, llevaba el uniforme escolar de Santa Bernadette.

—¿Quién es? —preguntó Eve Bowen—. ¿Por qué está con Charlotte cuando esta tiene que estar en la clase de baile o con su psicólogo?

Cabía la posibilidad, dijo St. James, de que Charlotte disfrutara de su compañía antes de la actividad propia de cada tarde. Ambas tiendas confirmaban que las niñas habían pasado en la media hora posterior a la última clase. La niña en cuestión se llamaba Brigitta Walters. ¿Eve Bowen la conocía?

La diputada dijo que no. No conocía a la niña. Dijo que tenía muy pocas oportunidades de estar con Charlotte, así que cuando le quedaba tiempo libre, prefería pasarlo con su hija a solas, o con su marido y su hija, pero no en compañía de las amigas de su hija.

—Entonces, supongo que tampoco conoce a Breta —dijo St. James.

—¿Breta?

Contó lo que sabía sobre la amiga de Charlotte.

—Al principio pensé que Brigitta y Breta eran la misma persona, pues el señor Chambers nos dijo que Breta suele acompañar a Charlotte a su clase de música de los miércoles.

—¿Y no son la misma?

En respuesta, St. James explicó su entrevista con Brigitta, que estaba confinada en su cama a causa de un feroz resfriado, en su casa de Wimpole Street. Se había entrevistado con la niña bajo la vigilancia de su abuela, una anciana de cabello encrespado, que se sentó en un rincón de la habitación como una casera suspicaz. En cuanto entró en el dormitorio de la niña, supo que aquella era la acompañante anónima de Charlotte en California Pizza y en Chimes Music Shop. Aunque su cabello no hubiera sido tan rizado como vellocino recién cortado, aunque su cinta para la cabeza de un verde fosforescente no la hubiera delatado, se estaba mordisqueando las uñas como si le fuera la vida en ello, y sólo paró cuando tuvo que contestar a sus preguntas.

Él había pensado que encontrar a Breta significaba el fin de su búsqueda, pero la niña no era Breta y Breta no era su apodo. Ella no tenía apodos, le informó. De hecho, se llamaba como su tía abuela, que era sueca y vivía en Estocolmo con su cuarto marido, siete galgos y montones de dinero. Más dinero del que Lottie Bowen tendría nunca, añadió. Brigitta iba a ver a su tía abuela cada verano, junto con la abuela. Y allí tenía la foto de la tía, si quería verla.

St. James había preguntado a la niña si conocía a Breta. Ya lo creo que sí. Era la amiga de Lottie que iba a una de las escuelas estatales de Marylebone, le confió con una mirada significativa en dirección a su abuela, donde tenían profesores normales que vestían como seres humanos, no viejas damas que babeaban cuando hablaban.

—¿Tiene idea de qué escuela puede ser? —preguntó St. James.

La mujer meditó.

—Podría ser la escuela Geoffrey Shenkling —contestó.

Era una escuela primaria sita en Crawford Place, no lejos de Edgware Road. La diputada pensaba que era un sitio probable donde St. James encontraría a Breta, porque Charlotte había deseado matricularse en ella.

—Prefería ir allí antes que a Santa Bernadette. Aún quiere, de hecho. No me cabe duda de que se mete en algunos líos a propósito para que la expulsen de Santa Bernadette, y así tendré que enviarla a Shenkling.

—La hermana Agnetis me dijo que Charlotte montó una pequeña escena cuando se llevó sus cosméticos a la escuela.

—Siempre revuelve en mis artículos de maquillaje. Y si no, en mis ropas.

—¿Se pelean por esa causa?

La diputada se frotó los párpados con el índice y el pulgar, como si urgiera a su dolor de cabeza a desaparecer. Se caló de nuevo las gafas.

—No es la niña más fácil de disciplinar. Da la impresión de que nunca ha sentido la necesidad de complacer o de ser buena.

—La hermana Agnetis me dijo que Charlotte fue castigada por coger su maquillaje. De hecho, utilizó la expresión «castigada severamente».

Eve Bowen le miró sin pestañear antes de responder.

—No hago caso omiso cuando mi hija me desobedece, señor St. James.

—¿Cómo suele reaccionar a los castigos?

—Por lo general se enfurruña. Pero después vuelve a ser desobediente.

—¿Ha escapado alguna vez, o ha amenazado con escaparse?

—Me he fijado en su alianza. ¿Tiene hijos? ¿No? Bien, si los tuviera sabría que la amenaza más común proferida por un niño contra su padre cuando se le castiga por un acto de desafío es «Voy a escapar, y luego te arrepentirás. Ya lo verás».

—¿Cómo pudo conocer Charlotte a esa otra niña, Breta?

La diputada se puso en pie y caminó hacia la ventana, con las manos acunando los codos.

