19

LA condujo a la suite del sandalfón y despidió a la doncella que la estaba limpiando. Aunque indudablemente ella iba a informar de aquello a los uzzitas, no le importaba. Su lámed y su licencia de cirujano le daban más libertad que el jac medio.

Halla cerró la puerta e insertó en la cerradura una llave de frecuencia.

—Mis tías llamarán por QB a Dannto diciéndole que estoy bien —indicó.

Cada uno de sus movimientos y palabras pasaban unos dedos suaves y cálidos sobre la piel de Leif. De pronto Leif contuvo el aliento y sintió una constricción en su pecho. Sus manos y el dorso de su nuca temblaron.

Ella se volvió de la puerta y cruzó la habitación hacia un escritorio. Ya fuera consciente o inconscientemente, sus caderas se agitaron sólo un poco más de lo que lo hacían normalmente. Leif lo sabía, porque la había observado bastante a menudo aquel día. No había ninguna duda al respecto. Desde el momento en que le había mirado para decirle que deseaba estar sola, el aire se había vuelto cargado. Si la repentina sensación se hacía más intensa, estaba seguro de que estallaría. Estaba luchando contra una presión interna; algo estaba creciendo en él; había estado allí desde hacía largo tiempo, latente, aguardando a ser iniciado por una mirada, un movimiento.

—¡Halla! —dijo con voz baja y ronca, casi incapaz de hablar.

Ella se detuvo, con su espalda vuelta parcialmente a él, su espina dorsal rígida, la brusca rigidez alzando sus henchidos pechos. Un pequeño movimiento de su cabeza arrojó destellos de luz ondulando a lo largo del rojo pelo.

—Halla, ¿tengo que decir algo?

Ella se volvió tan rápido que casi perdió el equilibrio. Fue un movimiento que en otro tiempo le hubiera hecho sonreír. Ahora fue la chispa que crepitó a través de todo él y le hizo moverse a grandes zancadas hacia ella, los brazos extendidos, un resonar en su cabeza, avanzando hacia delante, sabiendo con todo su cuerpo que nada, nada en absoluto en este mundo, nada podía detenerle ahora.

Apenas fue consciente de que, mientras la apretaba hacia atrás, hacia atrás, ella exclamaba.

—¡Leif, Leif, no dejes que Dannto me toque nunca! ¡Te quiero a ti, sólo a ti!

Más tarde, como una llamada de la conciencia, unos nudillos golpearon la puerta de la suite. Halla se sentó envarada, los ojos muy abiertos, la boca una O escarlata, tirando inconscientemente de la sábana hacia arriba hasta su barbilla. Leif se llevó un dedo a los labios y se dirigió de puntillas hacia un armario. Cuando lo alcanzó, se volvió y le hizo seña de que respondiera. Luego sacó su automática.

Podía, razonó, abrirse camino fuera de allí sin problemas. Después de todo, como médico lámeduiano, tenía derecho a examinar a una mujer sin necesidad de que hubiera alguien presente. Por otra parte, sería mejor que no se supiera que había permanecido encerrado tanto tiempo con ella. Eso dependía de la identidad del que llamaba.

—¿Quién es? —preguntó Halla.

La respuesta fue la voz ahogada de un hombre. Halla repitió su pregunta. Aunque ligeramente más fuertes, las palabras eran todavía demasiado bajas. Halla se levantó y se puso su bata y atravesó dos habitaciones hasta la puerta. Leif la siguió y permaneció tras ella. Esta vez ambos oyeron claramente.

—Halla, soy Jake Candleman. Déjeme entrar.

Los dos alzaron las cejas. Leif le hizo un gesto de que abriera. Luego se retiró de vuelta al armario. Halla, tras decirle al uzzita que aguardara hasta que estuviera de vuelta en la cama, apagó algunas de las luces y se metió bajo las sábanas.

Puesto que había dejado a propósito la puerta del armario entreabierta, Leif podía ver entre su borde interno y la pared. Candleman apareció a su vista, con su largo cuerpo doblado hacia delante como si tuviera un punto débil en su centro, su estrecho rostro duro y cuarteado como un risco. Llegó hasta la cama y se detuvo, miró ansiosamente a su alrededor, y entonces, para consternación de ambos observadores, se dejó caer de rodillas al lado de la mujer.

—¡Halla! ¡Halla! —gimió—. ¡Perdóname, Halla!

Ella se echó hacia atrás ante sus tendidas manos.

