6

—¿Qué tenemos para mañana?

Dennis Luxford señaló con el dedo a Sarah Happleshort, su directora de noticias. La mujer empujó el chicle con la lengua hacia un lado de la boca y levantó sus notas.

Alrededor de la mesa, el resto de los directores aguardaban el final de su conferencia diaria. La reunión servía para decidir el contenido del Source del día siguiente, cómo se hilarían los artículos y para saber la decisión de Luxford sobre la primera plana. Deportes había luchado por conceder más espacio a la selección de críquet inglesa, una sugerencia acogida con sorna, pese al reciente fallecimiento del mejor bateador inglés. En comparación con la rumba del chapero, la muerte por asfixia de un eminente jugador de críquet era peccata minuta, independientemente de quién hubiera sido detenido y acusado del asesinato. Además, la noticia era agua pasada y no procuraba la diversión de los intentos de los tories por paliar los perjuicios ocasionados por Sinclair Larnsey, el chapero con quien le habían pillado y el Citroén de ventanas cubiertas de vapor («El muy mamón ni siquiera compra productos ingleses»), dijo Sarah Happleshort con inquina), donde en teoría la pareja estaba «discutiendo los peligros de la tentación» cuando fue interrumpida por la policía.

Sarah utilizó un lápiz para señalar los temas de su lista.

—Larnsey se ha reunido con el comité de su distrito electoral. Aún no hay nada concreto, pero una fuente de confianza nos ha informado que ha solicitado retirarse. Parece que East Norfolk está dispuesto a soportar las rechiflas ocasionales. Todo es perdonable a la luz de la caridad cristiana, pero al parecer han puesto como límite la debilidad humana que incluye hombres casados, chicos adolescentes, automóviles cerrados, e intercambio de fluidos corporales y dinero. Por lo visto, la cuestión crucial que se debate en el comité es si están dispuestos a forzar una elección complementaria mientras la popularidad del diputado esté a la baja. Si no, dará la impresión de que no les importa el compromiso con los valores ingleses básicos. Si tiran adelante, perderán el escaño a manos de los laboristas, y lo saben.

—Política, como de costumbre rezongó el director de Deportes.

—La historia ya está cansando —añadió Rodney Aronson.

Luxford no les hizo caso. El director de Deportes imprimiría su artículo sobre críquet, pese al cambio actual de acontecimientos, y Rodney tenía sus propias obsesiones, que no tenían nada que ver con el polvo acumulado sobre una noticia. Había estado observando a Luxford toda la tarde, como un científico que estudiara una ameba en proceso de división, y Luxford estaba seguro de que el escrutinio tenía poco que ver con el contenido de la siguiente edición del Source, y sí mucho con las especulaciones acerca de los motivos de Luxford para no haber comido en todo el día, para haberse sobresaltado más de una vez cuando sonaba el teléfono, para haberse apoderado de la primera entrega de correo del día y examinado las cartas con demasiada concentración.

—El chapero ha hecho su reverencia al público —continuó Sarah Happleshort—, por mediación de su padre. La declaración: «Daffy lamenta profundamente los problemas del señor Larnsey. Daffy opina que es un tipo bastante agradable».

—¿Daffy? —preguntó con incredulidad el responsable de Fotografías—. ¿Larnsey se ha tirado a un chapero llamado Daffy?

—Tal vez grazna cuando se corre —dijo el director de Negocios. Carcajadas generalizadas. Sarah continuó.

—No obstante, tenemos una cita del muchacho que tal vez nos interese utilizar como introducción. —Se volvió hacia Deportes, que estaba tomando aliento para defender una vez más a su jugador de críquet asfixiado—. Vamos, Will, sé realista. Nos tiramos seis días con la muerte de Fleming en primera página. La historia ya huele. Pero esto… Imagínatela con una foto. Daffy habla a la prensa. Se le pregunta acerca de su estilo de vida. ¿Qué se siente al hacerlo en coches con hombres de edad madura? El dice: «Es una manera de ganarse la vida, ¿no?». Ese es nuestro titular. Con un comentario apropiado en la página seis sobre lo que los tories, mediante la mala administración del gobierno y la economía, han hecho a los jóvenes. Rodney puede escribirlo.

