4

A eso de las cinco y cinco —dijo Damien Chambers. Hablaba con las inconfundibles vocales marcadas de su Belfast nativo—. A veces se queda más rato. Sabe que no doy otra clase hasta las siete, de modo que a veces se queda un poco más. Le gusta que toque el silbato mientras ella toca las cucharas, pero hoy quería marcharse enseguida. Y lo hizo. A las cinco y cinco.

Embutió con tres largos dedos algunas hebras de cabello color melocotón en la larga coleta que había sujetado con una goma en la nuca. Aguardó la siguiente pregunta de St. James.

Habían sacado de la cama al profesor de música de Charlotte, pero no se había quejado de la intrusión.

—¿Desaparecida? —se había limitado a decir—. ¿Que Lottie Bowen ha desaparecido? ¡Coño!

Se había excusado un momento para subir a toda prisa la escalera. El agua empezó a manar en una bañera. Una puerta se abrió y se cerró. Transcurrió un minuto. La puerta se abrió y cerró de nuevo. El agua dejó de oírse. Bajó a reunirse con ellos. Llevaba una bata larga roja a cuadros sin nada debajo. Revelaba los tobillos, blancos como el hueso, al igual que el resto de su persona. Se había calzado zapatillas de piel.

Damien Chambers vivía en una de las casas diminutas de Cross Keys Close, un laberinto de pasadizos adoquinados con farolas antiguas y una atmósfera dudosa, que alentaba a mirar hacia atrás y apresurar el paso. St. James y Helen no habían conseguido entrar en coche en la zona, (el MG no cabía, y aunque lo hubiera hecho no había sitio para dar la vuelta), de modo que lo dejaron en Bulstrode Place, al lado de la calle mayor, y se orientaron por el laberinto de pasajes hasta encontrar el número 12, donde vivía el profesor de música de Charlotte.

Estaban sentados en su sala de estar, apenas mayor que un compartimiento de un vagón de tren anticuado. Una espineta compartía el limitado espacio con un teclado eléctrico, un violoncelo, dos violines, un arpa, un trombón, una mandolina, un dulcémele, dos atriles de música ladeados y media docena de bolas de polvo, del tamaño aproximado de ratas de alcantarilla. St. James y Helen utilizaron el banco del piano para sentarse. Damien Chambers lo hizo en el borde de una silla metálica. Encajó las manos en las axilas, una postura que le hacía parecer más diminuto de su metro sesenta.

—Quería aprender a tocar la tuba —dijo—. Le gustaba su forma. Decía que las tubas parecían orejas de elefante doradas. No son de oro, por supuesto, sino de latón, pero Lottie no presta atención a los detalles. Podría haberle enseñado a tocar la tuba, sé tocar casi todo, pero su madre no quiso. Dijo que primero violín, cosa que intentamos durante seis meses, hasta que los chirridos enloquecieron a sus padres. Después dijo que piano, pero no tenían sitio en casa para poner un piano y Lottie se negó a practicarlo en su colegio. Entonces cambiamos a la flauta. Pequeña, portátil y no hace mucho ruido. Hace casi un año que estamos en ello. No es muy buena, porque no practica. Además, su mejor amiga, una niña llamada Breta, detesta escuchar y siempre quiere jugar con ella.

St. James buscó en el bolsillo la lista que Eve Bowen le había dado. La recorrió con la mirada.

—Breta —dijo.

El nombre no constaba en la lista. Y tampoco, constató con sorpresa, ninguno que no perteneciera a los adultos con quienes Charlotte se relacionaba, anotados por profesión: profesor de baile, psicoterapeuta, director de coro, profesor de música. Frunció el entrecejo.

—Sí, Breta. No sé su apellido, pero es una bribona de cuidado, según Lottie, de modo que no le será difícil localizarla si quiere hablar con ella. Birlan dulces juntas. Atormentan a los pensionistas. Se cuelan en las oficinas de corredores de apuestas, donde no deberían estar. Se cuelan en los cines. ¿No saben nada de Breta? ¿La señora Bowen no le habló de ella?

Hundió más las manos en las axilas. Como resultado, sus hombros se hundieron. Damien Chambers debía de tener unos treinta años, pero en aquella postura parecía más un contemporáneo de Charlotte que un hombre lo bastante mayor para ser su padre.

—¿Qué llevaba cuando se marchó esta tarde? —preguntó St. James.

—¿Qué llevaba? Su ropa. ¿Qué quiere que llevara? Aquí no se sacó nada. Ni siquiera la chaquetilla de punto. ¿Por qué iba a hacerlo?

St. James notó la mirada inquieta que Helen le dirigía. Enseñó a Chambers la fotografía que Eve Bowen les había dado.

—Sí —dijo el profesor de música—. Es lo que siempre llevaba. Su uniforme del colegio. Un color espantoso ese verde, ¿verdad?

