16

LOS túneles habían sido oscuros y en cierto modo húmedos y helados. Crew abrió una puerta, y entraron en un país brillante y cálido. No había nadie allí para darles la bienvenida, pero el bantú insistió en que los suyos sabían que habían llegado.

—Calor por vapor —dijo, en respuesta a la no formulada pregunta del médico. Se quitó tranquilamente sus ropas y las colgó de uno de los muchos colgadores que se alineaban en las paredes de la amplia estancia. Casi todos los colgadores contenían ropas.

—¿Quiere? —dijo Jim Crew, con una mano en los colgadores. Leif negó con la cabeza—. Pensamos que tal vez quisiera ducharse —añadió el hombre pálido.

Leif gruñó impaciente cuando el hombre se metió en la ducha.

—Pensé que teníamos prisa por ver a su hija.

El bantú salió y, aún desnudo y chorreante, se dirigió a otra habitación.

—Síganos, doctor. Esa ducha tomó sólo un minuto. Y fue mucho más de lo que vio: fue una ceremonia, una que nosotros los primitivos realizamos siempre cuando volvemos a casa. También fue una plegaria, una combinación de lavado físico y psíquico, y una petición a JC de que Anadi pueda salvarse. Al mismo tiempo, nos comunicamos con aquellos que unen sus manos y descubrimos que Anadi resistirá hasta que usted llegue a su lado.

Condujo al cirujano a través de varias habitaciones más pequeñas, algunas de las cuales tenían bancos alineados junto a las paredes. Una tenía un altar con un hombre colgado de un crucifijo. Su piel era negra, el rostro era una abstracción, y no pertenecía a ninguna raza excepto que había sufrido pero había sentido el contacto de una mano que borraba todos los pliegues del dolor. Si Leif hubiera tenido más tiempo, se hubiera detenido para hablar del escultor y su técnica con Crew. Había oído que los bantúes eran los grandes artistas de hoy, que estaban haciendo cosas que nadie había hecho nunca antes en pintura, escultura y música.

Los primeros hombres y mujeres con los que se cruzaron iban desnudos, como Crew. Se arracimaron en torno al hermano recién llegado, le besaron y acariciaron. Éste devolvió sus caricias e hizo unas rápidas presentaciones. Una de las muchachas era una Diana esteatopigia cuya imperfecta despigmentación había llenado su cuerpo de enormes pecas. Se colgó el cuello de Leif y susurró que le amaba.

—Mi moteada Beatriz, yo también te amo —respondió Leif, y la despidió con una palmada.

—Algún día debería examinar usted esa ligereza y ver lo que oculta —observó Crew.

Pese a la actitud bromista de Leif, el sudor que brotaba en profusión en su frente no podía explicarse por el calor del vapor. Estaba empezando a preguntarse dónde se había dejado meter. Aquella simple misión de piedad distaba mucho de ser simple.

Jim Crew tomó su mano y lo condujo a través de otra serie de habitaciones. Puesto que las paredes eran de cemento y pintadas con murales, muchos de los cuales se estaban descascarillando ya, Leif no podía decir para qué habían sido usadas antes aquellas estancias. En algunas, los suelos y paredes se habían abierto dejando entrar tierra, que rezumaba como sangre en una herida, o para mostrar dura roca detrás.

Cada lugar contenía una media docena o así de personas que saludaron a Jim demostrativamente y luego se levantaron para seguir a los dos hombres. En una ocasión Leif miró por encima del hombro. Habían formado una larga hilera, de dos de fondo, hombre y mujer, cada pareja cogida de la mano y apoyando las manos de el hombro de la persona que tenían delante. Los sexos estaban alternados, de modo que cada hombre tenía sus dedos extendidos apoyados sobre el hombro de una mujer delante de él, y cada mujer tocaba la piel de un hombre.

Se alzó un murmullo bajo; hombres y mujeres cantando alternativamente susurrados salmos y antífonas. Aunque no podía distinguir las palabras individuales, que estaba seguro que eran en suajili, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Sonaba y daba la sensación de una tormenta acumulándose en las colinas, lista para desencadenarse, tensando el aire con los destellos de relámpagos en embrión.

