Charlotte Bowen pensó que estaba muerta. Abrió los ojos al frío y la oscuridad. El frío estaba debajo de ella y le causaba la misma sensación que el suelo del jardín de su madre, donde el grifo exterior goteaba sin cesar y formaba una mancha de humedad verde y olorosa. La oscuridad era omnipresente. La negrura la envolvía como una manta gruesa, y Charlotte forzó la vista para disolverla, para forjar de la nada infinita una forma capaz de desmentir que no estaba en una tumba. Al principio no se movió. No extendió las manos y los pies porque no quería tocar los lados del ataúd, porque no quería saber que la muerte era así, cuando ella había creído que habría santos, ángeles y luz, y que los ángeles tocarían arpas sentados en columpios.
Charlotte se esforzó por oír algo, pero no había nada que oír. Olió, pero no había nada que oler, salvo la envoltura de moho que la rodeaba, como huelen las piedras viejas cuando el musgo ha crecido sobre ellas. Tragó saliva y saboreó el vago regusto de zumo de manzana. Y el sabor fue suficiente para que recordara.
Él le había ofrecido zumo de manzana, ¿verdad? Le había dado una botella sobre cuyo tapón destellaban diminutas gotas de humedad. Le había sonreído y apretado el hombro.
—No has de preocuparte, Lottie —había dicho—. A tu madre no le gustaría.
Mamá. La causa de todo. ¿Dónde estaba su madre? ¿Qué le había pasado? ¿Y Lottie? ¿Qué le había pasado a Lottie?
—Ha ocurrido un accidente —había dicho él—. Voy a llevarte con tu madre.
—¿Dónde? —había preguntado ella—. ¿Dónde está mamá? —Y después en voz más alta, porque de repente sentía el estómago como si fuera líquido y no le gustaba la forma en que la miraba aquel hombre—: ¡Dígame dónde está mi madre! ¡Dígamelo! ¡Ahora mismo!
—No te preocupes —había dicho él mientras miraba alrededor. Al igual que a mamá, le molestaban sus ruidos—. Tranquilízate, Lottie. Está en una casa de seguridad del gobierno. ¿Sabes lo que eso significa?
Charlotte había negado con la cabeza. Al fin y al cabo, sólo tenía diez años, y la mayoría de funciones del gobierno constituían un misterio para ella. Lo único que sabía era que estar en el gobierno significaba que su madre se iba de casa antes de las siete de la mañana y, por lo general, no volvía hasta después de que ella se había acostado. Su madre iba a su oficina de Parliament Square. Asistía a sus reuniones en el Ministerio del Interior. Iba a la Cámara de los Comunes. Los viernes por la tarde atendía las consultas de los votantes de Marylebone, mientras Lottie hacía los deberes, alejada de la habitación de paredes amarillas donde el comité ejecutivo del distrito electoral se reunía.
—Pórtate bien —decía su madre cuando Charlotte llegaba del colegio cada viernes por la tarde, y ladeaba significativamente la cabeza en dirección a la habitación de paredes amarillas—. No quiero oírte rechistar hasta que nos marchemos. ¿Está claro?
—Sí, mamá.
Y entonces su madre sonreía.
—Dame un beso —decía—. Y un abrazo. También quiero un abrazo.
Dejaba de conversar con el cura de la parroquia, el verdulero paquistaní de Edgware Road, el maestro de la escuela o cualquiera que deseara diez preciosos minutos de su tiempo de diputada. Rodeaba a Lottie con sus brazos rígidos y después le daba una palmada en el trasero.
—Ya puedes marcharte —decía, y se volvía hacia su visitante—. Niños —decía con una risita.
Los viernes eran el mejor día de la semana. Después de la reunión consultiva, Lottie y su madre volvían a casa en coche y Lottie le contaba cómo había ido la semana. La madre escuchaba, asentía y a veces palmeaba la rodilla de Lottie, pero siempre mantenía los ojos clavados en el camino, por encima de la cabeza del conductor.
—Mamá —decía Lottie con un suspiro de mártir, en un intento inútil de apartar la atención de su madre de Marylebone High Street. Al fin y al cabo, su madre no tenía por qué mirar la calle. No era ella quien conducía el coche—. Te estoy hablando. ¿Qué estás mirando?
