LEIF insertó nuevo papel en el quimo y se volvió para marcharse. Hizo una pausa, sobresaltado, porque un hombre con una bata blanca de ordenanza estaba de pie en la puerta. Tenía la piel pálida, pelo rojo, ojos azules, y una nariz de arco alto y vibrantes aletas.
—Shalom, Jim Crew —dijo Leif.
—Shalom —respondió Crew.
—¿Sigue deseando lo mismo? —preguntó Leif.
—Usted sabe que sí, doctor Barker. Podríamos haber dejado que nuestra hija muriera hace mucho. Pero la queremos, y así hemos estado… sujetando su mano… porque sabemos que hay algunas cosas que nosotros no podemos hacer.
—Hay otros cirujanos en la ciudad. ¿Por qué acudir a mí?
Se volvió al captador y accionó el interruptor. Luego giró el casco hasta que el dial registró el impacto con unas ondas cerebrales. Giró otro dial para que el casco, cuya superficie interna era el receptor, se moviera, siguiendo la fuente de radiación como una flor se enfoca en el sol. Aunque Leif cruzara ahora el haz de ondas el aparato no resultaría confundido, porque estaba ajustado al esquema individual de Crew.
Crew sonrió.
—No necesita hacer eso, doctor. Mire el gráfico.
Leif no vio nada excepto estática. Se volvió hacia Crew.
—¿Está usted creando deliberadamente esto?
—Sí. Usted puede hacerlo también, tras una cierta instrucción. Y con voluntad.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta. ¿Por qué acude a mí? Crew se acercó un poco, caminando sobre la punta de los pies, ligeramente girado hacia dentro.
Miró ansiosamente el rostro del cirujano.
—Hay otros varios médicos que podrían ayudar a nuestra hija. Pero esos informarían a los uzzitas. Usted no.
—¿Por qué no?
—Porque, lo primero y más importante, temería que nosotros le escribiéramos una nota a Candleman y le dijéramos que usted no es Leif Barker, sino Lev Baruch; que es usted el líder del movimiento más importante del CGF; que muchos lindanos llevan el lámed gracias a una droga que les permite pasar el elohímetro; que usted sabe lo que significa Jacques Cuze.
»Sólo eso le haría venir con nosotros. Pero no usamos estos medios, doctor Barker. Dejaríamos morir a nuestra hija antes que usar la fuerza, incluso la fuerza mental. Una tal violencia no haría más que volverse contra nosotros. Usted vendrá porque no pertenece a su naturaleza dejar que una niña muera.
—Está usted muy seguro de sí mismo —dijo Leif con una cierta dificultad—. Si no piensa usar la coerción, ¿por qué acude a mí? Tiene que saber que haciendo esto no sólo me expongo a los jacs, sino a toda mi gente también. Si saben esto, acudirán en tromba sobre mí.
—Observo que dice usted haciendo, no si hago. Pero le responderé. Apelamos a su humanidad. Todas las demás implicaciones no importan. Están basadas en el derramamiento de sangre, el asesinato, la traición, el odio.
—Cierto —dijo Leif—. Pero un hombre tiene que defenderse.
—La mejor defensa es ninguna defensa.
—No iremos lejos intercambiando trivialidades como dos búhos sabios ululándose el uno al otro. ¿De qué tipo de equipo quirúrgico disponen?
Jim Crew hizo un gesto de impotencia.
—No usamos medicinas. El poco equipo que tenemos lo tomamos de nuestros vecinos, los hombres de Timbuctú.
—Muy bien. Descríbame las heridas de la niña.
Mientras Jim Crew cerraba los ojos y le daba una muy exacta imagen en palabras, Leif recogió lo que iba a necesitar. No podía llevar una carga demasiado pesada; tendría que improvisar.
Había racionalizado que estaba haciendo al CGF un servicio contactando con aquel movimiento clandestino desconocido y averiguando de este modo qué estaban haciendo exactamente los bantúes. Aunque los africanos eran una potencia militar desdeñable, al Estado Libre de Linde podía interesarle usarlos en algún momento.
Barker sabía que estaba racionalizando; el servicio consideraría sus acciones como material para un consejo de guerra. Pero el hombre debe racionalizar, aunque lo sepa.