—¿Qué quiere decir? ¿Perdonarle por qué?

—Tú sabes por qué, Halla querida. No me atosigues como acostumbrabas a hacer. No puedo soportarlo. No lo haré. Sabes que no puedes jugar conmigo. Lo sabes.

—¿Está loco? —La voz de ella temblaba tanto como la de él—. No tengo ni la más remota idea de qué me está hablando.

Él aferró una de sus manos antes de que ella pudiera retirarla.

—¡No me digas eso! Eso es lo que acostumbrabas a decir cuando te preguntaba dónde podría encontrarme contigo de nuevo. Me volvías loco. No podía volver a tocarte, y sin embargo no podía soportar no hacerlo. Te dije que te mataría, y casi lo hice. Halla, querida, dime que me perdonas. Nunca volveré a hacer nada así de nuevo. Casi estuve a punto de morir cuando me dijeron que habías resultado muerta al instante en aquel accidente. Cuando descubrí que sólo estabas ligeramente herida, me enfurecí y destrocé los muebles de mi apartamento y juré que me ocuparía de que estuvieras muerta con toda seguridad la próxima vez.

»Y, sin embargo, me alegré de que no hubieras resultado muerta. No podía soportar el pensamiento. No más Halla. No Halla, no Halla, no Halla. Mi cerebro repetía una y otra vez, no Halla, no Halla.

La mujer parecía estupefacta. Leif esperó que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo; de otro modo, se delataría.

Candleman intentó atraerla hacia sí; ella se apartó, volvió el rostro hacia un lado.

—¿Qué te ocurre? —exclamó él—. No eres tan pura. Te entregaste a mí una vez, ¿recuerdas? Traicionaste a tu esposo, un sandalfón. Yo lo deshonré, a él y a todo lo que representa. Pero pensé que valía la pena. Halla, nunca ha habido nadie como tú. Tú y yo…

Leif no podía creer el incoherente balbuceo del hombre. La voz de Candleman, siempre tan fría, se alzaba y se hundía; su rostro, normalmente duro e inexpresivo como un puño cerrado, se retorcía y temblaba como los dedos de un sordomudo.

Leif vio ahora que había sido Candleman quien había metido a la Halla original en un taxi, quizá para una última cita, y luego había arreglado el «accidente». No era extraño que el hombre se hubiera mostrado tan suspicaz acerca de las heridas menores de las que Leif le había informado. Debió pensar que Halla le había delatado. O bien deseaba entrar en su habitación del hospital para terminar definitivamente con ella. Las posibilidades eran de que no debía de haberse sentido demasiado asustado de que hablara, porque en ese caso se implicaría ella misma. Además, él era un lámeduiano; no podía cometer acciones reprobables.

Su principal razón para intentar matarla era la venganza. Eso era evidente.

Mientras Leif escuchaba a Candleman hablar y al mismo tiempo intentar abrazar a Halla vio todo el esquema. Evidentemente la mujer muerta había sentido en alguna ocasión piedad por él y se le había entregado. O quizá lo había hecho para descubrir algo o para asegurarse un favor que necesitaba desesperadamente. Nadie llegaría a saberlo nunca. Fuera cual fuese la razón, se había negado a tener nada más que ver con él después de esa primera vez. Y él, convencido finalmente de que ella le odiaba, había intentado matarla. No lo había intentado…, lo había hecho. Y la mujer con la que estaba hablando ahora tenía que darse cuenta de esto y debía estarle odiando.

—¡Escúchame! —jadeó el uzzita—. Le dije a Dannto que regresaba para vigilarte, que aún estaba preocupado por los asesinos. Pasarán horas antes de que él y los demás cazadores regresen.

—¿Qué hay del doctor Barker? —dijo Halla, esforzándose por mantener el rostro de él alejado del de ella.

—¡Ese lujurioso! No se atreverá a molestarnos. ¡Por el amor de Sigmen, Halla, no luches así conmigo! No puedo evitarlo; necesito tenerte. Sé que en realidad me deseas. De otro modo, nunca habrías actuado de la forma que lo hiciste esa vez. Simplemente estás preocupada por tu conducta irreal. Halla, ¿cómo sabemos lo que es real y lo que no?

Leif esperaba que ella pudiera manejarle, porque no deseaba verse obligado a revelar su presencia. Si no hubiera estado enamorado de ella, hubiera permitido a Candleman que hiciera lo que quisiese. Halla era una agente del CGF. Eso no hubiera sido más que cumplir con su deber. Pero sabía que no podría soportar mucho tiempo más el ver al uzzita manosearla.

