LEIF avanzó un paso, sujetando firmemente el haz de la linterna mientras lo hacía. La figura osciló, se desenfocó ligeramente, se fundió. Por un segundo Leif pudo ver a través de ella y divisó el rostro de un hombre. Era parecido a Crew: muy pálido, labios gruesos, con una nariz de anchas aletas y arco alto. Tenía la boca abierta y colgante; sus ojos estaban fuertemente cerrados, como si la luz les hiriera.
—Esto ya ha ido demasiado lejos —dijo Jim Crew—. ¡No le ponga furioso! Déjelo tranquilo. No le hará ningún daño. Es decir, si apaga usted esa luz.
El médico odiaba renunciar al haz de la linterna, porque se sentía indefenso en la oscuridad con una cosa como aquella cerca, una cosa que evidentemente podía moverse en la noche del túnel con tanta confianza como él lo haría a pleno mediodía en una calle al aire libre. Sin embargo, la voz de su compañero era tan urgente, tan compulsiva, que obedeció.
Jim Crew suspiró.
—¡Ah! —dijo—. Continuemos. No creo que nos siga.
Su mano tiró de la de Leif. Este, con un hormigueo en la espina dorsal ante la idea de un cuchillo hundiéndose en ella por detrás, se dejó guiar adelante. Cuando habían recorrido exactamente quinientos pasos, cuando ya no sentía aquellos otros pies tras él, dijo:
—Crew, no voy a seguir hasta que me diga usted qué fue eso. Se está adueñando de mí. Por un momento casi creí en el más allá; pensé que ella iba a por mí.
—Pues no parece demasiado asustado —dijo el bantú con una risita—. Está bien. Puedo suponer lo que vio por las pocas palabras que dijo. No le diré lo que vi yo. Si lo hiciera, entonces sí que se asustaría de veras.
»¿Recuerda esta mañana, cuando rechazó usted nuestra súplica y se dio la vuelta para marcharse? ¿Qué pensamiento le llegó entonces?
—¿Quo vadis? ¿Adónde vas?
—Eso es lo que sospechamos —dijo el africano—. Aunque en estas cosas uno nunca puede estar seguro. Lo que hicimos no fue exactamente telepatía, en el sentido en que usted piensa en este poder. Nosotros, los cuatro, apelamos a nuestros sentimientos de grupo, la suma total de todos nosotros, todos los esquemas de nuestros cuerpos, los enfocamos, y lanzamos este esquema de esquemas hacia usted.
»Usted no hubiera debido recibirlo. Hubiera debido rechazarlo blandamente, sin siquiera saber que le estaba siendo ofrecido. Sus «antenas» debían de estar replegadas, como ocurre con la mayoría. Pero no fue así. Estaban desplegadas, aunque sólo fuera un poco. Y captó lo que le enviamos…, ese sentimiento.
»Repito de nuevo que no proyectamos palabras…, es decir, sílabas agrupadas en forma de significados individuales y encadenadas en una falsa sintaxis. No, le ofrecimos nosotros, la preocupación que ardía en los cuatro. Y, puesto que tuvo éxito en imprimirse en usted, usted la absorbió, la asimiló en su inconsciente con la frase o símbolo que para usted encajaba más con el sentimiento. Su memoria surgió con «¿Quo vadis?».
»Entienda, nosotros no le hablamos directamente. Captamos su respuesta. Usted, puesto que necesita explicarse a sí mismo los acontecimientos en términos de palabras, se habló a sí mismo con el símbolo más adecuado. De haber sido otro hombre, alguien ignorante de esa frase y la historia conectada con ella, hubiera hallado alguna otra cosa que decirse a sí mismo. ¿Comprende lo que quiero decir?
Aunque Crew no podía verle en la oscuridad (¿o sí podía?), Leif asintió y dijo:
—¿Ese sentimiento de pesar? ¿Lo arrojaron contra mí?
—Sí, aunque no pudimos sostenerlo mucho tiempo porque usted tiene tan poca experiencia en el pesar. Además, Mopa, el hombre que se echó a reír, rompió nuestro enlace.
—¡Ustedes son la máquina! —exclamó de pronto el médico.
—¿Qué?
Leif se echó a reír.
—Me he estado preguntando —dijo— dónde podría estar la máquina que pudiera recibir e interpretar y proyectar el semanticón: la totalidad de todos los iconos que construye la mente-cuerpo, la imagen-significado. Hubiera debido saber que estaba a todo mi alrededor, en más de un sentido. Y que llevaba milenios en existencia.