Mientras recogía el material de la farmacia en la habitación adjunta, Leif dijo:
—¿Dónde consiguieron ustedes los bantúes esta técnica de despigmentación?
—Curiosamente, es una invención de un jac convertido —dijo Jim Crew—. Todos los detalles para extraer o depositar pigmentos se hallan desde hace cincuenta años en los archivos del periódico profesional de queratonólogos. Estos, como muchos otros que hemos utilizado, han reposado durante mucho tiempo en el polvo de las bibliotecas. Quienes lo leyeron nunca se dieron cuenta de sus posibilidades. Y el propio inventor escapó a Ciudad del Cabo.
Sin pedir permiso, Leif inclinó la cabeza del hombre hacia la luz para que ésta incidiera en el ángulo deseado sobre la nariz.
—Debería haberse hecho un arco artificial —dijo—. No hubiera quedado ninguna señal quirúrgica ni aquí ni en sus labios.
—La cicatriz hubiera aparecido después de la despigmentación. Al parecer el proceso las saca a la luz.
Leif gruñó, sin mostrarse impresionado.
—Vamos.
Tomaron el ascensor de servicio y salieron separadamente, por la parte de atrás, a través de la puerta reservada al personal. El uzzita de guardia encendió su linterna. Leif mostró su lámed; Jim Crew su tarjeta de identificación.
—¿Dónde ha obtenido usted el uniforme y la tarjeta? —preguntó Leif mientras subían a su coche de dos plazas.
—Mi hermano trabajó aquí —dijo el africano—. Sabíamos que podía sernos de utilidad algún día.
Leif puso en marcha el motor y encendió los faros.
—¿Cómo entraron los cuatro esta mañana? Sé que los uzzitas no estaban vigilando entonces, pero de todos modos es muy difícil pasar los controles habituales.
—Tenemos amantes.
—¡Ah! ¿Y por qué vinieron todos? ¿Por qué no sólo uno?
—Juntos somos más que sólo uno.
—¿La totalidad es mayor que las partes?
—Algo así.
Jim Crew observó a Leif conducir durante un rato, luego dijo:
—¿Cómo sabe adónde vamos?
Leif parpadeó.
—No lo sé —dijo—. Bueno, creo que más bien simplemente lo supe.
Hizo una pausa.
—Tuve una sensación de cuál era nuestro destino.
Dio un puñetazo al volante con su mano izquierda.
—¡Ahora ha desaparecido!
—No hubiera debido decirle nada —murmuró Jim Crew—. Es usted como un niño que sabe algo hasta que le es señalado por un adulto ignorante que posiblemente no puede saberlo. Entonces, por supuesto, ya no lo sabe.
—Bien, ¿adónde vamos?
Crew señaló. Leif hizo girar el volante en la dirección indicada.
Al cabo de un rato, el bantú dijo:
—Somos seguidos.
—Hubiera debido saber que no podríamos salir tan fácilmente —gruñó Leif. Miró por el espejo retrovisor, pero no puedo ver ningún coche—. ¿Dónde están?
—Al otro lado de la esquina.
—Escuche —dijo Leif—. Si nos atrapan, me protegeré a mí mismo. Diré que usted me obligó a punta de pistola a ir con usted para operar a su hija.
Jim Crew se estremeció y dijo:
—No me gusta ser acusado de violencia, pero de acuerdo. Sólo que creo que será mejor que me mate usted. De otro modo, me drogarán y me arrancarán la verdad.
—Lo haré —dijo Leif—. Pero todavía no nos han cogido.
Apretó el acelerador a fondo. Lo más que podía alcanzar el coche era cuarenta kilómetros por hora; el vehículo uzzita tenía que ser capaz al menos de alcanzar el doble.
—Pueden atraparnos, pero probablemente nos dejarán seguir hasta nuestro destino —dijo Leif—. Me gustaría poder abandonar este coche y hacer el resto del camino a pie.
—Ponga los controles en auto —sugirió Jim—. Después de que giremos la próxima esquina. Podemos saltar fuera y bajar por esa entrada del metro.
Cuando giraron la enorme masa de un edificio, Leif pisó el freno. Bajaron a diez, ajustó los diales, y luego él y Crew saltaron fuera. Ninguno de los dos cayó. Golpearon el suelo corriendo y siguieron corriendo hasta la entrada del metro.
