2

Tras haber preparado a su público, Deborah St. James alineó tres grandes fotografías en blanco y negro sobre una de las mesas del laboratorio de su marido. Ajustó las luces fluorescentes y retrocedió para esperar el juicio de su marido y de su compañera de trabajo, lady Helen Clyde. Hacía cuatro meses que experimentaba con aquella nueva serie de fotografías, y si bien estaba satisfecha con los resultados, también sentía cada vez más la necesidad de efectuar una auténtica contribución económica a su hogar. Quería que la contribución fuera continuada, no limitada a los encargos esporádicos que hasta el momento había conseguido gracias a llamar a las puertas de agencias de publicidad, agencias de talentos, revistas, servicios por cable de noticias y editores. Durante los últimos años, desde que había concluido su preparación, Deborah había empezado a experimentar la sensación de que pasaba la mayor parte del tiempo arrastrando su carpeta de un extremo a otro de Londres, cuando lo único que deseaba era que sus fotografías fuesen arte puro. Desde Stieglitz a Mapplethorpe, otros lo habían conseguido. ¿Por qué no ella?

Deborah apretó las palmas y esperó a que su marido o Helen Clyde hablaran. Habían estado enfrascados en examinar la transcripción de una declaración forense que Simon había prestado quince días antes sobre explosivos de plástico, y su intención era continuar con un análisis de marcas de herramientas hechas con el metal que rodeaba el pomo de una puerta, en un intento de reunir pruebas para la defensa en un inminente juicio por asesinato.

No obstante, accedieron de buen grado a tomarse un descanso, Habían trabajado desde las nueve de la mañana, con sólo una pausa para comer y otra para cenar, y por lo que Deborah podía ver ahora, a las nueve y media de la noche, Helen al menos estaba más que dispuesta a dar por concluida su jornada laboral.

Simon estaba inclinado sobre una fotografía de un rapado del Frente Nacional. Helen estudiaba a una muchacha antillana que sostenía una enorme bandera del Reino Unido. Tanto el rapado como la chica estaban colocados delante de un fondillo portátil que Deborah había confeccionado con grandes triángulos de lienzos pintados.

Como ni Simon ni Helen hablaban, ella rompió el silencio.

—Quiero que las fotografías posean una personalidad específica. No quiero objetivar el tema como hacía antes. Yo controlo el fondo, que es el lienzo en el que estuve trabajando en el jardín el pasado febrero, ¿te acuerdas, Simon? Él o ella no pueden falsearse, porque la velocidad de la película es demasiado lenta y el sujeto no puede sostener el artificio durante el tiempo necesario para lograr la exposición adecuada. Bien, ¿qué opináis?

Se dijo que no importaba lo que pensaran. Su nuevo planteamiento le parecía importante, y no pensaba abandonarlo, pero que alguien independiente dijera que el trabajo era tan bueno como ella creía le serviría de ayuda. Aunque esa persona fuera su marido, la menos propensa a encontrar defectos en su trabajo.

Simon se alejó del rapado, esquivó a Helen, que aún seguía examinando a la muchacha de la bandera, y pasó a la tercera foto, un rastafari con un impresionante chal de lentejuelas que cubría su agujereada camiseta.

—¿Dónde las has tomado, Deborah?

—En Covent Garden, cerca del museo del teatro. Me gustaría hacer las próximas en la iglesia de San Botolph. Los sin hogar, ya sabes.

Vio que Helen continuaba hacia otra fotografía y se prohibió morderse el pulgar. Helen levantó la vista por fin.

—Creo que son maravillosas.

—¿De veras? O sea, ¿crees…? Son bastante diferentes, ¿verdad? Lo que quería… o sea, estoy utilizando una Polaroid de cincuenta por sesenta, y he dejado las marcas de los dientes de engranaje, y también las marcas de los productos químicos en las impresiones, porque quiero que anuncien que son fotografías. Son la realidad artificial, en tanto que los sujetos son la verdad. Al menos… bueno, eso me gustaría pensar… —Deborah se llevó la mano al pelo y apartó un mechón cobrizo de su cara. Las palabras la ponían en un aprieto. Siempre le había pasado. Suspiró—. Esto es lo que intento…

Su marido le rodeó la espalda con el brazo y la besó ruidosamente en un lado de la cabeza.

—Un trabajo estupendo —dijo—. ¿Cuántas has tomado?

—Oh, docenas. Cientos. Bien, tal vez cientos no pero sí muchas. Acabo de empezar a hacer estas copias en tamaño grande. Lo que deseo en realidad es que sean lo bastante buenas para exhibirlas… en una galería, quiero decir. Como arte. Porque, bueno, al fin y al cabo son arte y…

Su voz enmudeció cuando captó movimiento por el rabillo del ojo. Se volvió hacia la puerta del laboratorio y vio que su padre (miembro desde hacía muchísimo tiempo de una u otra rama de la familia St. James) había subido en silencio al último piso de la casa de Cheyne Row.

—Señor St. James —dijo Joseph Cotter, que insistía en no utilizar jamás el nombre de pila de Simon, ni siquiera después de casarse con Deborah. Nunca se había adaptado por completo al hecho de que su hija se hubiera casado con el joven patrón de su padre—. Tiene visitas. Las he conducido al estudio.