—Parece musgo. A ella no le gustaba mucho. Ahora lleva el pelo más corto que en la foto. Se lo cortó el sábado pasado. Un poco como los Beatles en sus primeros tiempos, si sabe a qué me refiero. Como un chico. Hoy se estaba quejando al respecto. Dijo que parecía un chico. Dijo que quería pintarse los labios y ponerse pendientes, para que la gente se diera cuenta de que era una niña. Dijo que Cito, como llamaba a su padrastro, pero supongo que eso ya lo sabrá, ¿no? Viene de Papacito. Está estudiando español. Pues Cito le había dicho que el lápiz de labios y los pendientes no servían de gran cosa para definir la sexualidad de quien los lleva, pero imagino que no entendió a qué se refería. La semana pasada birló a su madre un lápiz de labios. Vino a clase con los labios pintados. Parecía un payaso, porque se lo había puesto sin mirarse en el espejo y se le había salido un poco. Le dije que subiera al lavabo y se mirara en el espejo, para que viera el desastre. Tosió y se cubrió la boca con la mano, que devolvió de inmediato a la axila, y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie. Es la única vez que estuvo arriba, desde luego.

Cuando Helen se puso en tensión a su lado, St. James contempló al profesor de música y reflexionó sobre los posibles motivos de su agitación, incluido el que le había impulsado a correr escaleras arriba cuando llegaron.

—Esta otra niña, Breta, ¿venía con Charlotte a clase?

—Casi siempre.

—¿Hoy?

—Sí. Al menos Lottie dijo que Breta la había acompañado.

—¿Usted la vio?

—No la dejaba entrar. Demasiada distracción. La hago esperar en el pub Prince Albert. Se queda cerca de esas mesas que hay en la acera. En Bulstrode Place, en la esquina.

—¿Estuvo hoy allí?

—Lottie dijo que la estaba esperando, por eso quiso marcharse tan deprisa. Es el único lugar donde puede esperar. —Chambers tenía aspecto pensativo y tironeó del labio con los dientes—. No me sorprendería que Breta estuviera detrás de todo esto, ¿sabe? Me refiero a la fuga de Lottie. Porque se ha fugado, ¿verdad? Usted dijo que había desaparecido, pero no supondrá que hay… ¿cómo lo diría?, una especie de juego sucio. —Hizo una mueca al pronunciar las dos últimas palabras. Su pie golpeteó con más furia.

Helen se inclinó hacia adelante. La habitación era tan diminuta que los tres casi se tocaban las rodillas. Aprovechó la proximidad para apoyar los dedos con suavidad sobre la rodilla derecha de Chambers. El hombre inmovilizó el pie al instante.

—Lo siento —dijo—. Estoy nervioso. Salta a la vista.

—Sí —dijo Helen—. Ya lo veo. ¿Por qué?

—Me deja en mal lugar, ¿no? Todo esto de Lottie. Puede que haya sido la última persona en verla. Eso no es bueno.

—Aún no sabemos quién fue la última persona que la vio —observó St. james.

—Y si sale en los periódicos… —Chambers se encogió aún más—. Doy clases de música a niños. Si se hace público que uno de mis alumnos ha desaparecido después de una clase, puede perjudicarme. Preferiría que no sucediera. Vivo muy tranquilo aquí, y quiero que siga así.

Era lógico, admitió St, James. El modus vivendi de Chambers estaba en juego, y tanto su presencia como sus preguntas sobre Charlotte ilustraban el escaso dominio de la situación que tenía Chambers. No obstante, la reacción a su visita se le antojaba exagerada.

St. James explicó a Chambers que el secuestrador de Charlotte (suponiendo que la hubieran secuestrado, que no se hubiera escondido en casa de alguna amiga) tenía que conocer el camino que seguía al salir de su clase de música para volver a casa.

Chambers se mostró de acuerdo, pero el colegio de Charlotte estaba muy cerca de la casa de Chambers, y sólo había una forma de entrar y salir de la vecindad, el camino que habían tomado St. James y Helen, de modo que descubrir el de Lottie habría sido muy sencillo para cualquiera.

—¿Ha observado que alguien rondara por las cercanías en los últimos días? —preguntó St. James.

Dio la impresión de que Chambers iba a contestar que sí, al menos para alejar de sí el foco de atención, pero dijo que no, en absoluto. Siempre había los policías que patrullaban a pie por la zona (era imposible no fijarse en ellos) y algún turista despistado que había acabado en Marylebone en lugar de Regent’s Park. Pero aparte de ellos y los personajes habituales, como el cartero, los barrenderos y los trabajadores que iban a comer al Prince Albert, no había reparado en ningún extraño. Por otra parte, no salía mucho, de modo que el señor St. James haría bien en preguntar a los vecinos cercanos. Alguien tendría que haber visto algo, ¿no? ¿Cómo podía desaparecer una niña sin que nadie reparara en algo extraño? Si es que había desaparecido. Porque podría estar con Breta. Podría ser otra de las jugarretas de Breta.

—Pero hay algo más —dijo Helen con una voz vibrante de simpatía—, ¿verdad, señor Chambers? ¿No hay algo más que quiere contarnos?

El hombre paseó la vista entre Helen y St. James.

—Hay alguien en la casa con usted, ¿verdad? —preguntó St. James—. Alguien con quien corrió a hablar cuando llegamos.

Damien Chambers enrojeció hasta adquirir el color de una ciruela.

—No tiene nada que ver con esto —dijo—. Lo juro.

Se llamaba Rachel, les dijo en voz baja. Rachel Mounbatten. Ningún parentesco, por supuesto. Tocaba el violín en la Filarmónica. Hacía muchos meses que se conocían. Habían salido a cenar. Él la había invitado a una copa, ella pareció contenta de aceptar, y cuando la había invitado a subir a su habitación… Era la primera vez que estaban juntos de aquella manera. Quería que todo fuera perfecto. Entonces sonó la llamada a la puerta. Y ahora, esto.

