MIENTRAS Halla era trasladada; Leif observó que Dannto aceptaba a la mujer como su esposa. Pensó que así tenía que ser, pero no obstante dejó escapar un suspiro de alivio. Más tarde, una vez Halla estuvo instalada en uno de los dormitorios, con una enfermera a su lado, Leif, Ava, Dannto y Candleman se sentaron a comer. Este último había sido invitado por el archurielita.
Los ojos de Candleman eran redes grises que atrapaban todos los detalles del ático. Mientras se inclinaba sobre la sopa de langosta y la tomaba con ruidosos sorbos, torcía la cabeza hacia uno y otro lado para escuchar mejor lo que decía cada uno.
Leif sospechaba que tanto la doncella que les sirvió la comida como la enfermera que atendía ahora a Halla habían recibido instrucciones personales del uzzita. Podían observar al médico y a su esposa y luego informar de todos sus movimientos. Como un asunto de rutina, por supuesto. Uno no sospechaba irrealidad de un portador del lámed.
—Leif —dijo Dannto, de buen humor ahora que estaba llenando su barriga—, ¿recuerda que el mes pasado me diagnosticó usted un tumor benigno que tenía que ser extirpado? ¿Por qué no lo hace ahora? Yo podría pasar la noche aquí.
—Muy buena idea —dijo Leif—. Podrá volver al trabajo por la mañana, si lo desea.
Y pensó: ¿qué tipo de poder tenía la Halla original sobre este Petirrojo? Debía ser algo muy fuerte. Era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, pero sabía que se necesitaba algo más que eso para conseguir la devoción de un hombre.
Se preguntó si su hermana tendría lo mismo.
Estaba dispuesto a descubrirlo.
Candleman sorbió la última cucharada de su sopa y adelantó la mano hacia el pan de hierba.
—Insisto en que se me permita presenciar la operación —dijo.
—Creo que está haciendo usted demasiadas alusiones relativas a mi irrealidad —respondió fríamente Leif.
—Estoy seguro de que Candleman no pretendía decir esto —indicó Dannto.
—Por supuesto que no —confirmó Candleman con tono monótono—. Pero, ¿cómo sé yo que Jacques Cuze no intentará algo?
—Tendrá que presenciar la operación por el QB —dijo Leif—. Puede poner nerviosos a mis ayudantes saber que el ojo suspicaz del gran Candleman está posado sobre ellos. Y los médicos y enfermeras nerviosos son propensos a cometer un desliz fatal.
Candleman abrió la boca para protestar, pro Dannto lo cortó.
—Está bien. Harás como él dice, Jake.
Los labios del uzzita se apretaron fuertemente.
—Shib. Pero tendré hombres estacionados al otro lado de la puerta.
Leif tomó nota mental de hacer que el QB se estropeara durante la operación. Y se preguntó en qué buen técnico recaería este trabajo.
Peter Sorn sería la víctima. Había sido culpado de que se estropeara el QB de la habitación de Halla. Dejemos que ocurra de nuevo, el mismo día, y el joven Sorn irá con toda probabilidad a H.
Lástima. A Leif le gustaba Peter Sorn. Pero no podía permitir que los sentimientos personales interfirieran. Esto era la guerra, aunque fuese fría. Retirar a Sorn de las filas de los técnicos sería un paso más hacia la realización de la meta de Linde.
—¿Cuánto tiempo tomará? —preguntó Dannto.
—Aproximadamente media hora. Quizá menos. Después, deberá tomar usted una buena noche de descanso. Por la mañana la jalea regeneradora le habrá curado lo suficiente como para que pueda volver a sus tareas habituales. Nada de ejercicios, por supuesto. Quizá será mejor que no permanezca en la misma habitación que su esposa esta noche.
Dannto se echó a reír a carcajadas y palmeó la mesa de tal modo que los platos y cubiertos saltaron.