Se alegró cuando al fin se detuvieron en la habitación donde estaba la niña. Estaba tendida sobre una cama, inconsciente. Un hombre y una mujer estaban agachados sobre ella, sujetando sus manos. A su lado había un negro alto, vestido de negro y con un cuello blanco vuelto del revés. Alzó la vista a Leif a través de unas gruesas gafas de montura de concha.

—Ah, doctor Barker —dijo; se alzó y tendió su mano. Leif se la estrechó mientras Crew le decía que era el reverendo Anthony Djouba, un miembro del Timbuctú clandestino, que era también médico. Los amigos de Crew no habían dudado en contactarle para ayudar a Anadi. Al parecer, las dos sectas trabajaban juntas de tanto en tanto.

Leif examinó el armazón de alambre y espuma de goma y yeso de secado rápido que mantenía unido el cráneo de la niña.

—Muy bien —dijo—. ¿Hizo usted esto, abba?

—Sí —respondió Djouba, con una voz fina y aguda—. Traje conmigo todos los materiales que tenía. No son mucho, pero ayudaron.

Leif examinó su maletín y estuvo de acuerdo con él. Luego miró el interior de la parte superior del armazón en torno a la cabeza de Anadi, y dejó escapar un suave silbido ante lo que vio. La niña hubiera debido morir instantáneamente. El que no lo hubiera hecho y el que aún siguiera con vida era para él prueba de que poseía algo extraordinario. Por primera vez empezó a preguntarse si en realidad no habría algo más que una especie de magia negra modificada en toda esa charla acerca de «unir las manos».

Djouba miró por encima del hombro, hizo chasquear la lengua y dijo:

—Tiene trozos de hueso en el cerebro. Aunque la salvemos, doctor, me temo que quedará idiota.

Se pusieron a discutir impersonalmente lo que debían hacer, luego prepararon su instrumental. Leif empezó a esterilizar su equipo. Crew insistió en que no era necesario. Ninguno de ellos temía los gérmenes; sus cuerpos podían ocuparse hasta de los más virulentos. Leif le hizo guardar silencio. Él era el médico; él iba a hacer la operación. Le indicó que limpiara a fondo aquella mesa. Tan pronto como eso estuvo hecho, él y su amigo pusieron a Anadi sobre ella.

Levantar a la niña fue fácil, puesto que no pesaba más de cuarenta kilos. Inmediatamente después, Leif se puso al trabajo. Durante seis horas permaneció inclinado sobre el increíblemente roto cráneo y el dañado cerebro. Luego, exhausto, con las manos a punto de ponerse a temblar, extrajo el último fragmento de hueso y depositó sobre la materia gris una gruesa capa de jalea regeneradora. Djouba cerró entonces el abierto cráneo con un arco plástico. A este punto Crew protestó de nuevo de que la cubierta artificial no sería necesaria. Anadi, sostuvo, regeneraría con el tiempo su propio cráneo.

—En ese caso —respondió Leif, sin hacer ningún intento de ocultar su incredulidad— puede retirar usted la protección cuando lo desee. Pero me gustaría verlo cuando ocurra.

Djouba se quitó sus gruesas gafas y las limpió.

—Por mucho que odie darles a esta gente crédito por nada —dijo—, tengo que admitir que tal vez haga precisamente eso. Vi algunas cosas extrañas mientras era misionero en Bantulandia.

—¡Pero el hueso, doctor! Apenas puedo concebir que un ser humano pueda, a través de una autoconsciencia avanzada, redescubrir la facultad perdida de regenerar la carne. ¡Pero el hueso!

Djouba volvió a ponerse las gafas. Sus ojos se hicieron enormes tras los cristales.

—No he dicho que pueda. He dicho que tal vez. —Djouba sonrió a Leif.

—Me gustaría marcharme —dijo Leif, impaciente, sin el menor deseo de implicarse demasiado con aquella gente.

—¿No preferiría comer algo primero? —preguntó una de las mujeres. Era la Beatriz moteada.

—Sí, me gustaría —admitió Leif.

Djouba dudó.

—Es casi de la única forma en que podemos pagarle, abba —dijo Crew—. En cuanto al futuro, ¿quién sabe?