—¿Visitas? —preguntó Deborah—. No he oído… ¿Ha sonado el timbre de la puerta, papá?

—Estos visitantes no necesitan el timbre —contestó Cotter. Entró en el laboratorio y contempló las fotografías de Deborah con el entrecejo fruncido—. Qué tío más feo —dijo, en referencia al rufián del Frente Nacional—. Es David —explicó al marido de Deborah—. Ha venido con un amiguete, vestido con tirantes de fantasía y zapatos relucientes.

¿David? —preguntó Deborah—. ¿David St. James? ¿Aquí, en Londres?

—En esta misma casa —subrayó Cotter—. Va hecho una piltrafa, como siempre. Dónde compra su ropa es un misterio para mí. Oxfam, supongo.

—¿Querrán todos café? Esos dos tienen pinta de agradecerlo.

Deborah ya estaba bajando la escalera.

—David —llamó.

—Café, sí —dijo su marido—, y conociendo a mi hermano, será mejor que saques también el resto de aquel pastel de chocolate. Dejémoslo por hoy —dijo a Helen—. ¿Ya te marchas?

—Deja que antes diga hola a David.

Helen apagó los fluorescentes y siguió a St. James hasta la escalera, que el hombre bajó con cuidado a causa de la abrazadera sujeta a su pierna izquierda. Cotter salió a continuación.

La puerta del estudio estaba abierta.

—¿Qué haces aquí, David? —preguntó Deborah en el interior—. ¿Por qué no has telefoneado? No les habrá pasado nada a Sylvie o a los niños, imagino.

David dio un beso en la mejilla a su cuñada.

—Bien. Están bien, Deb. Todos están bien. He venido a la ciudad para dar una conferencia sobre el Euromercado. Dennis me localizó allí. Ah, aquí está Simon. Dennis Luxford, mi hermano Simon. Mi cuñada. Y Helen Clyde. ¿Cómo estás, Helen? Han pasado años, ¿verdad?

—Desde el último día de San Esteban —contestó Helen—. En casa de tus padres, pero había tanta gente que perdono tu falta de memoria.

—Supongo que pasé toda la tarde poniéndome las botas en la mesa del bufet.

David palmeó con ambas manos su panza, el único rasgo que le diferenciaba de su hermano menor. Por lo demás, St. James y él eran, como todos los St. James, muy similares en apariencia, y compartían el mismo pelo negro rizado, la misma estatura, las mismas facciones angulosas y los mismos ojos de un color que nunca acababa de decidirse entre el gris y el azul. Iba vestido como Cotter lo había descrito: de una forma estrafalaria. Desde sus sandalias Birkenstock y calcetines a rombos, hasta su chaqueta de tweed y el polo, David era el eclecticismo personificado, la desesperación de toda su familia. Era un genio en los negocios y había cuadruplicado los beneficios de la compañía naviera desde la jubilación de su padre, pero nadie daría un centavo por él.

—Necesito tu ayuda. —David eligió una de las butacas de cuero próximas a la chimenea. Con la seguridad de un hombre que manda una legión de empleados, indicó a todo el mundo que se sentara—. Más concretamente, Dennis necesita tu ayuda. Por eso hemos venido.

—¿Qué tipo de ayuda?

St. James observó al hombre que acompañaba a su hermano. Se había situado más o menos fuera de la luz directa, cerca de la pared en la que Deborah colgaba una exposición cambiante de sus fotografías. St. James vio que Luxford era un hombre muy atractivo, de mediana edad y estatura modesta, cuya elegante chaqueta cruzada azul, corbata de seda y pantalón color cervato sugerían un petimetre, pero cuyo rostro exhibía una expresión de tibia desconfianza que, en aquel momento, parecía mezclarse con la incredulidad. St. James sabía el motivo, aunque nunca lo recordaba sin una momentánea depresión. Dennis Luxford necesitaba ayuda, pero no esperaba poder recibirla de un lisiado. St. James quiso decir «Sólo es la pierna, señor Luxford. Mi intelecto sigue funcionando como siempre». En cambio, esperó a que el otro hombre hablara, mientras Helen y Deborah se acomodaban en el sofá y la otomana.

A Luxford no pareció gustarle que las mujeres fueran a presenciar la entrevista.

—Se trata de un asunto personal —dijo—. Extremadamente confidencial. No quiero…

David St. James intervino.

—Son las tres personas del país menos susceptibles de vender tu historia a los medios de comunicación, Dennis. Me atrevería a decir que ni siquiera saben quién eres. ¿Lo sabéis? Da igual. Ya veo por vuestra cara que no.

Siguió explicando que Luxford y él habían ido juntos a la Universidad de Lancaster, adversarios en los debates y compañeros de borracheras después de los exámenes. Habían continuado en contacto después de la universidad, siempre informados sobre sus respectivas carreras triunfales.

—Dennis es escritor —dijo David—. El mejor escritor que he conocido, si vamos a eso.

Había venido a Londres para dejar su impronta en la literatura, pero había acabado metido en el periodismo y decidió quedarse en él. Había empezado como corresponsal político del Guardian. Actualmente era director.

—¿Del Guardian? —preguntó St. James.

