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Eve Bowen, subsecretaria de Estado para el Ministerio del Interior y parlamentaria por Marylebone desde hacía seis años, vivía en Devonshire Place Mews, una calle londinense adoquinada en forma de gancho, flanqueada por antiguos establos y garajes reconvertidos en viviendas desde hacía mucho tiempo. Su casa se alzaba en el extremo noreste de la calle, un impresionante edificio de doble extensión que los demás, que consistía en tres plantas de pizarra, madera blanca y ladrillo, con una terraza en el tejado de la que colgaban festones de hiedra.

St. James había hablado con la diputada antes de abandonar Chelsea. Luxford había hecho una llamada.

—He encontrado a alguien, Evelyn —se limitó a decir—. Has de hablar con él.

Tendió el teléfono a St. James sin esperar respuesta. La conversación de St. James con la parlamentaria había sido breve. Iría a verla de inmediato. Le acompañaría un ayudante. ¿Deseaba la subsecretaria informarle de algo antes de su llegada?

La respuesta de la mujer había sido una brusca pregunta.

—¿De qué conoce a Luxford?

—A través de mi hermano.

—¿Quién es?

—Un hombre de negocios que ha venido a la ciudad para asistir a una conferencia. Desde Southampton.

—¿Tiene alguna cuenta pendiente?

—¿Con el gobierno? ¿Con el Ministerio del Interior?

—Lo dudo.

—De acuerdo. —Recitó su dirección y concluyó con unas frases crípticas—. Mantenga a Luxford alejado de esto. Si cuando llegue le parece que alguien está vigilando la casa, pase de largo y ya nos encontraremos en otro momento. ¿Está claro?

Lo estaba. Un cuarto de hora después de que Dennis Luxford se hubiera marchado, St. James y Helen Clyde iniciaron su viaje en dirección a Marylebone. Pasaban unos minutos de las once cuando salieron de la calle mayor y entraron en Devonshire Place Mews, y después de recorrer toda la longitud de la calle para comprobar que nadie acechaba en la vecindad, St. James detuvo su viejo MG delante de la casa de Eve Bowen.

La luz del porche estaba encendida sobre la puerta. Dentro, otra luz dibujaba franjas irregulares sobre las coloridas cortinas de las ventanas delanteras de la planta baja. Cuando llamaron al timbre, sonaron de inmediato veloces pasos sobre una entrada de mármol o losas. Un pestillo fue retirado y la puerta se abrió.

—¿Señor St. James? —preguntó Eve Bowen.

Se alejó de la luz en cuanto cayó sobre ella, y cuando St. James y Helen estuvieron dentro de la casa, cerró la puerta con llave y pestillo.

—Por aquí —dijo, y les condujo hacia la derecha, sobre baldosas de terracota, hasta una sala de estar donde un maletín estaba abierto sobre una mesilla auxiliar, al lado de una butaca, y revelaba carpetas de papel manita, páginas mecanografiadas, recortes de periódicos, mensajes telefónicos, documentos y folletos. Eve Bowen lo cerró sin molestarse en guardar su contenido. Cogió una botella de vino, la vació y se sirvió más vino blanco de una botella que descansaba en un cubo sobre el suelo—. Me interesa saber cuánto dinero le paga por esta pantomima.

St. James se quedó estupefacto.

—¿Perdón?

—Luxford está detrás de todo esto, por supuesto, pero veo por su expresión que aún no le ha comunicado el hecho. Muy listo. La mujer tomó asiento en la butaca donde, al parecer, estaba sentada antes de su llegada e indicó que se acomodaran en un sofá y unas butacas que semejaban enormes almohadones de color ocre cosidos entre sí. Apoyó la copa sobre su regazo y utilizó ambas manos para sujetarla contra la falda de su traje negro a rayas. Al verlo, St. James recordó haber leído una entrevista con la diputada, poco después de haber sido nombrada por el gobierno subsecretaria de Estado para el Ministerio del Interior. Había afirmado que jamás llamaría la atención sobre sí misma de la forma que lo hacían sus colegas femeninas de la Cámara de los Comunes. No veía la necesidad de emperifollarse de escarlata para distinguirse de los hombres. Para ello ya tenía su cerebro.

—Dennis Luxford es un hombre sin conciencia —dijo de repente. Sus palabras eran secas, cortantes como el cristal—. Es el maestro que dirige esta orquesta concreta. Oh, directamente no, por supuesto. Me atrevería a decir que raptar a niñas de diez años en plena calle sobrepasa su propensión al embuste, pero no se equivoque, le esta tomando el pelo, e intenta hacer lo mismo conmigo. No lo permitiré.

—¿Por qué cree que está implicado?

St. James se sentó en el sofá y descubrió que era más cómodo de lo que suponía, pese a su aspecto amorfo. Adaptó su pierna mala a una posición más fácil. Helen se quedó donde estaba, de pie al lado de la chimenea, cerca de una colección de trofeos exhibidos en un hueco, un lugar ideal desde el que podía observar a la señora Bowen con disimulo.

—Porque sólo hay dos personas en la tierra que conocen la identidad del padre de mi hija. Yo soy una de ellas. Dennis Luxford es la otra.

—¿Su hija no lo sabe?

—Claro que no. Nunca. Es imposible que haya descubierto la identidad de su padre.

—¿Sus padres? ¿Su familia?

—Nadie, señor St. James, salvo Dennis y yo. —Tomó un sorbo de vino—. El objetivo de su pasquín es derribar al gobierno. En el momento actual cuenta con las circunstancias apropiadas para aplastar al Partido Conservador de una vez por todas. Es lo que intenta hacer.

