RESONARON pasos cuando un uzzita, con una linterna en una mano, corrió a la pared, preparado para disparar contra unas víctimas inocentes. Leif aguardó hasta que estuvo junto a los ladrillos, porque esperaba que los otros dos le siguieran. No lo hicieron, así que mató al atacante y, antes de que el hombre se derrumbara, ya estaba de pie y corría hasta él. Su plan era apoderarse de la linterna, que estaba en el suelo, y fingir que era el propio uzzita. Si podía conseguir que los otros dos salieran de detrás del recodo…
Uno lo hizo. Candleman. Disparó primero, y aunque Leif se arrojó detrás de la pared, notó que la automática era arrancada de su mano por el chorro de diminutas balas. El arma estaba ahora junto a la linterna, allá donde Candleman podía verla.
La mano de Leif estaba entumecida debido a que la terrible fuerza de la bala explosiva se había comunicado a través del metal. Maldijo y se sujetó la muñeca y se sintió impotente. Esperaba que Halla pudiera disparar; apenas había pensado en ello cuando el brrrrrp de su automática sonó a sus espaldas. Luego cesó, y le llegó su voz, aguda y urgente:
—¡Leif, no le di! ¡Está al otro lado de la pared!
—¡Si asoma la cabeza o la mano, dispárale! —respondió.
—¡Dannto! —aulló Candleman—. ¡Barker ha perdido su arma! ¡Dispara a esa linterna para que Halla no pueda ver, y lo atraparé!
—¡Cuando haga eso, Halla —aulló Leif a su vez—, enciende tu linterna y cóselo cuando asome por el recodo! ¡De inmediato!
Dannto debió atreverse a asomar la mano por el recodo, porque su arma barrió el túnel, buscando la linterna. Era inevitable, la alcanzó. Sin embargo, cuando la luz se hizo añicos, no se detuvo, sino que siguió disparando. Intentaba impedir que Halla asomara la cabeza desde su recodo. Y tenía éxito, porque el haz de la linterna de la mujer no brilló.
Sin embargo, Candleman no se atrevió a saltar hacia la pared hasta que Dannto dejó de disparar.
Leif aguardó, sabedor de que llegaría el momento en que los al parecer inagotables cargadores de Dannto estarían vacíos. Cuando eso ocurriera, el uzzita asomaría probablemente el brazo por encima de los ladrillos y regaría la zona donde había visto a Leif. Halla encendería su linterna; lo que ocurriera entonces dependería de quién fuera el más rápido de los dos.
Se arrastró hasta la pared, manteniendo la cabeza baja para evitar el enjambre mortal. Cuando la alcanzó, llevó la caja de pulsera a su boca y pronunció una palabra código. Las vibraciones ordenadas fracturaron un diminuto disco dentro de la caja. El disco había impedido que un dial igualmente diminuto fuera girado. Leif retorció el ahora libre dial a la derecha y luego pulsó el botón que emitía una frecuencia predeterminada de la caja.
La pistola de Dannto dejó de tartamudear. Silencio, luego un fuerte grito, lleno de miedo y agonía y desesperación.
—¡Halla!
Y silencio de nuevo. Dannto había agotado la munición y el aliento… para siempre.
La palabra codificada enviada por la caja de Leif había mezclado los ingredientes dejados en el cuerpo de Dannto durante la operación para extirparle su tumor. Mezclados, los productos químicos formaron un veneno que le paralizó en un segundo y detuvo su corazón en otro.
Leif había matado al archurielita antes de que vaciara su arma porque sabía que Candleman estaba familiarizado con su capacidad y debía estar contando los segundos hasta que se detuviera. Entonces el uzzita, creyéndose seguro del fuego del obviamente histérico Dannto, atacaría. El médico esperaba saltar primero y atrapar a Candleman desequilibrado.
Se levantó y saltó encima de la pared de ladrillo, cerca del lado del túnel. Al mismo tiempo, Halla, inspirada por algún desafortunado demonio, encendió su linterna y atrapó a Leif en el centro mismo de su haz. Si Candleman lo hubiera pedido, no hubiera conseguido un mejor blanco. Podía derribarle de la pared como si fuera un cuervo perchado en una alambrada.
Pero Candleman fue demasiado astuto. Se había precipitado en torno a la pared con la esperanza de atrapar a Leif con la guardia baja. Giró para dispararle al hombre en la pared; Leif siguió moviéndose y saltó abajo justo en el momento en que el uzzita regaba de balas el lugar donde había estado unos momentos antes. Candleman era rápido de pensamiento, porque siguió girando y disparando. Debía de saber que, cuando Halla viera a Leif en la pared, se abstendría de disparar por miedo a alcanzarle. Consciente también de que el agente no tenía pistola, decidió en ese segundo que tenía que ocuparse de la chica.
Leif miró por el borde de la pared para ver la encorvada espalda de Candleman vuelta hacia él, silueteada por el haz de la linterna de Halla. El uniforme del uzzita estaba hecho jirones; su chaqueta colgaba en harapos; sus botas estaban desgarradas; sus pantalones colgaban a tiras. En su espalda había una mancha oscura. Leif, viendo todos aquellos detalles en un instante, supuso que la mancha era una quemadura.
Entonces, mientras el médico saltaba a la espalda del hombre, vio que la linterna escapaba de la mano de Halla y rodaba por la esquina, donde se giró hacia ella. Aunque había sido alcanzada, la linterna siguió brillando, pero evidentemente no fue recogida de nuevo, porque el haz permaneció inmóvil. Como tampoco brotó ningún fuego por parte de la mujer.
Leif aulló de agonía y furia. Halla debía de haber sido alcanzada; ¡debía de estar muerta!
Al instante siguiente, algo golpeó contra su cabeza. Era el mango de la pistola del uzzita, que descendió de la oscuridad y sumió a Leif en una noche aún más oscura.