—Problemas, Charlotte. Estoy mirando que no surjan problemas. Tú deberías hacer lo mismo.
Por lo visto, los problemas habían surgido. Pero ¿una casa de seguridad del gobierno? ¿Qué era, exactamente? ¿Un lugar donde esconderse si tiraban una bomba?
—¿Vamos a la casa de seguridad? —había preguntado. Bebió el zumo de manzana a toda prisa. Era un poco raro, poco dulce, pero lo tomó todo porque sabía que era descortés ser ingrata con un adulto.
—Ahí vamos —dijo el hombre—. A la casa de seguridad. Tu mamá nos está esperando.
Era lo único que recordaba bien. Las cosas se habían complicado a partir de entonces. Sus párpados se habían ido cerrando mientras cruzaban Londres, y al cabo de unos minutos tuvo la impresión de que no podía levantar la cabeza. En el fondo de su mente le parecía recordar que una voz agradable había dicho:
—Buena chica, Lottie. Echa un sueñecito.
Una mano le había quitado las gafas con delicadeza.
Al pensar en esto, Lottie se llevó poco a poco las manos a la cara en la oscuridad, lo más cerca posible de su cuerpo para no tener que tocar los lados del ataúd en que yacía. Sus dedos tocaron la barbilla. Treparon lentamente por sus mejillas, como una araña. Siguieron por el puente de la nariz. Las gafas habían desaparecido.
A oscuras daba igual, por supuesto. No obstante, si las luces se encendían… Pero ¿cómo iba a haber luces en un ataúd?
Lottie respiró hondo. Otra vez. Y otra. «¿Cuánto aire queda? —se preguntó—. ¿Cuánto tiempo antes de…? ¿Y por qué? ¿Por qué?».
Notó que su garganta se tensaba y su pecho ardía. Notó que los ojos le escocían. «No debes llorar —pensó—, no debes llorar. No debes permitir que nadie vea…». Claro que no había nada que ver, ¿verdad? Nada, excepto la interminable negrura que ponía un nudo en su garganta, que le quemaba el pecho, que le escocía los ojos. No debía llorar, pensó Lottie. No debía llorar. No, no.
Rodney Aronson apoyó su trasero de timbal sobre el antepecho de la ventana, en la oficina del director, y notó que las antiguas persianas de rejas arañaban la espalda de su chaqueta sahariana. Rebuscó en un bolsillo el resto de su barra de nueces Cadbury y desenvolvió el papel de plata con la dedicación de un paleontólogo que quitara la tierra de los restos sepultados de un hombre primitivo.
Al otro lado de la habitación, sentado a la mesa de conferencias, Dennis Luxford parecía completamente relajado en lo que Rodney llamaba el Sillón de la Autoridad. Con una sonrisa triangular en su rostro de elfo, el director estaba escuchando el informe final del día sobre lo que Fleet Street había bautizado la semana pasada como la Rumba del Chapero. El informe había sido escrito con considerable entusiasmo por el mejor reportero investigador de la plantilla del Source. Mitchell Corsico tenía veintitrés años (un joven propenso a la tontería de vestir vaqueros), con el instinto de un sabueso y la trémula sensibilidad de una barracuda. Era justo lo que necesitaban en el clima actual de pecadillos parlamentarios, indignación pública y escándalos sexuales.
—Según la declaración de esta tarde —estaba diciendo Corsico—, nuestro estimado parlamentario de East Norfolk declaró que su electorado le apoya como un solo hombre. Es inocente hasta que se demuestre lo contrario y todos los etcéteras al uso. El leal presidente del partido afirma que todo el escándalo es culpa de la prensa canallesca, que intenta de nuevo socavar al gobierno. —Repasó sus notas, como si buscara la cita apropiada. La encontró, se encasquetó mejor el Stetson, adoptó una pose estoica y recitó—: No es ningún secreto que los medios de comunicación están empeñados en derribar al gobierno. Este asunto del chapero no es más que otro intento de Fleet Street de decidir la dirección del debate parlamentario. Pero si los medios de comunicación desean destruir al gobierno, se encontrarán con un oponente más que sobrado para plantar cara, desde Downing Street al palacio de Westminster, pasando por Whitehall. —Corsico cerró el cuaderno y lo embutió en el bolsillo posterior de sus gastados tejanos—. Noble sentimiento, ¿no creéis?
