UN momento más tarde Halla tragó las píldoras y el agua, sus párpados cayeron y empezó a respirar pausadamente. Excepto el enrojecimiento de sus mejillas y esa indefinible expresión de plenitud que tienen los vivos y los muertos no, era un facsímil exacto de su gemela tal como la vio tendida por primera vez en el mármol.
Arrastró una silla hasta el lado de la cama, tomó su brazo, lo apoyó encima del respaldo, agarró su muñeca y su codo, y lanzó la parte inferior del miembro contra el duro plástico.
El seco restallar del hueso le hizo estremecer.
Sin detenerse, volvió a colocar en su sitio el cubito y el radio. Ava entablilló rápidamente de nuevo el antebrazo.
Mientras Ava hacía eso, Leif inyectó suero de Jesper en la parte superior del brazo de Halla. Si el activador hormonal trabajaba tan rápido como solía hacerlo habitualmente, el hueso estaría soldado de nuevo dentro de dos o tres días.
—¿Tienes aquí la regeneradora? —preguntó.
—No —dijo Ava—. Está ahí.
—Prepárala, ¿quieres?
Sacó su escalpelo, lo sumergió en una botella esterilizadora, y derramó el líquido sobre un trozo de algodón. Luego apartó la sábana y desabrochó la bata hasta que toda la parte delantera de la muchacha quedó al descubierto. Frotó su plexo solar con el chorreante algodón, lo dejó a un lado, y abrió expertamente la piel para simular las heridas.
Ava esparció un puñado de jalea sobre los cortes abiertos; si no se producía una infección, el tejido rasgado, estimulado por la jalea, se regeneraría en unos pocos días. No quedarían cicatrices.
—Dame esa cámara —dijo. Ava se la tendió. Dispuso los diales y tomó dos fotos externas y dos internas, un par para el brazo y un par para el plexo solar.
Un minuto más tarde tomó los revelados de la caja y los examinó.
—Espléndido. Eso debería de satisfacer a Candleman. Pero las fotos de Trausti estarán en el archivo, o en su bolsillo.
Ava sonrió con sus hermosos y blancos dientes.
—Oh, no. No en sus bolsillos —dijo—. Las tomé y las deposité en la santidad de mi seno. Mira.
Los delicados dedos de Ava se metieron en el hueco del alto escote de su vestido y extrajeron dos láminas de película.
—Eres encantadora —dijo Leif—. ¿Cuándo lo hiciste?
—Me encontré con él cuando venía hacia aquí. Me detuvo durante un segundo para decirme que estaba convencido de que la señora Dannto estaba muerta. Sus fotos lo probaban. Parecía muy orgulloso de haberte atrapado en un error.
Se echó a reír y concluyó:
—Ahora no se sentirá tan lleno de vanidad sin base.
—Será mejor destruirlas.
—Naturalmente. Leif, algunas veces actúas como si fueras el único aquí con cerebro.
—Tranquila, tranquila, querida. Ven aquí y te recompensaré con un gran y jugoso beso.
—No tendrás tan buen aspecto con todos los dientes saltados. Él se echó a reír. Se inclinó sobre Halla y prosiguió el examen que ella había interrumpido la otra vez con la rodilla contra su barbilla.
—¿Cuál es tu interés hacia esa chica? —preguntó Ava hoscamente.
—¿Celosa, querida?
—Aarg —croó Ava, y no hizo más preguntas, porque sabía que era inútil.
Los dedos de Leif habían captado las dos pequeñas protuberancias ocultas bajo el pelo en la parte superior de su cabeza. Y los rayos X le habían mostrado el órgano que ocupaba el fórnix posterior. Volvió a cerrar su bata y colocó la sábana en su sitio.
—Dormirá durante doce horas. Permanece de guardia. Tengo que bajar de nuevo al depósito para arreglar el lío de Ingolf. O desarreglarlo un poco más. Te relevaré más tarde.
De pronto dio media vuelta.
—¡Oh, oh, las huellas dactilares! Sé que estoy siendo excesivamente cauteloso, pero no hay que olvidar que Candleman puede comparar las huellas de esta Halla con las otras.
—Me he adelantado a ti, Leif. No lo creerás. Son idénticas. Me lo dijo ella mientras tú estabas fuera.
—El CGF ha hecho un buen trabajo con ella.
—Mi impresión es que ambas nacieron así.
—Imposible.
—Pero cierto.
—¿Qué hay de los esquemas retínales?
