St. james dejó a Helen y a Deborah en Marylebone High Street, frente a una tienda llamada Comestibles Pumpkin, donde una anciana que sujetaba con una correa a un impaciente foxterrier investigaba en canastos de fresas. Helen y Deborah, provistas de la foto de Charlotte Boiven, recorrerían las zonas circundantes a la Escuela Primaria de Santa Bernadette, en Blandford Street, la diminuta casa de Damien Chambers, en Cross Keys Close, y Devonshire Place Mews, cerca del final de la calle mayor. Su propósito era doble. Buscarían a alguien que hubiera visto a Charlotte la tarde anterior. Detallarían todas las rutas posibles que la niña hubiera podido tomar desde la escuela a la casa de Chambers, y desde la casa de Chambers a la suya. Su objetivo era Charlotte. El objetivo de St. James era la amiga de Charlotte, Breta.
Mucho después de que hubiera dejado a Helen en su piso y de que Deborah se hubiera acostado, St. james había vagado por la casa, inquieto. Comenzó por el estudio, donde sacó libros al azar de las estanterías, mientras bebía dos coñacs y fingía leer. De allí pasó a la cocina, donde se preparó una taza de Ovaltine (que no bebió) y dedicó diez minutos a lanzar una pelota de tenis desde la escalera a la puerta trasera, para regocijo canino de Reacia. Subió por la escalera hasta su habitación y contempló dormir a su mujer. Por fin, subió al laboratorio. Las fotografías de Deborah seguían esparcidas sobre la mesa de trabajo, donde las había dejado antes, y a la luz del techo estudió la foto de la chiquilla antillana sosteniendo la bandera inglesa. No podía tener más de diez años, decidió, La edad de Charlotte Bowen.
St. James devolvió las fotos al cuarto oscuro de Deborah y buscó los forros de plástico en que había colocado las notas recibidas por Eve Bowen y Dermis Luxford. Junto a las notas dejó la lista impresa que Eve Bowen le había dado. Encendió tres lámparas de alta intensidad y cogió una lupa. Estudió las dos notas y la lista.
Se concentró en las coincidencias. Como no había palabras comunes, tenía que basarse en las letras comunes. La f, la doble t, la q y la letra más segura para los análisis y desentrañar códigos, la e.
La cruceta de la f en la nota de Luxford coincidía exactamente con la de la f en la de Bowen: en ambos casos, la cruceta se utilizaba para enlazar con la letra que seguía a la f El mismo estilo de cruceta se había empleado en la doble t de Charlotte y en la de Lottie. La q de ambas cartas quedaba sola, sin ningún nexo con las letras que la seguían. Por otra parte, la curva inferior de la e siempre enlazaba con la letra siguiente, mientras que la curva inicial no estaba unida en ningún caso a la precedente. El estilo general de ambas notas oscilaba entre la letra de imprenta y la cursiva, como un paso intermedio entre ambas. Incluso para un ojo inexperto que examinara superficialmente ambas notas, estaba claro que habían sido trazados por la misma mano.
Alzó la lista de Eve Bowen y buscó la clase de similitudes sutiles que incluso una persona empeñada en disimular su caligrafía fracasaría en evitar. Formar una letra es una actividad tan inconsciente que, sin prestar atención a cada trazo de la pluma o el lápiz, alguien que intenta disimular su caligrafía está condenado a cometer un error involuntario. Era lo que St. James buscaba: el bucle característico de una l, el punto de inicio de una a o una o, el nacimiento de la curva de una r, el espaciado similar entre dos letras, una uniformidad en la manera en que la pluma o el lápiz se alzaban al final de una palabra, antes de empezar otra.
Sr. James examinó cada letra por separado con la lupa. Midió el espacio entre las palabras, así como la anchura y altura de las letras. Lo hizo con las dos notas del secuestro y con la lista de Eve Bowen. El resultado fue el mismo: las notas habían sido escritas por la misma mano, pero la mano no pertenecía a Eve Bowen.