—No comprendo su lógica.

—Es bastante conveniente, ¿no le parece? La desaparición de mi hija. Una supuesta nota de secuestro en posesión de Luxford.

Una exigencia de publicidad en la nota. Y todo a continuación de los embustes sobre Sinclair Larnsey y un chico menor de edad en Paddington.

—El señor Luxford no se comporta como un hombre que estuviera fingiendo un secuestro para que los periódicos lo explotaran —adujo St. James.

—No hable en plural —replicó la mujer—, sino en singular. No va a permitir que la competencia le pise su mejor historia.

—Parece tan interesado como usted en que este asunto se lleve con el mayor sigilo.

—¿Es usted un estudioso del comportamiento humano, señor St. James, aparte de sus otros talentos?

—Creo prudente analizar a la gente que me pide ayuda, antes de acceder.

—Muy perspicaz. Cuando tengamos más tiempo, quizá le pida asesoramiento.

Dejó la copa de vino junto al maletín. Se quitó las gafas redondas de carey y frotó los cristales contra el brazo de la butaca, como para limpiarlas y estudiar a St. James al mismo tiempo. La montura de carey era del mismo tono que su cabello, cortado estilo paje, y cuando se caló de nuevo las gafas, rozaron el borde del largo flequillo que le cubría las cejas.

—Déjeme hacerle una pregunta. ¿No le parece extraño que el señor Luxford recibiera la nota del secuestro por correo?

—Desde luego que no —contestó, St. James. Fue matasellada ayer, y es posible que la depositaran en el correo anteayer—. Mientras mi hija estaba sana y salva en casa. Si examinamos los hechos, podemos concluir que tenemos a un secuestrador muy seguro del éxito de su empresa cuando envía la carta.

—O a un secuestrador consciente de que dará igual si fracasa, porque en ese caso la carta no obrará efecto en su destinatario. Si el secuestrador y el destinatario de la carta son la misma persona. O si el secuestrador ha sido contratado por el destinatario de la carta.

—Se ha dado cuenta.

—No había pasado por alto el matasellos, señora Bowen. No acepto sin más lo que me dicen. Estoy dispuesto a creer que Dennis Luxford pueda estar detrás de esto. Y también estoy dispuesto a creer que usted lo está.

La boca de la mujer se curvó por un instante. Asintió con brusquedad.

—Vaya vaya —dijo—. No es tan lacayo de Luxford como él supone, ¿verdad? Creo que servirá.

Se levantó de la butaca y se acercó a una escultura de bronce trapezoidal que se erguía sobre un pedestal, entre las dos ventanas del frente. Ladeó la escultura y extrajo de debajo un sobre que entregó a St. James cuando volvió a su butaca.

—Esto fue entregado durante el día de hoy. Entre la una y las tres de esta tarde, más o menos. Mi ama de llaves, la señora Maguire, que ya se ha marchado, la encontró cuando volvió de su visita diaria a su corredor de apuestas hípicas. La puso con el resto del correo, ya que va a mi nombre, y no volvió a pensar en ella hasta que le telefoneé a las siete para preguntar sobre Charlotte, después de la llamada de Dennis Luxford.

St. James examinó el sobre. Era blanco, barato, de los que se pueden comprar en casi cualquier sitio, desde Boot’s a la papelería de la esquina. Se puso unos guantes de goma y extrajo el contenido del sobre. Desdobló la única hoja y la depositó en otra funda de plástico que había traído de casa. Se quitó los guantes y leyó el breve mensaje. «Eve Bowen: Si quieres saber qué ha sido de Lottie, telefonea a su padre».

—Lottie —dijo St. James—. Se hace llamar así.

—¿Cómo la llama Luxford?

Eve Bowen no cejó en su creencia de que Luxford estaba implicado.

—El nombre no sería imposible de descubrir, señor St. James. Es evidente que alguien lo ha descubierto. O ya lo sabía.

St. James enseñó la carta a Helen, que la leyó antes de hablar.

—Ha dicho que telefoneó a la señora Maguire a las siete de la tarde, señora Bowen. Su hija ya debía llevar varias horas desaparecida. ¿No lo advirtió la señora Maguire?

—Lo advirtió.

—¿Y no la puso sobre aviso?

La mujer efectuó una mínima alteración en su postura. Exhaló una especie de suspiro.

—Durante el año pasado, desde que estoy en el Ministerio del Interior, Charlotte se portó mal varias veces. La señora Maguire sabe que debe ocuparse de las travesuras de Charlotee sin molestarme cuando estoy trabajando. Pensó que se trataba de otro ejemplo de mal comportamiento.

—¿Por qué?

—Porque los miércoles por la tarde tiene clase de música, un acontecimiento que no entusiasma precisamente a Charlotte. Se arrastra hacia ella cada semana, y casi todos los miércoles por la tarde amenaza con arrojarse o arrojar su flauta por una alcantarilla. Cuando no apareció nada más terminar su clase, la señora Maguire supuso que había vuelto a las andadas. No fue hasta las seis que empezó a telefonear para saber si Charlotte había ido a casa de alguna compañera de escuela en lugar de ir a clase.

—Entonces va sola a clase, ¿verdad?

Por lo visto, la parlamentaria captó la muda pero inevitable pregunta oculta tras las palabras de Helen: ¿iba una niña de diez años sola por las calles de Londres?