—¡Por favor, Halla! Nunca intentaré matarte de nuevo.

—Maldita bestia —dijo ella—. Tú fuiste quien soltó a ese gemmano contra mí.

—Perdóname, Halla. No volverá a ocurrir.

De pronto se puso en pie, sujetó sus muñecas, las echó hacia atrás y se inclinó hacia delante para aplastar su boca contra la de ella. Leif empezó a salir del armario, pero se detuvo cuando el hombre aulló de dolor y saltó hacia atrás, separándose de ella. Su labio inferior sangraba allá donde ella le había clavado los dientes.

—Siempre muerdes. Halla —dijo Candleman—. Pero no tan fuerte la próxima vez, por favor.

¿Hasta qué punto puede estar uno ciego?, se preguntó Leif. Otro pensamiento le golpeó. Candleman incluso se había cubierto usando su espectro favorito: JC Había hecho tatuar a ese pseudoneanderthaloide con esas iniciales para confundir a todo el mundo que pudiera llegar a leerlas. Todo el mundo entraría en el juego.

Halla se puso en pie y dijo:

—Si no te marchas ahora mismo, gritaré, y conseguiré una pistola y dispararé contra ti. No creas que no lo haré.

No sería una mala idea, pensó Leif. Eso resolvería muchos problemas.

Él alzó su automática y la apuntó contra la alta y estrecha frente, ahora cubierta de sudor.

Antes de que pudiera apretar el gatillo, se oyó una suave llamada en la puerta de la suite.

—¿Quién es? —preguntó Halla.

Candleman se echó el pelo hacia atrás y se secó el rostro con un pañuelo y volvió a ponerse su capa. Luego se dirigió a largas zancadas hacia la puerta, más encorvado que nunca, como si la bisagra en el centro de su cuerpo se hubiera roto.

Metió su llave buscafrecuencias en la cerradura, pulsó el botón y abrió la puerta.

—Disculpe, jefe —dijo Ava, y entró en la habitación.

El uzzita no miró hacia atrás, sino que se limitó a cerrar de un portazo tras él.

Leif salió de detrás de la puerta del armario.

—¿Qué demonios estás haciendo de vuelta aquí? —preguntó a Ava.

—¡Esto! —Ava le tendió un cómic, el último número de Aventuras del Precursor.

—¿Dónde lo encontraste?

—En mi bolso. Uno de los guías debe de ser del CGF. Contiene un mensaje en la tercera página.

Leif lo abrió en la tercera página y leyó las palabras subrayadas en un bocadillo encima de uno de los personajes:

«El destino dice: apareced junto a vuestros hermanos, y hacedlo antes de que las corrientes del tiempo lo hagan imposible

—Todo H debe estar desencadenándose —dijo Leif—. ¿Qué ocurrió? ¿Trausti habló? ¿Atraparon a Jim Crew? ¿A Zack Roe? ¿O algo inesperado?

Era inútil discutir. No había nada que pudieran hacer para salir de allí a menos que pudieran hallar alguna excusa razonable. De momento, no había ninguna disponible. Así que tenían que pasar los siguientes dos días en Canadá.

Ava se preocupó por el retraso y se inquietó todavía más porque Leif no se mostraba también ansioso. Él, por el contrario, se dedicaba a pasear por los bosques y a pescar. No iba a permanecer sentado con los músculos tensos y los labios apretados.

Por mucho que le hubiera gustado llevar a Halla con él, no podía hacerlo sin despertar comentarios peligrosos. Consiguió ir a pasear con ella la segunda tarde, cuando la invitó junto con un par de esposas de otros jerarcas. Mientras las mujeres preparaban la comida de picnic, Leif consiguió intercambiar unas cuantas palabras con ella. Su curiosidad acerca de ciertas cosas que había descubierto durante la autopsia de la Halla original seguía impulsándole todavía.

Halla respondió a su pregunta de una forma tranquila y enteramente desprendida.

—Entonces, ¿es por eso por lo que eres una agente tan buena para el CGF en esta sociedad en particular? —preguntó Leif.

—Sí —respondió ella—. La represión de los impulsos sexuales normales, la deliberada creación de frigidez en hombres y mujeres, da como resultado una castración psíquica. Hace mucho tiempo que los tiranos descubrieron que podían controlar a sus súbditos mucho más fácilmente si establecían un sistema, reforzado por tabúes instilados a una temprana edad, que aplastara el desarrollo del ser humano como un conjunto. Extinguir toda relación entre los sexos es una parte integral del sistema jac.