Candleman dejó caer su cuchara y miró a Leif con ojos furiosos. Un enrojecimiento se arrastró hacia arriba desde el alto cuello de su uniforme.
—Parece que sus pensamientos no son tan puros como deberían ser los de un lámeduiano —dijo.
Dannto rió quedamente. Se volvió hacia Leif.
—Jake es un poco chapado a la antigua.
—Si ser chapado a la antigua significa seguir rígidamente y sin desviaciones las enseñanzas de Sigmen, real sea su nombre, entonces me confieso culpable —gruñó Candleman.
—Bueno, las observaciones como ésta que acaba de hacer Leif no están específicamente prohibidas —indicó Dannto, mientras su sonrisa desaparecía en la grasa de su rostro—. De todos modos, quizá tengas razón.
Candleman alzó ligeramente las cejas y dijo:
—Tengo la sensación de haber fracasado porque, hasta ahora, no he conseguido el menor indicio de quién es Jacques Cuze o la extensión de su organización. Pero creo que con este ataque contra la señora Dannto ha cometido un serio error. ¿Por qué? Porque ella viajaba en un autotaxi, guiado por control remoto, y el choque se produjo por una avería mecánica o bien por una manipulación deliberada desde el control central. Cuando descubramos quién fue el responsable, tendremos una pista segura al misterioso francés.
—¿Un autotaxi? —dijo Dannto, y frunció el ceño—. Es curioso, puesto que tiene un coche y un chofer propios a su disposición. El chofer es uno de tus hombres, Candleman. ¿Por qué debería ir en taxi? ¿Adónde iba?
—Eso es lo que me gustaría saber. No puedo preguntárselo a la señora Dannto porque hasta ahora el doctor Barker me negó el acceso a ella, y luego la puso a dormir durante doce horas.
—Espero que no esté dudando usted de mi habilidad profesional —dijo Leif. Su expresión dijo claramente que eso no significaba ninguna diferencia para él.
—Oh, no —exclamó el uzzita, con una rápida mirada a Dannto—. Me doy cuenta de que la salud de la señora Dannto va por delante de todo lo demás.
—¿Qué hay de su escolta? —preguntó Leif.
—Fue llamado a través del QB por una persona desconocida. Mientras estaba hablando, la señora Dannto se marchó por la puerta de atrás y subió a un autotaxi.
—¿Qué dicen los registros de la máquina acerca de su destino?
—Nada. Resultaron destruidos en el choque. El taxi, por todo lo que podemos determinar, perdió el control, abandonó la carretera y se estrelló contra la barandilla de un puente. Cayó diez metros. Sin embargo, sabemos que la señora Dannto dio tres destinos distintos durante la carrera. Cada vez que llegaba a uno, dirigía la máquina a otro distinto. Evidentemente, estaba preparando con paradas intermedias su destino final en un intento de sacudirse de encima a cualquiera que la estuviese siguiendo, o con la idea de saltar fuera y tomar otro taxi mientras el primero seguía su camino.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —preguntó el archurielita con voz fuerte—. ¡Estás acusando a mi esposa de conspiración!
—En absoluto. Su comportamiento fue misterioso, sí, pero indudablemente podrá explicarlo…, tan pronto como salga de su sedación —añadió.
»Pero eso no es todo. Uno de mis hombres, que apareció en la escena del accidente poco después de que ocurriera, me dijo que una niña pequeña fue atropellada por el taxi justo antes de que golpeara contra la barandilla. Mi hombre pensó que estaba muerta, porque tenía el cráneo aplastado, de modo que se concentró en sacar a la señora Dannto del taxi. Cuando llegó la ambulancia, les dirigió primero hacia la señora Dannto.
—¡Supongo que la había reconocido! —dijo Leif.
—Sí, ¿por qué?
—¿Y no reconoció a la niña?
—No, ¿adónde quiere ir a parar?
—Nada importante.
Se dio cuenta de la mirada especulativa de Candleman, y supuso que el uzzita estaba tomando nota mental de preguntarle a un autodoc qué había querido decir exactamente. Y también si representaba una desviación del esquema de comportamiento registrado de Leif.