St. James se irguió en su taburete y pensó en qué dirección lógica iba a encaminarle aquel análisis de muestras de escritura. Si Eve Bowen le había dicho la verdad (que Dennis Luxford era la única persona enterada de la identidad del padre natural de Charlotte), el siguiente paso razonable sería conseguir una muestra de la caligrafía de Luxford. No obstante, emprender semejante viaje por el laberinto de la quirografía se le antojaba una excesiva pérdida de tiempo. Porque si Dennis Luxford estaba detrás de la desaparición de Charlotte (con su experiencia periodística y sus conocimientos del funcionamiento de la policía), no habría sido tan idiota para escribir a pluma las notas en que anunciaba su secuestro.
Y aquello era lo que St. James encontraba tan extraño. Aquella era la causa de su inquietud: que alguien hubiera escrito las notas a mano, No las habían escrito a máquina ni las habían compuesto con letras recortadas de periódicos o revistas. La circunstancia sugería dos posibilidades: el secuestrador no esperaba que le cogieran, o no esperaba que le castigaran cuando se arrojara luz sobre la verdad del secuestro.
Fuera como fuese, la persona que había raptado a Charlotte Bowen era alguien que conocía al dedillo los movimientos de la niña, o que había dedicado bastante tiempo a estudiarlos antes del secuestro. En el primer caso, un miembro de la familia tenía que estar implicado, aunque fuera de manera remota. En el segundo, existía la posibilidad de que el secuestrador previamente la hubiera seguido, y una persona que sigue a otra acaba por llamar la atención. La persona más susceptible de fijarse era la propia Charlotte, o su amiga Breta. Con Breta en mente, Sr. James condujo en dirección norte hasta Devonshire Place Mews, después de dejar a su mujer y a Helen Clyde en Marylebone High Street.
Un coro cantaba a capela detrás de la puerta de Eve Bowen. Cuando tocó el timbre, St. James oyó el típico canto masculino que se escucha en monasterios o catedrales. En respuesta a su llamada, los cánticos enmudecieron con brusquedad. Un momento después, la puerta se abrió.
Esperaba encontrarse con Eve Bowen o su marido, pero ante él se erguía una mujer de cara colorada en forma de pera. Llevaba un abultado jersey naranja sobre unos pantalones púrpura, abolsados en las rodillas.
—No quiero suscripciones se apresuró a decir la mujer, ni testigos de Jehová, ni lecturas del Libro de los Mormones, gracias.
Su acento era tan pronunciado como si acabara de llegar de la campiña irlandesa.
St. James, basándose en la descripción de la parlamentaria, dedujo que era la señora Maguire, el ama de llaves. Antes de que pudiera cerrar la puerta, se identificó y preguntó por Eve Bowen.
El tono de la señora Maguire adoptó al instante una serena intensidad.
—¿Usted es el caballero que investiga lo de Charlotte?
St. James asintió. El ama de llaves se apresuró a apartarse de la puerta y le condujo a la sala de estar, donde un Sanctus sombrío surgía de un magnetófono a bajo volumen. El aparato descansaba al lado de una mesita auxiliar, sobre la cual se había montado un altar improvisado. Dos velas encendidas parpadeaban a cada lado de un crucifijo, flanqueadas a su vez por una estatuilla de la Virgen con sus astilladas manos extendidas, y otra de un santo barbudo con un chal verde sobre un hábito azafrán. Al ver el altar, St. James se volvió hacia la señora Maguire y observó que en la mano derecha sostenía un rosario.
—Esta mañana voy a rezar todos los misterios —dijo la señora Maguire, y movió la cabeza en dirección al altar—. De gozo, de dolor y de gloria, los tres. Estaré de rodillas hasta terminar mi contribución, por pequeña que sea, al regreso de Charlotte. Rezo a san Judas y a la Virgen. Uno de ellos se hará cargo de este asunto.
Al parecer, no se había dado cuenta de que ya no estaba de rodillas. Se acercó al magnetófono y pulsó un botón. El cántico cesó.
—Como no puedo ir a la iglesia, me hice una en casa. El Señor lo comprende.
Besó el crucifijo que colgaba al extremo del rosario y dejó las cuentas con fervor a los pies enfundados en sandalias de san judas. Dedicó un momento a arreglarlas, de forma que no se tocaran, y dejó el crucifijo de cara arriba.
—Ella no está —dijo a St. James.
—¿La señora Bowen no está en casa?
