8

MIENTRAS la carne y los huesos de Thorleifsson ardían en el horno crematorio, Leif borró todas las huellas de sangre del suelo y buscó alguna otra cosa que pudiera delatar la presencia del uzzita. Luego sacó el cuerpo de la señora Dannto del cajón y lo colocó sobre el mármol. Mientras trabajaba, se preguntó acerca de la presencia del lugarteniente allí. ¿Lo había enviado Candleman porque había oído un informe de Trausti? ¿O uno de los ordenanzas había pensado que el cuerpo de Ingolf parecía sospechosamente lleno de curvas bajo la sábana?

No lo sabía. Podía ser cualquier cosa. Fuera lo que fuese, Leif tenía intención de seguir trabajando hasta el último momento posible.

Después de ponerse una bata y mascarilla y guantes, preparó muestras de sangre y tejido. Mientras la máquina teclab analizaba las muestras, Leif se dedicó a la cabeza, cortando rápido. Disponía de poco tiempo; no sería capaz de hacer un trabajo medio decente. Pero tenía que descubrir algo acerca de aquella extraña mujer.

Intentó alejar todo pensamiento capaz de interferir y se concentró en su trabajo. No siendo un filósofo ni alguien con inclinaciones morbosas, se sentía oprimido por el silencio, la dura luz, el frío y la absoluta pasividad de aquel patético espécimen. Ni siquiera la pasión de la búsqueda del conocimiento le absorbía lo suficiente. Voces sin sonido hablaban; heladas lenguas murmuraban sílabas moribundas; la penetración del acero evocaba un aleteo de protesta, un actitud informe.

Recordó el encuentro a primera hora de aquella mañana con el cuarteto de ojos pálidos y agitadas aletas de la nariz, y el impacto del «¿Quo vadis?» que le había detenido en mitad de un paso. En cualquier otra ocasión hubiera ido tras aquellas criaturas únicas con el entusiasmo de la infatigable curiosidad. Estaba seguro de que tenían en ellos la clave de algo, pero la enloquecedora jaula de ardilla en la que estaba atrapado no le había permitido ir tras ellos.

Tenía que actuar con cautela. Esos últimos dos pensamientos estaban tan entremezclados con metáfora como uno podía aceptar. Por otra parte, ¿qué era la vida sino una metáfora mezclada tras otra?

Se inclinó sobre su trabajo. La masa de intenso pelo castaño rojizo rodó hacia atrás empujada por sus dedos y pulgares. Bajo las suaves llamas había una densa y grasa capa muy parecida a la piel de una naranja. Apenas había echado hacia atrás el cuero cabelludo cuando fue detenido por dos pequeñas protuberancias ocultas bajo el pelo, Parecían estar compuestas por tejido graso, quizá tejido nervioso. Leif las cortó y las insertó en la teclab para análisis; utilizando el microscopio, observó los agujeros dejados en el cráneo. Los agujeros parecían ser las terminaciones de cables neurales. Excitado, olvidando la aprensión de un momento antes, terminó de desnudar el cráneo y aplicó el rugiente borde de una sierra circular a la caja craneana. Este poco ortodoxo corte tenía la intención de dejar expuesto tanto cerebro como fuera posible para un rápido examen. Cuando quedó expuesta la membrana de la duramadre, el cerebro apareció con estructura similar al de un terrestre. Pero estaba convencido de que un examen más atento mostraría muchas diferencias.

Deseó fervientemente tener la posibilidad de hacer algunos análisis. No los hizo. No podía hacer más que seguir adelante y anotar las divergencias más radicales. Sin embargo, no fue tan rápido como para que se le escapara ver que los nervios de las dos protuberancias del cuero cabelludo estaban conectados tanto con la parte anterior del cerebro como con la media.

La teclab cliqueteó llamando su atención. Leif la ignoró. Leería sus resultados más tarde, y todos a la vez. Ahora estaba decidido a conocer a esta mujer como nunca se había sentido decidido a conocer a una mujer viva.

Había sido encantadora como pocas mujeres llegaban a serlo, y ahora él, el macho despiadado, con el incansable y apasionado cuchillo, la había privado de ese encanto de una manera aun más vergonzosa que la Muerte.