—Encantado en cualquier otra circunstancia —dijo Rodney, magnánimo—, pero en este caso debería ser obra de Dennis. Su pluma es mucho más venenosa que la mía, y los tories se merecen una zurra del maestro. ¿Qué dices, Den? ¿Te sientes con ánimos? —Compuso una expresión de preocupación cuando añadió—: Hoy pareces un poco alicaído. ¿Algún problema?

Luxford obsequió a Rodney con un escrutinio de cinco segundos. Lo que Rodney quería decir era «¿Perdiendo los estribos, Den? ¿Te estás acojonando?», pero carecía del valor para ser tan franco. Luxford se preguntó si tendría bastante mierda acumulada para despedir a aquel gusano, tal como se merecía. Lo dudaba. Rodney era demasiado listo.

—Larnsey ocupa la primera página —dijo Luxford—. Publicad la foto del chapero. Enviadme una copia de los titulares con la foto antes de imprimir. El críquet que vuelva a los deportes.

Repasó el resto de los artículos sin consultar sus notas. Negocios, política, noticias del mundo, crónica negra. Habría podido mirar su libreta sin perder el respeto de los redactores, pero quería que Rodney viera y recordara quién sujetaba las riendas del Source.

Terminó la reunión con el habitual arrastrar de pies, mientras Deportes gruñía algo acerca de la «decencia humana básica» y Fotos gritaba hacia la sala de redacción «¿Dónde está Dixon? Necesito una foto de Daffy», entre rechiflas y graznidos. Sarah Happleshort recogió sus papeles, mientras bromeaba con Política y Crónica Negra. Los tres se encaminaron hacia la puerta, donde se apartaron para dejar pasar a la secretaria de Luxford.

—Una llamada telefónica, señor Luxford —dijo la señorita Wallace—. Le dije antes que usted estaba en una reunión e intenté que me diera su número, pero no me lo dio. Ha telefoneado dos veces. Le tengo en la línea.

—¿Quién es? —preguntó Luxford.

—No me lo ha dicho. Sólo que quiere hablar con usted sobre… el chaval. —Eliminó la expresión turbada de su cara mediante el expediente de agitar la mano delante de ella, como si el aire estuviera plagado de mosquitos—. Es la expresión que utilizó, señor Luxford. Supongo que se refiere al joven que… la otra noche en la estación de tren…

Enrojeció. No por primera vez, Dennis Luxford se preguntó cómo había sobrevivido la señorita Wallace en el Source durante tanto tiempo. La había heredado de su antecesor, quien se había reído mucho a expensas de su delicada sensibilidad.

—Le dije que Mitch Corsico era el reportero que estaba trabajando en el reportaje pero, según él, está seguro de que usted no quiere que hable con Corsico.

—¿Quieres que me ocupe yo, Den? —preguntó Rodney—. No nos interesa que cualquier don nadie llame y quiera charlar con el director.

Pero Luxford sintió que su estómago se tensaba cuando pensó en la posibilidad que encerraban las palabras «quiere hablar sobre el chaval».

—Ya contesto yo —dijo—. Páseme la llamada.

La señorita Wallace volvió a su mesa para hacerlo.

—Den, estás sentando un precedente —dijo Rodney—. Leer sus cartas es una cosa, pero recibir sus llamadas…

El teléfono sonó.

—Agradezco el consejo, Rod —dijo Luxford mientras se acercaba a su mesa para contestar.

Existía una posibilidad de que la señorita Wallace no se hubiera equivocado en su presunción, de que el hombre tuviera información sobre el chapero, de que la llamada no fuera otra cosa que una intrusión en una jornada agotadora. Descolgó el auricular.

—Luxford —dijo.