—Rachel es… bueno, no exactamente libre —explicó—. Pensó que era su marido quien llamaba a la puerta. ¿Quieren que la haga bajar? Prefiero que no. Creo que estropearía nuestra relación, pero iré a buscarla, si quieren. No es que la utilice de coartada o algo por el estilo. Quiero decir, si hace falta una coartada, pero no es eso, ¿verdad?

Y debido a Rachel, prosiguió, quería quedarse al margen de lo que hubiera sucedido a Charlotte. Sabía que sonaba fatal y no era que no estuviera preocupado por el paradero de la niña, pero la relación con Rachel era importantísima para él… Esperaba que lo comprendieran.

—Cada vez resulta más curioso, Simon —dijo Helen, mientras volvían hacia el coche de St. James—. La madre se comporta de una forma extraña. El señor Chambers se comporta de una forma extraña. ¿Nos están utilizando?

—¿Para qué?

—No lo sé. —Helen subió al MG y guardó silencio hasta que St. James encendió el motor—. Nadie se comporta como cabría esperar. Eve Bowen, cuya hija ha desaparecido en plena calle, no quiere que la policía intervenga, pese a que, teniendo en cuenta su cargo en el Ministerio del Interior, podría contar con lo mejor de Scotland Yard sin que nadie se enterara. Dennis Luxford, quien debería afanarse por seguir la historia, no quiere saber nada del asunto. Damien Chambers, con una amante en el piso de arriba, a la que no tenía la menor intención de presentarnos, tiene miedo de que le relacionen con la desaparición de una niña de diez años. Si es que se trata de una desaparición. Porque puede que no lo sea. Quizá todos y cada uno saben dónde está Charlotte. Tal vez por eso Eve Bowen parecía tan serena y Damien Chambers tan angustiado, cuando lo contrario en ambos casos sería lo lógico.

St. James guio el coche en dirección a Wigmore Street. Giró hacia Hyde Park sin contestar.

—No querías aceptar esto, ¿verdad? —prosiguió Helen.

—No tengo experiencia en estos asuntos, Helen. Soy un científico forense, no un detective privado. Dame manchas de sangre o huellas dactilares y obtendrás media docena de respuestas a tus preguntas. Pero con algo como esto, estoy fuera de mi campo.

—Entonces, ¿por qué…? —Le miró. St. James notó que le estaba leyendo la cara con su habitual perspicacia—. Deborah.

—Le dije que hablaría con Eve Bowen y que la animaría a llamar a la policía.

—Lo hiciste —dijo Helen. Eludieron el tráfico congestionado de Marble Arch y entraron en Park Lane, con su curva de hoteles iluminados—. ¿Qué haremos ahora?

—Hay dos posibilidades. O nos encargamos nosotros hasta que Eve Bowen se derrumbe, o acudimos a Scotland Yard sin su aprobación. —Desvió la vista hacia ella—. No he de decirte lo fácil que sería esto último.

Ella sostuvo su mirada.

—Deja que lo piense.

Helen se quitó los zapatos después de cerrar la puerta del edificio donde vivía. «Misericordia», susurró cuando notó la dulce sensación de sus pies liberados de la agonizante servidumbre al dios de la moda. Los recogió, cruzó la entrada de mármol y subió la escalera hasta su piso, seis habitaciones en la primera planta de un edificio de la última época victoriana, con un salón que daba al rectángulo verde que era la plaza Onslow de South Kensington. Desde la calle había visto una luz encendida en el salón. Como no había temporizador, y como no la había encendido por la mañana, antes de salir hacia el laboratorio de Simon, el brillo que se filtraba por las cortinas de la puerta del balcón la informó de que tenía un visitante. Sólo podía ser una persona.

Titubeó ante la puerta, con la llave en la mano. Reflexionó sobre las palabras de Simon. La verdad era que sería muy fácil solicitar la intervención de Scotland Yard sin el conocimiento o la aprobación de Eve Bowen, sobre todo porque un inspector detective del DIC del Yard la estaba esperando en aquel momento tras la maciza puerta de roble.

Bastaría con una palabra a Tommy. Él tomaría la iniciativa a partir de aquel mismo instante. Se ocuparía de que se adoptaran todas las medidas pertinentes: teléfonos pinchados donde el Yard considerara necesario, investigaciones de los antecedentes de todas las personas remotamente relacionadas con la ministra, el editor del Source y su hija, un análisis minucioso de las dos cartas recibidas, un ejército de detectives que recorrieran las calles de Marylebond por la mañana, interrogatorio de posibles testigos de la desaparición de la niña, y registro de cada centímetro cuadrado del municipio en busca de una pista que explicara lo sucedido a Charlotte Bowen aquel día. Se tomarían huellas y se enviarían a la Oficina Nacional de Huellas Dactilares. Se introducirían descripciones de Charlotte en el ONC. Se concedería máxima prioridad al caso, y se le asignarían los mejores agentes. Probablemente Tommy no intervendría para nada. Sin duda el caso se destinaría a gente mucho más poderosa que él en Scotland Yard. En cuanto se supiera que la hija de Eve Bowen había desaparecido, la búsqueda de la niña le sería quitada de las manos.

Lo cual significaría, por supuesto, que el Yard seguiría procedimientos establecidos. Lo que a su vez significaría que los medios de comunicación serían informados.