—El señor Alex tampoco.
—¿Han salido en busca de Charlotte?
La señora Maguire tocó el crucifijo con sus dedos regordetes. Daba la impresión de que estaba buscando la respuesta más favorable entre una docena. Al parecer, abandonó la búsqueda, porque contestó con un lacónico «No».
—Entonces, ¿dónde…?
—Él ha ido a uno de sus restaurantes. Ella ha ido a la Cámara de los Comunes. El señor se habría quedado en casa, pero ella quiere que todo parezca lo más normal posible. Por eso estoy aquí y no arrodillada en la iglesia de San Lucas, donde me gustaría estar, rezando el rosario ante el Sagrado Corazón. —Dio la impresión de que esperaba la sorpresa de St. James ante aquella reacción tan fría frente a la desaparición de Charlotte, porque se apresuró a continuar—. Las apariencias engañan, joven. La señora Eve me telefoneó a la una y cuarto de la madrugada. Yo no estaba dormida, y ella ni siquiera había intentado dormir, Dios la proteja. Me dijo que usted iba a investigar este terrible asunto, y que mientras lo hiciera, los demás, el señor Alex, ella y yo, tendríamos que mantener la calma y la normalidad. Por el bien de Charlotte. Y aquí estoy, Y ella, Dios la asista, ha ido a trabajar e intentar fingir que su única preocupación en el mundo es lograr la aprobación de otra ley contra el IRA.
El interés de St. James se avivó de inmediato.
—¿La señora Bowen trabaja en la legislación referida al IRA?
—Desde el primer momento. En cuanto entró en el Ministerio del Interior, hace dos años, se metió hasta el cuello en antiterrorismo por aquí, antiposesión de Semtex por allí, y enmiendas para aumentar las penas de prisión para los miembros del IRA. Claro que siempre ha habido una solución más sencilla que darle vueltas al tema en la Cámara de los Comunes.
Allí había algo en que pensar, comprendió St. James: legislación relacionada con el IRA. Una parlamentaria de alto nivel no podía mantener en secreto su postura política ante la problemática, ni tampoco le interesaría. Esto (además de la irlandesa implicada, siquiera de forma periférica, en su vida cotidiana y en la vida de su hija) era algo a tener en cuenta, en el caso de que Breta no pudiera prestarles la ayuda que necesitaban para localizar a Charlotte.
La señora Maguire movió la mano en la dirección que Alex Stone había tomado la noche anterior al abandonar la sala de estar.
—Si quiere hablar, será mejor que me ocupe de mis cosas mientras lo hace. Tal vez si actúo con normalidad me lo acabe por creer.
Cruzaron el comedor y entraron en una cocina de diseño. Un estuche de caoba que contenía cubertería de plata estaba abierto sobre una encimera. A su lado había una jarra con líquido limpia-metales y un montón de trapos ennegrecidos.
—Un jueves normal —dijo la señora Maguire—. No entiendo cómo mantiene la serenidad la señora Eve, pero si ella es capaz de hacerlo, yo también. —Quitó la tapa de la jarra y la dejó sobre la encimera de granito. Sus labios esbozaron una mueca. Recogió una cuña verde de líquido en un trapo—. Es sólo una niña —musitó—. Dios mío, ayúdanos. Es sólo una niña.
St. James se sentó ante el bar que se extendía desde la encimera. Contempló a la señora Maguire mientras aplicaba con vigor el líquido a un cucharón.
—¿Cuándo vio por última vez a Charlotte? —preguntó.
—Ayer por la mañana. La acompañé a Santa Bernadette, como siempre.
—¿Todas las mañanas?
—Las mañanas que el señor Alex no la acompaña. No es que la acompañe, en cualquier caso, sino que la persigo. Sólo para comprobar que llega a la escuela y no termina en otro sitio.
—¿Ha hecho novillos en otras ocasiones?
—De muy pequeña. No le gusta Santa Bernadette. Preferiría un colegio público, pero la señora Eve no está de acuerdo.
—¿La señora Bowen es católica?
—Ella siempre santifica las fiestas como es debido, pero no es católica. Va todos los domingos a San Marylebone.
—Es curioso que buscara un colegio de monjas para su hija.