—¿Dónde estaba el artículo, Luxford? —preguntó un hombre—. Voy a matarla si no publicas esa historia.

Gracias a anular una reunión y aplazar otra, Eve Bowen logró llegar a Harrod’s a las cinco. Había dejado que su ayudante político hiciera juegos malabares con su agenda. Hizo llamadas telefónicas a diestro y siniestro, dando disculpas y excusas creíbles, y dirigió miradas inquisitivas en su dirección cuando Eve ordenó que trajeran su coche al instante. Podría haber ido a pie desde Parliament Square hasta el Ministerio del Interior, y Joel Woodward lo sabía. Por lo tanto, también sabía que el brusco «Ha surgido algo. Anula la reunión de las cuatro y media» no tenía nada que ver con asuntos relacionados con el gobierno.

Joel se haría preguntas, por supuesto. Su ayudante político manifestaba una curiosidad inquietante por su vida privada, pero no haría preguntas a las que ella debiera responder con complicadas mentiras. Tampoco compartiría con otras personas las sospechas que abrigaba sobre la llamada telefónica que Eve había recibido. Cuando volviera se limitaría a preguntar «¿Ha ido bien la reunión?», y trataría de leer en su respuesta el grado de veracidad. Cabía la posibilidad de que hiciera unas cuantas llamadas para verificar sus movimientos, en busca de inconsistencias entre uno y otro, pero se guardaría las conclusiones. Era la encarnación de «Por la Reina y por la Patria», por no mencionar «Por el Patrón», y le gustaba demasiado la dudosa importancia de su trabajo para ponerlo en peligro si la disgustaba. Para Joel Woodward era mejor no saberlo todo (en una situación en que el silencio y un significativo gesto de cabeza dirigido a mortales inferiores telegrafiaban su intimidad con los asuntos de la subsecretaria del Ministerio del Interior) que verse relegado a un puesto en que no sabría nada de nada, con lo cual debería confiar sólo en su intelecto y habilidad para establecerse en la jerarquía administrativa.

En cuanto a su chófer, su trabajo era conducir, y estaba muy acostumbrado a llevarla en un solo día a lugares tan dispares como Bethnal Green, Mayfair y la prisión de Holloway. Apenas concedería importancia a la orden de llevarla a Harrod’s.

La dejó en la entrada de Hans Crescent. A su «Veinte minutos, Fred», el hombre respondió con un gruñido simiesco. Entró por las puertas de bronce, donde guardias de seguridad vigilaban la aparición de terroristas decididos a perturbar el flujo de los negocios, y se encaminó a las escaleras mecánicas. Pese a la hora avanzada de la tarde, las escaleras estaban repletas de compradores, y se encontró embutida entre tres mujeres cubiertas por purdah de la cabeza a los pies, y una horda de alemanes cargados con bolsas de compra.

En la cuarta planta, se abrió paso entre chándales, trajes de baño, chicas con sombrero de paja y rastafaris hasta el departamento de diseñadores exclusivos, donde, tras un despliegue de tejanos negros, tops negros, chaquetas bolero negras, chalecos negros y boinas negras, la cafetería Way Inn atendía a la clientela del departamento.

Vio que Dennis Luxford ya había llegado y se había procurado una mesa de superficie gris, situada en una esquina oculta en parte por una gruesa columna amarilla. Estaba bebiendo de vaso largo y espumoso, y fingía leer el menú.

Eve no le veía desde la tarde en que había averiguado que estaba embarazada. Sus pasos habrían podido cruzarse en los años transcurridos, sobre todo desde que ella se adentró en la vida pública, pero se había ocupado de que no sucediera. Parecía que él se había sentido igualmente feliz de mantener las distancias, y como su cargo de director, primero en el Globe, y después en el Source, no imponía que se codeara con políticos si no le apetecía, nunca había vuelto a presentarse en un congreso por y o en otro acontecimiento donde hubieran podido coincidir.