Helen contempló la llave con el ceño fruncido. Si pudiera confiar en que Tommy y sólo Tommy fuese el agente de policía que interviniera… Pero no podía confiar, ¿verdad?

Lo llamó por su nombre cuando abrió la puerta.

—Estoy aquí, Helen —contestó él.

Helen siguió el sonido de su voz hasta la cocina, donde le encontró de pie ante la tostadora, arremangado hasta los codos, con el cuello de la camisa desabotonado y sin corbata, y un tarro de Marmite abierto y preparado sobre la encimera. Sostenía un fajo de papeles. Los estaba leyendo a la luz de la cocina, que arrancaba destellos de su cabello rubio. Miró por encima de las gafas cuando Helen dejó caer los zapatos al suelo.

—Llegas tarde —dijo Lynley. Dejó los papeles sobre la encimera y las gafas encima—. Casi pensaba que no ibas a venir.

—No será eso tu cena, ¿verdad?

Helen dejó caer el bolso sobre la mesa, inspeccionó el correo del día, sacó una carta de su hermana Iris y se acercó a Tommy. Este posó la mano bajo su cabello de la forma habitual (su mano cálida apoyada contra la nuca) y la besó. Primero en la boca, después en la frente, y luego en la boca otra vez. La estrechó contra su costado mientras esperaba su tostada. Helen abrió la carta.

—No lo es, ¿verdad? —dijo. Lynley no contestó—. Tommy, dime que no vas a cenar sólo eso. Eres un hombre de lo más exasperante. ¿Por qué no comes?

Lynley apretó la boca contra su cabeza.

—Pierdo la noción del tiempo. —Parecía cansado—. He pasado casi todo el día y parte de la noche con los fiscales de la Corona encargados del caso Fleming. Se ha tomado declaración a todas las partes implicadas, se han presentado los cargos, los abogados han formulado sus exigencias, se han solicitado informes y se han organizado conferencias de prensa. Me olvidé.

—¿De comer? ¿Cómo es posible? ¿No te das cuenta de que tienes hambre?

—Son cosas que se olvidan, Helen.

—¡Uf! A mí no se me olvidan.

—Y bien que lo sé.

Su tostada emergió con un saltito. La cogió con un tenedor y extendió Marmite sobre ella. Se apoyó contra la encimera y probó un bocado.

—Santo Dios —dijo, con aparente sorpresa—, esto es espantoso. No puedo creer que comiera tantas en Oxford.

—El sabor es diferente cuando se tienen veinte años. Si tuvieras a mano una botella de vino barato, te sentirías transportado a tu juventud.

Helen desdobló la carta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lynley.

Helen leyó unas cuantas líneas y recitó los hechos.

—Este año han nacido muchos terneros en el rancho. Gran alegría por haber sobrevivido a otro invierno de Montana. Las notas del colegio de Jonathan no son lo que deberían ser, y con respecto a si deberían internarlo en un colegio de Inglaterra, definitivamente no. La visita de mamá fue un éxito, gracias a que Daphne impidió que se sacaran los ojos mutuamente. ¿Cuándo iré a visitarles? Puedo invitarte a ti también, por lo que parece, ahora que las cosas, como dice ella, son oficiales. Y pregunta cuándo será la boda, porque necesita seguir una dieta durante tres meses, como mínimo, para atreverse a que la vean en público.

Helen dobló la carta y la guardó en su sobre. Efectuó un resumen de la extensa rapsodia de su hermana sobre el compromiso de Helen con Thomas Lynley, octavo conde de Asherton, con el enérgico subrayado «al fin al fin al fin», sus docenas de signos de admiración y sus obscenas especulaciones sobre cómo iba a ser su vida en el futuro con, como decía Iris, Lynley en vereda.

—Eso es todo.

—Me refería a esta noche —dijo Tommy después de engullir la tostada—. ¿Qué ha pasado?

—¿Esta noche?

Helen procuró aparentar indiferencia, pero sólo logró algo que le sonó como un precario equilibrio entre sandez y culpabilidad. La cara de Tommy se alteró apenas. Helen intentó convencerse de que parecía más confuso que suspicaz.

—Unas horas muy tardías para trabajar —subrayó, pero sus ojos pardos eran escrutadores.

Para huir de su escrutinio, Helen cogió un cazo y dedicó un momento a llenarlo de agua y ponerlo a calentar. Luego sacó la lata de té del aparador y depositó una cucharada en una tetera de porcelana.

—Un día horrible —dijo mientras continuaba con los preparativos del té—. Marcas de herramientas en metal. He estado inclinada sobre microscopios hasta pensar que me iba a quedar ciega, pero ya conoces a Simon. ¿Por qué parar a las ocho de la noche, cuando quedan cuatro horas más para trabajar, antes de derrumbarte a causa del cansancio? Conseguí arrancarle dos colaciones, pero sólo porque Deborah estaba en casa. En lo tocante a comer es tan atroz como tú. ¿Qué les pasa a los hombres de mi vida? ¿Por qué sienten aversión hacia la comida?

Notó que Tommy la observaba mientras devolvía la lata al aparador. Cogió dos tazas, las dejó sobre sus respectivos platillos y sacó dos cucharas de un cajón.

—Deborah ha hecho unos retratos maravillosos —dijo—. Quería traerte uno, pero me olvidé. Da igual. Ya lo haré mañana.