—Los niños se desplazan en grupo actualmente —contestó—, por si no se ha dado cuenta. Es improbable que Charlotte estuviera sola. Y en esos casos, la señora Maguire procura acompañarla.

—¿Procura?

Helen no había pasado por alto la palabra.

—A Charlotte no le gusta ir acompañada por una irlandesa gorda aficionada a llevar pantalones abolsados y jerséis raídos por la polilla. Además, ¿estamos aquí para hablar de cómo cuido a mi hija o de su paradero?

St. James intuyó más que vio la reacción de Helen ante aquellas palabras. La atmósfera parecía impregnada por una mezcla de la indignación de una mujer y la incredulidad de la otra. Ninguno de ambos sentimientos les ayudarían a localizar a la niña. Decidió intervenir.

—Cuando descubrió que Charlotte no había ido a casa de ninguna compañera de colegio, ¿la señora Maguire siguió sin llamarla?

—Dejé bien clara cuál era su responsabilidad hacia mi hija después de un incidente que ocurrió el mes pasado.

—¿Qué clase de incidente?

—La típica exhibición de cabezonería. —La parlamentaria bebió otro sorbo de vino—. Charlotte se había escondido en la sala de calderas de Santa Bernadette, su escuela primaria, en Blandford Street, porque no quería ir a su sesión de psicoterapia. Tiene una a la semana, sabe que ha de ir, pero una vez al mes o así se empeña en no colaborar. Es lo que pasó en esa ocasión. La señora Maguire me telefoneó presa del pánico cuando Charlotte no apareció a tiempo de que la acompañara a su cita. Tuve que abandonar mi oficina para convencerla. Después de eso, la señora Maguire y yo nos sentamos y dejé muy claro cuáles eran sus responsabilidades respecto a mi hija. Y hasta qué horas se extendían esas responsabilidades.

Helen parecía cada vez más perpleja por la forma en que la subsecretaria cuidaba de su hija. Dio la impresión de que iba a enzarzarse en otra discusión, pero St. James la disuadió. Era absurdo poner aún más a la defensiva a la diputada, al menos de momento.

—¿Dónde tenía la clase de música?

Eve Bowen le dijo que la casa no quedaba lejos de Santa Bernadette, en una zona llamada Cross Keys Close, cerca de Marylebone High Street. Charlotte iba a pie cada miércoles después de terminar las clases. El profesor era un hombre llamado Damien Chambers.

—¿Su hija ha ido hoy a clase?

Había ido. La primera persona a la que telefoneó la señora Maguire cuando inició sus pesquisas, a las seis de la tarde, fue al señor Chambers. Según el profesor, la niña había llegado y marchado a las horas habituales.

—Tendremos que hablar con ese hombre —indicó St. James—. Es probable que quiera saber el motivo de nuestras preguntas. ¿Ha pensado en eso, y en sus consecuencias?

Al parecer, Eve Bowen ya había aceptado la realidad de que ni siquiera una investigación privada sobre la desaparición de su hija podía llevarse a cabo sin interrogar a las personas que la habían visto por última vez. Y estas se preguntarían sin duda por qué un tullido y su acompañante femenina iban husmeando los movimientos de la niña. Era inevitable. La curiosidad de los interrogados podía conducirles a enviar alguna sugerencia intrigante a cualquier periódico, pero se trataba de un riesgo que la madre de Charlotte parecía dispuesta a correr.

—Tal como la estamos llevando, la historia se reduce a meras especulaciones —dijo—. Sólo es definitiva cuando interviene la policía.

—Las especulaciones pueden desembocar en una tempestad —respondió St. James—. Ha de llamar a la policía, señora Bowen. Si no a las autoridades locales, a Scotland Yard. Supongo que, dado su cargo, tiene suficiente influencia.

—Tengo influencia, y no quiero a la policía. Eso está fuera de cuestión. —Su expresión era inflexible.

Helen y él podían seguir discutiendo con ella un cuarto de hora más, pero St. James adivinó que sus esfuerzos serían inútiles. Encontrar a la niña (y encontrarla deprisa) era lo esencial. Pidió la descripción de la niña, tal como había salido aquella mañana, y también una fotografía. Eve Bowen les dijo que no había visto a su hija aquella mañana, porque siempre se iba de casa antes de que Charlotte despertara. Llevaba su uniforme escolar, naturalmente. Arriba había una fotografía de la niña con el uniforme. Salió de la sala para ir a buscarla y la oyeron subir por la escalera.

—Esto es más que extraño, Simon —dijo Helen en voz baja cuando estuvieron solos—. A juzgar por su forma de comportarse, casi se podría pensar… —Vaciló y se cruzó de brazos—. ¿No crees que su reacción es bastante antinatural?

St. James se levantó y fue a examinar los trofeos. Llevaban el nombre de Eve Bowen y eran premios de adiestramiento de caballos. Parecía lógico que tal actividad le hubiera granjeado una docena de primeros puestos. Se preguntó si su equipo político respondía a sus señas tan bien como los caballos.

—Cree que Luxford está detrás de esto, Helen. Su intención no sería causar daño a la niña, sino crispar los nervios de la madre. Al parecer no está dispuesta a dejarse crispar los nervios.

—De todos modos, lo normal sería que, en privado, mostrara alguna fisura.

—Es una política. Jugará con las cartas apretadas contra el pecho.