—Del Source —dijo Luxford, con una mirada que les retaba a todos a hacer comentarios. Empezar en el Guardian y terminar en el Source no era un ascenso celestial, pero Luxford, por lo visto, no deseaba ser juzgado.

David no pareció darse cuenta de su mirada. Asintió en dirección a Luxford.

—Tomó el mando del Source hace seis meses, Simon, después de convertir al Globe en número uno. Fue el director más joven de la historia de la Fleet Street cuando tomó las riendas del Globo, además del de mayor éxito. Y aún lo es. Hasta el Sunday Times lo admitió. Se explayaron mucho sobre él en el dominical. ¿Cuándo fue, Dennis?

Luxford hizo caso omiso de la pregunta, al parecer irritado por las alabanzas de David. Por unos momentos dio la impresión de que rumiaba.

—No —dijo por fin a David—. Esto no va a funcionar. Es demasiado peligroso. No tendría que haber venido.

Deborah se removió.

—Nos marchamos —dijo—. ¿Vamos, Helen?

Pero St. James estaba estudiando al periodista y algo en él (¿tal vez su sutil habilidad para manipular la situación?) le impulsó a decir:

—Helen trabajaba para mí, señor Luxford. Si necesita mi ayuda, ella va incluida en el lote, aunque no lo parezca en este momento comparto la mayor parte de mi trabajo con mi mujer.

—Entiendo.

Luxford hizo ademán de marcharse.

David St. James le indicó con un gesto que volviera.

—Vas a tener que confiar en alguien —dijo, y se volvió hacia su hermano—. El problema es que tenemos una carrera tory en el punto de mira.

—Pensaba que eso debería complacerle —dijo St. James a Luxford—. El Source nunca ha ocultado sus tendencias políticas.

—Se trata de una carrera tory bastante especial —dijo David—. Díselo, Dennis. El puede ayudarte. Será él o un extraño que carezca de la ética de Simon. También puedes decantarte por la policía, y ya conoces las consecuencias.

Mientras Dennis Luxford consideraba sus alternativas, Cotter entró con el café y el pastel de chocolate. Dejó la bandeja sobre la mesa auxiliar, delante de Helen, y miró hacia la puerta, donde una pequeña dachshund de pelaje largo contemplaba esperanzada la actividad.

—Tú —dijo Cotter—. Peach ¿No te dije que te quedaras en la cocina? —La perra meneó la cola y ladró—. Le gusta el chocolate —explicó Cotter.

—Le gusta todo —corrigió Deborah.

Fue pasando las tazas a medida que Helen las servía. Cotter recogió del suelo a la perra y se encaminó hacia la parte posterior de la casa. Al cabo de un momento lo oyeron subir por la escalera.

—¿Leche y azúcar, señor Luxford? —preguntó Deborah, como si este no hubiera cuestionado su integridad unos minutos antes—. ¿Quiere también un poco de pastel? Lo ha preparado mi padre. Es un cocinero extraordinario.

Luxford la miró como si supiera que la decisión de compartir el pan con ellos (en este caso el pastel) equivaldría a cruzar una línea que él prefería evitar, pero aceptó de todos modos. Se acercó al sofá, se sentó en el borde y meditó mientras Deborah y Helen continuaban pasando a los demás pastel y café. El hombre habló por fin.

—De acuerdo. Sé que tengo pocas alternativas.

Introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y dejó al descubierto los llamativos tirantes que tanto habían impresionado a Cotter. Extrajo un sobre y lo entregó a St. James con la explicación de que lo había recibido en el correo de la tarde.

St. James lo examinó antes de sacar su contenido. Leyó el breve mensaje. Luego fue hasta su mesa y rebuscó en el cajón lateral. Sacó una funda de plástico en la que introdujo el trozo de papel.

—¿Alguien más ha tocado esto?

—Sólo usted y yo.

—Bien. —St. James pasó la funda a Helen—. Charlotte —dijo a Luxford—. ¿Quién es? ¿Y quién es su primogénito?

—Ella. Charlotte. Ha sido secuestrada.

—¿No ha telefoneado a las autoridades?

—No podemos llamar a la policía, si se refiere a eso. No podemos correr el riesgo de la menor publicidad.

—No habrá publicidad —repuso St. James—. El procedimiento exige que los secuestros se lleven en el más absoluto secreto. Usted ha de saberlo, ¿no? Supongo que como periodista…

—Sé muy bien que la policía mantiene al corriente a los periódicos con breves informes diarios cuando se trata de un rapto —replicó Luxford—. Todas las partes están de acuerdo en que nada saldrá a la luz hasta que la víctima sea devuelta a la familia.

—Entonces, ¿cuál es el problema, señor Luxford?

—La identidad de la víctima.

—Su hija.

—Sí. Y la hija de Eve Bowen.

Helen miró a St. James a los ojos cuando le devolvió la carta del secuestrador. Vio que sus cejas se enarcaban.

—¿Eve Bowen? —dijo Deborah—. No conozco bien… ¿Simon? ¿Tú sabes…?

Eve Bowen, explicó David, era la subsecretaria de estado del Ministerio del Interior, uno de los altos cargos más importantes del gobierno conservador. Era una advenediza que, con sorprendente rapidez, había ascendido hasta convertirse en la siguiente Margaret Thatcher. Era diputada por Marylebone, y era de Marylebone de donde su hija, al parecer, había desaparecido.