—También idénticos.
Leif se pasó la mano por el ondulado cabello rubio.
—Nada de lo que ha ocurrido desde que Rachel me llamó esta mañana es creíble. Bueno, no es nuestra misión preguntar por qué, y tú ya sabes el resto de ese deprimente asunto. Me voy, Ava.
—JC —dijo Ava, y le apuntó con el dedo.
—JC —respondió él con una sonrisa, y le devolvió el gesto.
Cuando entró en el depósito, no le sorprendió ver a Candleman y a Shant. Estaban examinando los más recientes registros de la teclab. Cerca, dos sargentos espolvoreaban paredes y suelo. Otro estaba tomando fotos. Un cuarto había abierto la puerta del horno crematorio e intentaba vanamente raspar cenizas del concienzudamente lavado interior.
Al ver al médico, el jefe uzzita se enderezó y le miró con ojos furiosos. Dijo con voz monótona:
—¿Por qué incineró usted mismo a Ingolf, en vez de dejarlo para que lo hicieran los ayudantes?
Leif sonrió, tranquilo en la seguridad de que varias veces antes había hecho exactamente lo mismo con otros cuerpos, precisamente porque deseaba establecer aquello como parte de su esquema de comportamiento en caso de que se presentara una emergencia como la presente.
—Candleman —dijo—, no considero que un hombre en un puesto de autoridad pierda prestigio si usa sus manos para algún trabajo manual de tanto en tanto. Estamos faltos de ayuda en todos sentidos, y me gusta ganar tiempo. Compruebe mis índices de eficiencia y mis registros psíquicos, si quiere.
—Tengo a un hombre haciéndolo en estos momentos —gruñó el jefe.
—Creí que los lámeduianos estábamos por encima de toda sospecha.
—Es pura rutina —dijo el jefe.
Leif sonrió.
Miró a su alrededor y entonces decidió que muy bien podía dejar caer su bomba ahora.
Llamó a Shant con un gesto imperioso.
—Doctor, ¿de quién es ese cuerpo que hay fuera en el pasillo?
El rostro de Shant se volvió carmesí.
—Yo…, no lo sé —dijo—. Estaba ahí cuando llegamos.
—Bien, éntrelo. Ya sabe que va contra nuestra política dejar fuera cosas cuya visión pueda deprimir a la gente y provocarles pensamientos irreales.
Shant crispó los puños, rechinó los dientes, y miró a los uzzitas para ver si estaban contemplando su humillación. Pero caminó envaradamente hasta el pasillo y trajo la camilla y su contenido al depósito. De forma indiferente, como si no estuviera interesado, Shant tomó la tarjeta para examinarla.
Su mandíbula cayó; la tarjeta también.
—¿Qué ocurre? —dijo Candleman. Sus piernas como patas de cigüeña lo llevaron hasta el bajo patólogo.
Shant apartó la sábana y dejó al descubierto el rostro del cadáver para que Candleman pudiera verlo.
—¡Jacques Cuze! —exclamó Candleman. Se detuvo a medio dar un paso, como si alguien le hubiera golpeado en pleno rostro.
Por primera vez desde que le conocía, Leif vio que el rostro del hombre se desmoronaba. Era como un glaciar cayendo al mar.
—¡Thorleifsson! —aulló Candleman—. ¿Dónde está?
Uno de los sargentos se dirigió a su agitado jefe y le susurró algo al oído.
Candleman escuchó, luego dijo:
—Muy bien. Pero reserve un QB para él. No debería estar merodeando por ahí a menos que yo le autorice para ello. Pagará por esta negligencia de su deber.
Candleman, pensó Leif, debía estar realmente trastornado. No le dio la oportunidad de recuperar su equilibrio. Él también se dirigió hacia el cuerpo. Lo miró y jadeó.
—¡Ése es Ingolf! ¡El hombre al que le hice la autopsia! Shant parpadeó.
—¡Eso es imposible! Evidentemente.
—Cierto. Pero aquí está. Y hace menos de una hora yo mismo lo vi reducirse a cenizas.
Leif pensó rápido. Tenía que contactar con Zack Roe y decirle que ordenara a su agente en la oficina del Censo que efectuara un trabajo rápido.
Indudablemente Candleman tomaría las impresiones digitales y retínales del hombre en la camilla y las compararía con las de los registros. El agente del CGF podía, antes de eso, implantar las huellas de Ingolf en los registros de un hombre que llevara muerto, digamos, un centenar de años. O mejor aún, un hombre que fuera contemporáneo del Precursor. Hacía dos siglos y medio.