Comprobó que había cambiado muy poco. El mismo pelo abundante color arena, las mismas ropas elegantes, la misma figura esbelta, las mismas patillas demasiado largas. Incluso (se levantó cuando ella llegó a la mesa) la misma cicatriz que cruzaba parte de su barbilla, recuerdo de una pelea en el dormitorio del Colegio Masculino Baverstock, durante el primer mes de su estancia. Habían comparado sus respectivas cicatrices faciales entre los estallidos sexuales que tenían lugar en su habitación del hotel de Blackpool, más de diez años antes. Ella había querido saber por qué no se dejaba barba para disimularla. Él había querido saber por qué se había dejado crecer en exceso el flequillo para ocultar la suya, que partía su ceja derecha.

—Dennis —dijo a modo de saludo, sin hacer caso de la mano que él extendía.

Movió el vaso de Dermis hacia el lado opuesto de la mesa, pera que fuera él, y no ella, quien estuviera de cara al interior de los grandes almacenes. Depositó su maletín en el suelo y se sentó en el lugar que Luxford había ocupado.

—Te concedo diez minutos. —Apartó el menú a un lado—. Un café solo —dijo al camarero cuando apareció. Se volvió hacia Dennis—. Si has apostado a un fotógrafo para captar este tierno momento entre nosotros para la edición de mañana, dudo que pueda sacar algo más que mi nuca, y como no tengo la intención de salir de aquí en tu compañía, no existirá otra oportunidad de que tus lectores sepan que hay una relación entre ambos.

Observó que sus palabras parecían desconcertar a Dermis, un ejemplo más de su extraordinario talento para el disimulo.

—Por el amor de Dios, Evelyn —dijo—, no te he telefoneado para eso.

—Haz el favor de no insultar mi inteligencia. Los dos sabemos tu filiación política. Te encantaría derribar al gobierno, pero ¿no crees que estás corriendo un peligro susceptible de destruir tu carrera, si llegara a saberse tu relación con Charlotte?

—Dije desde el primer momento que admitiría públicamente ser su padre si es necesario para…

—No estoy hablando de esa relación, Dennis. La historia pasada no es tan interesante como los acontecimientos de la actualidad. Tú lo sabes mejor que nadie. No, estoy hablando de una relación más reciente que engendrar a mi hija.

Concedió un énfasis especial a la palabra «engendrar» y se reclinó en su silla cuando le trajeron el café. El camarero preguntó a Dennis si quería otra Perrier, y Dennis asintió. Luego estudió a Eve. Su expresión era de perplejidad, pero no hizo comentarios hasta que estuvieron solos de nuevo con sus bebidas, unos dos minutos más tarde.

—No existe una relación más reciente entre Charlotte y yo —dijo.

Eve revolvió el café con aire pensativo y le observó a su vez. Tuvo la impresión de que había aparecido una línea de sudor en el nacimiento de su pelo. Se preguntó por la causa: ¿el esfuerzo de disimular, o la tensión de interpretar la escena con éxito, antes de imprimir la edición de mañana de su repulsivo periódico?

—Temo que sí hay una relación más reciente —replicó—. Me gustaría informarte de que tu plan no resultará como imaginabas. Puedes retener a Charlotte como rehén tanto tiempo como quieras con la intención de manipularme, Dennis, pero el desenlace de esta situación no va a cambiar: tendrás que devolverla, y yo me encargaré de que te acusen de secuestro. Lo cual, diría yo, no servirá de mucho para mejorar tu carrera o tu reputación, aunque reconozco que aumentará las ventas del periódico que ya no dirigirás.

Dennis tenía los ojos clavados en los suyos, de modo que Eve vio la rápida dilatación de sus pupilas. No cabía duda de que intentaba descubrir hasta qué punto se estaba echando un farol.

—¿Estás loca? —dijo—. Yo no tengo a Charlotte. No la retengo ni la he secuestrado. Ni siquiera sé…

Risas procedentes de la mesa vecina le interrumpieron. Tres mujeres cargadas con bolsas se habían sentado. Discutían a voz en cuello los méritos de las tartas de fruta sobre el pastel de limón, como reconstituyente ideal para el agotamiento subsiguiente a una tarde en Harrod’s.