—Cuando recibí esto con el correo —Luxford indicó la carta—, telefoneé a Eve al instante. La verdad, pensé que era un farol. Pensé que alguien había relacionado nuestros nombres. Pensé que alguien intentaba hacerme reaccionar de una forma que traicionara nuestra pasada relación. Pensé que alguien necesitaba una prueba de que Eve y yo estamos relacionados mediante Charlotte, que un imaginario secuestro de Charlotte más mi reacción ante él sería la prueba que necesitaba.

—¿Para qué desearía alguien una prueba de su relación con Eve Bowen? —preguntó Helen.

—Para vender la historia a los medios de comunicación. No necesito decirle el eco que despertaría en la prensa la noticia de que yo, entre todos los hombres, soy el padre de la única hija de Eve Bowen. Sobre todo, después de la forma en que ella… —Dio la impresión de que buscaba un eufemismo que se le resistía.

St. James concluyó el pensamiento sin recurrir a una forma más agradable de expresarlo.

—¿La forma en que ella ha utilizado en el pasado el hecho de que su hija sea ilegítima para conseguir sus objetivos?

—Lo ha convertido en su estandarte —admitió Luxford—. Ya puede imaginar el tratamiento que le daría la prensa si llegara a saberse que el gran pecado pasional de Eve Bowen implicaba a alguien como yo.

St. James lo imaginó muy bien. Desde hacía mucho tiempo, la diputada por Marylebone se había descrito como una mujer perdida que había expiado sus pecados, que había rechazado el aborto como solución que reflejaba la erosión de los valores sociales, que estaba haciendo lo que debía por su hija bastarda. El que su hija fuera ilegítima, así como el hecho de que Eve Bowen nunca hubiese revelado la identidad del padre, explicaba en parte que hubiera sido elegida al Parlamento. Abrazaba públicamente la moralidad, la religión, los valores básicos, la unidad familiar, la devoción a la monarquía y al país. Defendía todo cuanto el Source ridiculizaba de los políticos conservadores.

—La historia le ha ido de perlas —dijo St. James—. Una política que admite en público sus defectos. Es difícil que un elector se resista. Por no hablar de un primer ministro ansioso por apuntalar su gobierno con mujeres. Por cierto, ¿sabe que han raptado a la niña?

—Ningún miembro del gobierno lo sabe.

—¿Está seguro de que la han secuestrado? —St. James indicó la carta que reposaba sobre su rodilla—. Utiliza mayúsculas. Podría haberla escrito un niño. ¿Existe alguna posibilidad de que Charlotte esté detrás de todo esto? ¿Sabe que su padre es usted? ¿Podría ser una forma de forzar a su madre a que hable?

—Claro que no. Santo Dios, sólo tiene diez años. Eve nunca se lo ha dicho.

—¿Está seguro?

—Claro que no estoy seguro. Sólo repito lo que Eve me ha comentado.

—¿Usted no se lo ha dicho a nadie? ¿Está casado? ¿Lo sabe su mujer?

—No se lo he dicho a nadie —respondió con firmeza Luxford, sin contestar a las otras dos preguntas—. Eve dice que ella tampoco, pero se le habrá escapado algo en algún momento… alguna referencia, algún comentario casual. Debió de decir algo a alguien que le tiene inquina.

—¿Y nadie le tiene inquina a usted?

Los ojos oscuros de Helen eran candorosos y su expresión plácida, como implicando que no tenía ni idea de que la filosofía fundamental del Source era desenterrar a toda prisa la mierda y publicarla cuanto antes.

—La mitad del país, diría yo —admitió Luxford—, pero si corre la voz de que soy el padre del hijo ilegítimo de Eve Bowen, no me arruinará profesionalmente. Durante un tiempo seré el hazmerreír de todo el mundo, considerando mi postura política, pero poco más. Eve es quien se encuentra en la posición más vulnerable.

—Entonces, ¿por qué le enviaron la carta?

—Los dos recibimos una. La mía llegó por correo. La suya estaba esperando en su casa, y había sido entregada en mano en algún momento del día, según su ama de llaves.

St. James volvió a examinar el sobre de la carta de Luxford. Estaba matasellado dos días antes.

—¿Cuándo desapareció Charlotte? —preguntó.

—Esta tarde. Entre Blandford Street y Devonshire Place Mews.

—¿Han pedido rescate?

—Sólo exigen que se anuncie públicamente la paternidad de Charlotte.

—Que usted no desea reconocer.

—Yo sí. Preferiría que no, me causaría dificultades, pero estoy dispuesto a hacerlo. Es Eve la que no quiere ni oír hablar de ello.

—¿La ha visto?

—He hablado con ella. Después telefoneé a David. Recordaba que tenía un hermano… Sabía que usted se ocupaba de investigaciones criminales, o al menos que lo había hecho. Pensé que podría ayudarme.

St. James meneó la cabeza y devolvió la carta y el sobre a Luxford.

