22

EN el escondite de los bantúes, dos vigilantes salieron a su encuentro y les condujeron a través de la oscuridad. Ava empezó a protestar de que no quería seguir adelante, pero Leif le dijo que tenía que hacerlo. Si los dos desaparecían, Roe podía pensar que habían sido arrestados y enviados a H. Si Ava le llevaba la noticia de lo que había ocurrido, Roe podía poner obstáculos al camino de Leif. Una vez el hombre y la mujer estuvieran en un barco rumbo a África, Ava podría irse.

Cuando llegaron, saludaron a los primitivos, y éstos les dieron de comer. Se celebró una conferencia; se llegó al acuerdo de que era necesario emprender el éxodo a un nuevo cuartel general. Mientras tanto, Leif y algunos otros irían al barco. Tenían suerte, porque el barco zarparía dentro de un día, y no volvería a haber otro en un mes.

Fueron ofrecidas plegarias por Jim Crew después de la comida. Leif y Halla se irritaron por ello, aunque apreciaban el sentimiento. Y luego, aproximadamente a las tres de la madrugada, justo cuando iban a marcharse, llegó un vigilante. Su rostro estaba crispado por la alarma y las malas noticias.

Candleman y Dannto sabían ahora que Halla había huido con Barker. El uzzita había desencadenado la mayor caza del hombre jamás vista, una que había estado preparando desde hacía mucho tiempo y que estaba listo para lanzar en cualquier momento que fuera preciso iniciar la acción.

No sólo estaba usando toda la fuerza parisiense, sino que había tomado prestados miles de hombres de las zonas de los alrededores. Tenían perros y lanzallamas y gases venenosos.

Leif habló con algunos de los vigilantes. Dijeron que el jefe uzzita había intentado traer a sus hombres discretamente y al amparo de la noche, pero era imposible ocultar su número, especialmente a los supersensitivos bantúes. Pasaría algún tiempo antes de que los cazadores alcanzaran las inmediaciones de su escondite. Candleman había empezado en la periferia con un enorme ejército que se iría cerrando hacia el centro. La idea era que los moradores subterráneos fueran empujados como conejos en una gran batida.

Leif no pensaba que fuera tan fácil. París era tremendo, dos veces más grande que la ciudad del siglo XX, y el laberinto de abajo era tortuoso y con muchos niveles. Pasarían varios días antes de que los cazadores llegaran a acercarse a los bantúes, y sería imposible que los individuos se deslizaran entre las líneas.

Hubo otro consejo. Los bantúes esperaban ser capaces de pensar en algún lugar donde ir encima del suelo mientras proseguía la caza.

Leif mató esta esperanza diciéndoles que los uzzitas estarían también merodeando por las calles y pasos subterráneos ahora en uso en una maniobra de ese calibre. Sólo había dos cosas que hacer. Una, esperar que no fueran hallados. O dos, tomar la nave que descansaba en el lodo en el fondo del Sena. La primera era imposible; una vez hallados, no tendrían ninguna posibilidad de escapar. La segunda era peligrosa, porque no había ninguna forma de saber si Candleman había arrancado la verdad sobre la nave a John Crew bajo tortura. Era probable que lo hubiera hecho.

El consejo de Leif era tomar la nave. Esperaba que él y Halla pudieran vivir por un tiempo en Bantulandia, que quizá pudiera iniciar negociaciones para su vuelta a Linde. Si eso demostraba ser infructuoso, los dos podían o bien permanecer en África o ir a una de las República Israelíes.

Los miembros de la familia se escrutaron los unos a los otros en busca del sentimiento general. El dividirse era impensable. O bien se quedaban como una unidad o se marchaban juntos. Leif, observándoles, no pudo evitar el pensar que formaban una democracia como jamás se había soñado. No había que efectuar votaciones, ni sondeos, ni pronunciar discursos, ni intentar sobornos, ni apelar a temas emocionales. Unían sus manos, aunque no era necesario, y sentían cuál era su decisión.

Todo el asunto tomó menos de un minuto. Unánimemente, aceptaron marcharse. Si se quedaban, su martirio no significaría nada, porque el pueblo de la Haijac no lo vería ni se beneficiaría de él. Era cierto que, una vez abandonaran París, iba a ser muy difícil volver. Pero podía hacerse. Además, tenían gran confianza en que los planes de los lindanos tuviera finalmente éxito y que la Haijac terminara cayendo.

Se iniciaron de inmediato los preparativos. Todos se pusieron ropas y la comida fue almacenada en cestos. Al cabo de veinte minutos todo el grupo estaba listo.

