DESPUÉS de que la sala hubiera sido limpiada y las enfermeras y Ava se hubieran ido, Leif regresó al quirófano para ver qué había grabado el captador de pensamientos durante la operación. El captador de pensamientos era una máquina montada sobre un carrito con tres ruedas. Su cuerpo estaba encajado en una brillante esfera de eternoaleación sin soldaduras aparentes depositada encima del resto de la maquinaria.
Sigur, el ayudante del eegie, se había mostrado curioso al principio. Había bastado sólo una palabra de su superior para acallar su curiosidad; Leif había apuntado que se trataba de una invención de gran importancia, y que la Sturch frunciría el ceño ante cualquier rumor de su presencia. Eso seguía el esquema. Sigur juró que se mantendría tan silencioso como se esperaba de él.
Leif retiró los quimógrafos, los llevó a la mesa, los extendió y empezó a estudiarlos. No prestó atención a las líneas superiores; eran las ondas convencionales. La línea del fondo, tintada por la recién conectada aguja, ocupó toda su atención durante la siguiente hora. Leyó rápidamente las crestas y los valles, porque su entrenamiento había sido completo y su experiencia le había proporcionado una amplia familiaridad con ellas. Los pensamientos de Dannto estaban expuestos ante él; las cosas que esperaba que ningún hombre conociera nunca.
Al término de la hora, Leif suspiró.
Los pensamientos no eran los que había esperado. Cuando a Leif le había sido presentado el captador de pensamientos en el sanctasanctórum del CGF, se había estremecido. ¿Leer la mente de un hombre? ¿Captar un angosto haz de un cerebro desprevenido, tomarlo y amplificar las muy débiles ondas «semánticas», interpretar sus crestas y valles, y conocer todos sus secretos?
¿Ser Dios?
¡Ja!
Primero, el joven estudiante había aprendido que debajo de las bien conocidas ondas alfa, beta, gamma, eta, theta e iota, estaba la sigma o semántica. Esas casi indetectables erupciones podían ser relacionadas por el ojo entrenado con la palabra hablada. Con un cierto entrenamiento, el que aprendía podía deslizar una barra con un agujero rectangular en el centro a través del gráfico, bloqueando cada unidad y viéndola como tal, no sólo como otra continuación de las quebradas líneas.
Más tarde, después de un duro estudio, llegaba el tiempo en que el ojo podía recorrer por sí mismo las crestas y valles del papel tintado y saber lo que estaba leyendo.
¿Podía?
No enteramente. Leif había descubierto que si un hombre pensaba en una frase y le pedía que la raciocinara, el captador podía reproducir las palabras. Pero eso era todo. No podía darle a uno las emociones o los otros miles de acontecimientos que iban con las ondas entintadas. No podía reflejar las sensaciones internas: los sentimientos de repulsión, irritación, lujuria, amor o aburrimiento. No podía decir si un hombre estaba hambriento o describir sus reacciones a una hermosa mujer que caminara calle abajo.
Si un hombre pensaba: Precursor, tengo tanta hambre que me comería el culo de una mofeta, o: ¡Muchacho, vaya chasis clásico!, y su lengua repetía sublingualmente esas palabras, las ondas radiadas por su cerebro podían ser captadas y reflejadas.
¿Y si permanecía en silencio sentado en un pico en Darien?
Tú, el dios con el lector de mentes, te hallabas de pronto captando una nueva lengua, los indescifrables jeroglíficos llamados, técnicamente, estática.
A Leif le habían enseñado en la Universidad del CGF que las ondas que podían correlacionarse con sílabas habladas definidas eran conocidas como logiconos o imágenes-palabra.
¿Dónde, había pensado el joven doctor Barker, estaban los otros iconos? No había ninguno. Ninguno, al menos, que pudiera ser captado por la máquina.
Esto no era auténtica telepatía, la lectura de la mente concebida por los científicos y escritores de ciencia ficción.
Este espumado cerebral era una imitación de ese concepto, una burla de las esperanzas del hombre.
Leías una frase, y luego venía un blanco. O encontrabas una palabra cortada por la mitad, Sabías que esas pausas estaban llenas de «pensamiento». Pero las palabras no eran todo lo que se usaba en pensar. Y, desgraciadamente, las palabras eran todo lo que uno podía interpretar. Grandes mares de ininteligibilidad rodeaban pequeñas islas inteligibles.
Leif, tras estudiar el captador durante diez años, llegó a la conclusión de que era necesario construir una nueva máquina.
Y tiene que ser capaz de detectar e interpretar todos los impulsos enviados por los músculos, los nervios, las glándulas y, en pocas palabras, la totalidad de los órganos. Supongamos que se puede conseguir la imagen-onda de una postura corporal y las sensaciones internas integradas allí. ¿Qué tendrás? ¿El cínesteticón?