—Cuando mi hombre regresó al puente —siguió el uzzita—, la niña ya no estaba allí. Y los hombres de la ambulancia no la habían recogido. Naturalmente, miró alrededor, y vio que era llevada por dos Siombres acompañados por dos mujeres. Les llamó. Desaparecieron tras una esquina. Les persiguió hasta el interior del metro y les vio detenerse detrás de una columna. Pero cuando llegó allí, no pudo descubrir el menor signo de ellos.
»Siguió por el túnel, porque sólo había una dirección por la que hubieran podido ir. Al extremo del túnel se encontró con otro de mis hombres. Este jura que nadie salió mientras estuvo en aquel lugar, y llevaba allí al menos media hora.
»Naturalmente, ese último hombre está siendo interrogado en estos momentos. Es evidente que tiene que ser un cómplice.
—¿Cómplice de qué? —preguntó Leif.
Candleman encogió unos hombros tan delgados como un colgador.
—No lo sé. Pero sospecho intensamente que son seguidores de Jacques Cuze. Había una gran JC grabada en la pared de cemento allí cerca.
—Eso puede encontrarse en muchos lugares de París —dijo Leif. Los ojos de Candleman chispearon como una piedra de afilar afilando cuchillos en la oscuridad.
—Soy muy consciente de eso. Pero le prometo que, antes de que termine el año, Jacques Cuze estará muerto o en H.
—¿Por qué deberían llevarse a la niña? —preguntó Dannto—. No le podrán dar los cuidados médicos que recibiría aquí.
—No estoy seguro de eso —dijo Candleman, y miró al médico. Leif no se molestó en contestar.
—De haber sido traída aquí, hubiera habido una investigación. Y sus padres se hubieran visto descubiertos. Prefirieron dejar que muriera antes que correr ese riesgo. De todos modos, a estas alturas debe de estar probablemente muerta.
—Me sorprende, Jake —dijo Dannto—, que admitas que un irrealista se haya llevado a uno de sus miembros de delante de las narices de los uzzitas.
—Si hay una cosa de la que me enorgullezco, una actitud completamente realista, es de la honestidad —dijo Candleman. Por primera vez en la cena su voz tuvo un asomo de expresión—. Intento no ocultar nada, de acuerdo con las enseñanzas de Sigmen, real sea su nombre a través de todo el tiempo.
Algo que había permanecido oculto en el cerebro de Leif, muy hundido en la oscuridad, empezó a tener de pronto sentido.
Se inclinó hacia delante y dijo:
—Candleman, ¿qué aspecto tenían esas cuatro personas?
El uzzita parpadeó.
—¿Qué quiere decir?
—¿Parecían… extranjeros? ¿O extraños?
—¿Por qué lo pregunta?
Leif se reclinó hacia atrás en su asiento.
—Primero contésteme.
—Shib. El hombre dijo que eran muy rubios y que sus rostros parecían desproporcionados. Sus narices tenían enormes aletas vibrantes pero un arco alto. Sus labios eran gruesos. No pudo ver el color de sus ojos, por supuesto, estaban demasiado lejos, pero la niña tenía unos ojos azules muy claros.
—Ah, sí —dijo Leif con voz que no se comprometía a nada. ¡Así que eran los cuatro que habían intentado detenerle aquella mañana!
—¿Sí, qué? —preguntó Candleman.
—Bueno, si realmente hay franceses viviendo en el subsuelo de París hoy en día, si ese Cuze no es enteramente legendario, entonces deberían de tener un aspecto distinto del de los parisinos modernos, que son descendientes de los islandeses. Por supuesto, habrá una cierta cantidad de sangre francesa en él. No todos los franceses perecieron durante la Plaga Apocalíptica. Los descendientes de los supervivientes, sin embargo, fueron conquistados y absorbidos por los islandeses invasores un siglo más tarde.