Luxford echó la silla hacia atrás y enlazó las manos sobre su estómago plano. Cuarenta y seis años de edad, con el cuerpo de un adolescente y una abundante masa de cabello rubio. «Hay que practicarle la eutanasia», pensó Rodney con amargura. Sería un acto de misericordia hacia sus colegas en general, y hacia Rodney en particular, impedir que siguiera deslumbrándoles con su elegancia.
—No necesitamos derribar al gobierno —dijo Luxford—. Bastará con que nos sentemos a ver cómo se derriban ellos mismos. —Acarició con aire indolente sus tirantes de seda—. ¿El señor Larnsey todavía se aferra a su versión?
—Como un percebe —contestó Corsico—. Nuestro estimado parlamentario de East Norfolk ha reiterado su anterior declaración sobre lo que él llama «mi infortunada e incomprendida presencia en un automóvil detrás de la estación de Paddington el pasado jueves por la noche». Estaba reuniendo datos para el Comité Electo sobre Consumo de Drogas y Prostitución, insiste.
—¿Existe un Comité Electo sobre Consumo de Drogas y Prostitución? —preguntó Luxford.
—Si no existiera, ya puedes apostar a que el gobierno crearía uno de inmediato.
Luxford reclinó la cabeza sobre sus manos enlazadas e imprimió un grado más de retroceso a la butaca. Su aspecto delataba el placer que le proporcionaban los últimos acontecimientos. En el período actual de control conservador sobre las riendas del gobierno, los periódicos de la nación habían desenmascarado a parlamentarios con amantes, a parlamentarios con hijos ilegítimos, a parlamentarios con prostitutas de lujo, a parlamentarios dedicados al onanismo, a parlamentarios mezclados en negocios de bienes raíces y a parlamentarios relacionados de manera dudosa con la industria, pero esto era nuevo: un parlamentario conservador sorprendido en un delito más que flagrante, entre los brazos de un chapero de dieciséis años, detrás de la estación de Paddington. Era la materia de que estaban hechos los sueños sobre tiradas desorbitadas, y Rodney pudo ver que Luxford estaba calculando mentalmente el aumento de sueldo que recibiría cuando se hiciera balance y afloraran los beneficios. Los acontecimientos actuales estaban permitiendo que cumpliera su promesa de elevar la tirada del Source al primer puesto. Era un bastardo afortunado, maldito fuera su podrido corazón. Desde el punto de vista de Rodney, no era el único periodista de Londres capaz de hincar su escalpelo en una oportunidad inesperada y extraer una historia de ella, como un sabueso con una liebre. No era el único guerrero de Fleet Street.
—Dentro de tres días, el primer ministro le abandonará a su suerte —predijo Luxford. Miró a Rodney—. ¿Tú qué opinas? —Yo diría que tres días es demasiado, Den.
Rodney sonrió para sus adentros al ver la expresión de Luxford. El director odiaba los diminutivos de su nombre.
Luxford meditó la respuesta de Rodney con los ojos entornados. «No es tonto, nuestro Luxford —pensó Rodney—. No ha llegado a donde está por hacer caso omiso de las puñaladas por la espalda». Luxford devolvió su atención al reportero.
—¿Qué tienes a continuación?
Corsico enumeró con los dedos.
—La mujer del parlamentario Larnsey juró ayer que apoyaría a su hombre, pero una fuente me ha dicho que se marcha de casa esta noche. Necesitaré un fotógrafo para captar el instante.
—Rod se encargará de eso —dijo Luxford sin mirar a Rodney—. ¿Qué más?
—La Asociación Conservadora de East Norfolk se reúne esta noche para discutir la «viabilidad política» de su parlamentario. Alguien de la asociación me ha llamado para decirme que van a pedir a Larnsey la dimisión.
—¿Algo más?