—Sus sentimientos afloran —dijo Jim Crew. Su mano apretó la de Leif—. Le queremos.
Leif pudo superar aquello. El plural hacía que sonara impersonal. De todos modos, enrojeció embarazado en la oscuridad.
—Si no me explica ahora mismo el horror que encontramos hace unos momentos —dijo—, voy a tomar este escalpelo y grabar unas cuantas cosas caprichosas sobre su persona.
—Desconozco cuál es su nombre —dijo Crew—. Tenemos una lista de doce; podría ser cualquiera de ellos. Para decirle brevemente de qué se trata, tenemos que ir a nuestro terreno. ¿Sabe?, los bantúes, en África, están divididos en dos grupos, ambos basados originalmente en diferencias religiosas. Ambos, sin embargo, representan los únicos cuerpos grandes de cristianismo que quedan. La nación más pequeña, el Chad, está dominada por la Iglesia del Santo Timbuctú, una organización que afirma haber mantenido incorruptas las enseñanzas de nuestro fundador.
»Nosotros, sin embargo, que tenemos el África central y meridional, creemos que los timbuctuanos son una incrustación de superstición y autoridad opresiva.
Leif sonrió para sí mismo en la oscuridad. El hombre estaba hablando fuera de carácter; su estilo mostraba que él, como muchos misioneros, estaba citando del libro. El caso de Crew era sólo ligeramente distinto. No podía ser acusado de haber leído el discurso, porque, apostaba diez a uno, era analfabeto. Los bantúes fruncían el ceño ante la letra impresa y consideraban la imprenta como un utensilio que se interponía en el camino de la comunicación natural.
—Nosotros los primitivos hemos, como indica nuestro nombre, eliminado por completo todas esas ataduras y hemos regresado desnudos a la vital Verdad. Sólo tenemos las pocas enseñanzas muy fundamentales que importan; a través de ellas hemos alcanzado nuestro estado actual, es decir, uno en el que la religión, la mística, la economía, la política, nuestra propia vida, se convierten en una sola cosa. No hemos permitido que la moralidad mezquina se interponga en nuestro camino: el único código que tenemos es la Regla de Oro, que consideramos como la realidad…
—Ya basta —gruñó Leif—. Ahórreme la conferencia. Está hablando como un urielita tonto del culo. ¡Realidad! Ya sabe como ellos pronuncian esa palabra. Debería pensarse mejor las cosas. Hábleme de ese hombre en palabras sencillas.
Crew apretó de nuevo la mano de Leif.
—Tiene usted razón. Para ser breve, nosotros los primitivos hemos utilizado ese don en su tiempo conocido como magia. Por magia no me refiero a nada en sentido supersticioso. En realidad, la magia fue la ciencia mal entendida de la percepción extrasensorial que esos salvajes utilizaban tan alocadamente. No tenían ni el control ni la comprensión necesarios para desarrollarla.
»Y cuando el cristianismo de esos días llegó, más el imperialismo blanco, el don se debilitó. Pero, después de la Guerra Apocalíptica, hubo un resurgir religioso entre los pocos que quedaron de mi pueblo. Un gran hombre surgió entre nosotros, del mismo modo que Sigmen surgió entre las naciones Haijac. Su nombre era Jikiza Chandu, y fue el primer hombre en darse cuenta de que debíamos fundir la visión de Dios con la intuición dentro de nuestros cuerpos. Fusión fue su grito de guerra y…
—Y se fundieron —concluyó Leif por él—. ¿Y qué tiene eso que ver con mi pregunta?
Por primera vez desde que le conocía, detectó irritación en Crew.
—La persona a la que acabamos de encontrar fue rechazada de nuestra sociedad —dijo el hombre despigmentado—. Era un inadaptado, uno que no podía o no quería encajar en el esquema de nuestro grupo. Retorció los grandes dones que obtuvo mientras vivía como uno de nosotros y los usó para propósitos malignos. Intentó obtener el control sobre el mundo subterráneo de aquí, y durante sus esfuerzos permitió que fluyera tanto poder a través de él que, para usar un término que pueda usted entender, hizo saltar un fusible. En este caso, el fusible era él mismo.