—Cree que Charlie necesita disciplina, y si una niña necesita disciplina, no hay como un colegio católico.
—¿Usted qué opina?
La señora Maguire clavó la vista en la cuchara. Aplicó el pulgar a la parte hueca.
—¿Qué opino?
—¿Charlotte necesita disciplina?
—Un niño educado con mano firme no necesita disciplina, señor St. James. ¿No fue ese el caso de mis cinco hijos? ¿No fue ese el caso de mis hermanos y hermanas? Dieciocho éramos, dormíamos en tres habitaciones en County Kerry, y nunca hizo falta un azote en el trasero para ponernos en vereda. Pero los tiempos han cambiado, y no soy yo quien va a tirar la primera piedra contra las atenciones maternales dispensadas por una gallarda mujer que cedió a un momento de flaqueza humana. El Señor perdona nuestros pecados, y hace mucho tiempo que perdonó los de ella. Además, algunas cosas son naturales para una mujer. Otras no.
—¿Qué cosas?
La señora Maguire se concentró en sacar brillo al cucharón. Pasó una uña por el mango.
—La señora Eve hace lo que puede —dijo—. Hace lo que puede y siempre lo ha hecho.
—¿Desde cuándo trabaja para ella?
—Desde que Charlie tenía seis semanas. No paraba de llorar, como si Dios la hubiera enviado a la tierra para poner a prueba la paciencia de su madre. No se calmó hasta que aprendió a hablar.
—¿Y su paciencia?
—Criar cinco hijos me enseñó a tener paciencia. Los berrinches de Charlie no eran nada nuevo para mí.
—¿Qué me dice del padre de Charlie? —St. James introdujo la pregunta con facilidad—. ¿Cómo la trataba?
—¿El señor Alex?
—Me refiero al padre natural de Charlotte.
—No conozco a ese malvado. ¿Ha dado alguna señal de vida desde que engendró a su hija? No. Ni una vez. Así lo prefiere, dice la señora Eve. Incluso ahora. Piense en ello. Bendito Jesús, qué daño le hizo ese monstruo. —La señora Maguire se llevó un enorme pañuelo a la cara. Se enjugó un ojo y luego el otro—. Lo siento.
—Me siento tan impotente… Sentada aquí, como si no hubiera pasado nada. Sé que es mejor así. Sé que hay que hacerlo por el bien de Charlie, pero es enloquecedor. Verdaderamente enloquecedor.
St. James la vio coger un tenedor y disponerse a hacer su trabajo como Eve Bowen le había ordenado, pero daba la impresión de que su corazón estaba en otra parte, y sus labios temblaban mientras aplicaba líquido abrillantador a los cubiertos. La emoción de la mujer parecía auténtica, pero St. James sabía que su experiencia se basaba en el estudio de las pruebas, no en la evaluación de testigos y sospechosos en potencia. Retornó el tema de los paseos matutinos y preguntó a la mujer si recordaba haber visto a alguien en la calle, alguien que hubiera podido vigilar a Charlotte, alguien que diera que sospechar.
La mujer contempló un momento el estuche antes de contestar. No se había fijado en nadie en particular, dijo por fin. Pero caminaban por la calle mayor, y siempre había gente por allí. Repartidores, profesionales camino de su trabajo, tenderos que iniciaban la jornada, corredores y ciclistas, gente que se apresuraba para coger el autobús o el metro. No se había fijado. Ni se le había pasado por la cabeza. Sólo tenía ojos para Charlie y su misión consistía en llevarla a la escuela. Pensaba en el trabajo que la esperaba, en la cena de Charlie y… Que Dios la perdonara por no haber estado alerta, por no estar ojo avizor a las acechanzas del demonio, por no vigilar a Charlie como habría debido, porque le pagaban por vigilar y confiaban en que lo hiciera, como…
La señora Maguire dejó caer el cubierto y el abrillantador. Sacó un pañuelo de la manga y se sonó ruidosamente.
—Señor, no permitas que ni un pelo de su cabeza sufra daño. Intentaremos comprender tu intención en este asunto. Llegaremos a comprender el significado de tu intención.
St. James se preguntó qué significado podía tener la desaparición de una niña, aparte del simple terror de su desaparición. Consideraba que la religión no explicaba los misterios, las crueldades o las inconsistencias de la vida.