—Este asunto no es de mi competencia. Podría llevarlo con discreción…

—Escúcheme. —Luxford no había tocado el pastel ni el café, pero ahora extendió la mano hacia la taza. Bebió un poco y la devolvió al platillo. Un poco de café se derramó y manchó sus dedos. No hizo nada por limpiarlos—. Usted no sabe cómo trabajan los periódicos. Primero, los polis irán a casa de Eve y nadie se enterará, cierto. Pero necesitarán hablar con ella más de una vez, y no querrán esperarla una hora cuando esté recluida en Marylebone. Por lo tanto, irán a verla al Ministerio del Interior, porque queda bastante cerca de Scotland Yard, y bien sabe Dios que este secuestro se convertirá en un caso para Scotland Yard, a menos que hagamos algo por evitarlo.

—Scotland Yard y el Ministerio del Interior son culo y mierda —señaló St. James—. Usted ya lo sabe. Aunque no fuera el caso, los investigadores no irían a verla uniformados.

—¿De veras cree que hace falta el uniforme? —preguntó Luxford—. No hay un periodista que no reconozca a un poli en cuanto lo ve. Por tanto, un poli aparece en el Ministerio del Interior y pide ver a la subsecretaria de Estado. Un corresponsal de uno de los periódicos le ve. Alguien del ministerio es sobornable, una secretaria, un archivista, un conserje, un funcionario de quinta fila con demasiadas deudas. No sé cómo, pero ocurrirá. Alguien habla con el corresponsal, y la atención del periódico se concentra en Eve Bowen. ¿Quién es esta mujer?, empieza por preguntar el periódico. ¿Qué sucede para que la policía vaya a verla? ¿Quién es el padre de su hija, por cierto? Sólo es cuestión de tiempo que el rastro de Charlotte les conduzca hasta mí.

—Es improbable, si no se lo ha dicho a nadie —dijo St. James.

—Da igual lo que haya dicho o no —replicó Luxford—. La cuestión estriba en lo que ha dicho Eve. Ella afirma que no, pero tiene que haberlo hecho. Alguien lo sabe y está al acecho. Pedir la intervención de la policía, justo lo que el secuestrador espera que hagamos, es el billete para que la historia llegue a la prensa. Si eso ocurre, Eve está acabada. Tendrá que dimitir del cargo y estoy seguro de que perderá su escaño, de propina. Si no ahora, en las siguientes elecciones.

—A menos que despierte la compasión del público, en cuyo caso todo este asunto también favorece sus intereses.

—Ese comentario es muy desagradable —dijo Luxford—. ¿Qué está insinuando? Es la madre de Charlotte, por el amor de Dios.

Deborah se volvió hacia su marido. Estaba sentada en la otomana, delante de su butaca. Acarició su pierna buena y se puso en pie.

—¿Podemos hablar un momento, Simon? —le preguntó.

St. James vio que se había ruborizado y se arrepintió de haber permitido que asistiera a la entrevista. En cuanto había salido a colación el tema de la niña, tendría que haberla enviado fuera de la sala con algún pretexto. Los niños, y su incapacidad de engendrarlos, eran su punto vulnerable.

La siguió hasta el comedor. Ella se detuvo junto a la mesa con las manos a la espalda, apoyadas sobre la madera pulida.

—Sé lo que estás pensando —dijo—, pero no es eso. No hace falta que me protejas.

—No quiero meterme en esto, Deborah. Es demasiado peligroso. Si le pasa algo a la niña, no quiero cargarlo sobre mi conciencia.

—No parece el típico caso de secuestro. No exigen dinero, sólo publicidad. Sin amenazas de muerte. Si tú no les ayudas, sabes que acudirán a otra persona.

—O irán a la policía, que es lo que tendrían que haber hecho en primer lugar.

—Pero tú ya has hecho trabajos como este antes. Y Helen también. Hace bastante tiempo, sí, pero los hiciste, y muy bien. St. James no contestó. Sabía qué debía hacer: lo que ya había hecho. Decir a Luxford que no quería saber nada del caso. Pero Deborah le estaba mirando, y en su rostro se reflejaba la fe absoluta que tenía en él de que iba a hacer lo correcto, lo prudente, en caso necesario.

—Puedes fijar un límite de tiempo —razonó Deborah—. Puedes… ¿Y si le dices que le concederás… un día? ¿Dos? Para encontrar una pista. Para hablar con gente que conoce a la niña. Para… No sé. Para hacer algo. Si haces eso, al menos sabrás que la investigación se lleva como es debido. Y eso es lo que quieres, ¿no? Asegurarte de que todo se lleva bien.

St. James acarició su mejilla. Tenía la piel caliente. Sus ojos se le antojaron demasiado grandes. Parecía poco más que una niña, pese a sus veinticinco años. No tendría que haberle dejado escuchar la historia de Luxford, pensó de nuevo. Tendría que haberla enviado a trabajar en sus fotografías. Tendría que haber insistido. Tendría que… St. James cambió de parecer con brusquedad. Deborah tenía razón. Siempre quería protegerla. Tenía la obsesión de protegerla. Era el lastre de su matrimonio, la mayor desventaja de ser once años mayor que ella y conocerla desde su nacimiento.

—Te necesitan —dijo Deborah—. Creo que deberías ayudarles. Al menos habla con la madre y escucha lo que tenga que decir. Podrías hacerlo esta noche. Helen y tú podéis ir a verla.

Estrechó la mano que aún acariciaba su mejilla.