—¿Mañana trabajas otra vez?

—Temo que nos quedan muchas horas. Días, probablemente. ¿Por qué? ¿Habías pensado en algo?

—Pensaba en Cornualles, cuando liquide este asunto de Fleming.

El corazón de Helen aleteó al pensar en Cornualles, el sol, la brisa del mar y la compañía de Tommy, cuando su mente no estaba ocupada en el trabajo.

—Eso suena fabuloso, cariño.

—¿Puedes escaparte?

—¿Cuándo?

—Mañana por la noche. Tal vez pasado.

Helen no veía cómo, y tampoco veía cómo decirle a Tommy que no sabía cómo. Su trabajo para Simon era esporádico, a lo sumo, e incluso cuando sus plazos iban a expirar, debía prestar testimonio en un juicio, dar una conferencia o preparar un curso para la universidad, Simon era el más tratable de los patronos (si es que podía llamarle patrón) en lo tocante a la presencia de Helen en el laboratorio. Durante los últimos años habían adoptado la costumbre de trabajar juntos. Nunca había existido un acuerdo formal. Por lo tanto, no podía aducir que Simon protestaría si quería marcharse unos días a Cornualles. Nunca protestaría en circunstancias normales, y Tommy lo sabía muy bien.

Claro que las circunstancias no eran normales. Porque en ese caso no estaría en la cocina esperando con impaciencia a que el agua hirviera, para así retrasar un poco más la invención de una variación sobre la verdad que no fuera una mentira descarada. Porque sabía que él sabría que estaba mintiendo y se preguntaría por qué. Porque el pasado de ella era casi tan agitado como el de Tommy, y cuando los amantes empiezan a buscar evasivas (amantes en posesión de pasados enmarañados, que por desgracia se excluyen mutuamente), existe por lo general un motivo enraizado en uno de sus pasados, que se ha colado de forma inesperada en su presente compartido. ¿No era ese el caso? ¿No era eso lo que Tommy pensaría?

«Oh, Señor», pensó Helen. La cabeza le daba vueltas. ¿Es que el agua no iba a hervir nunca?

—Necesitaré medio día para repasar los libros de la propiedad en cuanto lleguemos —dijo Tommy—, pero después tendremos todo el tiempo a nuestra disposición. Podrías pasar ese medio día con mi madre, ¿no crees?

Pues claro que sí. No había visto a lady Asherton desde que (como diría Iris) las «cosas» con Tommy habían adquirido carácter oficial. Habían hablado por teléfono y ambas coincidían en que había mucho que hablar sobre el futuro. Tenía la oportunidad en sus manos, sólo que no podía escaparse. Al día siguiente no, desde luego, ni tampoco al otro, casi con toda probabilidad.

Ahora, había llegado el momento de contar la verdad a Tommy. «Hay un asunto sin importancia que estamos investigando, cariño. Simon y yo. ¿Quieres saber qué? Nada, en realidad una minucia. Nada que deba preocuparte. De veras».

Otra mentira. Mentira tras mentira. Un lío terrible.

Helen lanzó una mirada esperanzada al cazo. Como en respuesta a sus plegarias, empezó a despedir vapor, y Helen se apresuró a preparar el té.

—… y creo que tiene la intención de bajar a Cornualles lo antes posible para celebrarlo —estaba diciendo Tommy—. Creo que fue idea de tía Augusta. Cualquier excusa es buena para organizar una fiesta.

—¿Tía Augusta? —preguntó Helen—. ¿De qué estás hablando, Tommy? —Lo dijo antes de comprender que Tommy estaba hablando de su compromiso, mientras ella pensaba en la mejor forma de mentirle—. Lo siento, querido. Me he distraído un momento. Estaba pensando en tu madre.

Vertió agua en la tetera, la agitó vigorosamente y se acercó a la nevera en busca de la leche.

Tommy calló mientras Helen depositaba la tetera y todo lo demás sobre una bandeja de madera.

—Vamos a derrumbarnos en el salón, querido —dijo—. Temo que el Lapsang Souchong se me ha terminado. Tendrás que conformarte con Earl Grey.

—¿Qué pasa, Helen? —preguntó Tommy.

«Maldita sea», pensó ella.

—¿A qué te refieres?

—No soy idiota. ¿Algo te preocupa?

Helen suspiró y buscó una variación de la verdad.

—Son los nervios —dijo—. Lo siento. —«No dejes que te haga más preguntas», pensó—. Es el cambio ocurrido entre nosotros. Haber llegado a una decisión definitiva. Preguntarse si la vida va a funcionar.

—¿Te ha entrado miedo de casarte conmigo?

—No —sonrió—, no tengo el menor miedo. Pero tengo los pies molidos. No sé en qué estaría pensando cuando compré esos zapatos, Tommy. Verde bosque, el color perfecto para combinar con este traje, y una agonía absoluta. A eso de las dos ya me había hecho una idea bastante aproximada de cómo es la parte inferior de una crucifixión. Ven a darme un masaje, ¿quieres? Cuéntame cómo te ha ido el día.

Tommy no mordió el anzuelo. Helen lo adivinó por la forma en que la estaba observando. Le dedicó su mejor mirada de inspector detective, y no iba a salir ilesa del escrutinio. Dio media vuelta y se encaminó hacia el salón.