—Adivino por dónde van sus tiros, naturalmente. Charlotte revela a Breta que su madre la maltrata, sin duda el calificativo que mi hija daría a cinco azotes en el trasero administrados, por cierto, la tercera vez que robó mi lápiz de labios. Breta sugiere que las dos den a mamá un pequeño susto. Así que se escapan y esperan a que mamá aprenda la lección.

—Es una posibilidad a tener en cuenta. Los niños suelen reaccionar sin comprender del todo la forma en que su comportamiento afectará a sus padres.

—Los niños no actúan así a menudo. Actúan así siempre. —Contempló Parliament Square, que se extendía bajo ellos. Alzó los ojos y aparentó reflexionar sobre la arquitectura gótica del palacio de Westminster—. Si la otra niña va a la escuela Shenkling —dijo sin volverse—, Charlotte debió conocerla en la oficina de mi distrito electoral. Va allí cada viernes por la tarde. Es probable que Breta viniera a mi consulta con sus padres y se escabullera mientras hablábamos. Si asomó la cabeza en la sala de conferencias, debió ver a Charlotte haciendo los deberes. —Se volvió de la ventana—. Pero esto no tiene nada que ver con Breta, sea quien sea. Charlotte no está con Breta.

—Aun así, he de hablar con ella. Es muy posible que nos dé una descripción de la persona que ha secuestrado a Charlotte. Puede que le viera ayer por la tarde. O antes, si estaba siguiendo a su hija.

—No necesita encontrar a Breta para obtener una descripción del secuestrador. Ya tiene la descripción, puesto que le conoció ayer: Dennis Luxford.

Sin apartarse de la ventana, enmarcada por el cielo del anochecer, le refirió su encuentro con Luxford. Contó la historia de Luxford acerca de la llamada telefónica del secuestrador. Le contó la amenaza contra la vida de Charlotte y la exigencia de que la historia de su nacimiento, con nombres, fechas y lugares, se publicara en la primera página del Source del día siguiente, escrita por el propio Dennis Luxford.

Cuando St. James oyó que la vida de la niña estaba amenazada, todas sus alarmas mentales se dispararon.

—Esto lo cambia todo —dijo con firmeza—. La niña está en peligro. Debemos…

—Tonterías. Dermis Luxford quiere que yo piense que está en peligro.

—Se equivoca, señora Bowen. Vamos a telefonear a la policía ahora mismo.

La mujer volvió hacia el aparador. Se sirvió otro vaso de agua, lo bebió y le miró fijamente.

—Señor St. James, olvídelo —dijo con absoluta calma—. Me gustaría recordarle que no me costaría nada obstruir una innecesaria investigación policial en este asunto. Es tan fácil como hacer una llamada telefónica. Y si piensa que no puedo o no quiero hacerlo debido a mi cargo en el Ministerio del Interior, entonces es que no comprende nada sobre quién ejerce el poder y dónde.

Una sensación de estupor se apoderó de St. James. No había creído que tal falta de sentido común fuera posible en cualquier hombre o mujer atrapado en semejantes circunstancias, pero cuando la mujer retomó el hilo anterior de su conversación, no sólo reconoció la realidad de la situación; también comprendió que sólo se abría un camino ante él. Se maldijo por haberse dejado implicar en aquel lío horroroso.

Como si hubiera compartido sus procesos mentales y la conclusión a la que había llegado, Eve Bowen dijo:

—Ya puede imaginar lo que la publicación de esa historia beneficiaría a la tirada y los ingresos por publicidad del señor Luxford. El hecho de que sea uno de los principales implicados en la historia apenas afectará negativamente a la venta de periódicos. Al contrario, es probable que su implicación aumente las ventas, y él lo sabe. Oh, le molestará un poco que le hayan pillado, pero Charlotte es, al fin y al cabo, la prueba viviente de su virilidad, y convendrá conmigo en que los hombres suelen ser tímidos como niños sólo momentáneamente cuando se hacen públicas sus proezas sexuales. En nuestra sociedad, es la mujer quien sale peor parada cuando se revela en público que es una pecadora.

—Pero todo el mundo sabe que Charlotte es ilegítima.

—La paternidad es el misterio. Y es su paternidad, y lo que será considerada como una elección hipócrita y desafortunada de amante, lo que constituirá mi pecado. Porque pese a lo que usted piense, todo esto tiene que ver con la política, señor St. James. No es una cuestión de vida o muerte. No es una cuestión de moralidad. Pese a que no soy una figura política de gran relieve, como el primer ministro, el ministro del Interior o el ministro de Hacienda, la publicación de esta historia, a renglón seguido de Sinclair Larnsey y su chapero, me costará la carrera. Sí, de momento seguiré siendo la parlamentaria por Marylebone. En un distrito electoral donde empecé con sólo ochocientos votos de mayoría, no me pedirán que dimita y fuerce así una elección complementaria, pero existen muchas posibilidades de que mi comité me apee en las siguientes elecciones generales. Aunque no fuera ese el caso, y aunque el gobierno logre sobrevivir a este último golpe, ¿a qué nivel de poder político cree que podré alzarme, después de que se haya hecho público mi desliz con Dennis Luxford? No estarnos hablando de una situación en que sostuve un largo romance, en la que mi débil corazón femenino anhelaba a un hombre al que adoraba pero no podía poseer, en la que fui seducida como la Tess del jodido D’Urbervilles. Estamos hablando de sexo puro y duro. Con el enemigo público número uno del Partido Conservador. Bien, señor St. James, ¿de veras cree que el primer ministro me va a recompensar por ello? Convendrá conmigo en que, publicada en primera página, será una historia sabrosísima.