»Él, como varios otros que intentaron convertirse por la fuerza en el foco de nuestro grupo, merodea ahora por los túneles y las alcantarillas durante el día y vaga por las calles de la superficie por la noche. No pueden hacer daño a su propia gente, a menos que nos sorprendan con la guardia baja, pero han causado algunos daños terribles ahí arriba. Sus víctimas o bien se suicidan o terminan en manicomios.
—¿Por qué no los matan? ¿O al menos los mantienen encerrados?
—¿Qué? ¿Violencia contra un semejante?
—Ha hablado usted de realidad. ¿No es real la autoconservación?
—Use la espada, y morirá por ella. Los mansos heredarán la Tierra. Sabemos, porque lo hemos comprobado a lo largo de los siglos, que la resistencia pasiva significa supervivencia. Derrame sangre para salvarse durante un tiempo, y a su momento debido será ahogado por el reflujo.
—¡Por supuesto!
—Disculpe, doctor, pero ya ha visto usted lo que esos «Hombres en la Oscuridad», como los llamamos, pueden hacer. Usan sus retorcidos poderes para el único uso que pueden. No proyectan: reflejan. Es decir, pueden captar los esquemas de las energías radiadas por la víctima, unirlos, amplificarlos, y enviarlos de vuelta al originador. Éste siente la abstracción, si puedo llamarla así, la absorbe, y ve un espectro que ha surgido de las profundidades de su propio inconsciente.
»Usted, si puedo aventurar mi intuición, debe sentirse a la vez triste por la muerte de Halla Dannto y culpable porque desobedeció las órdenes del CGF acerca de incinerarla de inmediato. También supo que iba a romper más mandamientos, que estaba enamorado de la Halla viva, y que, si era posible, iba a hallar medios para seguir viéndola. Aunque eso significara poner en peligro todo el Plan.
»Puede que usted no sea consciente de que todas esas cosas le estaban afectando de una forma tan profunda. Cuando el Hombre en la Oscuridad captó lo que había realmente en lo más profundo de usted en aquel momento, se lo mostró.
Lo más extraordinario es que el hombre no ve lo que usted ve. En absoluto. Siente hasta cierto límite sus sentimientos, pero nunca visualiza nada. No conoce el horror que lanza contra usted. De todos modos, puesto que está loco y es sádico, capta sus reacciones. Y se alimenta de ellas. Si la víctima se vuelve demasiado aterrorizada, pierde la cabeza, el hombre gana más poder, la fuerza de la visión se hace más intensa, y así sucesivamente.
»Un hombre de Timbuctú amigo, versado en asuntos técnicos, me explicó en una ocasión que era una realimentación positiva incontrolada. Signifique eso lo que signifique, el efecto es terrible; JC salve a esas pobres almas.
—¿JC? ¿Ustedes también? ¿Qué significa?
—Jikiza Chandu, nuestro Señor y Amo.
—Había pensado que esas iniciales se referían a su Fundador.
—Oh, sí. Él es Jikiza Chandu. Jikiza Chandu es Él. Todos somos los dos. Ellos son nosotros.
No era extraño, pensó Leif, que la Iglesia de Timbuctú los considerara los blasfemos de los blasfemos.
Sin embargo, y aquí luchó con esa aceptación que tanto enloquecía a sus asociados, basaban su razonamiento en varias afirmaciones tomadas literalmente, y en esto no hacían más que sus más amargados oponentes. Además, aquellos que habían estado en Bantulandia decían que la suya era la primera, y la única, sociedad grande en la que uno podía recorrer toda la longitud y la anchura de un continente y no hallar ni cárceles, ni hospitales, ni manicomios, ni fábricas de armas (y escasamente algunas industrias, había que admitir), ni discriminación racial. Y, también, ni lujuria ni asesinatos pasionales, ni huérfanos, ni robos, ni ricos, ni pobres.
Podías hallar muchas cosas que criticar, que deplorar, pero tus críticas no afectaban a los discípulos de ese profeta medio zulú, medio hindú, Chandu.
Leif se echó a reír, y cuando Jim Crew le preguntó por qué, respondió:
—Oh, estoy pensando en algunas coincidencias increíbles: que cuando admites que hay ciertas relaciones inconscientes entre las mentes, ves que coincidencia es sólo una palabra para ocultar nuestra ignorancia.
—¿Se ríe usted acerca de las JC?
—Sí.
—Bueno, yo también me río —y lo hizo, al tiempo que apretaba de nuevo la mano de Leif.
El médico estaba a punto de protestar cuando fue interrumpido por el bantú.
—Ya hemos llegado.