—¿Has concluido ya el caso Fleming? —preguntó mientras servía el té, en referencia a la investigación que había ocupado la mayor parte del tiempo de Tommy durante las pasadas semanas.

Tardó en reunirse con ella, y cuando lo hizo no se acercó al sofá donde ella tenía el té preparado, sino a una lámpara de pie, que encendió, después a una lámpara de mesa contigua al sofá, y luego a otra situada al lado de una butaca. No paró hasta eliminar todas las sombras.

Tampoco se sentó a su lado, sino que eligió una butaca desde la cual podía verle la cara y estudiarla con facilidad, como Helen bien sabía. Lo hizo mientras Helen cogía su taza y bebía un sorbo de té.

Sabía que iba a insistir en averiguar la verdad. Iba a decir «Qué está pasando en realidad, Helen», y «Haz el favor de no decirme más mentiras porque siempre sé cuando alguien me miente debido a los años que llevo viéndomelas con mentirosos del mayor calibre y me gustaría pensar que la mujer con la que voy a casarme no es uno de ellos, de modo que si no te importa vamos a aclarar las cosas ahora mismo porque abrigo sospechas sobre ti y sobre nosotros y hasta que esas sospechas sean desechadas no veo cómo podremos seguir adelante juntos».

Pero dijo algo muy diferente, con las manos enlazadas entre las rodillas, sin tocar el té, el rostro grave y la voz… ¿Parecía vacilante?

—Sé que a veces presiono demasiado, Helen. Mi única excusa es que siempre tengo prisa acerca de lo nuestro. Es como si creyera que no tenemos bastante tiempo y hemos de proceder sin más dilaciones. Hoy. Esta noche. Inmediatamente. Siempre me siento así respecto a ti.

Ella dejó la taza sobre la mesa.

—Presionar… No te entiendo.

—Tendría que haber llamado para decirte que estaría aquí cuando llegaras a casa. No pensé en hacerlo. —Bajó la vista hacia sus manos. Dio la impresión de que adoptaba un tono más ligero—. Escucha, cariño, no pasa nada si esta noche prefieres… —Alzó la cabeza. Respiró hondo y exhaló una bocanada de aire—. Joder, Helen, ¿prefieres estar sola esta noche?

Desde el sofá, Helen le observó y noto que se ablandaba de cien maneras diferentes. Era una sensación bastante parecida a hundirse en arenas movedizas, si bien su naturaleza insistía en que debía hacer algo para liberarse, su corazón le dijo que no era posible. Siempre se había resistido a las cualidades de Tommy que habían animado a otras a considerarle una pieza perfecta en la caza del matrimonio. Por lo general, era insensible a su atractivo. Su fortuna no le interesaba. Su naturaleza apasionada le resultaba, en ocasiones, molesta. Su ardor era halagador, pero lo había visto dirigido a suficientes mujeres en el pasado para dudar de su veracidad. Si bien era cierto que su inteligencia le atraía, tenía acceso a otros hombres tan rápidos, listos y capaces como Tommy. Pero esto… Helen carecía de armas para combatirlo. Rodeada por un mundo de murallas almenadas, la vulnerabilidad de un hombre podía con ella.

Se levantó del sofá. Caminó hacia Tommy y se arrodilló junto a su butaca. Le miró a la cara.

—Sola —dijo en voz baja— es lo último que quiero estar.

Esta vez la despertó una luz. A causa del resplandor que cegaba sus ojos, Charlotte pensó que era la Santísima Trinidad derramando Gracia sobre ella. Recordó cómo había explicado la hermana Agnetis la Trinidad durante la clase de religión en Santa Bernadette: dibujó un triángulo, escribió en cada esquina El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo, y después utilizó su tiza amarilla especial para crear gigantescos rayos de sol que brotaban de los lados del triángulo. Sólo que no eran rayos de sol, explicó la hermana Agnetis. Era la Gracia. La Gracia era el estado perfecto que se debía alcanzar para ir al cielo.

Lottie parpadeó para defenderse de la incandescencia blanca. Tenía que ser la Santísima Trinidad, decidió, porque flotaba y daba vueltas en el aire como Dios. Y, desde la oscuridad, una voz habló, como Dios a Moisés en la zarza ardiente.

—Come esto.

El brillo se suavizó y apareció una mano. Un cuenco de hojalata tintineó junto a la cabeza de Lottie. Después, la luz descendió a su nivel y siseó, como aire que escapara de un neumático. La luz arrancó un ruido metálico del suelo. Lottie se encogió para no quemarse. Consiguió alejarse lo bastante para distinguir que su fuego llevaba un sombrero y estaba montado sobre un pedestal. Un farolillo. No era la Trinidad. Lo cual debía significar que aún no estaba muerta.

Una figura se adentró en el haz de luz, vestida de negro y distorsionada a sus ojos, como en un espejo de feria.

—¿Dónde están mis gafas? —preguntó Lottie con la boca reseca—. No tengo las gafas. Las necesito. No veo bien sin ellas.

—No las necesitas a oscuras.

—No estoy a oscuras. Has traído luz, así que dame mis gafas. Quiero mis gafas. Si no me las das, me chivaré.

—Tendrás las gafas a su debido tiempo.

Un tintineo cuando dejó algo en el suelo. Alto y tubular. Rojo. Un termo, pensó Lottie. El hombre desenroscó el tapón y vertió líquido en el cuenco. Aromático. Caliente. El estómago de Lottie gruñó.