El encargado del registro podría luego descubrir «accidentalmente» esto. El anuncio crearía consternación, se sumaría al misterio y al aire tensamente supersticioso que todo el mundo respiraba ahora que se esperaba que el Precursor detuviera el tiempo y regresara de sus viajes temporales.
Deseaban signos y maravillas; bien, que los tuvieran.
Los dunnólogos podían, por supuesto, teorizar que el hombre muerto tenía dos cuerpos en el presente y uno en el pasado porque él también viajaba por el tiempo. Durante años había sido un cuasidogma el que, si un hombre viajaba en el tiempo y luego regresaba a un período en el que había vivido, se hallaría con un duplicado. O con tantos cuerpos como veces regresara.
Evidentemente, Ingolf había demostrado eso más allá de toda duda.
Pero el caso sería una insoluble paradoja, una a discutir en las revistas profesionales Diario de Cronos y Campos de Presentación y explorada por los propagandistas como historias de aventuras en los cómics.
Y estaría el misterio. ¿Quién era en realidad Ingolf? ¿Qué significaban las iniciales grabadas en su pecho? ¿Por qué el estilete? Porque Shant descubriría muy pronto que las mutilaciones se habían producido después de la muerte de Ingolf.
Si Ingolf había muerto una vez hacía doscientos cincuenta años y de nuevo hoy, y al parecer como resultado de las actividades del notorio e inicuo JC, ¿quién era, entonces? ¿Un discípulo del Precursor? ¿Era el inicuo Poscursor, el hermanastro e inmortal enemigo de Sigmen, Jude Changer, quien lo había matado? ¿No una, sino dos veces? ¿Y volvería a hacerlo de nuevo?
¿O era el temido francés clandestino, Jacques Cuze, esa sombría y loca figura que se aferraba a la idea de que podía liberar a su querido y desde hacía mucho tiempo perdido país de los discípulos del Precursor?
—Yakes Kutse —dijo Candleman, haciendo eco de los pensamientos de Leif con su pronunciación islandesa—. El hombre ha estado aquí, delante mismo de mi nariz. Y le he dejado escapar.
Los escudos grises de sus ojos brillaron como si pensara que el hombre estaba todavía en el depósito aguardando para apuñalarle.
—¡Doctor Barker! —anunció el QB. Leif se dirigió a la pared y pulsó el botón.
—Estoy en el depósito —dijo.
—El archurielita, doctor Barker.
La voz de la muchacha temblaba.
—No se asuste, querida. No va a morderla.
La doble papada de Dannto apareció en la caja, seguida por el resto de su persona.
—¡He oído esa observación! —dijo, con el ceño fruncido—. Es cierta, ¿no?
—¡Ya sabe lo que quiero decir! —aulló Dannto. Luchó consigo mismo, con el rostro enrojecido, y luego dijo—: No importa. ¿Cómo está mi esposa?
—Los primeros informes del accidente fueron muy exagerados. No está en absoluto seriamente herida. Estará de pie y fuera de la cama mañana. Pero en estos momentos no puede usted verla. Le he administrado un sedante que la mantendrá fuera de circulación durante doce horas.
—¿No puedo verla por el QB?
—No funciona. Y no quiero a nadie en la habitación que la moleste.
—¿No funciona? ¡Por Sigmen, alguien pagará por esto! —Miró por encima del hombro de Leif—. Candleman, ¿has investigado ya al técnico responsable?
—Shíb, abba. Pero no puedo encontrar al teniente Thorleifsson. Fue enviado a interrogarle.
—¿Por qué no puedes encontrarle?
—Abba, ocurre algo muy peculiar aquí. —Candleman, con los ojos grises muy firmes, se explicó en un profundo tono monocorde.
Cuando el uzzita retrocedió unos pasos para que Dannto pudiera ver las iniciales en el pecho de Ingolf, el archurielita jadeó:
—¡Jude Changer!
Se recuperó con prontitud.
—¿Dónde está el cordón que debía situar en torno al hospital?
—Acabo de saber en este momento de la presencia de Jacques Cuze aquí —respondió Candleman—. Y tú has estado monopolizando el QB desde entonces.
—¿Jacques Cuze? —dijo Dannto—. Esto es claramente obra de Jude Changer.