Leif preguntó por los hombres de Timbuctú, y le dijeron que habían perdido el contacto con ellos desde que ofendieran al doctor Djouba. Indudablemente, a menos que ellos tuvieran también una muy buena vía de escape, serían avasallados y muertos o enviados a H.

Un vigilante entró sin aliento y dijo que un cierto número de hombres había bajado hasta allí a través de la entrada en la pared de los servicios, el mismo lugar que Leif y Crew usaran la primera vez. Otro vigilante llegó poco después del primero para decir que un segundo grupo se acercaba desde la dirección opuesta.

—Evidentemente, van a atraparnos entre las dos fuerzas —dijo Leif. Cruzó una puerta a la habitación cuya pared ocultaba una salida. Plantaron una bomba y la cebaron de modo que fuera accionada por las ondas cerebrales de la cuarta persona que entrara en la habitación.

Leif, Ava y Halla eran los únicos de los perseguidos que iban armados; los bantúes preferían morir antes que tener sangre de otros en sus manos.

Cuando Leif pasó junto a los demás de vuelta a la cabeza de la fila, pasó junto a Anadi, la niña a la que había operado. Pálida pero con los ojos brillantes, era llevada en brazos por uno de sus padres. Su rostro parecía pequeño en comparación con la blanca protección dura que envolvía su cráneo. Retuvo por un segundo el paso para acompañarla.

—Anadi, resulta difícil de creer que sigues con vida.

—Sí —respondió ella, con una débil sonrisa—. Seguí con vida a fin de poder morir con todos nosotros.

Él no le preguntó lo que quería decir con aquello; resultaba obvio.

—He estado demasiado ocupado para averiguar por qué tú estabas en la escena de la primera muerte de Halla —dijo—. Dime, ¿qué quiso decir Jim Crew cuando indicó que sabías que iba a haber un accidente? ¿Y que tú resultarías herida, y que yo te salvaría?

—¿Cómo puedo explicarlo? Conocía a la señora Dannto porque yo fui la primera que la convirtió a nuestra fe. La quería; yo la bauticé.

—Ah, si el CGF hubiera sabido esto, la hubiera sometido a un consejo de guerra también.

—Sí. Pero ese día en que fue muerta, yo tuve una sensación de que ella estaba emprendiendo una acción que no debería. Corrí a advertirla, pero llegué demasiado tarde. Ya estaba de camino; el taxi se precipitó sobre mí. En cuanto a usted, descubrimos quién era realmente hace mucho tiempo.

Leif acarició su mano y, por alguna razón, se sintió más fuerte.

—Eres una niña extraña.

—No, sólo la mitad de extraña que usted, Lev-Leif Baruch-Barker.

Esa fue la última vez que la vio…

Recorrieron una serie de túneles muy estrechos de techos bajos. Leif tuvo que ayudar a Halla en varios lugares, porque los techos o las paredes habían cedido y bloqueaban parcialmente el camino.

En uno de ellos, hicieron una pausa cuando se produjo un pequeño derrumbamiento atrás y el suelo se estremeció.

—¡La bomba! —observó Leif hoscamente—. Pronto serán más en la persecución. Pero se moverán más cautelosamente.

Al fin llegaron a una amplia estancia, una excavación apuntalada en muchos lugares por maderos y columnas de piedra. Allá los africanos insistieron en que los tres agentes tomaran otro túnel. Si los cazadores les alcanzaban, dijeron, al menos podrían retrasarles mientras los tres llegaban a la nave. En cuanto al grupo, viviría o moriría como una unidad.

Leif no discutió. Deseaba vivir. Le sorprendió, sin embargo, cuando la muchacha en la que pensaba como la Beatriz moteada dijo que ella abandonaría a los otros para guiarles. Se sintió emocionado, porque sabía que era a causa de sus sentimientos hacia él que se separaba del resto del grupo, un gesto que era casi como desgarrarse la carne.

—Gracias —dijo—. Es un gran sacrificio por tu parte.

—No tanto. Nos encontraremos de nuevo en la nave.

Fue entonces cuando Leif tuvo la sensación de que no se encontrarían con los otros, que el grupo había decidido, en su silencioso acuerdo, que los cazadores probablemente les alcanzarían y que podrían, al menos, dar sus vidas por los dos hombres y la mujer. Beatriz había sido informada de eso.

Los cuatro tomaron el túnel de la derecha. Habrían recorrido un centenar de metros cuando oyeron el distante ladrido de perros y los gritos de los hombres. Se apresuraron, sabedores de que muy pronto los perseguidores estarían tras sus talones.