—Estamos esperando algún comentario del primer ministro. Ah, sí. Una cosa más. Una llamada telefónica anónima afirmó que a Larnsey siempre le habían gustado los chicos, incluso en el colegio. Su mujer fue una tapadera desde el día de la boda.
—¿Y el chapero?
—De momento está escondido. En casa de sus padres, en South Lambeth.
—¿Hablará? ¿Lo harán sus padres?
—Estoy en ello.
Luxford bajó más su butaca.
—Perfecto —dijo, y añadió con su sonrisa triangular—: Sigue trabajando así, Mitch.
Corsico hizo un saludo burlón con el Stetson y se encaminó hacia la salida. Llegó a la puerta cuando la abría la secretaria de Luxford, sesenta años de edad y cargada con dos montones de cartas, que llevó hasta la mesa de conferencias y dejó ante el director del Source. El montón uno estaba abierto y fue depositado a la izquierda de Luxford. El montón dos estaba cerrado, con indicaciones de «Personal», «Confidencial» o «A la atención del director», y las cartas fueron colocadas a la derecha de Luxford, después de lo cual la secretaria cogió el abrecartas que había sobre el escritorio del director y lo dejó sobre la mesa de conferencias, a cinco centímetros exactos de las cartas sin abrir. También fue a buscar la papelera y la situó junto a la silla de Luxford.
—¿Algo más, señor Luxford? —Su pregunta deferente de cada noche antes de marcharse a casa.
«Una mamada, señorita Wallace —contestó en silencio Rodney—. De rodillas, mujer. Y gime mientras lo haces». Lanzó una risita involuntaria al pensar en la señorita Wallace (ataviada como siempre con su conjunto de tweed y sus perlas) de rodillas y entre los muslos de Luxford. Para disimular su diversión privada, bajó la cabeza para examinar el resto de su Cadbury.
Luxford estaba ojeando las cartas sin abrir.
—Telefonee a mi mujer antes de irse —dijo a su secretaria—. Esta noche no llegaré más tarde de las ocho.
La señorita Wallace asintió y se marchó en silencio, caminando sobre la alfombra gris hasta la puerta con sus zapatos de suela de crepé. A solas por primera vez aquel día con el director del Source, Rodney bajó su trasero del antepecho de la ventana, mientras Luxford cogía el abrecartas y empezaba con los sobres de su derecha. Rodney nunca había comprendido la predilección de Luxford por abrir en persona aquel tipo de cartas. Teniendo en cuenta la tendencia política del periódico (lo más a la izquierda posible del centro sin que pudieran llamarles rojos, comunistas, ojeras u otros apelativos aún menos agradables), una carta con la indicación de «personal» podía ser una bomba. Sería mejor para el director del periódico que la señorita Wallace corriera el peligro de perder los dedos, las manos o un ojo, que saltar con los dos pies en la trampa. Luxford no lo veía del mismo modo, por supuesto. No era que se preocupara por los posibles peligros arrostrados por la señorita Wallace. Afirmaba que el trabajo de un director era tornar la medida de la reacción del público a su periódico. El Source, declaraba, no iba a alcanzar el número uno en tirada si su director mandaba sus tropas desde la retaguardia. Ningún director merecedor del pan que comía perdía el contacto con el público.
Rodney vio que Luxford inspeccionaba la primera carta. Resopló, la convirtió en una bola y la tiró a la papelera. Abrió la segunda y la examinó a toda prisa. Rio, y la envió a reunirse con la primera. Había leído la tercera, cuarta y quinta, y estaba abriendo la sexta, cuando dijo con tono ausente, que Rodney sabía deliberado:
—¿Sí, Rod? ¿Pasa algo por tu cabeza?
Lo que pasaba por la cabeza de Rodney estaba relacionado con el cargo que Luxford ocupaba: Señor de los Poderosos, im primátur, capitoste, prefecto mayor y, por lo demás, venerable director del Source. Le habían apartado a codazos del ascenso que tanto merecía, tan sólo seis meses antes, en favor de Luxford, y el presidente con cara de cerdo le había comunicado con su voz untuosa que «carecía de los instintos necesarios» para efectuar el tipo de cambios en el Source que transformarían el periódico. «¿Qué clase de instintos?», había preguntado educadamente cuando el presidente del diario le dio la noticia. «Los instintos de un asesino —había contestado el presidente—. Luxford los tiene a puñados. Mire lo que hizo por el Globe».