—¿Dónde está mi mamá? —preguntó—. Dijiste que estaba en una casa de reposo. Dijiste que me ibas a llevar con ella. Lo dijiste, pero esto no es una casa de reposo. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

—Cállate.

—Gritaré si quiero. ¡Mamá! ¡Mamá!

Quiso ponerse en pie.

Una mano surgió de la oscuridad y tapó su boca; los dedos se hundieron como garras en sus mejillas. La mano la arrojó al suelo. Cayó de rodillas y el borde rugoso de algo que parecía piedra la hirió.

—¡Mamá! —gritó cuando la mano la liberó—. ¡Ma…!

La mano enmudeció su voz y hundió su cabeza en la sopa. La sopa estaba caliente. Quemaba. Cerró los ojos con fuerza. Tosió. Pataleó. Sus manos golpearon los brazos del hombre.

—¿Vas a callarte ahora, Lottie? —siseó el hombre en su oído.

La niña asintió. El hombre se levantó. Gotas de sopa resbalaron de la cara de Lottie y cayeron sobre la pechera del uniforme. Tosió. Se secó la cara con el brazo de la chaquetilla.

Hacía frío en aquel lugar. El viento se colaba por algún sitio, pero cuando miró alrededor descubrió que no podía ver más allá del círculo de luz proyectado por el farol. Del hombre sólo veía una bota, una rodilla doblada y las manos. Se alejó de estas. Cogieron el termo y vertieron más sopa en el cuenco.

—Si gritas nadie te oirá.

—Entonces, ¿por qué me haces callar?

—Porque no me gustan las niñas gritonas.

Con el zapato empujó el cuenco en su dirección.

—He de ir al lavabo.

—Después. Come eso.

—¿Es veneno?

—Exacto. Te necesito muerta tanto como un balazo en el pie. Come.

La niña miró alrededor.

—No tengo cuchara.

—Hace un momento no la necesitaste, ¿verdad? Come.

Se apartó más de la luz. Lottie oyó un siseo y vio la llama de una cerilla. El hombre estaba inclinado sobre ella, y cuando se volvió, vio el extremo encendido de un cigarrillo.

—¿Dónde está mi mamá?

Alzó el cuenco mientras hacía la pregunta. La sopa era de verduras, como la que preparaba la señora Maguire. La niña estaba hambrienta y la bebió, utilizando los dedos para llevarse las verduras a la boca.

—¿Dónde está mi mamá?, repitió.

—Sigue comiendo.

Le miró mientras levantaba el cuenco. Sólo era una sombra, y sin sus gafas era una sombra muy borrosa.

—¿Qué miras? ¿No puedes mirar a otra parte?

Lottie bajó la vista. Era inútil tratar de verle. Sólo distinguía su contorno. Una cabeza, dos hombros, dos brazos, dos piernas. Procuraba mantenerse apartado de la luz.

Entonces se le ocurrió que la habían secuestrado. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, tan violento que la sopa se derramó del cuenco. Resbaló por su mano y cayó en la falda de su uniforme. ¿Qué pasaba cuando secuestraban a la gente?, se preguntó. Intentó recordar. Todo era cuestión de dinero, ¿verdad? Y te escondían en algún sitio hasta que alguien pagaba. Sólo que mamá no tenía mucho dinero. Pero Cito sí.

—¿Quiere dinero de mi papá?, preguntó.

El hombre resopló.

—Lo que quiero de tu papá no tiene nada que ver con el dinero.

—Pero me ha secuestrado, ¿verdad? Porque no creo que esto sea una casa de reposo y no creo que mi mamá esté aquí. Y si esto no es una casa de reposo y mi mamá no está aquí, entonces es que usted me ha secuestrado porque quiere dinero. ¿No? Porque de lo contrario…

Recordó a la hermana Agnetis, mientras paseaba de un lado a otro de la parte delantera del aula y contaba la historia de santa María Goretti, que había muerto por preservar su pureza. ¿A santa María Goretti la habían secuestrado también? ¿No había empezado igual la espantosa historia, cuando alguien se la llevaba por la fuerza, alguien ansioso por mancillar su Precioso Templo del Espíritu Santo? Lottie dejó con cuidado el cuenco en el suelo. Tenía las manos pringosas, y las secó en la falda de su mandil. No sabía muy bien cómo se mancillaba el Precioso Templo del Espíritu Santo, pero si estaba relacionado con el hecho de que un extraño te diera sopa de verduras, en ese caso debía negarse a tomarla.

—Ya he comido bastante —dijo—. Muchas gracias —recordó añadir.

—Cómela toda.

—No quiero más.

—He dicho que comas. Hasta la última gota. ¿Me has oído?

Avanzó y vertió el resto del termo en el cuenco. Pequeñas cuentas amarillas moteaban el caldo. Convergieron hasta formar un círculo, como el collar de un hada.

—¿Necesitas ayuda?

A Lottie no le gustaba mucho su voz. Sabía a qué se refería. Le hundiría la cara de nuevo en la sopa. Sujetaría su cabeza hasta que se ahogara o comiera. Pensó que no le gustaría mucho ahogarse, de modo que cogió el cuenco. Dios la perdonaría si tomaba la sopa, ¿verdad?

Cuando terminó, dejó el cuenco en el suelo.