Dennis se inclinó y habló con voz tensa.

—Evelyn, maldita sea, será mejor que me escuches. Esto es real. Real. Yo no tengo a Charlotte. No tengo ni idea de dónde está, pero alguien sí, y me llamó por teléfono hace una hora y media.

—Eso dices tú.

—Y así fue. Por el amor de Dios, ¿para qué iba a inventar esta historia? —Cogió la servilleta y la estrujó. Habló en voz más baja—. Limítate a escucharme, ¿de acuerdo?

Echó un vistazo a la mesa de al lado, donde las compradoras se habían decantado por el pastel de limón. Se volvió hacia Eve. Ocultó sus palabras y su cara al restaurante y sus ocupantes, y dio la impresión momentánea (muy bien hecho, pensó Eve) de que consideraba tan importante como ella que nadie se enterara de su encuentro. Relató su supuesta conversación con el secuestrador.

—Dijo que quería ver la historia publicada en el periódico de mañana. Dijo: «Quiero la verdad sobre su primogénita en el diario, Luxford. La quiero en primera página. Quiero que sea usted quien cuente toda la historia, sin dejar nada. Sobre todo el nombre de la madre. Quiero leer su nombre y toda la jodida historia». Yo le contesté que era imposible. Le dije que tendría que hablar contigo antes, que yo no era la única persona implicada, que había que pensar también en los sentimientos de la madre.

—Muy bondadoso de tu parte. Siempre tuviste muy en cuenta los sentimientos de los demás.

Eve se sirvió más café y añadió azúcar.

—No mordió el anzuelo —dijo Luxford, sin hacer caso de su pulla—. Preguntó cuándo me había preocupado por los sentimientos de la madre.

—Muy comprensivo de su parte.

—Escucha, maldita sea. Dijo: «¿Cuándo te preocupaste por mamá, Luxford? ¿Cuando hiciste lo que hiciste? ¿Cuando dijiste “Hablemos”? Hablar. Menuda broma, cerdo». Y eso me hizo pensar… Evelyn, ha de ser alguien que estuvo en el congreso de Blackpool. Tú y yo hablamos allí. Así empezó.

—Sé muy bien cómo empezó —replicó ella con frialdad.

—Pensamos que éramos discretos, pero debimos equivocarnos en algo. Y alguien ha estado esperando el momento propicio desde entonces.

—¿Para?

—Para acabar contigo. Escucha. —Dennis movió la silla hacia ella. Eve consiguió reprimir el impulso de apartar la suya—. A pesar de lo que pienses sobre mis intenciones, el secuestro de Charlotte no tiene como objetivo derribar al gobierno.

—¿Cómo puedes decir eso, cuando a tu periódico se le hace la boca agua con lo de Sinclair Larnsey?

—Porque esta situación no se parece ni remotamente a la de Profumo. Sí, el caso Larnsey hace que el gobierno parezca idiota con su compromiso con los valores británicos básicos, pero existen pocas posibilidades de que el gobierno caiga. Ni por Larnsey ni por ti. Estamos hablando de pecadillos sexuales. No se trata de un diputado que ha mentido al Parlamento. No hay espías rusos implicados. No es un complot. Es algo personal. Algo personal contigo y con tu carrera. Tienes que entenderlo.

Extendió la mano sobre la mesa impulsivamente. Cerró los dedos alrededor del brazo de Eve. Ella sintió el calor de sus dedos, que ascendió al instante por sus venas hasta quemar su garganta.

—Quítame la mano de encima, por favor —dijo sin mirarle. Como Luxford no movió la mano, le miró—. Dennis, he dicho…

—Te he oído. —Luxford no se ¿Por qué me odias tanto?

—No seas ridículo. Para odiarte tendría que pararme a pensar en ti. Cosa que no hago.

—Mientes.

—Quítame la mano del brazo antes de que te arroje el café a la cara.