St. James observó que la mujer, por fin, estaba preocupada. Cuando apartó las manos de los codos el tiempo justo de ajustarse las gafas sobre la nariz, sus manos temblaban. Paseó la vista por el despacho y dio la impresión de que veía en su colección de libretas, carpetas, informes, cartas, fotografías y alabanzas enmarcadas los límites recién definidos de su vida política.

—Es un monstruo —dijo—. El único motivo de que no haya publicado antes la historia es que no era la ocasión adecuada. Pero ahora sí lo es, con Larnsey y el chapero.

—Ha habido otros escándalos sexuales durante los últimos diez años —señaló St. James—. Es difícil creer que Luxford haya esperado hasta ahora.

—Mire las encuestas, señor St. James. El nivel de popularidad del primer ministro nunca había estado tan bajo. Un periódico laborista no podría pedir un momento mejor para machacar a los tories y confiar contra toda esperanza en que la paliza será suficiente para hundir al gobierno. Y yo seré considerada responsable de esa paliza, se lo aseguro.

—Pero si Luxford está detrás de esto —insistió St. James—, él también lo arriesga todo. Se juega ir a la cárcel por secuestro si somos capaces de reunir pruebas que conduzcan hasta él.

—Es un periodista —replicó la mujer—. Se lo juegan todo por una historia.

El destello de una bata amarilla en la puerta del laboratorio llamó la atención de St. James, que levantó la vista. Deborah le estaba mirando, al abrigo de la oscuridad del pasillo.

—¿Vienes a la cama? —preguntó—. Anoche te acostaste tardísimo. ¿Vas a volver a quedarte?

St. James dejó la lupa sobre el forro de plástico que contenía la nota de secuestro enviada a Dennis Luxford. Se estiró en el taburete y dio un respingo, porque sus músculos se habían agarrotado después de tanto rato en la misma posición. Deborah frunció el entrecejo cuando su marido se dispuso a masajearse el cuello. Se acercó a él y le apartó las manos con dulzura. Movió a un lado su pelo demasiado largo, depositó un beso cariñoso en su nuca y se ocupó del masaje. St. James se reclinó y dejó que calmara sus dolores.

—Lirios —murmuró, cuando los músculos empezaron a relajarse.

—¿Qué?

—Tu perfume. Me gusta.

—Es bueno, sobre todo si es capaz de arrastrarte a la cama a una hora decente.

St. James besó su palma.

—Puede conseguirlo, y a cualquier hora.

—De todos modos, podríamos hacer esto con mayor comodidad en el dormitorio.

—Podríamos hacer muchas cosas con mayor comodidad en el dormitorio —contestó St. James—. ¿Te sugiero unas cuantas? Deborah rio y rodeó su cintura con los brazos. Le apretó contra su cuerpo.

—¿En qué estás trabajando? —preguntó—. Has estado muy callado durante la cena. Papá preguntó después si había dejado de gustarte repentinamente su pato a la naranja. Le dije que, mientras siga haciendo pato a la naranja con pollo, no habrá problema. Patos y conejos, ya sabes, le dije. Simon nunca hincará el diente en un pato o en un conejo. O en un ciervo. Papá no lo entiende, pero nunca ha sentido tu debilidad por Donald, Tambor y Bambi.

—Demasiado Walt Disney de niño.

—Hummm. Sí. Aún no me he recuperado de la muerte de la madre de Bambi.

St. James soltó una risita.

—No me lo recuerdes. Tuve que sacarte llorando del cine. Ni siquiera un helado te calmó. Si te hubieras quedado hasta el final de la película, habrías visto que termina bien.

—Pero es que llovía sobre mojado, mi amor. En aquel tiempo.

—Lo comprendí más tarde. Menos de un año después de que tu madre muriera… ¿Qué le pasó a mi cerebro? En aquella época pensé: Llevaré a la pequeña Deborah a ver esta bonita película el día de su cumpleaños; yo la vi a su edad y me gustó mucho. Pensé que tu padre pediría mi cabeza cuando le expliqué por qué estabas tan triste.

—Te ha perdonado por completo. Como yo. Lo que pasa es que siempre se te ocurrían extrañas ideas sobre cómo celebrar mi cumpleaños. Ir a ver momias, la cámara de los Horrores de Madame Tussaud, ver a la mamá de Bambi muerta a tiros.