—Pero estamos hablando de su hija. ¿Por qué anda sola por las calles? ¿Qué ha estado haciendo su madre desde las siete de la mañana hasta ahora? —Helen señaló la mesa, el maletín, la documentación que sobresalía de él—. Me parece increíble que la madre de una niña secuestrada, con independencia de quién la haya secuestrado, sea capaz de mantener su mente concentrada en el trabajo. No es natural, ¿verdad? Nada de esto es normal.

—Estoy de acuerdo, pero ella sabe muy bien la opinión que nos vamos a forjar. No ha llegado donde ha llegado en tan poco tiempo sin saber por adelantado qué aspecto tendrán las cosas.

St. James examinó una serie de fotografías que se erguían en filas irregulares entre tres plantas que descansaban sobre una mesa estrecha de cromo y cristal. Reparó en una foto de Eve Bowen con el primer ministro, otra de Eve Bowen con el ministro del Interior, y una tercera de Eve Bowen en una hilera de personas, frente a la cual la princesa real parecía estar distribuyendo saludos a una escasa concurrencia de agentes de policía.

—Las cosas —replicó Helen con delicada ironía a la palabra que St. James había elegido— me parecen de lo más frío, si quieres saber mi opinión.

Una llave giró en la cerradura de la puerta de la calle mientras Helen estaba hablando. La puerta se abrió y cerró. El pestillo sonó de nuevo. Sonaron pasos sobre las baldosas y un hombre apareció en la puerta de la sala de estar. Medía casi un metro ochenta de estatura, y era de hombros estrechos y delgado. Sus ojos color té miraron a St. James y Helen. Parecía cansado, y su cabello de color roble viejo estaba desordenado como el de un muchacho. Se lo mesó y por fin habló.

—Hola —dijo—. ¿Dónde está Eve?

—Arriba —contestó St. James—. Ha ido a buscar una fotografía.

—¿Una fotografía?

Miró a Helen y después a St. James. Dio la impresión de que leía algo en sus expresiones, porque su tono cambió de una indiferencia cordial a una cautela instantánea.

—¿Qué sucede?

Hizo la pregunta con un timbre agresivo, sugerente de que estaba acostumbrado a ser respondido al instante y con deferencia. Ni siquiera los subsecretarios del gobierno recibían a invitados cerca de la medianoche sin un motivo grave.

—¿Eve? —llamó en dirección a la escalera—. ¿Ha pasado algo? —preguntó a St. James—. ¿Eve está bien? ¿El primer ministro…?

—Alex.

Eve Bowen habló, situada fuera del ángulo de visión de St. James, mientras bajaba la escalera a toda prisa.

—¿Qué pasa? —le preguntó Alex.

La mujer presentó a Helen y St. James para eludir la pregunta.

—Mi marido, Alexander Stone —dijo.

St. James no recordaba haber leído que la subsecretaria estuviera casada, pero cuando Eve Bowen presentó a su marido, comprendió que debía haberlo hecho y archivado la información en algún rincón polvoriento de su memoria, pues no consideraba probable haber olvidado por completo que Alexander Stone era el marido de la subsecretaria. Stone era uno de los principales empresarios del país. Su interés particular eran los restaurantes, y era el dueño de, como mínimo, una docena de establecimientos de primera categoría desde Hammersmith a Holburn. Era un chef excepcional, un muchacho de Newcastle que había logrado desprenderse hacía tiempo de su acento campesino en el curso de su admirable trayectoria desde pastelero en el hotel Brown a restaurador de éxito. De hecho, Stone era el ideal personificado del Partido Conservador: sin ventajas sociales ni educativas (y sin la ayuda gubernamental, desde luego), había triunfado. Era el posibilismo encarnado y un empresario sin parangón. En suma, era el marido ideal de una parlamentaria tory.

—Ha pasado algo —le explicó Eve Bowen y apoyó una mano en su brazo—. Me temo que no es muy agradable, Alex.

De nuevo, Stone paseó su mirada entre St. James y Helen. St. James intentaba digerir la información de que Eve Bowen aún no había informado a su marido del secuestro de su hija. Observó que a Helen le pasaba lo mismo. Los rostros de ambos proporcionaban abundante material de estudio, y Alexander Stone los examinó un momento, mientras su cara palidecía.

—Papá —dijo—. ¿Ha muerto? ¿El corazón?

—No es tu padre, Alex. Charlotte ha desaparecido. El hombre clavó la vista en su mujer.

—Charlotte —repitió como atontado—. Charlotte. Charlie. ¿Qué…?

—La han secuestrado.

El hombre aparentó desconcierto.

—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Que está…?

—Esta tarde. Después de la clase de música.

El hombre se llevó una mano al cabello revuelto, que desordenó aún más.

—Joder, Eve. ¿Qué coño pasa? ¿Por qué no me llamaste? He estado en el Couscous desde las dos. Lo sabías. ¿Por qué no me has telefoneado?

—No lo supe hasta las siete. Las cosas han sucedido a demasiada velocidad.

—Usted es de la policía —dijo Stone a St. James.

—Nada de policía —replicó su mujer.

Stone se volvió hacia ella.

—¿Has perdido la razón? ¿Qué coño…?

—Alex. —La voz de la parlamentaria sonó grave y autoritaria—. ¿Quieres esperar en la cocina? ¿Nos prepararás algo de cenar? Dentro de un momento te lo explicaré.

—¿Explicar qué? ¿Qué cojones está pasando? ¿Quiénes son estas personas? Quiero respuestas, Eve.

—Y las tendrás. —Ella le tocó el brazo de nuevo—. Por favor, deja que termine aquí. Por favor.