Cuando frenaron un poco la marcha porque Halla estaba jadeando a causa del esfuerzo, se detuvieron por un segundo en una unión de cuatro túneles y oyeron, apagados, los disparos de muchas armas. Beatriz se envaró y gritó:

—¡Nos están matando! ¡No nos dan ninguna oportunidad! Hundió la cabeza en el pecho de Leif y lloró. Él palmeó su espalda desnuda y dijo:

—No podemos hacer nada. Sigamos, o nos atraparán también.

Sollozando, la muchacha se volvió y reanudó su camino.

Halla, a la cabeza, cayó de pronto. Antes de que pudiera volver a levantarse gritó. Leif saltó hacia el hombre que estaba tendido en el suelo, dispuesto a dispararle, cuando vio que estaba herido y era un bantú. Guardó su automática, e iba a ayudarle cuando comprendió por qué la mujer se había asustado tanto.

Era uno de los Hombres en la Oscuridad.

Herido como estaba, con la sangre manando de una herida en el hombro, era aún capaz de captar las imágenes mentales de Halla, amplificarlas y devolvérselas. Como el miedo era la sensación principal en su mente, lo más probable era que le hubiera mostrado algo que realmente la había aterrado.

Beatriz se inclinó sobre él y dijo:

—Vamos, hermano. Te ayudaremos.

Babeando, los labios abiertos y colgantes, los azules ojos mirando a las raíces de la mente de Beatriz, el hombre se puso en pie tambaleante y la siguió.

Leif deseó protestar, porque pensó que la presencia de un hombre loco y herido les retrasaría. Además, la esencia del individuo era perversa. Mejor que muriera. Beatriz, sin embargo, lo había rodeado con su brazo y le estaba ayudando. Mientras la observaba, Leif se sintió avergonzado de haber permitido que su miedo lo abrumara e intentó disculparse diciendo que estaba más preocupado por Halla que ninguna otra cosa. Pero tenía que admitirse que estaba racionalizando. Había sido el brutal pánico de la bestia en fuga lo que le había afectado.

El clamor tras ellos se estaba haciendo más intenso. Llegaron a otro cruce. Beatriz los detuvo.

—A partir de aquí —dijo—, tomad todas las demás salidas a la derecha, ¿comprendido? Primero izquierda, luego derecha. Izquierda, luego derecha.

—Si tienes alguna fantástica idea de quedarte aquí y engañarles para que sigan otro túnel —dijo Leif—, olvídala. Seguiremos juntos.

—Yo ya estoy medio muerta —respondió ella—. Cuando mi gente murió, yo morí. Así que sólo es un pequeño paso para unirme a ellos. Vosotros seguid. No podéis detenerme.

Barker no dudó. La abrazó y dijo:

—Nunca te olvidaremos, Beatriz; y… te amamos.

—Me encontraréis un millón de veces en Bantulandia —dijo ella—. Viviré en todo mi pueblo.

Leif no creía en aquello, pero pese a sí mismo se sintió abrumado. Se volvió y dijo:

—Vamos.

Ava y Halla acariciaron brevemente la manchada piel de la muchacha y luego le siguieron. El Hombre en la Oscuridad dejó colgar su cabeza por un momento, murmuró algo en suajili, y echó a andar tambaleante tras ellos.

Beatriz aguardó las jaurías…

Diez minutos más tarde, Leif supo que al menos debía haber conseguido dividir el grupo que les seguía. Captó un atisbo del comparativamente pequeño grupo cuando llegaron a una muy larga ruta subterránea. Había un perro y veinte hombres. La delgada y encorvada figura de Candleman y la gruesa de Dannto estaban lado a lado a la cabeza. En el breve atisbo que tuvo de ellos antes de agacharse bajo un arco, vio que la mayoría llevaban las minimáticas que podían disparar un abanico de centenares de balas sin detenerse para que se enfriaran. Cada una de las balas era explosiva y abriría un agujero de un par de centímetro de ancho y otros tantos de profundidad en la carne de un hombre.

Leif tenía su propia arma, pero no deseaba que los perseguidores supieran que estaban cerca. Corrió a reunirse con los otros y descubrió que Halla cojeaba. En respuesta a sus alarmadas preguntas, ella dijo que se había hecho daño en el tobillo cuando tropezó con el Hombre en la Oscuridad. Estaba intentando ocultar su dolor, pero ambos hombres pudieron ver que pronto se vería reducida a un penoso cojear.

Leif rodeó su cintura con su brazo y dejó que se recostara en él. Descubrieron que el cojear le dolía casi tanto como el andar y que no podían ir mucho más aprisa.