—Eso habla con elocuencia sobre mi capacidad de tratar con niños. Tal vez es mejor que no hayamos… —Se interrumpió. Cogió las manos de Deborah y las retuvo antes de que ella pudiera retirarlas—. Lo siento.

Como ella no contestó, St. James se volvió hacia ella. Tenía el aspecto de estar masticando sus palabras, como si probara su sabor y su esencia.

—Lo siento —repitió.

—¿Lo has dicho en serio?

—No. Hablaba por hablar, sin pensar. He bajado la guardia.

—No quiero que subas la guardia conmigo. —Ella retrocedió un paso. Sus manos, que sólo un momento antes habían confortado su cuerpo, retorcieron el nudo del cinturón de la bata—. Quiero que te comportes como eres. Quiero que digas lo que piensas. ¿Por qué no dejas de intentar protegerme de eso?

Pensó en la pregunta de Deborah. ¿Por qué la gente ocultaba sus pensamientos a los demás? ¿Por qué cuidaba su lenguaje? ¿Qué temía? La pérdida, por supuesto. Eso era lo que todo el mundo temía, aunque todos procuraban sobrevivir a la pérdida cuando irrumpía en su vida. Deborah lo sabía mejor que nadie.

Tendió la mano hacia ella y notó su resistencia.

—Deborah, por favor —dijo; ella se acercó—. Deseo lo que tú deseas, pero al contrario de ti, no lo deseo más que nada en el mundo. Lo que más deseo eres tú. Cada vez que pierdes un bebé, pierdo parte de ti. No quise seguir por ese camino porque sabía cómo acabaría. Y si bien podía soportar perder una parte de ti, no podría soportar perderte por completo. Eso, mi amor, es la verdad desnuda. Tú quieres hijos a cualquier precio. Yo no. Para mí, algunos precios son demasiado altos.

Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas, y St. James pensó con desesperación en la inminencia de precipitarse por la espiral de otra dolorosa discusión con su mujer, una discusión que podría prolongarse hasta el amanecer, sin llegar a ninguna solución, sin aportarles paz, y provocar otra larga depresión en Deborah. Pero ella le sorprendió, como sucedía con frecuencia.

—Gracias —susurró, y se enjugó los ojos con la manga de la bata—. Eres el hombre más adorable del mundo.

—No me siento particularmente adorable esta noche.

—No, ya lo veo. Tienes algo en la cabeza desde que llegaste a casa, ¿verdad? ¿Qué es?

—Una creciente sensación de inquietud.

—¿Charlotte Bowen?

Le contó su conversación con la madre de la niña y le habló de la amenaza contra la vida de Charlotte. Vio que la preocupación hacía mella en su mujer cuando se llevó una mano a los labios.

—Estoy en una encrucijada —explicó—. Si alguien ha de encontrar a la niña, soy yo.

—¿No deberíamos llamar a Tommy?

—Es inútil. Gracias a su cargo en el Ministerio del Interior, Eve Bowen podría dilatar una investigación policial hasta el fin de los tiempos. Me dejó muy claro que lo haría.

—¿Qué podemos hacer?

—Eve Bowen tiene razón y hay que continuar pese a todo.

—¿Crees que tiene razón?

—No sé qué pensar.

Los hombros de Deborah se hundieron.

—Oh, Simon. Oh, Dios. Todo es por mi culpa, ¿verdad?

St. James no podía negar que se había implicado en el caso a causa de sus ruegos, pero sabía que había poco que ganar y mucho que perder si culpaba a Deborah o a sí mismo.

—Desde un punto de vista racional —dijo—, veo que hemos progresado un poco. Conocemos la ruta que Charlotte tomó para volver a casa desde la escuela o desde su clase de música. Sabemos en qué tiendas paraba. Hemos localizado a una de sus compañeras y tenemos una buena pista de la otra, pero no sé muy bien hacia dónde vamos.

—¿Por eso estás estudiando las notas otra vez?

—Las estoy estudiando porque no se me ocurre otra cosa que hacer en este momento. Eso me gusta aún menos que sentirme inquieto por lo que he hecho durante el día.

Apagó las dos lámparas de alta intensidad que iluminaban la mesa del laboratorio y sólo dejó las luces del techo.

—Así deberá sentirse Tommy cuando está metido en una investigación —comentó Deborah.

—Normal, porque es un detective. Tiene la paciencia exigida para reunir datos, ordenarlos y dejar que las pruebas encajen. Yo no tengo esa paciencia, y dudo que pueda desarrollarla a estas alturas. —St. James recogió las fundas de plástico y la otra muestra caligráfica. Las devolvió a lo alto del archivador contiguo a la puerta—. Si esto es un secuestro auténtico y no lo que Eve Bowen se empecina en creer, una treta amañada por Dennis Luxford para perjudicar al gobierno y beneficiar a su periódico, es urgente llegar al fondo de todo, y parece que sólo yo me he dado cuenta.

—Tuve la impresión de que Dennis Luxford también era consciente.