—Me ofrecí a casarme contigo, Evelyn. Tú te negaste.

—No me cuentes mi historia. Me la sé de memoria.

—En ese caso, no puede ser porque no nos casáramos. Debe ser porque sabías que yo no te quería. ¿Ofendió tus principios puritanos? ¿Aún dura? ¿Saber que fuiste mi debilidad sexual? ¿Haberte acostado con un hombre que, en el fondo, sólo quería follarte? ¿O el acto en sí no fue una ofensa tan grande como el placer que lo acompañó? Tu placer, por cierto. El mío está implícito en la existencia de Charlotte.

Eve sintió ganas de abofetearle. De no haber estado en un lugar público, lo habría hecho. Su palma ansiaba entrar en contacto con la cara de Luxford.

—Eres despreciable —dijo.

Luxford apartó la mano.

—¿Por qué? ¿Por tocarte entonces? ¿O por tocarte ahora?

—Tú no me tocas. Nunca pudiste.

—Te engañas, Eve.

—¿Cómo te atreves…?

—¿A qué? ¿A decir la verdad? Hicimos lo que hicimos, y los dos disfrutamos. No reescribas la historia porque prefieres no afrontarla. Tampoco me culpes por haberte proporcionado el único buen rato que habrás tenido en tu vida.

Eve empujó la taza de café hacia el centro de la mesa. Luxford se anticipó a sus intenciones y se puso de pie. Dejó caer un billete de diez libras junto a su vaso de agua.

—Este tipo quiere la historia en el periódico de mañana —dijo—. Quiere toda la historia, de pe a pa, en primera plana. Yo estoy dispuesto a escribirla. Puedo retener las rotativas hasta las nueve de la noche. Si decides tomarte esto en serio, ya sabes dónde encontrarme.

—El tamaño de tu ego siempre fue el menos atrayente de tus atributos personales, Dennis.

—Y el tuyo fue la desesperada necesidad de decir siempre la última palabra, pero no puedes dominar esta situación. Será mejor que lo comprendas antes de que sea demasiado tarde. Al fin y al cabo, hay otra vida en juego además de la tuya.

Dio media vuelta y se marchó.

Eve sintió tensos los músculos de su cuello y hombros y los masajeó. Dennis Luxford encarnaba todo cuanto despreciaba en los hombres, y aquel encuentro sólo había servido para reforzar aquella certeza. Pero ella no se había abierto camino hasta su actual posición a base de someterse a los intentos de dominación masculinos. No estaba dispuesta a capitular. Podía intentar manipularla con notas de secuestro apócrifas, con llamadas telefónicas ficticias, con exhibiciones ampulosas de preocupación paternal aún más ampulosa. Podía intentar pulsar las cuerdas del instinto maternal, que debía considerar intrínseco a la naturaleza femenina. Podía fingir indignación, sinceridad o perspicacia política. Pero nada de ello podía obviar el hecho de que el Source, después de seis meses bajo la batuta de Dennis Luxford, había hecho todo lo posible por humillar al gobierno y defender la causa de la oposición. Lo sabía tan bien como había logrado implicar a su hija, que Eve Bowen se levantaría en público, confesaría sus pecados pasados, destruiría su carrera y permitiría que otra persona fuera conducida a la hoguera en que la prensa intentaba quemar al gobierno… Nada podía ser más ridículo.

En el fondo, el asunto giraba en torno a su periódico. Giraba en torno a las guerras de tirada, posicionamiento político, ingresos por publicidad y reputación editorial. Ella no era más que un peón en las maniobras por aumentar o conservar el poder que Dennis Luxford estaba orquestando. Su único error había sido dar por sentado que Eve Bowen se dejaría colocar en la posición del tablero que a él le apeteciera.

Era un cerdo. Siempre había sido un cerdo.

Eve se levantó y recogió su maletín. Se dirigió hacia la salida de la cafetería. Hacía mucho rato que Dennis se había marchado, de modo que no temía que alguien relacionara su presencia en Harrod’s con la del periodista. Una pena para él, pensó. Nada iba a funcionar como había planeado.