—Anadi lo sabe —dijo la Beatriz moteada—. Ella siempre puede decir el futuro.

—Me quedaré —dijo Djouba. Luego, con una sonrisa—. Si ella puede mirar hacia delante en el tiempo, ¿por qué no evitó que el coche le aplastara el cráneo?

—Debió de tener una buena razón. Nos la dirá cuando cure. En cuanto al ahora, comamos.

Fueron a una habitación muy grande que Leif sospechó que había sido en su tiempo un vestíbulo de una antigua estación de metro. Allá se sentaron ante una sopa de langosta caliente, pan recién horneado, ñames al caramelo, plátanos y leche. La Beatriz moteada, que insistió en sentarse al lado de Leif, dijo que parte de la comida había sido robada o eran contribuciones de jacs conversos, pero que la mayoría les llegaba a través de un método secreto.

Por los indicios que dejó entrever, dio la impresión de que la comida llegaba por debajo del agua, quizás en una nave espacial que se deslizaba por debajo de la superficie del Sena hasta París y descargaba sus bodegas a través de una esclusa sumergida. Esto le sorprendió, porque pensaba que los bantúes no disponían de ninguna maquinaria complicada.

Mientras hablaban, la gente al fondo cantaba suavemente. Una vez terminada la comida y dadas las gracias, todos los bantúes cantaron la baja canción de preparación a la tronada que había erizado el vello de su nuca cuando fue conducido a Anadi. Mientras algunos retiraban los platos, los otros se situaron en la misma disposición por parejas hombre y mujer. Esta vez formaron seis círculos concéntricos. Cada círculo estaba enlazado al siguiente por un hombre y una mujer que se situaban de espaldas el uno del otro y mantenían sus palmas contra el pecho o la espalda de una persona en los anillos humanos.

Djouba, al otro lado de Leif, se agitó inquieto y dijo:

—Al menos podrían haber tenido consideración hacia mí y aguardar a que yo me hubiera ido. Después de todo lo que he hecho por ellos.

Dejó su cuchara sobre la mesa y se levantó.

—¿Qué ocurre? —dijo Leif.

Empezó a levantarse también, pero su pecosa compañera tiró de él hacia abajo.

—Amor, déjale marchar —canturreó.

—¡Tened algo de respeto por mis ropas! —gritó Djouba.

—¡Te queremos! —le llegó la respuesta.

—¡No quiero ese tipo de amor!

—¡Te queremos! —se estrelló la marea.

—¡Dios os perdone por esa blasfemia!

Sin oír, los círculos empezaron a oscilar hacia delante y hacia atrás, a girar en pequeños pasos y saltos.

Jim Crew saltó sobre la mesa que formaba el centro de los seis círculos. Agitó los brazos y gritó:

—¿Quién es nuestro amante?

La gargantas se convirtieron en un enorme megáfono que atronó en los oídos de Leif.

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y a quién amamos?

—¡A Jikiza Chandu!

—¿Y quiénes somos?

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y quién es él?

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y quién ama al doctor Djouba?

—¡Jikiza Chandu!

—¡No, no! —gritó el timbuctuano—. ¡Cesad este ultraje! ¡Dejadme marchar!

—¿Y quién ama al doctor Barker?

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y quién es Djouba?

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y quién es el doctor Barker?

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y quién es el amante y el amado, el dios y el hombre, el creador y el creado, el hombre y la mujer?

—¡Jikiza Chandu!

—¿Y qué es lo que dice Jikiza Chandu?

Ahora los círculos giraban más aprisa, más aprisa, la gente que los formaba impedía salirse hacia fuera uniendo fuertemente las manos. Sus rostros estaban contorsionados. Sus bocas eran amplias, sus labios echados hacia atrás. Sus ojos eran óvalos azules resplandecientes. Las aletas de sus narices se estremecían y resoplaban. Los dientes brillaban húmedos; la saliva resbalaba.