—Pero es tan inflexible como ella respecto a la forma de manejar el caso. Es lo que más me molesta de este embrollo. Y no me gusta que me molesten. No me gusta la distracción. Lo enturbia todo. Lo cual aún me gusta menos, porque suelo tener las cosas tan claras como el aire de Suiza.

—Porque balas, cabellos y huellas dactilares no pueden discutir contigo —señaló Deborah—. No tienen ningún punto de vista que expresar.

—Estoy acostumbrado a tratar con cosas, no con personas. Las cosas colaboran, se colocan bajo el microscopio o en el interior de un cromatógrafo. Las personas no.

—Pero el método parece evidente en este punto, ¿no?

—¿El método?

—El método de proceder. Debemos investigar en la escuela Shenkling, y en esos edificios de George Street.

—¿Qué edificios?

—Helen y yo te lo comentarnos esta tarde, Simon. En el pub. ¿No te acuerdas?

Entonces lo recordó. Una hilera de edificios abandonados no lejos de la escuela de Santa Bernadette y de la casa de Damien Chambers. Helen y Deborah se habían explayado al respecto con entusiasmo mientras tomaban el té. Estaban cerca del posible punto de secuestro, en un lugar muy conveniente respecto a la casa de la niña y, al mismo tiempo, eran demasiado ruinosos y lúgubres en apariencia para que los peatones se acercaran. Sin embargo, para alguien que buscara un escondrijo, eran perfectos como posible elemento en el rompecabezas de la desaparición de Charlotte. No los habían incluido en su investigación de aquel día, sino que los habían dejado para el siguiente, cuando los explorarían con más facilidad provistas de tejanos, bambas, sudaderas y linternas. St. James suspiró disgustado al comprender que se había olvidado de los edificios.

—Otra razón para que no pueda aspirar a convertirme en un buen detective privado —dijo.

—Otra dirección en la que investigar.

—No me siento mejor por saberlo.

Deborah cogió su mano.

—Yo confío en ti.

Pero su voz traicionó la angustia que sentía por la llegada de otro día en que la vida de una niña seguiría en peligro.

Charlotte despertó del sueño, tal como ascendía nadando hasta el barco en Fermain Bay cuando iba de vacaciones a Guernsey. Al contrario que en las vacaciones de verano en Guernsey, despertó en la oscuridad.

Sentía la boca estropajosa y los ojos como pegotearlos con cola. La cabeza le pesaba más que la bolsa de harina que utilizaba la señora Maguire cuando preparaba sus bollos. Sus manos estaban tan cansadas que apenas podían aferrar la lana maloliente de la manta para ceñirla más a su cuerpo tembloroso. «Me siento muy cansada —pensó, y casi a punto de oír a su abuela diciendo a su abuelo—: “Peter, ven a echar un vistazo a la niña. Creo que está enferma”».

Primero se había mareado y luego sus piernas habían empezado a temblar. No había querido sentarse en el suelo de ladrillo, y había intentado volver hacia las cajas para sentarse encima, pero se había despistado y tropezado con la manta abandonada en el suelo. Se había olvidado de la manta. Sus extremos estaban empapados del agua derramada del cubo, cuando lo utilizó para orinar.

Al pensar en aquella agua, Lottie intentó tragar saliva. Si no la hubiera tirado, tendría algo de beber. Era imposible saber cuándo le darían agua, zumo de manzana, o un poco de sopa para disolver el estropajo de su boca.

Era culpa de Breta. La mente de Lottie pugnó por aferrarse a aquella idea, antes que hundirse en la negrura de nuevo. Todo era culpa de Breta. Tirar el agua habría sido la típica reacción de Breta. Era algo desagradable, algo poco meditado.

Breta siempre pensaba que lo sabía todo. Siempre decía «Quieres que sea tu mejor amiga, ¿verdad?». Y cuando Breta decía «Haz esto, Lottie Bowen» o «Haz eso ahora», ella obedecía. Porque era especial ser la mejor amiga de alguien. Ser la mejor amiga significaba ser invitada a las fiestas de cumpleaños, alguien con quien jugar, risitas por la noche cuando dormían juntas, postales en vacaciones y secretos compartidos. Lottie deseaba una «mejor amiga» más que nada en el mundo. Por lo tanto, siempre hacía lo posible por conseguir una.

Pero tal vez Breta no hubiera tirado el agua del cubo. Tal vez hubiera orinado delante del hombre, en la boca del pulpo que había dejado en el suelo, orinado y reído en su cara mientras lo hacía. O tal vez hubiera buscado un sustituto después de que se hubiera marchado. O tal vez no se habría preocupado de utilizar algo. Quizá se habría acuclillado junto a las cajas de madera y orinado. Si Lottie hubiera hecho algo por el estilo, ahora podría beber agua. Quizá era agua sucia, nauseabunda. Pero al menos disolvería el estropajo de su boca.

—Frío —murmuró—. Sed.

Breta preguntaría por qué seguía tirada en el suelo, si tenía frío y sed. Breta diría: «Esto no es un camping. Lottie. ¿Por qué te comportas así? ¿Por qué eres tan dócil?».