»Para decirlo en pocas palabras, la gente físicamente impotente, con lo que quiero decir la gente pervertida de cualquier tipo, con lo que quiero decir aquellos no normales…

Se detuvo, confusa, y se echó a reír.

—En realidad, todo lo que sé es que el tipo de represión que hallas en la Unión cumple con la función de mantener a los hombres más fácilmente sometidos. Puedes hallar tu paralelismo en los castrados. Constituyen unas bestias de carga más voluntarias.

»Pero si, digamos, uno de esos hombres encontrara a una mujer con respuestas que no son dadas en los libros que ha leído o en las conferencias que ha oído, una mujer que poseyera un órgano que liberara automáticamente esas inhibiciones y le convirtiera en un hombre libre por primera vez en su infeliz y confusa vida, entonces valoraría a esa mujer y la conservaría, aunque tuviera que hacerlo en secreto y desafiando las costumbres. ¿Me sigues?

—Más o menos —dijo él, mientras miraba a su alrededor para ver si las esposas de los jerarcas podían oírles—. La frigidez en un hombre da como resultado lo que llamamos una armadura muscular, una contracción del suelo pélvico. La armadura es un resultado de la neurosis. La psique causa deliberadamente que el soma utilice la rigidez muscular y la contracción para inhibirse. Pero, curiosamente, si la armadura muscular puede relajarse, entonces a menudo la neurosis cede o desaparece por completo. El hombre, liberado en una parte de su desarrollo como un ser humano completo, gana también libertad en otros campos. Es decir, ríe más, piensa más profundamente, es más sincero y sin embargo es al mismo tiempo más alegre, incluso se siente más libre de enfermedades psicosomáticas, y así sucesivamente. Ya sabes lo que quiero decir.

—Sí. Toma a mi esposo, Dannto, por ejemplo. Era casi tan hosco y hostil como Candleman. Ahora, aunque todavía le falta un largo camino para llegar a ser un individuo deseable, es mucho más alegre y de mente mucho más amplia que antes de conocerme. No se da cuenta conscientemente de ello, pero no permitiría que me marchara por ninguna razón.

—Corrígeme si estoy equivocado —dijo Leif—. La corriente bioeléctrica del órgano que fue implantado en ti estimula el sistema nervioso parasimpático. Esto da como resultado la desinhibición de la armadura muscular y la consecuente libertad momentánea del sentimiento de ansiedad. Las compuertas se abren; no hay ningún dique a la emoción y su consecuente estancamiento en un sumidero. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí; y los hombres se sienten completamente agradecidos. Ganamos un enorme poder sobre ellos…, en beneficio del mundo y en perjuicio de la Unión Haijac.

Leif tenía varias otras preguntas que deseaba que le fueran respondidas.

—Tú y tu hermana erais gemelas —dijo—. Pero vuestras huellas retínales y dactilares hubieran tenido que ser distintas. Sin embargo, son idénticas.

—Los biólogos de Linde extirparon uno de los globos oculares de mi hermana. Usándolo como modelo, desarrollaron dos duplicados. Volvieron a colocar el globo ocular en mi hermana, extirparon los míos, e implantaron en mí los duplicados. Para hacer mis huellas dactilares idénticas a las de mi hermana retiraron la piel de mis dedos e hicieron crecer una nueva piel, usando de nuevo el modelo de mi hermana como base.

—¿Y las rudimentarias antenas en tu cabeza y los cables nerviosos que las conectan con tu cerebro?

—Son el resultado de un experimento que no tuvo éxito —dijo ella—. Mi hermana y yo somos, éramos, los únicos agentes equipados con ellas. Se suponía que debíamos ser capaces de transmitir y recibir ondas cerebrales a través de las antenas. De hecho, podemos. Pero las ondas no significan nada para nosotras. Son simplemente estática. Necesitamos algún dispositivo biológico para filtrar el «ruido». Los científicos dejaron las antenas en nosotras mientras trabajaban para perfeccionar un filtro. Por todo lo que sé, todavía no han hallado ninguno.

Leif sonrió y dijo:

—Así que ahí va mi teoría de que vosotras dos erais de origen extraterrestre. Demasiada imaginación por mi parte…, ¡y demasiado poco conocimiento de lo que mi propio país estaba haciendo en el campo de la ciencia!