Se detuvo y la cogió en brazos, pese a sus protestas. Él era recio y muy fuerte, pero ella también era alta y no ligera de peso precisamente, y constituiría una carga incluso para un Sansón. Leif intentó medio correr, medio caminar. Hicieron un buen tiempo. No lo suficiente bueno, sin embargo, porque los ladridos y los gritos tras ellos aumentaron de volumen. Impedidos como estaban, serían atrapados inevitablemente.

—Espera, Leif —dijo Ava.

Leif obedeció, porque estaba empezando a jadear.

—¿Qué quieres? —preguntó. La pregunta era retórica. Sabía muy bien lo que Ava iba a hacer.

—Les retendré durante tanto tiempo como pueda —dijo Ava—. Tú gana terreno, y yo vendré corriendo después.

—Ava —dijo Leif—, sabes que no habrá un después.

Ava empezó a negarlo, luego sacudió la cabeza y sonrió ligeramente.

—Tienes razón. Pero lo veo de esta forma. Yo no puedo ir a África. ¿Cómo demostraría que no deserté de mi puesto y huí contigo? Sería sometido a un consejo de guerra, y mi esposa y mi hijo y mi madre deshonrados. Si muerto aquí, el CGF me proclamará como un héroe. Tengo que morir, de todos modos. Así que mejor ser héroe muerto que traidor muerto.

»Tú tienes algo por lo que vivir, aunque bajo ninguna condición tocaría yo a esa… esa mujer. De modo que sigue adelante, Leif, y que tengas toda la suerte del mundo. No creo que seas feliz con ella, pero parece que eso es lo que quieres.

—Lamento que insistas en pensar en Halla de esta forma —dijo Leif—. Pero eso no puede evitarse. Shalom, Ava.

—Si alguna vez vuelves a ser admitido en Linde, Leif, ve a ver a mi esposa e hijo. Ahora tiene once años. Diles que morí bien. Shalom.

Leif empezó a quitarse su caja de pulsera para dársela, pero Ava la rechazó, diciendo que Leif tal vez tuviera un mejor uso para ella. Así que Leif se encogió de hombros y recogió a Halla y echó a andar sin mirar atrás, aunque le dolía hacerlo. El bantú herido siguió agazapado tras él.

Finalmente, en alguna parte a sus espaldas, volvieron a sonar las pistolas. Hubo un sonido casi continuo, y luego un enorme y estremecedor rugir.

—Eso ha sido obra de Ava —dijo Leif—. Debe haberse hecho estallar.

Al cabo de un rato les llegaron luces y gritos. Leif decidió que no podía seguir cargando con Halla y la depositó detrás de una pared de ladrillo medio caída. El bantú se dejó caer también. Al cabo de unos segundos su rasposa respiración cesó. Leif se alegró de ello, porque había estado preocupado acerca de la mente-espejo del hombre. Hasta ahora había tenido poco efecto, probablemente porque estaba demasiado ocupado con su herida y en parte porque, como Leif había aprendido, aquellos que tenían poco que ocultar no se veían tan afectados. Halla tenía muy pocas inhibiciones que mostrar, muy pocos odios inconscientes. Reía y lloraba y amaba de una forma fácil y abierta. Esa gente no tenía un humus oscuro y podrido en su psique.

De pronto, se oyeron gritos de hombres cerca. Leif apuntó su minimática al grupo cuando apareció doblando un recodo a unos veinte metros de distancia. Dos hombres cayeron; los otros saltaron hacia atrás. Se sintió decepcionado porque ni Candleman ni Dannto estaban entre ellos, pero no esperaba que lo estuvieran. Cautelosos tras su experiencia con Ava, debían enviar a sus hombres por delante para atraer el fuego. Era satisfactorio saber que ya sólo les quedaba un hombre para precederles.

Las luces al otro lado del recodo se apagaron. Esto quería decir que los jacs o bien iban a cargar en la oscuridad, lo cual dudaba, o que tenían linternas y gafas de luz oscura. Esas últimas eran excelentes para disparar sin luz, pero su desventaja era que si un enemigo enfocaba una linterna sobre ellos mientras llevaban las gafas, no podía verle.

¿Por qué debía aguardarles? Él y los otros dos podían alejarse y ocupar otra posición. Dio la orden; lo hicieron, y se detuvieron tras otro recodo a unos treinta metros túnel abajo.

Sólo un minuto más tarde, el túnel se convirtió en algo sólido de un extremo a otro con una luz deslumbrante: una bomba de deslumbre. De haber permanecido tras la primera pared, hubieran quedado cegados.