Hubo una súbita interrupción de los gritos que habían resonado y vuelto a resonar en las alejadas paredes; ahora sólo había el palmear de los pies desnudos contra el suelo y el sonido de sus roncas respiraciones. Los torsos se agitaban de tal modo que la carne ondulaba como ondas sísmicas. Las caderas giraban o golpeaban tan violentamente que parecía como si quisieran dislocar las pelvis.

Luego, siguiendo al audible inspirar del aliento, el visible hinchar de los pechos, una poderosa palabra fue lanzada contra las paredes y contra los oídos de todos los que dudaban.

—¡Amor!

—¡Amor! —gritó la Beatriz moteada.

Si bien, en un lugar distinto y bajo circunstancias diferentes, tal vez hubiera disfrutado de aquella ardiente mujer, ahora sólo tenía una idea, y fue la misma que Djouba: ¡salir de allí!

En unos sesenta segundos había apartado, saltado, empujado, arrastrado y corrido por entre los cuerpos en movimientos, agitando los brazos y aferrando manos. Una vez alcanzó el otro lado, se volvió y vio que el chadiano estaba cerca detrás de él. Sus rasgadas ropas, arrancadas por la multitud, eran mantenidas contra su pecho por unas aferrantes manos.

—¡Dios me ayude! —jadeó Djouba—. ¡Eso es un nuevo tipo de martirio!

Leif había recuperado parte de su desprendimiento.

—¿Ahora es usted un santo?

El chadiano ajustó sus gafas. Recobrar la vista pareció aumentar su seguridad.

—Sólo es una forma de hablar.

Contempló la habitación.

—¡Indecible!

—Sólo están expresando su amor. Y tiene que admitir usted que no sólo no son hipócritas, sino que parecen tener afecto suficiente para todo el mundo.

—¡Burda carnalidad!

Djouba se estremeció y miró su propio cuerpo.

—Podemos conseguir ropas para usted en la entrada —dijo Leif, con cierta amabilidad—. Están muy usadas, pero mantendrán lejos los ojos osados y el frío.

—No puedo entender por qué me han hecho esto. Después de todo, impedí que su hija muriera hasta que usted llegó.

—Es un asunto de punto de vista. Todo esto es una acción de gracias porque ayudamos a salvarla.

—Observo que usted se mostró tan ansioso como yo de marcharse.

Leif se encogió de hombros y dijo:

—He sido educado en una cultura distinta de la suya, pero como usted, no he conseguido ajustarme a la de ellos. Tienen que tener algo. Aparte su desarrollo de los poderes psicosomáticos, poseen la sociedad casi más perfecta de la Tierra. Compárela con la de usted, doctor…, usted se burla de su religión y deplora sus costumbres sociales, pero tiene que admitir que en su tierra nativa del Chad hay muchos criminales, asesinos, pobres y tullidos. Y en la suya casi ninguno.

Djouba empezó a rebuscar en los colgadores las ropas más limpias que pudo hallar. Respondió, rígido:

—Eso no tiene nada que ver con esto. Ya vio usted lo que ocurrió en esa habitación. ¿Cree que el Fundador de nuestra iglesia, el Uno que ellos afirman que es también suyo, lo aprobaría?

—No lo sé. ¿Quién lo sabe? Pongamos su país y el de ellos en la balanza: ¿quién baja, y quién sube? Yo digo: juzga una acción por sus efectos sobre la gente. Lo que ellos hacen no daña a nadie en su sociedad. El mismo comportamiento en nuestros territorios causaría daño.

—Puedo ver que no sirve de nada discutir esto con usted. Hay un absoluto, ¿sabe?

—No, no lo sé. ¿Un absoluto qué?

La respuesta fue un absoluto silencio, que colgó pesado hasta que apareció Jim Crew. Contrariamente a lo que esperaban, no parecía avergonzado o exhausto. Su paso era vivo; su rostro radiante.

—Ah, doctores, espero que lo hayan pasado bien. Y, si alguna vez podemos ayudarles, llámennos. El amor no conoce fronteras; debemos ayudar a nuestros semejantes. Su escolta, doctor Djouba, estará aquí en un minuto. Y le llevaremos de vuelta a la superficie, doctor Barker, por otra ruta. A través del sótano de un palacio de purificación reservado para la jerarquía, la Morada de los Bendecidos.