—No intentes desembarazarte de mí como si fuera uno de tus malditos lameculos.

—Créeme, Alex, no lo estoy haciendo. Deja que termine aquí. Stone se soltó de ella.

—¡Mierda! —rugió.

Cruzó a grandes zancadas la sala de estar, atravesó el comedor que había al otro lado y pasó por las puertas batientes que seguramente conducían a la cocina.

Eve Bowen contempló la ruta que había seguido su marido. Al otro lado de las puertas batientes, alacenas se abrieron y cerraron con violencia, ollas tintinearon sobre encimeras y corrió el agua. La mujer entregó la fotografía a St. James.

—Esta es Charlotte.

—Necesitaré su horario semanal. Una lista de sus amigas. Direcciones de los sitios a que suele ir.

La mujer asintió, aunque era evidente que su mente se encontraba en la cocina, con su marido.

—Por supuesto —dijo. Volvió a su butaca y cogió papel y lápiz.

El cabello cayó hacia adelante y ocultó su cara.

Helen fue quien hizo la pregunta.

—¿Por qué no telefoneó a su marido, señora Bowen? Cuando supo que Charlotte había desaparecido, ¿por qué no telefoneó? Eve Bowen alzó la cabeza. Parecía muy serena, como si hubiera empleado el tiempo de cruzar la sala en controlar todas las emociones que pudieran traicionarla.

—No quería convertirle en otra víctima de Dennis Luxford —dijo—. Me parece que ya hay suficientes.

Alexander Stone trabajaba con furia. Vertió un poco de vino tinto en la mezcla de aceite de oliva, tomates cortados, cebollas, perejil y ajo. Bajó el gas y se alejó de su encimera de diseño en dirección a la tabla de cortar, donde fileteó una docena de champiñones. Los metió en un cuenco y los llevó a la encimera. Una olla grande de agua estaba empezando a hervir. Enviaba vapor al techo en forma de penachos translúcidos, lo cual le llevó a pensar en Charlotte de repente, indefensa. Plumas de pájaros fantasma, las habría llamado, para luego arrastrar su taburete hasta le encimera y charlar mientras él trabajaba.

Santo cielo, pensó.

Cerró el puño y lo descargó con fuerza sobre el muslo. Notó que le escocían los ojos y se dijo que era la reacción de sus lentillas al calor del fuego y al olor acre de las cebollas y el ajo que hervían. Después se llamó mentiroso, dejó lo que estaba haciendo y agachó la cabeza. Respiraba como un corredor de fondo, y trató de calmarse. Se enfrentó a la verdad. Aún no estaba en posesión de todos los datos, y hasta que los tuviera estaba desperdiciando energía preciosa en rabia. Lo cual no le serviría de nada. Ni a Charlie.

«Exacto —pensó—. Sí. Bien. Vamos a lo nuestro. Vamos a esperar. Vamos a ver».

Se apartó de la encimera. Sacó del congelador un paquete de fettucine. Lo había desenvuelto por completo y ya estaba preparado para echarlo al agua hirviente, cuando se dio cuenta de que no notaba su frialdad en la palma. Vertió la pasta con tal rapidez en la olla que un géiser de agua se elevó y cayó sobre su piel. Esto sí lo pudo notar, y se apartó con un salto instintivo de la encimera, como si fuera un novato en la cocina.

—Hostia —susurró—. Joder. La hostia.

Se acercó al calendario que colgaba en la pared, contiguo al teléfono. Quería asegurarse. Siempre existía la posibilidad de que no hubiera apuntado su agenda semanal, que no hubiera dejado los nombres de los restaurantes a cuyos chefs y camareros supervisaba ese día, que no hubiera dejado escrito su paradero para que la señora Maguire, Charlie o su mujer pudieran localizarle si se presentaba una emergencia… Pero allí estaba, en el cuadrado del miércoles: «Couscous». Al igual que el día anterior llevaba escrito «Sceptre» encima. Al igual que mañana tenía «Demoiselle». Lo cual significaba que no había excusas. Lo cual significaba que ella contaba con los datos. Lo cual significaba que podía dar rienda suelta a su rabia, golpear las alacenas con los puños, tirar al suelo vasos y platos, arrojar los cubiertos contra las paredes, derribar la nevera y patear su contenido…

—Se han marchado.

Giró en redondo. Eve estaba en la puerta. Se quitó las gafas y las limpió con el forro de seda negra de su chaqueta.

—No tenías que preparar nada —dijo, y señaló la encimera con la cabeza—. La señora Maguire nos habrá dejado algo. Siempre lo hace para…

Calló y se caló las gafas.

«Para Charlotte». No diría aquellas dos palabras porque no quería pronunciar el nombre de su hija. Pronunciar el nombre de su hija proporcionaría a Stone un pretexto antes de que ella estuviera preparada. Y Eve era una maldita política que sabía jugar con ventaja.

Como si él no estuviera preparando la cena, Eve se encaminó hacia la nevera. Alex vio que sacaba dos platos tapados que él ya había inspeccionado, los llevaba hasta la encimera y desenvolvía la oferta de la señora Maguire para el miércoles por la noche, consistente en macarrones gratinados, panaché de verduras y patatas hervidas espolvoreadas con un poco de paprika.

—Dios —dijo, y contempló los grumos de queso cheddar que salpicaban la masa empastada de macarrones.

—Yo dejo algo para Charlie cada día —dijo Stone—. Sólo ha de calentarlo, pero no lo hace. «Nombres raros para porquerías», lo llama.

—¿Y esto no es una porquería?