—Esto no les engañará mucho tiempo —dijo Leif—. Estarán de vuelta pronto, y puede que se comuniquen por radio con los uzzitas en las puertas para que nos busquen.
Jim Crew descendió los escalones de plástico que imitaban granito. No giró a la derecha, que conducía a los andenes, sino al otro lado, que llegaba hasta un amplio vestíbulo que albergaba varias concesiones y zonas de descanso.
Tuvieron que abrirse camino por entre la multitud. Era una hora en la que mucha gente regresaba a casa del trabajo; además, las estaciones estaban siempre atestadas debido a la superpoblación de París.
Naturalmente, debía de haber muchos vigilantes y uzzitas entre ellos que, si se daba la alarma, les atraparían. Pero Leif había abierto su chaqueta de modo que se viera su lámed. Su visión era como un sonido de trompetas; todo el mundo se echaba a un lado.
Cuando llegaron al lugar indicado, Leif apreció la modestia jac de la que en su tiempo se había burlado. Herederos de los hacía mucho tiempo muertos parisinos, los actuales ocupantes habían rechazado el desenfado galo y lo habían sustituido por su propio código de modestia. Esto incluía varios cubículos con puertas basculantes que llegaban del suelo al techo para garantizar la intimidad.
Cuando el vigilante se dio la vuelta a una señal secreta, ambos hombres entraron en un cubículo. Leif observó la JC grabada en la puerta. Alzó las cejas, porque aquella era su primera indicación de que los bantúes también habían utilizado esa señal como símbolo. Era natural, pensó, porque podía representar fácilmente a su Señor y Amo y también ayudaba a confundirles con el legendario francés, quizá disimular por completo su presencia en París.
Los bantúes usaban a los lindanos. ¿Podrían los lindanos usarlos a ellos?
Cuando los dos hombres se hubieron metido en el cubículo, Jim dijo:
—No eche el cerrojo. Eso sería la cosa más segura que conduciría a los uzzitas hasta nosotros.
—Déme el crédito de un poco de inteligencia.
Jim no respondió. Tendió el brazo tanto como pudo y apretó un cuadrado en el dibujo estampado en el pseudomármol plástico.
—Esquina izquierda, siete abajo por los Siete Pecados Capitales, tres a través por la Trinidad que los borra —dijo Jim Crew—. No funciona a menos que uno presione con rapidez siete veces, haga una pausa de tres segundos, y luego presione tres más.
La sección se deslizó hacia atrás y luego hacia un lado. Jim Crew entró y se dio la vuelta para hacerle un signo a Leif de que le siguiera. Sonriendo, éste obedeció. El bantú volvió a colocar el rectángulo en su lugar.
Descendieron a lo largo de una espiral. El cirujano contó trescientos peldaños, suficientes para llevarlos por debajo del nivel del metro actual. Debían acercarse a la antigua red de metro o a las alcantarillas preapocalípticas.
Finalmente el bantú advirtió a su ciego acompañante que se detuviera; llegaban a una puerta. Leif no podía ver los movimientos que hacía el hombre, pero su mano fue cogida y colocada sobre una barra.
—Es a la derecha, y la mitad de camino hacia abajo —dijo Crew.
—Gracias. Pero seguro que no volveremos por el mismo camino.
—No. De todos modos es bueno saberlo, por si tiene que tomar esta ruta de nuevo.
—Es usted muy abierto acerca de estas cosas.
—Confiamos en usted.
Leif se preguntó si el hombre dejaba de usar alguna vez el plural. No parecía tener un ego propio.
Salieron a lo que debía de ser un largo túnel con un techo muy alto, porque sus murmullos y el roce de sus pies les eran devueltos de una forma hueca y ampliada.
—¿Qué hay acerca de usar una luz? —preguntó Leif.
Jim Crew pareció sorprendido.
—¿Qué? Oh, sí, si le hace sentirse mucho mejor. Pero puede confiar en que no caeremos…, conocemos estos lugares.
De alguna forma, Leif captó el reproche. Su mano resbaló del bolsillo de su chaqueta, sin llegar a tocar la linterna. De todos modos, le hubiera gustado tener un atisbo del legendario París subterráneo.
Se detuvieron al borde de una plataforma de cemento. Crew se deslizó por ella y luego ayudó a Leif. Antes de que hubieran dado unos pocos pasos, Leif se detuvo para tantear el suelo a su alrededor.