Eso, por supuesto, cambiaría de segundo a segundo. Imágenes pisándose los talones.
Luego habría que añadir a eso las sensaciones engendradas por la recepción de la belleza o fealdad del exterior o el interior de la piel: la vista de un ocaso, el sabor de un tierno y grueso bistec. Esas imágenes múltiples formarían un conjunto: el esteticón.
Integra todos los increíblemente complicados fenómenos de signos y símbolos y las reacciones a ellos, el entrelazar de iconos, ¿y qué obtendrás?
El semanticón: la imagen-significado.
¿Y cómo sabrás cuál es el aspecto de esta imagen?
No era tan difícil de hallar como se podía creer.
El significado, u otra palabra para ello, el valor, era lo que tú hacías. Acción y reacción creaban el icono móvil. Los ídolos se alzaban y caían, y su nacimiento, poder y derribo eran tú a medida que pasabas por marcos de tiempo y espacio y quizás otros marcos que algunos no reconocían y otros sí, aunque sólo débilmente.
Así pues, pensó Leif, si eso era cierto, ¿dónde obtener una máquina que mostrara los iconos transitorios y la gran imagen que formaban? Y, aunque dispusieras de esa máquina, ¿cómo presentar el semanticón al lector de modo que pudiera ver la multitud de imágenes onda en una palabra, en un símbolo? ¿Cómo lanzar ese símbolo a largas distancias para una comunicación instantánea? ¿Qué podía conseguir eso? ¿Qué podía recibirlo?
La pregunta, sospechaba, estaba mal planteada. No era qué. Era quién.
La respuesta era obvia. Acababa de ver una máquina así aquella misma mañana. Cuatro máquinas. Como resultado de su apresuramiento —o su estupidez—, probablemente había perdido para siempre su posibilidad de estudiar una.
Se inclinó con un suspiro sobre el registro de Dannto. Como había esperado, no había nada inusual allí. El sandalfón era un hombre. Un hombre que no difería de sus semejantes tanto como le gustaba creer. No importaba lo alta que fuera su posición o sus acciones, su moralidad o su C.I., se preocupaba con las mismas cosas que el vecino de la puerta de al lado y tenía las mismas reacciones.
Dannto temía morir sobre la mesa bajo el cuchillo de Leif, pese a que tenía gran confianza en su habilidad, Había una sospecha importante; ¿y si alguno de sus inferiores había conseguido sobornar al doctor para que hundiera en él su hoja?
Eso era rechazado como indigno de ser pensado. Barker era un espléndido médico y un agradable compañero, aunque su conversación bordeara a veces la irrealidad. Era, en cierto modo, una persona muy modesta. Sólo bastaba mirar la forma en que había arrancado a Halla de las garras del ángel de la muerte. Sin embargo, había quitado importancia a sus heridas a fin de ahorrarle a él, Dannto, su dueño temporal, preocupaciones y sufrimiento.
Leif leyó fragmentos de pensamientos, entremezclados con trozos de «estática», el término técnico para las ondas no interpretables. La esencia era que Dannto había visto por primera vez a Halla hacía diez años, cuando ella se había presentado para un trabajo. Había sido la secretaria del metatrón de Asia del Norte. Cuando ese hombre resultó muerto en un accidente (ja, pensó, Leif, el buen viejo CGF asesino de nuevo), solicitó su traslado a París y, cosa rara, lo consiguió.
Allí había destellos de algo; una frase parcial de «la primera vez que la vi sin velo», seguida por una carga de caballería de picos como lanzas, interpretados por Leif como emoción. Luego había una frase de aprobación sobre los tacones altos, el lápiz de labios y fuera el velo, aunque llevaban siendo desde hacía algunos años un hecho casi establecido.
Una pausa. Había muchas pausas, como si el cerebro, como otros órganos del cuerpo, descansara entre latido y latido. Luego, surgidas de la nada, especulaciones acerca de Candleman; cómo se había enfurecido al oír los pronunciamientos del consejo de Rek; cómo había denunciado la creciente degeneración de la Haijac, capitaneada por los atrevidos vestidos de las mujeres y el creciente uso del alcohol y la despreocupación de aquellos que deberían aplastar tales cosas.
Un pensamiento intercalado e irrelevante acerca de pedirle a Barker un laxante más fuerte; luego, la coletilla final de un chiste que había oído el otro día; luego, el reciente ofrecimiento de un soborno por parte del director de un departamento de construcción de naves espaciales, y su vacilación sobre si podía ser o no una trampa ideada por sus inferiores para desplazarle, y su conclusión final de que debía denunciar al sobornador en potencia. De todos modos, no necesitaba el dinero.