—Precursor —murmuró para sí mismo en el frío silencio de la habitación—, ¿qué me ocurre? No soy ningún maldito antropomorfista sentimental, pero algo esta noche se ha apoderado de mí.

Se preguntó si podía ser la reacción de haber matado al uzzita. Lo dudaba, porque no había sentido ninguna revulsión en el momento de hundir la hoja en aquella gruesa garganta. Había sido el acto de un soldado matando a otro; ambos actuaban cumpliendo con su deber. Además, ya había asesinado deliberadamente a dos altos oficiales en la mesa de operaciones. Había sido decisión suya; no lo había hecho siguiendo órdenes de Marsey. Los dos hombres tenían que ser puestos fuera de circulación para que los agentes del CGF pudieran ascender en la jerarquía y ocupar sus lugares. Puesto que los dos oficiales eran portadores del lámed, no podían ser acusados de pensamiento irreal y ser enviados así a H. De modo que Leif los había asesinado. Era una indicación de su ética profesional el que usara el verbo asesinar y no un eufemismo militar.

Fuera lo que fuese lo que le preocupaba, se había deslizado dentro, de su piel con tanta seguridad como el cuchillo que estaba separando ahora carne de carne.

Se encogió de nuevo de hombros y se inclinó sobre su trabajo. Las costillas habían sido alzadas como un puente levadizo. Contó doce pares, verdaderas y falsas, el número humano.

El corazón, los pulmones, el hígado y los riñones eran, por todo lo que podía determinar, completamente humanos. Lo mismo podía decir de los sistemas muscular y óseo. Retiró un ojo y lo depositó en la teclab para su análisis. Cinco minutos más tarde, la teclab cliqueteó una docena de veces y una luz amarilla en el panel delantero destelló. Leif leyó la cinta que asomaba como una lengua perforada de un orificio en el panel delantero. El informe era el mismo que para las muestras de sangre y tejido. Ninguna anormalidad detectable. Lo cual significaba que la mujer muerta era un ser humano terrestre.

Leif tenía dos contradicciones que considerar. Una, la mujer mostraba dos desviaciones biológicas de la norma del Homo sapiens: los dos cuerpos en la parte superior de su cabeza y el órgano al extremo de su canal vaginal. Dos, se podía considerar casi más allá de los límites de la probabilidad que una hembra extraterrestre se pareciera tanto a una hembra terrestre. Incluso los tres tipos de humanoides hallados en los otros planetas variaban lo suficiente en características externas e internas como para que un hombre no entrenado pudiera distinguirlos a primera vista. Ningún ET podría ser nunca confundido, excepto a distancia, por un terrestre. Sin embargo, había la innegable prueba de los órganos alienígenas.

Y no creía que la mutación pudiera explicarlos. Eran demasiado complejos y bien organizados como para ser resultado de una malfunción o desviación genética. No, los órganos eran alienígenas.

Y eso le recordaba que había sometido al análisis de la teclab una muestra de todos los órganos de Halla Dannto excepto el que primero había despertado su curiosidad. No había deseado poner el órgano en la máquina porque eso significaba su destrucción mientras estaba siendo analizado. También había algunas pruebas que deseaba hacer y que la máquina no podía llevar a cabo.

De todos modos, no podía conservarlo para un escrutinio personal. Tendría pocas posibilidades de trabajar con él en el laboratorio sin temor a ser espiado. Y podía sentirse muy comprometido si se le pedía que explicara qué órgano era y de dónde procedía. Aunque apelara a su rango y se negara a contestar, causaría suspicacias y posiblemente una investigación.

Depositó con un suspiro la masa cilíndrica de carne y los ganglios nerviosos unidos a ella en la teclab. Pulsó los controles que pondrían en funcionamiento la máquina para los tests deseados, y luego paseó impaciente arriba y abajo. Diez minutos más tarde sonó el cliqueteo, la luz amarilla parpadeó, y una tira de cinta asomó por el agujero de la grabadora.

Leif leyó el breve mensaje codificado.

—Mala suerte —murmuró Leif—. No sé qué preguntas formular. La muerte y el cuchillo habían analizado a Halla. Las preguntas que le gustaría formular no podían ser contestadas por máquinas. Vida…, muerte…, y el estrecho margen entre ellas. ¿Por qué…, por qué… y cómo?