Rodney Aronson no daba crédito a sus ojos. Se había agazapado detrás de los colgadores de ropa y los expositores de sombreros negros desde que Luxford había entrado en la cafetería. No había visto llegar a la mujer, apartado durante medio minuto de su puesto de observación por un sudoroso empleado que empujaba un colgador de chaquetas cruzadas negras con grandes botones plateados. Mientras intentaba verla mejor, una vez Mr. Sudores consiguió disponer dos colgadores de pantalones a su gusto, sólo había logrado divisar una espalda esbelta embutida en una chaqueta a medida y una suave cascada de color hoja de haya otoñal. Había intentado ver más, pero sin éxito. No podía correr el riesgo de atraer la atención de Luxford.

Una cosa había sido observar que el cuerpo de Luxford se tensaba cuando sonó el teléfono, ver que su silla giraba en redondo para ocultar el rostro, ser despedido con un sumario «Ocúpate del editorial sobre el chapero, Rodney», jugar al gato y ver al ratón Luxford salir y parar un taxi en Ludgate Circus, seguirle en otro taxi como un detective de un film noir de serie B. Todo habían sido actividades excusables, siguiendo la consigna de «no olvidar jamás los intereses del lector». Pero esto… esto era peligroso. La intensidad de la conversación entre el director del Source y Pelo Hoja de Haya sugería algo más que una entrevista profesional, algo que podía traducirse al presidente del Source como una traición a los intereses del periódico. Eso era lo que Rodney andaba buscando, por supuesto. Una oportunidad de desbancar a Luxford y asumir el puesto que le correspondía por derecho, al frente de la reunión informativa cada día. El encuentro que estaba presenciando (lástima de la distancia que debía mantener) tenía todas las características de una cita amorosa: las cabezas inclinadas una hacia la otra, los hombros encorvados para resguardar conversaciones en susurros, el movimiento de la silla de Luxford hacia la de ella, aquel tierno y breve momento de contacto físico (la mano sobre el brazo en lugar de la mano debajo de la falda), y el detalle más inconfundible: llegar por separado y marcharse de la misma manera. No cabía duda. El viejo Den estaba poniendo cuernos a su mujer.

«Debe de creerse totalmente a salvo», pensó Rodney. Siguió a la mujer a prudente distancia y la examinó. Tenía buenas piernas y un culito apetecible, y el resto debía de ser tan decente como insinuaba el severo corte de su vestido. Pero no olvidemos que, todo lo contrario de Rodney, al viejo Den le esperaba en casa, para satisfacer sus necesidades nocturnas, la maravillosa Fiona. Aquella diosa decoraba el hogar de Dennis Luxford. La fabulosa Fiona. La que había sido bautizada Pómulos, en referencia a los más famosos huesos faciales que habían adornado la portada de una revista. Con Fiona a mano en casa (y la imaginación calenturienta de Rodney recreaba el estado del atuendo, el estado de ánimo y el estado de impaciencia con que la etérea hechicera Fiona recibía a su señor y dueño cuando regresaba cada noche de Fleet Street), ¿qué demonios hacía el taladro de Luxford horadando a otra?

Para Rodney carecía de lógica que un hombre pudiera engañar a una mujer como Fiona, que un hombre quisiera engañar a una mujer como Fiona. No obstante, sostener un tórrido romance a escondidas, cuando uno estaba casado con Pómulos, explicaba la reciente preocupación de Luxford, el dudoso estado de sus nervios y su misteriosa desaparición de anoche. No se encontraba en casa, según le había dicho la espectacular esposa. No estaba en el trabajo, según los fisgones de la sala de redacción. No estaba en el coche, según su teléfono inalámbrico. En aquel momento, Rodney había aceptado la idea de que Luxford se había escapado a cenar, pero ahora sabía que, si se había escapado a algún sitio, lo había hecho con Pelo Hoja de Haya.