Eve vertió el contenido de los dos platos en el fregadero. Giró el interruptor y dejó que el eliminador de basuras se encargara de ello. El agua corrió y corrió, y Alex observó que ella miraba el proceso, a sabiendas de que estaba empleando el tiempo para preparar su estrategia de cara a la conversación. Tenía la cabeza gacha y los hombros hundidos, con el cuello al descubierto. Era blanco y vulnerable, y suplicaba clemencia. Pero no se la iba a conceder. Se acercó a ella, cerró el eliminador y giró el grifo. La cogió por el brazo para volverla hacia él. Estaba rígida al contacto. Dejó caer la mano.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Lo que ya te he dicho. Desapareció cuando volvía a casa de su clase de música.

—¿Maguire no iba con ella?

—Por lo visto no.

—Maldita sea, Eve. Ya lo hemos discutido otras veces. Si podemos confiar en ella para…

—Pensó que Charlotte estaba con unas amigas.

—Pensó. Vaya si pensó. —Experimentó de nuevo la necesidad de golpear. Si el ama de llaves hubiera estado presente, se habría lanzado sobre su garganta—. ¿Por qué? —preguntó con aspereza—. Sólo dime por qué.

Eve evitó fingir no comprender. Se volvió y se cogió los codos con las manos. Era una postura que le aislaba de él con más eficacia que si se hubiera alejado hasta el otro extremo de la cocina.

—Alex, tenía que pensar lo que debía hacer.

Alex sintió gratitud por el hecho de que, al menos, no insistía en su anterior mentira de que todo había sucedido con demasiada rapidez, que no había tiempo. De todos modos, era una gratitud inapreciable, como una semilla caída en suelo estéril.

—¿Qué había que pensar, exactamente? —preguntó con calma deliberada—. A mí me parece un simple problema de cuatro pasos. —Utilizó el pulgar y tres dedos para enumerar cada paso—. Charlie ha sido secuestrada. Me telefoneas al restaurante. Voy a buscarte a la oficina. Vamos a la policía.

—No es tan sencillo.

—Parece que te quedaste atascada en el paso uno. ¿No es así? —La expresión de Eve no cambió. Aún expresaba aquella absoluta sangre fría tan esencial en su profesión, una tranquilidad que estaba acabando con la de Alex a marchas forzadas—. Maldita sea. ¿No es así, Eve?

—¿Quieres que te lo explique?

—Quiero que me digas quién coño era esa gente que estaba en la sala de estar. Quiero que me digas por qué coño no has llamado a la policía. Quiero que me expliques, y en diez palabras o menos, Eve, por qué no te pareció importante comunicarme que mi hija…

—Hijastra, Alex.

¡Mierda! Por lo tanto, de haber sido su padre, el proveedor del jodido esperma, según tu definición, habría merecido una llamada para informarme de su desaparición. ¿Estoy en lo cierto?

—No del todo. El padre de Charlotte ya lo sabe. Es quien me telefoneó para darme la noticia. Creo que es el responsable del secuestro.

El agua de la pasta eligió aquel momento para hervir, derramarse por los costados de la olla y caer sobre el fogón. Con la sensación de estar hundido hasta la cintura en gachas, Alex fue a la encimera y se dedicó a remover el agua, bajar el fuego, levantar la olla y colocar el difusor en otra posición, mientras no dejaba de oír en ningún momento «El padre de Charlotte, el padre de Charlotte, el padre de Charlotte». Dejó el tenedor de madera en su sujetador con todo cuidado, antes de volverse hacia su mujer. Era de piel clara, pero a la luz de la cocina parecía blanca como la cera.

—El padre de Charlie —dijo.

—Dice haber recibido una nota de los secuestradores. Yo también he recibido una.

Alex vio cómo sus dedos se tensaban alrededor de los codos.

Por el gesto, pensó que se preparaba para una lucha mental o emocional y comprendió que lo peor aún estaba por venir.

—Continúa —dijo con voz tensa.

—¿No quieres ocuparte de tu pasta?

—No tengo demasiado apetito. ¿Y tú?

Eve meneó la cabeza, pero le dejó un momento y volvió a la sala de estar. Durante ese tiempo Alex removió el agua y la pasta, y se preguntó cuándo volvería a tener hambre. Eve regresó con una botella de vino y dos copas. Las sirvió en el bar que prolongaba la encimera. Deslizó una de las copas en su dirección.

Alex se dio cuenta de que Eve no iba a decir nada a menos que la obligara. Le contaría todo lo demás (lo sucedido a Charlie, a qué hora del día, y exactamente cómo y con qué palabras lo había averiguado), pero no diría el nombre a menos que insistiera. En los siete años que la conocía, en sus seis años de matrimonio, la identidad del padre de Charlie era un secreto que jamás había revelado. A Alex no le había parecido justo presionarla. El padre de Charlotte, fuera quien fuera, era parte del pasado de Eve. Alex sólo deseaba ser parte de su presente y su futuro.

—¿Por qué la ha secuestrado?

Ella contestó sin demostrar el menor sentimiento, un mero recitado de las conclusiones a las que había llegado.

—Porque quiere que el público sepa de quién es el padre. Porque quiere enfangar más a los tories. Porque si el gobierno sigue padeciendo escándalos sexuales que erosionan la fe del público en las autoridades elegidas, el primer ministro se verá obligado a convocar elecciones generales y los tories las perderán. Eso es lo que quiere.