Sus pensamientos saltaban aquí y allá, un canguro que no iba a ningún lugar en particular, deteniéndose para mordisquear este y aquel tierno brote. Candleman entró de nuevo, como una ráfaga de viento en una casa hechizada, derivando a través de una ventana rota y erizando el vello de la nuca con el pensamiento de que quizás hubiera un fantasma tras él. La larga caza del uzzita de Jacques Cuze se estaba convirtiendo en un problema que interfería con su eficiencia en otros asuntos. La obcecada y ardiente persecución de Candleman del personaje clandestino era casi metafísica, tenía tantas teorías complicadas acerca de quién era Cuze, dónde estaba, qué hacía ahora y qué iba a hacer a continuación. Más estática: probablemente una imagen de Candleman en alguna pose u otra; luego, verificación, la frase en inglés subvocalizada «sabueso axenosado» aplicada a Candleman. Estática. Una pregunta acerca de si debía someterse a dieta. Halla había hecho algunas referencias incordiantes acerca de que su barriga estaba siempre en medio. Una ráfaga de pasados celos hacia este o aquel hombre que se habían interesado en ella; había tantos. A algunos los había transferido; a otros degradado; tres de los más persistentes los había enviado a H. No era que desconfiara de Halla, pero uno nunca podía saber. Había que recordar las advertencias de Sigmen de creer solamente en lo que vieras hacer a una mujer y luego comprobarlo. Estática. Ese viejo hijoputa de Sigmen debía odiar a las mujeres por alguna razón. ¿Acaso…? —estática—, perdóname, buen Precursor, por ese pensamiento irreal. Soy débil y esas horribles…, asquerosas…, je, je…, ideas me asaltan a veces…, enviadas sin duda por el siniestro Poscursor, que puede implantar la irrealidad por telepatía. ¿JC? ¿JC? Ese estúpido de Candleman y su Jacques Cuze. Jude Change es el hombre detrás de todo esto, puedes apostar por ello…, estática…, hueco.
Olvidé hacer que me limpiaran las uñas…, debo conseguir que la nueva manicura, Rahab…, un nombre significativo…, me las haga. Halla estará demasiado débil por un tiempo…, no, vergüenza…, vergüenza…, me pregunto cómo se lo monta Leif con sus secretaria. Rachel es hermosa, pero apuesto a que es fría, un témpano sobre dos piernas…, como tantas mujeres… Halla es la única mujer real que he tenido nunca…, lo que pensarían mis colegas si supieran eso…, Sigmen dice que el sexo debe ser reprimido…, hace a los ciudadanos más dóciles…, shib…, shib…, pero, ¿y las jerarquías?…, ¿tiene que ser lo mismo que con los ciudadanos? Mejor que… Halla es la única mujer que sabe cómo dar… Sigmen, si muriera mientras pienso estos pensamientos irreales…, perdóname…, el viejo Poscursor en mí…
Así es como yo…, yo…, yo…, soy por dentro. Un nido de gusanos… Leif, viejo amigo…, no cometas un error…, espero…, espero…, ah, morir, no volver a ver nunca más a Halla…, saber que pasará a otro hombre… ¡Sigmen! Mejor que muera ella…, estática…
Y entonces una larga y sostenida visión de lo que ocurriría tras el Día que se Detendrá el Tiempo. Leif no pudo ver las imágenes; tuvo que reconstruirlas a partir de palabras dispersas. Sigmen crearía los pseudomundos reales y le daría a cada uno de sus fieles seguidores un universo entero para gobernar. Imagina tu propio Cosmos…, ofrecido en una bandeja…, cruzar una puerta, abandonar este mundo…, todos a tus pies, Emperador del Infinito, Soberano de la Eternidad…, ¿es ésa tu voluntad? ¿Voluntad? ¿Voluntad? Y así el eco rebotó por las resonantes cámaras de la mente.
Leif pudo imaginar la orgía ardiendo por entre el bosque de neuronas, había visto lo suficiente en las mentes de otros hombres para suponerlo. No se sintió particularmente disgustado; lo que le hizo retroceder un poco fue la hipocresía.
Leif leyó todo el resto del quimo. En su mayor parte era el habitual flujo de corrupción; sonrió cuando llegó a las más irreprimibles dudas acerca de las creencias de la Sturch, y los pensamientos de Dannto de que debía de estar perdiendo el tiempo siguiendo tan rigurosamente una falsedad. Luego más angustiados aullidos cerebrales de arrepentimiento y peticiones de clemencia, todo muy estilizado, sin duda puesto allí por unas bases religiosas formalistas. Luego llegó la plegaria de conclusión de que le fuera concedida la fervorosa certidumbre fanática e inamovible fe de Candleman. Pero no, querido Sigmen, la mente unidimensional que la acompañaba.
—Amén —dijo Leif, y dejó caer el gráfico en el incinerador.