Por otra parte, su cara le sonaba, aunque era incapaz de colgarle un nombre. Era alguien, una abogada o miembro de alguna empresa importante.

Se acercó más a ella cuando faltaba poco para las escaleras mecánicas. Sólo había visto una vez su cara cuando salió de la cafetería. Todo lo demás había sido de espaldas. Si conseguía inspeccionarla durante un minuto, estaba seguro de que recordaría su nombre. Pero era imposible: o se precipitaba delante de ella en la escalera mecánica, y luego subía a contracorriente para verla cara a cara, o no había manera. Tendría que conformarse con seguirla, con la esperanza de que algo la descubriera.

Bajó directamente a la planta baja entre una manada de compradores que, como ella, se encaminaban hacia las salidas. Eran como un flujo de lava de bolsas de compra verdes. Farfullaban en una docena de idiomas y gesticulaban para subrayar sus palabras. Recordó por segunda vez aquel día (la primera había sido cuando siguió a Luxford) por qué nunca iba a Harrod’s.

Debido a la hora, la planta baja era una masa apretada de clientes que se abrían paso hacia las puertas. Cuando Pelo Hoja de Haya salió con ellos, Rodney rezó para que se dirigiera hacia la estación de metro de Knightsbridge. Era cierto que su forma de vestir sugería limusinas, taxis o un coche propio, pero la esperanza es lo último que se pierde. Porque si cogía el metro, no le perdería la pista. Bastaría con seguirla hasta su casa y su identidad sería una simple cuestión de minutos.

Sus esperanzas se disiparon cuando salió a la calle diez segundos después que ella. Escudriñó la acera en busca del color de su cabello, entre las hordas que doblaban la esquina de Basil Street hacia la estación de Knightsbridge. La vio, y al principio pensó que le iba a hacer el favor de bajar al metro, pero cuando giró por Hans Crescent, vio que caminaba a grandes zancadas hacia un Rover negro, del cual salió un chófer vestido con un traje oscuro. La mujer se volvió en dirección a Rodney cuando entró en el asiento trasero, y él vio su cara por un instante.

Memorizó la cara: el cabello liso que la enmarcaba, las gafas de concha, el labio inferior grueso, la barbilla afilada. Llevaba ropas y un maletín que proclamaba poder, y caminaba con un paso decidido que también proclamaba poder. Nunca habría imaginado que un bastardo como Dermis Luxford elegiría aquel tipo de mujer para poner los cuernos a su esposa. Por otra parte, no cabía duda de que debía proporcionar cierta satisfacción primitiva, de cavernícola, rendir sobre el colchón a una mujer semejante. A Rodney no le gustaba el tipo dominante, pero seguro que Luxford (un tipo dominante) consideraría un auténtico afrodisíaco el desafío de ablandarla primero, seducirla a continuación, y emplearla después. Bien, ¿quién era ella?

Vio que el coche se zambullía en el torrente de tráfico vespertino. Cogió su coche y lo siguió. Cuando pasó a su lado, Rodney dedicó su atención al pasajero, al chófer y, por fin, al propio coche. Fue entonces cuando vio la matrícula y, más importante aún, las últimas tres letras de la matrícula. Sus ojos se desorbitaron: formaban parte de una serie, lo cual convertía al Rover en parte de una flota de coches. Y él había merodeado lo suficiente por Westminster para saber de dónde era esa flota. Su boca esbozó una sonrisa de felicidad, y se oyó graznar.

Cuando el coche dobló la esquina, su imagen perduró en la mente de Rodney. Así como la interpretación de aquella imagen.

La matrícula era del gobierno, lo cual significaba que el Rover pertenecía al gobierno. Así pues, Pelo Hoja de Haya era un miembro del gobierno. Y eso significaba (y Rodney no pudo contener un grito de júbilo cuando pensó en ello) que Dennis Luxford, supuesto simpatizante del Partido Laborista, director de un diario laborista, se estaba tirando al enemigo.