Alex asimiló las palabras que más le habían impresionado y le revelaban más sobre lo que ella había mantenido oculto durante tantos años.

—¿Escándalos sexuales? Los labios de Eve se curvaron en una sonrisa carente de alegría.

—Escándalos sexuales.

—¿Quién es, Eve?

—Dennis Luxford.

El nombre no significaba nada para él. Años de vivir atemorizado, años de formularse la misma pregunta, años de especulaciones, años de cálculos, y el nombre no significaba absolutamente nada. Comprendió que ella se había dado cuenta del detalle. Eve emitió una risita sardónica, dirigida a ella misma, y se dirigió a la pequeña mesa de la cocina, situada ante una ventana salediza que daba al jardín posterior. Había un revistero de roten junto a una de las sillas, donde la señora Maguire guardaba el material de lectura de baja estofa que la distraía durante sus tareas diarias. Eve extrajo un periódico, lo llevó al bar y lo dejó ante Alex.

Su cabecera era un fondo rojo llamativo sobre el que se leía en letras amarillas ¡The Source! Bajo la cabecera, siete centímetros y medio de titulares chillaban «Parlamentario cae en trampa amorosa». El titular iba acompañado de dos fotografías en color, una de Sinclair Larnsey, parlamentario por East Norfolk, cuando salía con semblante sombrío de un edificio en compañía de un caballero anciano que caminaba con un bastón, sobre el cual se había impreso «Presidente de la Asociación de la Circunspección Electoral». La otra era de un Citroén magenta, bajo el cual se leía «El nido de amor móvil de Sinclair Larnsey». El resto de la primera plana estaba dedicada a «Gane unas vacaciones de ensueño» (página 11), «Desayune con su estrella favorita» (página 8) y «Empieza el juicio del asesinato del críquet» (página 29).

Alex contempló el periódico con el entrecejo fruncido. Resultaba hortera y repugnante, como sin duda era su intención, e imaginó que vendía miles de ejemplares, pues debía distraer a las personas que cada día tenían que desplazarse de un sitio a otro para ir a trabajar. Su propia grosería hablaba del impacto que debía tener en la opinión pública. La que leía aquel tipo de basura, de todos modos, aparte de gente como la señora Maguire, no se podía describir como una fuerza intelectual de primera magnitud.

Eve volvió hacia el revistero. Extrajo tres ejemplares más del periódico y los dejó con cuidado sobre el bar ante él. «¡Diputado detenido en una redada antivicio!» ocupaba toda una primera plana. «¡Parlamentario toro aficionado a los menores!» decoraba otra. «Sofoco real: ¿quién calienta la cama de la princesa por las noches?» saltaba desde la tercera.

—No lo entiendo —dijo Alex—. Tu caso es diferente de estos.

¿Con qué van a crucificarte los periódicos? Cometiste un error quedaste embarazada. Tuviste una hija. La educaste, cuidaste y seguiste tu vida. No hay historia.

—No lo entiendes.

—¿Qué he de entender?

—Dermis Luxford. Este es su periódico, Alex. El padre de Charlotte es el director de este periódico, y era director de otro tan repulsivo como este cuando tuvimos nuestro pequeño… —Parpadeó varias veces y, por un momento, Alex pensó que iba a perder la compostura—. Esto es lo que hacía, desenterrar los chismes más salaces que podía encontrar, difamar a quien deseaba humillar, cuando echamos una cana al aire en Blackpool.

Alex apartó los ojos y miró los periódicos. Se dijo que si no la había oído bien, no tendría que creerla. Eve hizo un movimiento, Alex alzó la vista y vio que había cogido su copa para levantarla como si brindara, cosa que no hizo.

—Ahí estaba Eve Bowen —dijo—, futura parlamentaria tory, futura subsecretaria, futura primer ministro, la ultraconservadora, Dioesmifundamento, moralizante periodista, jugando a la bestia de dos cabezas con el Rey de los sapos. Dios mío, qué bien se lo pasarán los diarios con esta historia. Y será la primera de la serie.

Alex buscó algo que decir, lo cual era difícil, porque en aquel momento sólo era capaz de sentir la capa de hielo que empezaba a atenazar su corazón. Hasta sus palabras sonaron amortiguadas.

—En aquel entonces no eras miembro del parlamento.

—Una sutil distinción que el público procurará pasar por alto, te lo aseguro. El público obtendrá un gran placer al imaginarnos encontrándonos a escondidas en el hotel de Blackpool, liquidando a toda prisa nuestras tareas periodísticas, yo abierta de piernas en una cama del hotel, ardiendo en deseos de que Luxford me penetrara con su poderoso miembro. Y luego, a la mañana siguiente, bien arreglada para volver a parecer Miss Inexpugnable de cara a mis colegas. Y viviendo con ese secreto durante tantos años, actuando como si considerara moralmente reprensible todo lo que ese hombre defiende.

Alex la miró fijamente. Examinó las facciones que había mirado durante los últimos siete años: el cabello impecable, los ojos color avellana claro, la barbilla demasiado afilada, el labio superior demasiado delgado. «Esta es mi mujer —pensó—. Esta es la mujer a la que amo. Con ella soy muy diferente de la persona que soy con los demás. ¿De veras la conozco?».

—¿Y no es verdad? —preguntó como atontado.

Los ojos de Eve se nublaron. Cuando habló, su voz sonó extrañamente distante.

—¿Cómo puedes preguntarme eso, Alex?

—Porque quiero saber. Tengo derecho a saber.

—¿Saber qué?

—Quién coño eres.