—He de ir al lavabo —dijo.

El hombre arrojó algo al círculo de luz. Otro cuenco, pero más profundo y grueso, con un aro de margaritas pintadas y un labio curvo alrededor del borde, como la boca de un pulpo. La niña lo miró, confusa.

—No quiero más sopa. Ya he comido la que me has dado. Quiero ir al lavabo.

—Pues ve. ¿No sabes qué es esto?

Quería que lo hiciera en el cuenco, lo cual significaba que debería hacerlo delante de él. Quería que se bajara las bragas, se agachara y meara, y él la miraría y escucharía todo el rato. Como hacía la señora Maguire en casa. Se quedaba al otro lado de la puerta y decía: «¿Has tenido un movimiento esta mañana, cariño?».

—No puedo —dijo—. Delante de ti no.

—Pues no lo hagas.

El hombre retiró el orinal. Y a continuación también el termo, el cuenco y el farol. La luz se apagó. Lottie notó que algo mullido aterrizaba a su lado. Lanzó un grito y se apartó. Un chorro de aire frío pasó sobre ella, como fantasmas salidos de un cementerio. Después oyó el ruido de la puerta al cerrarse y supo que estaba sola.

Tanteó con la mano en el suelo. Le había lanzado una manta. Olía mal y era áspera al tacto, pero la cogió, la apretó contra su estómago y trató de no pensar en que la entrega de la manta tal vez significaba una larga estancia en aquel lugar oscuro.

—Pero he de ir al lavabo —lloriqueó. Sintió un nudo en la garganta y una opresión en el pecho. «No, no, pensó. No debo, no debo»—. He de ir al lavabo.

Se sentó en el suelo. Sus labios temblaban y las lágrimas surgían a borbotones de sus ojos. Apretó una mano contra la boca y cerró los ojos. Tragó saliva e intentó empujar el nudo de su garganta hacia el estómago.

«Piensa en cosas alegres», diría su madre.

Por lo tanto, pensó en Breta. Hasta dijo su nombre en voz alta. Lo susurró.

—Breta. Mi mejor amiga, Breta.

Porque Breta era el pensamiento más alegre. Estar con Breta, contar cuentos, gastar bromas…

Se preguntó qué haría Breta en su lugar. En aquella oscuridad, ¿qué haría Breta?

«Primero mear», pensó Lottie. Breta mearía. Diría: «Usted me ha metido en este agujero oscuro, señor, pero no puede obligarme a hacer lo que usted diga. Así que voy a mear. Aquí mismo, ahora mismo. No en un orinal, sino en el suelo».

El suelo. Tendría que haber adivinado que no era un ataúd, pensó Lottie, porque tenía suelo. Un suelo duro como roca. Sólo que…

Palpó el mismo suelo al que el hombre la había tirado, el mismo suelo con que se había dañado la rodilla. Esto sería lo primero que Breta habría hecho de haber despertado en la oscuridad.

Breta habría intentado deducir dónde estaba. Nunca se habría quedado quieta y llorado como un bebé.

Lottie sorbió por la nariz y dejó que sus dedos tantearan el suelo. Era un poco rugoso y por eso se había hecho un corte en la rodilla. Siguió la rugosidad, que tenía forma de rectángulo. Había otro rectángulo al lado del primero. Y otro.

—Ladrillos —susurró. Breta se habría sentido orgullosa de ella.

Lottie pensó en un suelo hecho de ladrillos y qué le revelaría un suelo hecho de ladrillos sobre el lugar donde estaba. Comprendió que, si se movía mucho, podría herirse. Podría tropezar, caer, precipitarse de cabeza en un pozo. Podría…

«¿Un pozo en la oscuridad? —se habría preguntado Breta—. No lo creo, Lottie».

Continuó tanteando el suelo a gatas, hasta que sus dedos tropezaron con madera. Su superficie era áspera y astillada, con cabezas de clavos, frías y diminutas. Palpó bordes y esquinas. Sus dedos subieron por los lados. Una caja, decidió. Más de una. Un grupo.

Cuando se levantó tropezó con un tipo de superficie diferente. Era suave y curva, y cuando la sondeó con los nudillos, se movió con un sonido líquido y desigual. Un sonido familiar que le recordó el agua salada y la arena, momentos felices a la orilla del mar.

—Un cubo de plástico —dijo, orgullosa de sí misma—. Ni Breta lo habría hecho mejor.

Oyó como un chapoteo en el interior y bajó la cabeza para oler. No olía a nada, Hundió los dedos en el líquido y se los llevó a la lengua.

—Agua —dijo—. Un cubo de agua.

Supo al instante qué haría Breta. Diría: «Bien, he de mear, Lot», y utilizaría el cubo.

Lottie lo hizo. Vertió el agua del cubo en el suelo, se bajó las bragas y se agachó sobre el cubo. El chorro cálido de pipí manó de su cuerpo. Se apoyó sobre el borde del cubo y apretó la cabeza contra las rodillas. Le dolía una rodilla, donde el ladrillo la había cortado. Lamió el punto doloroso notó sabor a sangre. De pronto se sintió cansada y muy sola. Todos los pensamientos sobre Breta se desvanecieron como pompas de jabón.

—Quiero a mamá —susurró.

Aun así, supo exactamente qué diría Breta.

«¿Has pensado alguna vez que tal vez mamá no te quiera?».