—No puedo prometer dos días —dijo St. James.

—Eso da igual, siempre que intervengas. ¿Lo harás? Sé que no te arrepentirás.

«Ya estoy arrepentido», pensó St. James, pero asintió.

Dennis Luxford tenía mucho tiempo para ordenar sus pensamientos antes de volver a su hogar. Vivía en Highgate, a considerable distancia del domicilio de St. James en dirección norte, cerca del río a su paso por Chelsea. Mientras conducía su Porsche por el tráfico, serenó sus pensamientos y construyó una coartada que su mujer fuera incapaz de atravesar, o al menos en eso confiaba.

Le había telefoneado después de hablar con Eve. El tiempo calculado de llegada había cambiado, explicó. «Lo siento, querida. Ha surgido algo. Tengo un fotógrafo en South Lambeth a la espera de que el chapero de Larnsey salga de casa de sus padres. Tengo a un periodista preparado para cuando el chico haga la declaración. Estamos reteniendo las rotativas lo máximo posible para incluirlo en la edición matutina. He de quedarme aquí. ¿He estropeado tus planes para esta noche?».

Fiona dijo que no. Estaba leyendo a Leo cuando el teléfono sonó, o mejor dicho, leyendo con Leo, porque nadie leía a Leo cuando Leo quería leer. Había elegido Giotto, confesó Fiona con un suspiro. Otra vez. Ojalá se hubiera interesado por otro período del arte. «Leer sobre pinturas religiosas me produce un sopor brutal».

«Es bueno para su alma», había contestado Luxford con un tono que intentaba ser irónico, pero en realidad estaba pensando: a su edad, ¿no debería estar leyendo historias de dinosaurios? ¿Sobre constelaciones? ¿Sobre cazadores en África? ¿Sobre serpientes y ranas? ¿Por qué demonios leía un niño de ocho años obras sobre un pintor del siglo XIV? ¿Por qué le alentaba su madre?

Estaban demasiado unidos, pensó Luxford no por primera vez. Leo y su madre compartían la misma alma. El muchacho saldría muy beneficiado cuando lo enviaran por fin al colegio Baverstock el trimestre de otoño. A Leo no le hacía gracia la idea. A Fiona aún menos, pero Luxford sabía que les iría bien a los dos. ¿Acaso Baverstock no le había hecho un hombre? ¿No le había encarrilado? ¿No había llegado a ser lo que era gracias a la escuela privada?

Desterró el pensamiento de lo que era hoy, aquella noche, en aquel preciso momento. Tenía que borrar el recuerdo de la carta y todo lo que se había derivado de ella. Era la única forma de mantener la compostura.

De todos modos, los pensamientos lamían como pequeñas olas las barreras que había erigido para contenerlos, y el tema central de los pensamientos era la conversación sostenida con Eve. No hablaba con ella desde que le había comunicado su embarazo, tantos años antes, cinco meses exactos después del congreso tory donde se habían conocido, aunque no era del todo exacto, porque la había conocido en la universidad, y la había encontrado atractiva, aunque consideraba repulsivas sus ideas políticas. Cuando la vio en Blackpool entre los peces gordos del Partido Conservador (trajes grises, cabellos grises y, por lo general, caras grises), la atracción había sido la misma, al igual que la repulsión. No obstante, en aquel tiempo eran compañeros de profesión (él llevaba dos años al mando del Globe, y ella era corresponsal política del Daily Telegraph), y tuvieron ocasión, cuando cenaron y bebieron entre sus compañeros, de polemizar acerca del aparente dominio absoluto de los conservadores sobre las riendas del poder. La dialéctica de las mentes condujo a la dialéctica de los cuerpos. No una vez, porque, para una vez, habría excusa, cuando menos. «Achácalo al exceso de bebida y al exceso de calenturas, y olvídalo por favor». En cambio, la relación se desarrolló febrilmente a lo largo de todo el congreso. El resultado fue Charlotte.

¿En qué estaría pensando?, se preguntó Luxford. Cuando tuvo lugar el congreso ya hacía un año que conocía a Fiona, sabía que tenía la intención de casarse con ella, se había propuesto ganar su confianza y su corazón, por no hablar de su voluptuoso cuerpo, y a la menor oportunidad la había cagado. Pero no del todo, porque Eve no sólo no había querido casarse con él, sino que no había querido ni oír hablar de la idea cuando él se ofreció como un caballero a desposarla, en cuanto supo que estaba embarazada. Eve estaba decidida a triunfar en política. Casarse con Dennis Luxford no entraba en sus planes.

—Dios mío —dijo—. ¿De veras crees que me ataría al Rey de las Sabandijas sólo para que conste el apellido de un hombre en la partida de nacimiento de mi hijo? Debes de estar más loco de lo que sugieren tus ideas políticas.

Y así se habían separado. En los años posteriores, mientras Eve trepaba, Dennis se dijo en ocasiones que ella había logrado algo en que él había fracasado: llevar a cabo una operación quirúrgica en su memoria y amputar el apéndice colgante de su pasado.

No era el caso, como descubrió cuando le telefoneó. La existencia de Charlotte no lo permitía.