—En ese caso —dijo Candleman, con el rostro rígido pero la voz teñida con furia—, un cordón será inútil. No se puede perseguir a un hombre que se desliza dentro y fuera del tiempo como una serpiente por la hierba.
—Es asunto tuyo descubrir si se trata de Jude o no —rugió Dannto—. ¿Cómo sabes que tengo razón? Eres un uzzita; no aceptas la palabra de nadie.
Candleman parpadeó ante el cambio de táctica, se dirigió a la pared y cortó la imagen del sacerdote. Marcó UHQ.
—Capitán, envíe de inmediato cuarenta hombres al Hospital de la Piedad Rigurosa.
El capitán intentó ocultar el cómic que estaba leyendo y al mismo tiempo parecer tranquilo y digno.
—Abba, no disponemos de tantos hombres en este momento.
—Envíelos aquí dentro de diez minutos.
—Shib, abba.
Diez minutos más tarde el sandalfón, Dannto, entró en el depósito.
Se dirigió directamente al uzzita y rodeó sus huesudos hombros con un brazo grueso como el tronco de un árbol.
—Jake, viejo amigo —dijo—. Lamento haberme irritado contigo. Sé que estás haciendo lo mejor y que eres el más eficiente de todos los uzzitas. Pero tienes que comprender que estoy muy preocupado por Halla, y cualquier cosa que la afecte a ella me altera mucho. Además, este asunto de JC es de lo más inquietante. Esas iniciales han estado apareciendo con alarmante frecuencia en los lugares más inesperados e implausibles durante los últimos tres años. Y, hasta ahora, no hemos hallado a la persona responsable de ellas.
Candleman retrocedió de tal modo que Dannto tuvo que dejar caer su brazo.
—Acepto tus disculpas —dijo—, pero tienes que comprender que éste es un punto que me duele particularmente. Ese hombre, Jacques Cuze, ha estado incordiándome durante tanto tiempo y de una forma tan persistente que voy a tener que abandonar mis demás deberes y dedicar la atención de todo el departamento al asunto. Tengo planeado algo que, lo juro por Sigmen, lo atrapará.
—Estoy seguro de que lo harás. Si Jacques Cuze existe realmente —respondió Dannto—. En lo que a mí respecta, creo que es un mito. Estoy seguro de que el origen de esas iniciales es Jude Changer.
—Quizá los dos estén ladrando bajo el árbol equivocado —dijo Leif, sonriendo ante su propia temeridad y su incapacidad de resistirse—. Caballeros, si nos adentramos en una discusión teológica estamos perdidos. Hay asuntos más inmediatos que merecen nuestra atención.
»Por una parte, abba, me gustaría obtener su permiso para trasladar a su esposa al ático. Puesto que mi esposa se está ocupando de ella, será mucho más conveniente para las dos. Y, además, como Candleman ha apuntado que el accidente pudo no serlo después de todo, creo que estará mucho más segura allí.
Dannto giró en redondo.
—¿No fue un accidente? ¡Candleman, no me dijiste nada de eso!
—Perdona, abba. No quería trastornarte.
—¿Quién crees que está detrás de ello?
Candleman alzó sus enormes manos huesudas, con las palmas hacia arriba.
—Jacques Cuze. ¿Quién si no?
—Pero, ¿por qué intentaría matar a Halla?
—Porque a través de ella puede herirte a ti. Porque es un demonio, una persona irreal.
—Sería muy propio de Jude Changer hacer algo así —dijo Dannto—. Según lo que he oído, no se detendrá ante nada para cambiar el tiempo real a un pseudotiempo. Candleman, tenemos que detenerle.
—Necesito carta blanca.
—La tienes.
—¿Qué hay de mi petición? —dijo Leif.
—Oh, por supuesto. Excelente idea. Estará mucho más segura y mejor cuidada allí.
—Y yo dispondré a dos hombres en la entrada de su ático —dijo Candleman—. No quiero ninguna repetición del accidente.
—Creo que estará segura —dijo Leif, rígido—. Yo estaré allí en todo momento.
—De todos modos, insisto.
Leif se encogió de hombros.
—¿Le gustaría venir mientras trasladamos a su esposa? —le dijo a Dannto—. Luego podríamos comer allí. Estoy más bien hambriento, y podemos aprovechar para discutir algunos detalles.
El cavernoso vientre de Dannto retumbó. Se echó a reír, aunque un tanto azarado, y dijo:
—Ahí tiene su respuesta.