—Había vías de hierro aquí —dijo.
—Sí, esto fue, en su tiempo, el nivel superior del metro. Pero, a medida que la ciudad siguió edificando más y más hacia arriba, se convirtió en uno de los más bajos. Luego, cuando París fue bombardeado con bombas C, esos túneles quedaron sellados por una lámina de silicio fundido. Un nuevo París se edificó encima. Pero venga. Todavía tenemos un largo camino que recorrer. Y Anadi se está alejando cada vez más de sus padres y madres; sabemos que la fuerza está desapareciendo de nuestras manos más y más aprisa.
—Sería muy sociable por su parte si me explicara de qué me está hablando.
—Nosotros… ¡chisss!
Jim Crew se dejó caer tan bruscamente que Leif tropezó con él. Al instante Leif había sacado su linterna y su automática, una en cada mano. El bantú aferró su hombro y pasó su mano por el brazo del médico, tanteando en busca de su mano.
—Guarde eso —fue su susurrada censura.
Una voz susurró en la oscuridad, muy clara, muy baja, y sin embargo tan cercana que Leif hubiera jurado que el aliento rozaba su mejilla.
—Jim Crew, Leif Barker.
Un estremecimiento recorrió su espalda. Alzó su linterna para centrarla en el propietario de la voz. Antes de que pudiera apretar el botón para encenderla, sintió que el tubo era arrancado de sus dedos.
—¡Maldita sea, Crew! —aulló, olvidando toda precaución—. ¡Devuélvame esto!
—Que el señor le perdone —susurró el bantú—. Yo no lo hice.
—Hay algo curioso respecto a esto —respondió Leif, bajando automáticamente la voz—. ¿Qué está intentando conseguir conmigo? ¡La que nos llamó fue la voz de Halla Dannto!
—¿Cuál de ellas? —dijo Crew con voz ronca.
—¿Qué quiere decir? Yo sólo oí la segunda…
Su voz se arrastró en un suspiro cuando todo el significado alcanzó su garganta.
Roncamente, dijo:
—Vamos, hable. ¿Qué es eso?
Jim Crew se acercó más a Leif. Sus estremecimientos recorrieron su brazo y sacudieron el de Leif. De pronto una mano, presumiblemente la del bantú, se tendió en la oscuridad y trazó dos líneas perpendiculares a través de la frente del cirujano.
—En ese signo, sálvanos —susurró el africano.
Leif se dio cuenta de que le hacía eco. Abrió la boca para formular otra pregunta, y un objeto largo, delgado y duro fue arrojado a ella. Lo mordió fuertemente, fue a escupirlo, y se detuvo, porque era su linterna. Al mismo tiempo, alguien rió entre dientes.
Al momento siguiente, olvidando el grito de advertencia de Crew, la encendió.
Deseó no haberlo hecho.
Era Halla Dannto, de pie en la oscuridad.
No la mujer en la cama de la 113.
La mujer a la que había aplicado su cuchillo. La mujer sobre la mesa de mármol. Después de que le hubiera hecho la autopsia.
Lanzó un grito y luego, intentando controlarse, se mordió el labio inferior tan fuerte que la sangre fluyó y sintió el sabor salado en su boca.
El cono de luz osciló cuando su mano tembló, pero mostró claramente el cuero cabelludo echado hacia atrás como la piel de una naranja, los abiertos pecho y abdomen.
—¿Qué es eso? —gruñó.
La furia estaba reemplazando al pánico.
El bantú aferró su brazo y dijo:
—Inténtelo con fuerza. Intente ver a través de ella, ver a quien está detrás de ella.
Leif no le entendió, Sin embargo, hizo un esfuerzo para ver más allá de aquella cosa, para ver, como sugería Crew, a través de ella. Era casi imposible de hacer. Le aterraba y le llenaba de náuseas; enfrentarse a ella era como enfrentarse a su propia conciencia.
La marea de furia le ayudó. No podía mantener alejada la idea de que quizás el bantú y un cómplice estaban jugándole algún tipo de mala pasada. La razón le decía lo contrario. Crew no sabía por anticipado que iban a ir por aquel camino. Además, ¿cuál podía ser la finalidad de un fraude así?
Aquello no era una mascarada: ¡era real!