—Quizá —dijo Candleman— parecieran diferentes. No lo sé. Nunca he visto una imagen de un parisino preapocalíptico.
—¿No sabe usted nada del idioma francés?
—No, soy un uzzita. Si deseo algún conocimiento especializado, acudo a un especialista.
»Déjeme decirle una cosa —prosiguió, inclinándose hacia delante y agitando los duros y delgados labios como las pinzas de una langosta—: Jacques Cuze no es ni una leyenda ni un mito. Vive en la enorme red subterránea del metro abandonado y de las aún más antiguas y profundas cloacas de París. Desde su oculto cuartel general dirige su organización. Ocasionalmente, estoy seguro, hace sus apariciones por encima del suelo.» Lo he perseguido de tanto en tanto. Un millar de hombres han sido apartados de sus deberes regulares y enviados ahí abajo con perros y luces y armas. Hemos sellado kilómetro tras kilómetro de túneles y los hemos llenado con gas. Y no hemos matado nada excepto ratas.
—¿No es ridículo suponer que los franceses llevan viviendo siglos en esos agujeros, manteniendo su población, reteniendo su lenguaje y sus esperanzas de recuperar su país? —preguntó Leif.
—Puede que parezca así —respondió Candleman—. Pero la presencia viva de Jacques Cuze refuta su argumento.
—¿Cuándo supo por primera vez de él?
—Hace varios años capturamos a un miembro del Cuerpo de la Guerra Fría de Linde. Antes de que pudiera morder el veneno en el diente falso que la mayoría de ellos llevan, uno de mis hombres le arrancó la mandíbula de un disparo. Cuando recobró el conocimiento, no podía hablar. No tenía lengua. Pero podía escribir. Le pedimos una confesión. Tras una razonable cantidad de resistencia a las preguntas, aceptó responder por escrito a una.
Lo hizo en fonética lindana, lo cual justificó mis sospechas de que podía ser un lindano. Pero sólo escribió dos palabras, y luego se detuvo. Las señaló una y otra vez; finalmente comprendí que deseaba que fueran pronunciadas. Ignoro lo que significaban, pero llamé a un experto lingüista. Les echó una mirada, pareció desconcertado, y entonces pronunció, en voz alta, las dos palabras.
»Lo siguiente que supe fue que estaba en la cama de un hospital. Una astilla de hueso del cráneo del prisionero se había clavado en mi sien; tuve mucha suerte de no resultar muerto de inmediato por ella.
»Más tarde, reuní varios informes y descubrí lo que había ocurrido. El tipo no sólo llevaba veneno en un diente; tenía implantada en su cráneo una pequeña pero poderosa bomba. Y esta bomba podía ser activada pronunciando tres sílabas.
»Nos engañó. Su cabeza estalló y mató a los tres hombres que estaban más cerca de él, incluido el lingüista. También destruyó el papel.
»Afortunadamente, tengo una memoria muy buena. En mi profesión hay que tenerla, ¿sabe? Recordé que las palabras fatales habían sido Jacques Cuze. Observará que las pronuncio con acento islandés; uno nunca sabe si el hombre con el que está hablando puede ser un lindano, y no siento deseos de volar con él en un mismo estallido.
»Fue a partir de entonces que empecé a relacionar el ubicuo JC con este Jacques Cuze. Y luego descubrí un panfleto en una de las moradas abandonadas en las cloacas. Era breve, pero estaba en francés. Lo hice traducir por un lingüista. Era propaganda contra la Unión Haijac y una súplica para la devolución del país a aquellos a quienes pertenecía por derecho…, y nombraba a Jacques Cuze como el líder de los obcecados franceses, que viven como ratas debajo de París. Dannto rió nerviosamente.
—Búrlate de mí si quieres —dijo Candleman—. Pero creo que JC ha desencadenado esos ataques contra la señora Dannto. Y estoy convencido de que tu esposa está en peligro a menos que ese hombre sea capturado.