—Antes de su desaparición —dijo—, parece que Charlotte estaba en compañía de una amiga. ¿Qué puede decirme sobre una niña llamada Breta?
—Poca cosa y poco bueno. Es una bribona, fruto de una familia rota. Por lo que Charlie decía, me dio la impresión de que su madre está más interesada en ir a bailar a discotecas que en controlar las idas y venidas de Breta. Esa niña no ha hecho ningún bien a Charlie.
—¿Bribona en qué sentido?
—Siempre tramando travesuras. Siempre quiere que Charlie sea su cómplice.
—Breta era un diablillo. Robaba dulces a los vendedores de Baker Street, se colaba en el museo de Madame Tussaud, escribía sus iniciales con rotulador en el metro.
—¿Es compañera de clase de Charlotte?
—Lo era. La señora Eve y el señor Alex organizaban hasta tal punto los días y las noches de Charlie, que su única oportunidad de hacer amigas era en Santa Bernadette.
—¿Cuándo tendría tiempo la cría de estar con ella, si no? —preguntó la señora Maguire. Siguió contestando a las preguntas de St. James. No sabía el apellido de la niña y no la conocía, pero apostaba a que los padres eran extranjeros. Y sin trabajo, añadió. Bailando toda la noche, durmiendo todo el día, y aprovechándose de la ayuda del gobierno con descaro.
St. James pensó en la inquietante extrañeza de aquel nuevo dato sobre la joven vida de Charlotee Bowen. En su caso concreto, su familia sabía los nombres, direcciones, teléfonos, y quizá el grupo sanguíneo, de todos sus amigos de la infancia y sus padres. Cuando había protestado por aquel escrutinio, su madre le había dicho que tales inspecciones y conformidades formaban parte de su trabajo como guardianes. ¿Cómo hacían ese trabajo Eve Bowen y Alexander Stone en la vida de Charlotte?, se preguntó.
Dio la impresión de que la señora Maguire leía su mente.
—Hay que mantener ocupada a Charlie, señor St. james —dijo—. La señora Eve se encarga de eso. La niña va a clases de baile los lunes después de la escuela, al psicólogo los martes, a clase de música los miércoles, a actividades deportivas los jueves. El viernes va directamente por la tarde a la oficina electoral de la señora Eve. No hay tiempo para amistades como no sea en la escuela, y eso bajo la supervisión de las hermanas, de manera que no hay peligro. Al menos en teoría.
—Entonces, ¿cuándo juega Charlotte con esa niña?
—Cuando puede robar un momento. En la escuela. Antes de sus obligaciones. Los niños siempre encuentran tiempo para sus amigos.
—¿Los fines de semana?
Charlie pasaba los fines de semana con sus padres, explicó la señora Maguire. O con ambos, o con el señor Alex en alguno de sus restaurantes, o con la señora Eve en la oficina de Parliament Square.
—Los fines de semana son para la familia —sentenció, y su tono sugirió la rigidez de la norma. Prosiguió, como si adivinara los pensamientos de St. James—. Están ocupados. Tendrían que conocer a las amigas de Charlie y saber lo que hace cuando no está con ellos. No siempre lo hacen, y así son las cosas. Dios les perdone, porque no veo cómo podrán perdonarse a sí mismos.
La Escuela Convento de Santa Bernadette se alzaba en Blandford Street, a escasa distancia del extremo oeste de la calle mayor y tal vez a medio kilómetro de Devonshire Place Mews. La escuela, cuatro pisos de ladrillo con cruces que hacían las veces de remates en sus gabletes, y una estatua de la santa homónima en un nicho situado sobre el amplio porche delantero, estaba dirigida por las Hermanas de los Santos Mártires. Las Hermanas eran un grupo de mujeres cuya edad media rondaba los setenta años. Llevaban gruesos hábitos negros, cuentas de rosario de madera alrededor de la cintura, pecheras blancas y tocas que recordaban a cisnes decapitados. Mantenían la escuela tan limpia como cálices pulimentados. Las ventanas centelleaban, las paredes inmaculadas parecían el interior de una buena alma cristiana, los suelos de linóleo gris brillaban, y el aire olía a líquido de pulir y desinfectante. Si la atmósfera de limpieza indicaba algo, el diablo no podía abrigar esperanzas de abrirse camino entre los habitantes de aquella escuela.