Lo que había hecho por el Globe fue coger un periódico languidecente, dedicado casi en exclusiva a chismes sobre estrellas de cine y acarameladas historias sobre la familia real, y transformarlo en el diario más vendido del país. Pero no lo había hecho mediante el expediente de ennoblecerlo. Estaba demasiado en sintonía con los tiempos para eso. Lo había logrado apelando a los más bajos instintos de los lectores de periódicos, ofreciéndoles una dieta diaria de escándalos, escapadas sexuales de políticos, hipocresías en el seno de la Iglesia anglicana, y la ostensible y muy ocasional caballerosidad del hombre de la calle. El resultado fue un auténtico festín de emociones fuertes para los lectores de Luxford, millones de los cuales soltaban cada mañana sus treinta y cinco peniques, como si sólo el director del Source (y no la plantilla, ni Rodney, que tenía tanto cerebro y cinco años más de experiencia que Luxford) tuviera la clave de su satisfacción. Y mientras la rata inmunda se refocilaba en su creciente éxito, los demás periódicos de Londres pugnaban por no quedar descolgados de la carrera. Todos se frotaban la nariz y decían. «Bésame el culo» cada vez que el gobierno amenazaba con imponerles ciertos controles básicos. Pero la vox populi no pinchaba ni cortaba en Westminster, sobre todo cuando la prensa sacudía al primer ministro cada vez que un parlamentario tory contribuía a subrayar la cada vez más patente hipocresía del Partido Conservador.
No era que ver naufragar a la nave capitana tory constituyera un espectáculo doloroso para Rodney Aronson. Había votado laborista (o a les demócratas liberales, en el peor de los casos) desde que tenía edad para votar. Pensar que los laboristas iban a beneficiarse del actual clima de inquietud política era muy gratificante para él. En otras circunstancias, Rodney habría disfrutado del espectáculo diario de conferencias de prensa, indignadas llamadas telefónicas, exigencias de elecciones anticipadas y las lúgubres predicciones sobre el resultado de las elecciones locales que se celebrarían al cabo de pocas semanas. Sin embargo, en las actuales circunstancias, con Luxford al timón, donde era muy probable que se quedara indefinidamente, obstruyendo la ascensión de Rodney hasta la cima, Rodney estaba irritado. Se decía que su malestar se debía a que era superior como periodista, pero la verdad era que estaba celoso.
Trabajaba en el Source desde los dieciséis años, había ido ascendiendo desde chico de los recados hasta su actual puesto de subredactor jefe (el segundo en la cadena de mando) a base de fuerza de voluntad, fuerza de carácter y fuerza de talento. Le debían el cargo supremo, y todo el mundo lo sabía, incluido Luxford, y por eso el redactor jefe le estaba mirando, leía su mente como el zorro que era, y esperaba a que contestara. «No tienes los instintos de un asesino», le habían dicho. Sí. De acuerdo. Bien, todo el mundo comprendería la verdad muy pronto.
—¿Pasa algo por tu cabeza, Rod? —repitió Luxford antes de bajar la vista de nuevo hacia su correspondencia.
«Tu puesto», pensó Rodney, pero dijo en voz alta:
—Este asunto del chapero. Creo que ha llegado el momento de abandonarlo.
—¿Por qué?
—Está anticuado. Llevamos con esa historia desde el viernes. Ayer y hoy han sido meras repeticiones de los acontecimientos del domingo y el lunes. Sé que Corsico sigue la pista de algo más, pero hasta que lo consiga creo que hemos de tomarnos un descanso.
Luxford dejó a un lado la carta número seis y se tiró de sus largas patillas (marca de la casa), en lo que Rodney consideraba una falsa demostración del esquema «director-considera-la-opinión-del-subordinado». Cogió el sobre número siete e introdujo el abrecartas bajo la solapa. Se mantuvo en aquella postura mientras contestaba.