—¿Qué quieres? —preguntó Eve cuando consiguió localizarla por fin en la Cámara de los Comunes—. ¿Por qué me llamas? —Hablaba en voz baja y seria. Se oían voces de fondo.

—He de hablar contigo dijo Luxford.

—La verdad, no me apetece en absoluto.

—Es sobre Charlotte.

Oyó que su respiración se convertía en un siseo, pero su voz no cambió.

—No tiene nada que ver contigo, y lo sabes.

—Evelyn —la apremió—, sé que mi llamada es inesperada. —Y notablemente inoportuna.

—Lo siento. Ya oigo que no estás sola. ¿Puedes conseguir un teléfono privado?

—No tengo la intención…

—He recibido una carta acusadora.

No me sorprende. Pensaba que a estarías acostumbrado a cartas acusadoras.

—Alguien lo sabe.

—¿Qué?

—Lo nuestro. Lo de Charlotte.

Aquello pareció desconcertarla, al menos momentáneamente. Al principio guardó silencio. Luxford creyó oír que tamborileaba con un dedo sobre el auricular.

—Tonterías —dijo de repente.

—Escucha. Haz el favor de escuchar. —Dennis leyó el breve mensaje. Después de oírlo, ella no dijo nada. Al fondo, un hombre lanzó una risotada—. Dice primogénito. Alguien lo sabe. ¿Se lo has contado a alguien?

—¿Liberada? ¿Que Charlotte será liberada? —Siguió otro silencio. Luxford casi pudo oír funcionar los engranajes de su mente, mientras Eve calculaba los daños en potencia que podía sufrir su credibilidad y meditaba sobre el alcance del desastre político—. Dame tu número —dijo por fin—. Te llamaré luego.

Cumplió su palabra, pero era una Eve diferente.

—Dennis, maldita sea tu estampa —dijo—. ¿Qué has hecho?

Ni llantos, ni terror, ni histeria maternal, ni golpes de pecho, ni rabia. Sólo aquellas ocho palabras. Y el fin de las esperanzas de que alguien se estuviera echando un farol. Nadie se estaba echando un farol sobre nada, al parecer. Charlotte había desaparecido. Alguien la retenía, alguien (o alguien que había contratado a alguien) que sabía la verdad.

Tenía que ocultar aquella verdad a Fiona. Ella se había impuesto la sagrada misión de no ocultarle nada durante sus diez años de matrimonio. No cabía pensar en lo que sería de la confianza mutua si ella descubría el único secreto que él le había escondido. Ya era bastante grave que fuera padre de una hija a la que nunca había visto. Fiona se lo podría perdonar. Pero haber engendrado aquella hija cuando estaba enfrascado en la caza y captura de la propia Fiona, en la pugna por establecer un vínculo con ella… A partir de aquel momento, consideraría todo lo que sucediera entre ellos como una u otra variación de su falsedad. Y la falsedad era algo que ella nunca perdonaría.

Luxford dobló desde Highgate Road. Siguió la curva de Millfield Lane a lo largo de Hampstead Heath, donde pequeñas luces oscilantes que se movían por el sendero contiguo a los estanques le dijeron que los ciclistas aún seguían disfrutando del clima de mayo, pese a la hora y la oscuridad. Aminoró la velocidad cuando el muro de ladrillo que limitaba su propiedad emergió de un seto de ligustro y acebo. Se internó entre las columnas y ascendió por el camino particular hasta la villa que era su hogar desde hacía ocho años.

Fiona estaba en el jardín. Desde lejos, Luxford vio el movimiento de su bata blanca de muselina, recortada contra el fondo negro y esmeralda de los helechos, y fue a su encuentro. Siguió la disposición caprichosa de las losas de piedra. Las suelas de sus zapatos rozaron las ortigas que ya estaban perladas por el rocío nocturno. Si su mujer había oído el ruido del coche, no lo demostró. Caminaba hacia el árbol más grande del jardín, un carpe en forma de paraguas bajo el cual descansaba un banco de madera, colocado al borde del estanque.

Estaba aovillada en el banco cuando él llegó a su lado, con sus interminables piernas de modelo y pies bien formados ocultos bajo los pliegues de su bata. Llevaba el pelo sujeto en la nuca, y lo primero que hizo Luxford, después de besarla con ternura, fue liberarlo para que cayera sobre sus pechos. Sintió por ella lo mismo de siempre, una mezcla de adoración, deseo y asombro por el hecho de que aquella criatura celestial fuera su mujer.

Agradeció la oscuridad, que facilitaba la tarea de aquel primer encuentro. También agradecía que ella hubiera preferido salir, porque el jardín (la joya de la corona de su vida doméstica, como ella lo llamaba) le proporcionaba los medios de distraerla.

—¿No tienes frío? —preguntó—. ¿Quieres mi chaqueta?

—Hace una noche espléndida —contestó ella—. No soportaba estar dentro. ¿Crees que tendremos un verano horrible si hace un tiempo tan bueno en mayo?

—Suele ser la regla.

Un pez rompió la superficie del estanque y su aleta caudal sacudió un lirio de agua.