Eve no contestó. Sostuvo su mirada durante largo rato, y luego sacó la olla de los fogones y la dejó en el fregadero, donde vertió los fettuccine en un colador. Utilizó un tenedor para levantar unos cuantos.

—La pasta se te ha pasado, Alex —musitó—. No acostumbras a cometer este tipo de errores.

—Contéstame.

—Creo que ya lo he hecho.

—El error fue el embarazo —insistió él—, no la elección de pareja. Ya sabías lo que era cuando te acostaste con él. Tenías que saberlo.

—Sí, lo sabía. ¿Quieres que te diga que me daba igual?

—Quiero que me digas la verdad.

—Muy bien. Me dio igual. Quería acostarme con él.

—¿Por qué?

—Sedujo mi mente, cosa que la mayoría de hombres no se molestan en intentar cuando quieren seducir a una mujer. Alex se aferró a aquella palabra porque lo necesitaba.

—Te sedujo. —La primera vez. Después no. Fue mutuo.

—Así que te lo tiraste más de una vez. La palabra no consiguió amedrentarla, como Alex deseaba.

—Me lo tiré durante todo el congreso. Cada noche. Y casi todas las mañanas.

—Magnífico. Alex reunió los periódicos y los devolvió al revistero. Se acercó a los fogones y cogió la sartén de salsa. La vertió en el fregadero y vio cómo desaparecía por el eliminador de basuras. Eve continuaba de pie junto al escurridero. Sentía su proximidad, pero era incapaz de mirarla. Tenía la sensación de que su mente había recibido un golpe mortal.

—Así que ha secuestrado a Charlie —fue lo único que consiguió decir—. Luxford.

—Él lo ha organizado. Y si reconoce públicamente el hecho de que es su padre, en la primera plana de su periódico, la devolverán.

—¿Por qué no has llamado a la policía?

—Porque intento plantar cara a su farol.

—¿Utilizando a Charlie?

—¿Qué quieres decir?

Al menos, aquello podía sentirlo, y se regodeó en la sensación.

—¿Dónde la retiene, Eve? ¿Sabe ella lo que está pasando? ¿Tiene hambre? ¿Tiene frío? ¿Está aterrorizada? Un desconocido la secuestró en la calle, y a ti lo único que te importa es salvar tu reputación, ganar la partida y plantar cara al farol de ese bastardo de Luxford.

—No conviertas esto en un referéndum sobre la maternidad —repuso ella en voz baja—. Cometí una equivocación y he pagado por ella. Aún estoy pagando. Pagaré hasta que me muera.

—Estamos hablando de una niña, no de un error de discernimiento. Una niña de diez años.

—Y mi intención es encontrarla, pero a mi manera. Me pudriré en el infierno antes de hacerlo a la suya. Hojea este periódico si no sabes descifrar lo que quiere de mí, Alex. Y antes de que me condenes por mi gigantesco egoísmo, pregúntate qué efecto causaría en Charlotte permitir la publicación en los periódicos de un bonito escándalo sexual.

Lo sabía, por supuesto. Una de las mayores pesadillas de la vida política era la repentina aparición de un esqueleto que se creía apaciblemente enterrado desde mucho tiempo atrás. Una vez el esqueleto se sacudía el polvo de sus huesos quebradizos y aparecía en público, conseguía que cada acción, comentario e intención de su poseedor pareciera sospechosa. Su presencia, aunque sólo colgara en la periferia de la vida actual de su propietario, exigía que se examinaran las motivaciones, se colocaran bajo un microscopio los comentarios, se siguieran los pasos, se analizaran las cartas, se diseccionaran los discursos, y todo lo demás se husmeara en profundidad para tratar de detectar el aroma de la hipocresía. Y este escrutinio no terminaba con el propietario del esqueleto. Alcanzaba a todos los miembros de la familia, cuyos nombres y vidas eran arrastrados por el barro del derecho del público, concedido por Dios, a ser informado. Parnell lo había descubierto. Profumo también. Yeo y Ashby habían experimentado el escalpelo del escrutinio que cortaba la carne de lo que consideraban su vida privada. Como ninguno de sus predecesores en el Parlamento, ni de la mismísima Corona, ella tampoco estaba a salvo del ridículo público. Eve sabía que ella no sería una excepción, sobre todo a ojos de un hombre como Luxford, azuzado por los demonios de las cifras de venta y su odio personal hacia el Partido Conservador.

Alex se sentía abrumado por las cargas. Su cuerpo exigía acción, su mente suplicaba comprensión y su corazón pedía volar. Estaba atrapado entre la aversión y la compasión, y se sentía desgarrado por la batalla de aquel antagonismo en su interior. Buscó la compasión, siquiera por un momento.

—¿Quiénes eran? —preguntó, y movió la barbilla en dirección a la sala de estar—. El hombre y la mujer.

Adivinó al ver su cara que Eve creía haber vencido.

—Él trabajó en otro tiempo para Scotland Yard. Ella es… No lo sé. Le ayuda en alguna forma.

—¿Confías en que puedan manejar la situación?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque cuando me pidió que le diera un horario de las actividades de Charlotte, me obligó a hacerlo dos veces. Una por escrito. La otra por ordenador.

—No te entiendo.

—Él tiene las dos notas del secuestro, Alex. La que recibí yo y la que recibió Dennis. Quiere examinar mi caligrafía. Quiere compararla con la caligrafía de las notas. Cree que yo puedo estar implicada. No confía en nadie. Lo cual significa que podemos confiar en él, me parece.