—Es el propio gobierno quien se ha colocado en esta situación. El primer ministro nos entregó su Compromiso con los Valores Británicos Básicos, incluido en el manifiesto del partido, ¿no es cierto? Hace sólo dos años, ¿no? Sólo estamos explorando lo que el Compromiso con los Valores Británicos Básicos significa en apariencia para los tories. Papá y Mamá Verdulero, junto con Tío Zapatero y Abuelo Pensionista pensaron que significaba un retorno a la decencia y al Dios salve a la reina en los cines después de la película. Nuestros parlamentarios tories parece que no opinan lo mismo.
—De acuerdo —dijo Rodney—, pero no querrás que demos la impresión de intentar derribar al gobierno con una descripción interminable de lo que un parlamentario medio imbécil hace con la polla en sus ratos libres, ¿verdad? Joder, tenemos mucha mierda más para utilizar contra los tories. ¿Por qué no…?
—¿Desarrollamos una conciencia moral en la hora undécima? —Luxford enarcó una ceja sarcástica y volvió a su carta. Abrió el sobre y extrajo el papel doblado del interior—. No me lo esperaba de ti, Rod.
Rodney sintió arder las mejillas.
—Sólo estoy diciendo que, si vamos a apuntar la artillería pesada contra el gobierno, tal vez deberíamos empezar por dirigir el fuego hacia algo más sustancial que los polvos en horas libres de los miembros del Parlamento. Hace años que los periódicos se dedican a eso, ¿y adónde nos ha conducido? Esos cabrones siguen en el poder.
—Me atrevería a decir que nuestros lectores opinan que servimos bien a sus intereses. ¿Cuáles me dijiste que eran las últimas cifras de tirada?
Era el truco habitual de Luxford. Nunca hacia ese tipo de preguntas sin saber la respuesta. Como para subrayarlo, devolvió su atención a la carta que tenía en su mano.
—No digo que debamos prescindir de los recurrentes polvos extramaritales. Sé que es nuestro pan de cada día. Pero si exprimimos la historia hasta que parezca…
Rodney advirtió que Luxford no le escuchaba. Contemplaba con ceño la carta que sostenía. Se tiró de las patillas, pero esta vez la acción y la reflexión eran auténticas. Rodney estaba seguro.
—¿Ocurre algo, Den? —preguntó esperanzado, aunque cuidó mucho de no revelarlo en su tono.
La mano que sujetaba la carta la estrujó.
—Chorradas —dijo Luxford, Arrojó la carta a la papelera, con las demás. Cogió la siguiente y la abrió—. Gilipolleces. El populacho descerebrado habla. —Leyó la nueva carta—. Nos diferenciamos en eso —dijo—. Por lo visto, tú consideras que nuestros lectores pueden ser educados. Yo los veo tal como son, Rod, sucios e incultos. Hay que darle masticadas sus opiniones, como si fueran gachas. —Luxford apartó su silla de la mesa de conferencias—. ¿Hay algo más esta noche? De lo contrario, he de contestar a una docena de llamadas y volver a casa con mi familia.
«Hay tu cargo —pensó Rodney de nuevo—. Es lo que se me debe por veintidós años de lealtad a este periodicucho».
—No, Den —dijo—. No hay nada más. De momento, quiero decir.
Arrojó el envoltorio del Cadbury junto con las cartas desechadas del director y se encaminó a la puerta.
—Rod —dijo Luxford cuando Rodney abrió la puerta. Este se volvió—. Llevas chocolate en la barba.
Luxford sonreía cuando Rodney salió.
Pero su sonrisa se desvaneció en el instante en que el otro hombre se fue. Dennis Luxford giró en su silla hacia la papelera. Sacó la carta. La desarrugó sobre la mesa de conferencias y volvió leerla. Estaba compuesta por una palabra de saludo y una sola frase, y no tenía nada que ver con chaperos, automóviles o el parlamentario Sinclair Larnsey: «Luxford: Utiliza la primera plana: para reconocer a tu primogénita y Charlotte quedará en libertad».