Después de una breve conversación con la directora de la escuela, una monja llamada hermana María de la Pasión, que escuchó con las manos enlazadas piadosamente bajo la pechera y sus penetrantes ojos negros clavados en la cara de St. James le condujeron escaleras arriba hasta el segundo piso, donde siguió a la hermana María de la Pasión por un silencioso corredor, tras cuyas puertas cerradas se fomentaba la causa de la más seria erudición. La hermana María de la Pasión llamó una vez a la penúltima puerta antes de entrar. La clase, unas veinticinco jovencitas sentadas en filas ordenadas, se puso en pie con un crujido de sillas. Las niñas sostenían plumas y reglas y corearon «¡Buenos días, hermana!», y la monja asintió bruscamente con la cabeza. Las chicas se sentaron en silencio y continuaron con sus ocupaciones, que parecían consistir en efectuar meticulosos diagramas de frases. Sus dedos y pulgares estaban manchados de tinta, a causa de las plumas y las reglas que utilizaban para subrayar las líneas gramaticales correctas.
La hermana María de la Pasión sostuvo una breve conversación en voz baja con una monja que salió a recibirla, con la cojera de alguien que había recibido en fecha reciente una prótesis de cadera. Tenía la cara de un melocotón seco y llevaba gafas gruesas sin montura. Después de un tenso intercambio de palabras, la segunda monja asintió y se dirigió a St. James. Se reunió con él en el pasillo y cerró la puerta a su espalda, mientras la hermana María de la Pasión la sustituía.
—Soy la hermana Agnetis —dijo—. La hermana María de la Pasión me ha explicado que está aquí a causa de Charlotte Bowen.
—Ha desaparecido.
La monja se humedeció los labios. Sus dedos buscaron las cuentas de su cintura, que colgaban hasta las rodillas.
—No me sorprende —dijo.
—¿Por qué, hermana?
—Busca llamar la atención. En el aula, en el refectorio, en el recreo, en las oraciones. Será otro de sus trucos para convertirse en el centro de las preocupaciones de todo el mundo. No es la primera vez.
—¿Está diciendo que Charlotte se ha fugado otras veces?
—Ha procurado destacarse en otras ocasiones. La semana pasada trajo los cosméticos de su madre a la escuela y se pintó en el lavabo durante la hora de comer. Parecía un payaso cuando entró en clase, pero esa era su intención. Todo el mundo que va al circo quiere ver a los payasos. ¿No es cierto? —La hermana Agnetis hizo una pausa para investigar en los cavernosos abismos de su bolsillo. Extrajo un arrugado pañuelo de papel y se enjugó las comisuras de la boca para secar la saliva que había salido proyectada mientras hablaba—. No puede estarse quieta ni veinte minutos en su pupitre. Hojea los libros, introduce los dedos en la jaula del hámster, agita las huchas…
—¿Las huchas?
—Dinero para las misiones —explicó la hermana Agnetis, y reanudó el hilo de sus pensamientos—. Quería ser la presidenta de la clase, y cuando las niñas votaron a otra, se puso histérica y tuvieron que expulsarla por el resto de la tarde. No comprende la necesidad de la limpieza en su persona y en su trabajo, no sigue las normas que le disgustan, y en lo tocante a estudios religiosos anuncia que, como no es católica, no tiene por qué asistir. Este es el resultado, me atrevería a decir, de aceptar a alumnas no católicas. No lo decidí yo, por supuesto. Estamos aquí para servir a la comunidad. —Devolvió el pañuelo al bolsillo y, al igual que la hermana María de la Pasión, enlazó las manos bajo la pechera. Como St. James dedicó unos momentos a asimilar su información y analizar lo que añadía a cuanto ya sabía acerca de Charlotte, la monja prosiguió—. Seguramente estará pensando que juzgo con mucha dureza a la chiquilla, pero estoy segura de que su madre confirmará la naturaleza díscola de la niña. Ha venido más de una vez para dar conferencias.
—¿La señora Bowen?