Lottie sabía qué haría Breta. Se pondría en pie y exploraría la habitación. Encontraría la puerta por la que había entrado el hombre y saldría. Gritaría. Chillaría. Aporrearía la puerta. Se esforzaría en llamar la atención de alguien.

Lottie sintió que los ojos se le cerraban. Estaban demasiado cansados para combatir la negrura que la rodeaba. No había nada que ver. Había oído los sonidos que indicaban que la habían encerrado. No había escapatoria.

Cosa que Breta nunca creería. Diría: «¿Que no hay escapatoria? No seas boba. El hombre entró y luego salió. Encuentra la puerta y fuérzala. No te quedes ahí lloriqueando».

«No lloriqueo», pensó Lottie. A lo cual contestaría Breta: «Sí, estás lloriqueando. Eres un bebé».

—No soy un bebé.

«¿No? Pues demuéstralo. Demuéstralo, Lottie Bowen».

Demuéstralo. Así conseguía Breta siempre lo que deseaba. «Demuestra que no eres un bebé, demuestra que quieres ser mi amiga, demuestra que me prefieres a todas las demás, demuestra que sabes guardar un secreto. Demuestra, demuestra, demuestra, demuestra. Vierte todas las sales de baño en la bañera y deja que corra el agua, hasta que parezca nieve. Coge el mejor lápiz de labios de tu madre y píntate en la escuela. Tira las bragas por el váter y ve todo el día sin ellas. Roba ese Tweix para mí… no, roba dos. Porque las mejores amigas se hacen esos favores mutuos. Así son las mejores amigas. ¿No quieres ser la mejor amiga de alguien?».

Lottie, sí. Lo anhelaba. Y Breta tenía amigas. Breta tenía docenas y docenas de amigas. Si Lottie quería tener amigas también, tendría que imitar a Breta. Eso le había dicho Breta desde el primer momento.

Lottie apoyó las manos sobre los ladrillos y se levantó. Un intenso mareo la invadió al instante. Levantó las rodillas para que sólo sus pies y su trasero tocaran el suelo. Cuando el mareo pasó, se puso en pie. Se tambaleó, pero no cavó.

Ya de pie, no supo qué hacer. Dio un paso vacilante en la negrura, con los dedos extendidos como antenas de insecto. Temblaba de frío. Contó los pasos. Recorrió unos centímetros.

¿Qué era aquel lugar?, se preguntó. No era una cueva. Estaba oscuro como una cueva, pero una cueva no tenía suelo de ladrillos ni puerta. ¿Qué era? ¿Dónde estaba?

Con las manos extendidas, tocó una pared. Las formas y la textura le resultaron familiares. Ladrillos, comprendió. Arrastró los pies a lo largo de la pared como un topo. Sus manos se movían sobre la superficie, primero hacia arriba y luego hacia bajo. Buscaba una ventana (las paredes suelen tener ventanas, ¿verdad?), una ventana entablillada con una grieta por la que mirar.

«No habrá ventanas, Lottie —habría dicho Breta mientras Lottie tanteaba e investigaba—. Habrías visto rendijas de luz por las grietas, y no hay rendijas de luz, de manera que no hay ventana y te estás comportando como una boba».

Breta tenía razón, pero Lottie encontró la puerta. La madera estaba arañada y olía a moho. Tanteó arriba y abajo y encontró el pomo. Lo giró sin resultado. Golpeó con los puños y gritó.

—¡Déjame salir! ¡Mamá! ¡Mamá!

No hubo respuesta. Aplicó el oído a la madera, pero no oyó nada. Aporreó la puerta otra vez. Por el ruido de sus golpes, dedujo que la puerta era muy gruesa, como la de una iglesia.

¿Una iglesia? ¿Estaba en la cripta de una iglesia? ¿Donde guardaban cadáveres? Breta se habría reído. Habría hecho ruidos de fantasma y corrido por la habitación con una sábana en la cabeza.

Lottie se encogió al pensar en cadáveres y fantasmas. Prosiguió su exploración. «Salir, salir, salir —pensó—. He de salir». Continuó pegada a la pared hasta que se dio un golpe en la rodilla herida. Dio un respingo, pero no gimió ni lloró. En cambio, extendió los dedos para ver qué la había golpeado. Más madera, pero no tan áspera como la de las cajas. Sus dedos corrieron por encima. Tenía el tacto de una tabla y dos palmos de anchura. Encima había otra tabla de la misma anchura. Debajo una tercera. Una cuarta parecía ascender en diagonal por la pared, pegada a los ladrillos…

Escalones, pensó.

Empezó a subirlos. Eran muy empinados. Parecía más una escalera de mano que una normal. Tuvo que utilizar las manos y los pies. Mientras ascendía, recordó el día que había ido de excursión a Greenwich y al Cutty Sarle, y que subió al barco por una escalera como esa. Pero no estaba en un barco, ¿verdad? ¿Un barco hecho de ladrillos? Se hundiría como una piedra. No flotaría ni un segundo. Además, si estaba en un barco, ¿por qué no sentía el mar bajo ella? ¿No se mecería el suelo? ¿No oiría el crujido de los palos y olería el aire salado? ¿No…?