Luxford contempló el mensaje, mientras el corazón le palpitaba en los oídos. Pasó revista a una serie de posibles remitentes, pero eran tan improbables que sólo pudo llegar a una conclusión: la carta tenía que ser un farol. De todos modos, tomó la precaución de examinar la basura restante sin alterar el orden en que había desechado el correo del día. Rescató el sobre que acompañaba a la carta y lo examinó. Parte del matasellos formaba una luna en tres cuartos junto al sello de primera clase. Estaba borroso, pero lo bastante legible para ver que la carta había sido puesta en el correo de Londres.
Luxford se reclinó en la butaca. Leyó de nuevo las nueve primeras palabras. «Utiliza la primera plana para reconocer a tu primogénita». Charlotte, pensó.
Durante los últimos diez años sólo se había permitido pensar en Charlotte una vez al mes, una admisión de paternidad que duraba un cuarto de hora y había conseguido mantener oculta a todo el mundo, incluida la madre de Charlotte. El resto del tiempo, la existencia de la niña quedaba relegada al fondo de su memoria. Nunca había hablado de ella a nadie. Algunos días lograba olvidar por completo que era padre de más de un hijo.
Recogió el sobre y la carta, se dirigió hacia la ventana, miró hacia Farrington Street y escuchó el ruido apagado del tráfico.
Sabía que alguien, alguien muy cercano, agazapado en Fleet Street, tal vez en Wapping, o en aquella lejana torre de cristal de la Isla de los Perros, estaba esperando a que efectuara un falso movimiento. Alguien (consciente de que una historia sin la menor relación con acontecimientos actuales puede adquirir preponderancia en la prensa y saciar el apetito del público que aguarla una especial caída en desgracia) esperaba que dejara un rastro inadvertido en reacción a la carta y, gracias a ese rastro, establecer un vínculo entre la madre de Charlotte y él…
Cuando lo hiciera, la prensa daría saltitos de alegría. Un periódico revelaría la historia. El resto le seguiría. Y tanto él como la madre de Charlotte pagarían su error. El castigo de ella consistiría en ser puesta en la picota y una veloz pérdida de poder político; el suyo seria sería una pérdida más personal.
Advirtió con sarcasmo que a ese alguien le estaba saliendo el tiro por la culata. Si el gobierno no corriera el riesgo de salir perdiendo todavía más, en el caso de que se descubriera la verdad sobre Charlotte, Luxford habría apostado a que la carta había sido enviada desde el número 10 de Downing Street en un gesto de venganza insidiosa. Pero el gobierno tenía tanto interés en mantener oculta la verdad sobre Charlotte como el propio Luxford. Y si el gobierno no estaba implicado en el envío de la carta y su amenazador mensaje, cabía pensar que se tratara de otro clase de enemigo.
Y los tenía a montones. De todos los sectores. Ansiosos, pacientes, confiados en que acabaría por traicionarse.
Dennis Luxford había jugado durante demasiado tiempo a investigar a los demás para hacer un falso movimiento. No había cambiado la tendencia descendente del Source mediante el expediente de evitar los métodos utilizados por tos periodistas para descubrir la verdad. Por lo tanto, decidió tirar la carta a la papelera, olvidarla y dar cancha a sus enemigos para jugar. Si recibía otra, también la tiraría.
Arrugó la carta por segunda vez y se volvió para arrojarla con las demás. Entonces se fijó en la correspondencia que su secretaria ya había abierto y apilado. Consideró la posibilidad de que hubiera una segunda carta, no dirigida a él en persona, sino enviada sin instrucciones específicas para que cualquiera pudiera abrirla, o enviada a Mitch Corsico, o a uno de los otros periodistas que solían seguir el néctar de la corrupción sexual. Esta segunda carta no estaría redactada de una forma tan oscura: se mencionarían nombres, fechas y lugares, y no se andarían con rodeos.
Podía evitarlo. Bastaría con una llamada telefónica y una respuesta a las únicas preguntas posibles en aquel momento. «¿Se lo has dicho a alguien, Eve, en algún momento de los últimos diez años? ¿Has hablado de nosotros?». Si no lo había hecho, la carta sólo era un intento de ponerle nervioso, y como tal se podía desechar. Si ella había hablado, debía saber que los dos iban a sufrir un asedio encarnizado.