—Hablé con ella el miércoles pasado sobre el tema de los cosméticos, y puedo decirle que castigó a la niña con severidad, tal como debía, por llevarse pertenencias de su madre sin permiso.
—¿De qué manera la castigó?
Las manos de la hermana Agnetis surgieron de debajo de la pechera con un ademán indicativo de que estaban vacías de información.
—Fuera cual fuera el castigo, bastó para que la niña se sosegara por el resto de la semana. El lunes volvió a la normalidad, por supuesto.
—¿Difícil?
—Como ya he dicho, volvió a la normalidad.
—Tal vez sus compañeras de clase alientan los períodos difíciles de Charlotte —sugirió St. James.
La hermana Agnetis recibió sus palabras como una afrenta personal.
—Me distingo por imponer disciplina, señor —dijo.
St. James procuró tranquilizarla.
—Me refería en concreto a una amiga de la escuela. Existen bastantes posibilidades de que sepa dónde está Charlotte, o que haya visto algo cuando volvía a casa que nos dé una idea de su paradero. He venido a hablar con esa niña. Se llama Breta.
—¿Breta? —La hermana Agnetis frunció sus escasas cejas. Se acercó a la pequeña ventana de la puerta del aula y miró al interior, como si buscara a la niña—. No hay ninguna Breta en mi clase.
—Yo diría que es un apodo —sugirió St. James.
Vuelta a la ventana. Dedicó a la clase otro escrutinio.
—Sanpaolo, tal vez. Brittany Sanpaolo.
—¿Puedo hablar con ella?
La hermana Agnetis fue a buscar a la niña, una chiquilla hosca de diez años, cuyo uniforme se tensaba con dificultades sobre un cuerpo rechoncho. Llevaba el cabello demasiado corto para su cara de luna, y cuando habló su aparato de ortodoncia brilló.
Dejó muy claros sus sentimientos.
—¿Lottie Bowen? —dijo con tono incrédulo—. No es amiga mía. De ninguna manera. Me da ganas de vomitar. —Dirigió una fugaz mirada a la hermana Agnetis—. Lo siento, hermana.
—Bien —dijo la monja—. Ahora responde a las preguntas de este señor.
Poco pudo decir Brittany a St. James. Y lo dijo como si estuviera esperando desde el primer trimestre la oportunidad de despacharse a gusto sobre Charlotte. Lottie Bowen se burlaba de las demás estudiantes, contó Brittany. Se burlaba de su pelo, de sus caras, de las contestaciones que daban en clase, de su peso, de sus voces. Sobre todo, creyó percibir St. James, se burlaba de Brittany Sanpaolo. Dio gracias mentalmente con sarcasmo a la hermana Agnetis por haberle soltado a aquella niña tan desagradable, y ya estaba a punto de interrumpir la letanía de los pecados de Charlotte Bowen («Lottie siempre se pavonea de su madre, de las vacaciones que hace con sus padres y de los regalos que le hacen»), cuando comenzó lo que debía ser la traca final de sus comentarios con el hecho de que Lottie no caía bien a nadie; nadie quería comer con ella, ni la quería como compañera ni como amiga… excepto la tonta de Brigitta Walters, y todo el mundo sabía por qué se pegaba a Lottie.
—¿Brigitta? —preguntó St. James.
Un progreso, al menos. Brigitta se parecía a Breta en el modo en que un niño pronunciaría defectuosamente el nombre de un hermano mayor.
Brigitta estaba en la clase de la hermana Vicente de Paúl, les informó Brittany. Charlotte y ella cantaban en el coro de la escuela.
Bastaron cinco minutos para descubrir, por boca de la hermana Vicente de Paúl (ochenta años y algo sorda), que Brigitta Walters no había ido a la escuela aquel día. Ninguna llamada de sus padres para informar sobre su enfermedad, pero ¿no era la regla habitual de los padres en nuestros días? Demasiado ocupados para telefonear, para implicarse en la vida de sus hijos, y para ser corteses, demasiado ocupados para…
St. James se apresuró a dar las gracias a la hermana Vicente de Paúl. Huyó a toda prisa, con la dirección y el número de teléfono de Brigitta Walters en el bolsillo.
Al parecer había adelantado algo.