Su cabeza chocó contra el techo. Lanzó un aullido de sorpresa y se agachó. Pensó en escaleras que conducían a techos, en lugar de a rellanos, donde uno podía llamar a una puerta, y comprendió que las escaleras no ascendían hasta un techo sin un propósito. Tenía que haber una puerta, tal vez una trampilla, como en el establo del abuelo, que tenía una escalerilla para subir al henil.

Su palma tanteó en busca del techo. Terminó su ascensión con mayor cautela. Sus dedos recorrieron el techo, alejándose de la pared. Encontró lo que parecía la esquina de una trampilla, practicada en la madera. Después, otra esquina. Alejó las manos con la intención de localizar el centro. Entonces, dio un empujón. No muy fuerte, porque sentía los brazos hormigueantes y raros, pero un empujón al fin y al cabo.

La trampilla cedía. Descansó y dio otro empujón. La puerta era pesada, como si un peso descansara sobre ella para que no pudiera salir, para que se estuviera quieta, para que no molestara a nadie. Como siempre. Perdió los estribos.

—¡Mamá! —gritó—. Mamá, ¿estás ahí? ¡Mamá! ¡Mamá!

Ninguna respuesta. Empujó de nuevo. Después, se agachó y utilizó la espalda y los hombros. Empujó tres veces con todas sus fuerzas, gruñendo como la señora Maguire cuando movía la nevera para limpiar detrás del aparato. La trampilla se abrió con un rugido.

El mareo y la debilidad se esfumaron al instante. Lo había conseguido, lo había conseguido sin ayuda. Sin que Breta le dijera cómo hacerlo.

Trepó a la cámara que había encima. Era oscura como la de abajo, pero no tanto. A un metro de distancia, lo que parecía un rectángulo de ébano borroso estaba enmarcado por un débil resplandor grisáceo. Avanzó hacia el rectángulo y descubrió que era una ventana encastada, cegada con tablas, pero no lo suficiente para que no se filtrara luz por los bordes. Aquello explicaba el brillo grisáceo: la oscuridad de la noche en el exterior, rota por la luna y las estrellas, en contraste con el sólido muro de tinieblas que había dentro.

En las sombras, y con la ayuda de la luz grisácea, Lottie pudo distinguir formas, incluso sin gafas. Un poste se alzaba en el centro de la habitación. Era como el poste de mayor adornado con flores que había visto una vez en el prado del pueblo cercano a la granja de su abuelo, sólo que mucho más grueso. Encima, una viga ancha cruzaba la habitación, y sobre aquella viga, apenas visible en la oscuridad, colgaba a un lado lo que parecía una enorme rueda, parecida a un platillo volante. El poste ascendía hasta encontrarse con la rueda y se extendía aún más allá, hasta desaparecer en la negrura.

Lottie se acercó al poste y lo tocó. Era frío. Su tacto no recordaba a la madera, sino al metal. Un metal rugoso, como si fuera viejo y oxidado. Tocó una materia pringosa alrededor de su base.

Miró hacia arriba y forzó la vista para intentar distinguir la rueda. Daba la impresión de que tenía grandes dientes tallados en su interior, como un engranaje gigantesco. Un poste de mayo y una rueda dentada, pensó. Curvó el brazo alrededor del poste y meditó sobre lo que había encontrado.

En una ocasión había visto el interior de un reloj, el de la sala de estar de su abuela, curvo como la forma de una ola. Tío Jonathan lo había regalado a la abuela por su cumpleaños, pero no funcionaba bien porque era muy antiguo. El abuelo lo había desmontado sobre la mesa de la cocina. Estaba hecho de ruedas encajadas en otras ruedas, las cuales, en combinación con las primeras, lo hacían funcionar. Todas aquellas ruedecillas tenían la misma forma que esta, con dientes.

Un reloj, decidió. Un reloj gigante. Intentó oír el tictac. No oyó nada. Las ruedas no se movían. Roto, pensó. Como el reloj de la abuela. Sólo que era muy grande comparado con aquel. Un reloj de iglesia, quizá. El reloj de una torre que se alzaba con orgullo en el centro de una plaza. O el reloj de un castillo.

Pensar en castillos la arrastró en otra dirección, hacia mazmorras y estancias iluminadas con antorchas, llenas de dientes de engranajes y engranajes, ruedas dentadas y escarpias. Hacia prisioneros que chillaban y carceleros enmascarados que les arrancaban confesiones.

Tortura, pensó Lottie. Y el poste grueso que aferraba y el reloj gigantesco adquirieron un nuevo significado. Dejó caer el brazo y se alejó del poste. Sintió que sus piernas flaqueaban. Tal vez sería mejor no hacer más averiguaciones.