—Es una regla injusta —dijo Fiona—. Las primaveras deberían comportar una promesa que el verano cumpliera. —Indicó un grupo de abedules jóvenes que crecían en un hueco, a unos veinte metros de donde estaban sentados—. Los ruiseñores han vuelto este año, y hay una familia de pratícolas que Leo y yo vimos esta tarde. Dimos de comer a las ardillas. Querido, hay que enseñar a Leo que no debe dar de comer en la mano a las ardillas. Se lo he repetido miles de veces. El dice que la rabia no existe en Inglaterra, y se niega a pensar en el peligro en que pone al animal por acostumbrarle demasiado al contacto humano. ¿Se lo volverás a decir?

Si iba a hablar con Leo de algo, pensó Luxford, no sería de ardillas. La curiosidad por los animales era típica de los niños, gracias a Dios.

Fiona continuó. Luxford se dio cuenta de que hablaba con cautela, lo cual le inquietó de momento, hasta que comprendió a dónde quería llegar su mujer.

—Volvió a hablar de Bwerstock, querido. Parece que se resiste a ir. ¿No te has dado cuenta? Le he explicado que fue tu colegio, y que le gustará ser un ex baverniano como su padre. Dice que no, que la idea no le atrae, y que da igual, porque ni el abuelo ni tío Jack son ex bavernianos y no les ha ido nada mal en la vida.

—Ya hemos hablado de esto, Fiona.

—Pues claro, querido. Una y otra vez. Sólo quiero contarte lo que Leo dijo, para que estés preparado por la mañana. Ha dicho que lo hablaría contigo durante el desayuno, de hombre a hombre, siempre que estés levantado antes de que marche al colegio. Le dije que esta noche llegarías tarde. Escucha, querido. Es el ruiseñor. Qué encanto. ¿Has conseguido el artículo, por cierto?

Luxford casi se cayó del banco. Había hablado en voz muy baja. Estaba disfrutando la caricia de su pelo sobre la palma de su mano, tratando de identificar el perfume que llevaba, pensando en la última vez que habían hecho el amor al aire libre, y casi pasó por alto la delicada transición, aquel cambio de conversación tan femenino.

—No —dijo, y dijo la verdad, contento de poder hacerlo—. El chapero sigue escondido. Empezamos a imprimir sin él.

—Es una pena que hayas desperdiciado la noche por nada, supongo.

—Un tercio de mi trabajo consiste en esperar por nada. Otro tercio es decidir qué irá en lugar de nada en la primera plana de mañana. Rodney ha sugerido que dejemos descansar la historia. Tuvimos una discusión al respecto esta tarde.

—Te ha telefoneado esta noche. Tal vez era por eso. Le dije que aún estabas en la oficina. Te telefoneó allí, pero no pudo localizarte. Tu línea privada no contestaba. Fue a eso de las ocho y media. Supuse que habías salido a comer algo.

—Pues así fue. ¿A las ocho y media?

—Eso dijo.

—Creo que fui a comer un bocadillo más o menos a esa hora.

Luxford se removió en el banco. Se sentía pegajoso e incómodo. Nunca había mentido a su mujer, aparte de aquella lejana mentira sobre el insoportable aburrimiento del fatídico congreso tory en Blackpool. Y por entonces Fiona no era su mujer, ¿verdad? Suspiró y sacó un guijarro de debajo de su cuerpo. Utilizó el pulgar para arrojarlo al estanque. Vio que la superficie del agua se agitaba cuando el pez se precipitó hacia el punto con la esperanza de capturar un gusano.

—Deberíamos marcharnos de vacaciones —dijo—. Al sur de Francia. Alquilar un coche y recorrer Provenza. Alquilar una casa durante un mes. ¿Qué te parece? ¿Este verano?

Fiona rio quedamente. Luxford sintió su mano fría en la nuca. Los dedos se hundieron en su cabello.

¿Cuándo te has ausentado un mes del periódico? Te morirías de aburrimiento al cabo de una semana, por no hablar de los tormentos que te causaría pensar en Rodney Aronson lamiendo los zapatos a todo el mundo, desde el presidente a las mujeres de la limpieza. Quiere conseguir tu puesto, ya sabes.

«Sí pensó Luxford, esa es la intención de Rodney Aronson». Controlaba cada movimiento y decisión de Luxford desde que había llegado al Source, a la espera del error que podría comunicar al presidente para asegurar su futuro. Si la existencia de Charlotte Bowen podía considerarse ese único error… Pero no había ninguna posibilidad de que Rodney supiera lo de Charlotte. Absolutamente ninguna.

—Estás muy callado observó Fiona.

—¿Te sientes cansado?

—Sólo pensaba.

—¿En qué?

—En la última vez que hicimos el amor en el jardín. No me acuerdo cuándo fue. Sólo recuerdo que llovía.

—En septiembre pasado.

Luxford la miró.

—¿Te acuerdas?

Allí, junto a los abedules, donde la hierba está más crecida. Tomamos vino y queso. Pusimos música dentro de casa. Sacamos aquella manta vieja del maletero de tu coche.

—¿De veras?

—Sí.

Fiona tenía un aspecto maravilloso a la luz de la luna. Parecía la obra de arte que era. Sus labios gruesos eran sugerentes, su garganta un arco que suplicaba sus besos, su cuerpo escultural una tentación sin palabras.

—Esa manta sigue en el maletero dijo Luxford.

Los labios gruesos se curvaron.

—Pues ve a buscarla —dijo Fiona.