De repente, una corriente de aire se elevó del suelo y remolineó alrededor de sus rodillas. Después, un golpe sordo, que pareció rebotar en las paredes de la habitación de abajo. El frío dio paso al silencio, seguido por un arañazo metálico.

Lottie vio que el cuadrado del suelo por el que había subido estaba iluminado por una luz que se movía de un lado a otro. Después, oyó los sonidos de alguien que se movía.

—¿Dónde…? —dijo la voz de un hombre, y las cajas de madera empezaron a entrechocar.

Pensaba que se había escapado, comprendió Lottie. Lo cual significaba que existía una forma de escapar. Y si conseguía ocultarle que había encontrado y subido la escalera, si podía ocultarle que había localizado la trampilla, cuando saliera en su busca descubriría aquella ruta de escape y huiría de verdad.

Cruzó la habitación a toda prisa y bajó la trampilla con sigilo. Se sentó sobre ella y confió en que su peso bastaría para impedir que el hombre la levantara.

Vio que la luz aumentaba de intensidad a través de las grietas del suelo. Oyó los pesados pasos del hombre en la escalera. Contuvo el aliento. La trampilla se alzó medio centímetro. Se bajó, volvió a levantarse otro medio centímetro.

—Mierda —dijo el hombre—. Mierda.

La trampilla volvió a su sitio. Lottie le oyó bajar la escalera. La luz se apagó con un chasquido. La puerta se abrió, y después se cerró con estrépito. Luego se hizo el silencio.

Lottie tuvo ganas de aplaudir y gritar. Olvidó el estropajo de su garganta y levantó la trampilla. Breta no lo habría hecho mejor. Breta no le habría engañado tan bien. De hecho, Breta le habría golpeado en la cara con el cubo y huido como una exhalación, pero Breta nunca habría pensado en burlarle, en hacerle creer que ya había escapado.

La habitación de abajo estaba a oscuras, pero la oscuridad ya no asustaba a Lottie, porque sabía que todo iba a acabar muy pronto. Bajó la escalera a tientas y se encaminó hacia las cajas de madera. Esa era la ruta de escape, por supuesto. Las cajas ocultaban una abertura del tamaño de Lottie.

La niña apoyó el hombro contra la primera. ¿A que Breta se sorprendería al enterarse de su aventura? ¿A que Cito se asombraría del triunfo de Lottie? ¿A que mamá estaría orgullosa de saber que su hija había…?

Un súbito ruido metálico.

Luz que se precipitó sobre ella como un puño.

Lottie giró en redondo, con las manos apretadas contra la boca.

—Papá es quien te va a sacar de aquí, Lottie —dijo el hombre—. Tú no lo conseguirás sola.

Lottie forzó la vista. El hombre se fundía con la negrura. No podía verle, sólo su forma detrás de la luz. Dejó caer las manos a los costados.

—Saldré —dijo—. Ya lo verás. Y cuando lo haga, te arrepentirás. Mi mamá está en el gobierno. Mete a la gente en la cárcel. Les encierra en ella y tira la llave, y eso es lo que te pasará a ti. Ya lo verás.

—¿Eso es lo que va a pasar, Lottie? No, creo que no. No si papá dice la verdad, como debería. Papá es un fenómeno. Es un tipo de primera, pero nadie lo sabe, y ahora tiene la oportunidad de demostrarlo al mundo entero. Puede contar la historia verdadera y salvar a su retoño.

—¿Qué historia? —preguntó Lottie—. Cito no cuenta historias. La señora Maguire sí. Las inventa.

—Bien, vas a ayudar a papá a inventar una. Ven aquí, Lottie.

—No. Tengo sed y quiero algo de beber.

El hombre dejó algo en el suelo. Su pie lo empujó hacia la luz. El termo alto y rojo. Lottie avanzó con avidez hacia él.

—Así me gusta —dijo el hombre—, pero después de que ayudes a papá con su historia.

—Nunca te ayudaré.

—¿No? —Agitó una bolsa de papel que escondía de la luz—. Pastel de carne. Zumo de manzana frío y pastel de carne caliente.

El estropajo había regresado, compacto como antes en el paladar y hasta la garganta. Y su estómago estaba vacío, de lo cual no había sido consciente hasta ahora, pero cuando el hombre había mencionado el pastel de carne, sus tripas resonaron como una campana.

Lottie sabía que debería darle la espalda y decir que se fuera, y si no hubiera tenido tanta sed, si su garganta hubiera sido capaz de tragar, si su estómago no hubiera empezado a crujir, si no hubiera olido el pastel, lo habría hecho sin la menor duda. Se le habría reído en la cara. Habría bailado un zapateado. Habría chillado y aullado. Pero el zumo de manzana frío y dulce, después de la comida…

Avanzó hacia la luz, en dirección al hombre. Muy bien. Le iba a dar una lección. No tenía miedo.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

El hombre rio.

—Cuánta amabilidad —dijo.