Haciendo una pausa sólo para una silenciosa reflexión sobre la transitoriedad de la belleza, Leif rindió sus respetos a la mujer muerta y consignó sus restos al horno crematorio.

El cuerpo ardió, las cintas de la teclab fueron borradas, Leif se despojó de sus ropas de trabajo y las metió también en el horno. Luego lavó paredes y suelo. El único objeto que no limpió fue a Ingolf, aún aguardando sobre su camilla. Cuando la esterilización fue completa, llevó de nuevo el cadáver al pasillo y desde allí tomó el ascensor a la 100.

Donde encontró a Candleman, de pie inmóvil fuera de la 113.

—¿Dónde estaba usted?

Leif alzó las cejas.

—Considero esta pregunta impertinente —dijo—, pero puesto que estoy ansioso por contribuir a aclarar el misterio de este accidente, le responderé.

Se dirigió a la puerta y llamó con suavidad.

—Bien, ¿va a hablar? —dijo Candleman con voz ronca.

Leif fingió sobresaltarse.

—Oh, sí, estaba preocupado.

Observó al hombre en busca de algún signo de irritación, pero el rostro era tan impenetrable como el de una gárgola.

—He estado haciendo la autopsia a un hombre que murió de un tumor cerebral —dijo—. Parte de mi más reciente trabajo ha consistido en correlacionar los cambios en las ondas cerebrales con heridas en ciertas partes del cerebro. Muy interesante.

Ava abrió la puerta. En aquel momento una enfermera apareció en el pasillo y llamó a Leif. Llevaba una hoja de papel en la mano, y tenía el ceño fruncido.

Leif se volvió, con la mano en el picaporte para que Candleman no pudiera entrar, y dijo:

—¿Sí?

—Doctor Barker, la enfermera jefe de la 100 ha observado una discrepancia aquí. Dos ordenanzas de la 200 fueron llamados para llevar al señor Ingolf al depósito. Pero ella sabe que dos de nuestros hombres lo hicieron. Observó la discrepancia cuando el supervisor la llamó por el QB para preguntarle si había comprobado los movimientos de los ordenanzas. Sospecha irrealidad en uno de ellos.

Leif dejó escapar con lentitud el aliento. Había perdido este round. Había unas posibilidades de noventa a uno de que la discrepancia no fuera nunca detectada en la masa de informes por cuadruplicado. Pero se sospechaba de irrealidad de uno de los ordenanzas; un término que podía abarcar cualquier cosa, desde asesinato a pereza y a estupidez. Probablemente lo último.

Candleman lo observaba atentamente, pero eso podía no significar nada. Esos feroces ojos grises clavaban sus garras sobre cualquier cosa. Había una posibilidad, sin embargo, de que el uzzita le hubiera dicho a la enfermera que le trajera esta noticia a fin de poder sorprender a Leif con alguna palabra o gesto reveladores.

La miró directamente al rostro. Su radiante perfil estaba presentado al uzzita; debía de sentirse segura, porque su ojo izquierdo hizo un guiño. Candleman la había puesto allí.

La política de Leif de hacer amigos con el personal tenía sus recompensas. El que ella estuviera dispuesta a correr el riesgo con los temidos ojos del uzzita clavados sobre ella le reconfortó. No era cierto, como juraban algunos de sus asociados, que nadie de aquella gente valiera la pena de ser salvada.

—¿Y bien? —dijo Candleman. Leif se encogió de hombros.

—¿Qué espera que haga yo al respecto?

Se miraron directamente el uno a los ojos del otro.

Impasse.

Pero en aquel momento sonó en el pasillo el cliquetear de tacones furiosos. Un hombre bajo y rubio con una enorme nariz saltó ante Leif.

—Doctor Barker, ¿qué es lo que he oído de que usted iba a ocuparse de Ingolf?

—Exactamente lo que ha oído, doctor Shant. Shant se encrespó.

—¡Está usted atosigándome, doctor Barker! Había solicitado efectuar yo esa prueba.

—Murió de un tumor cerebral; llevaba pasándolo por el eegie desde hacía varias semanas —dijo Leif—. Estaba interesado. Además, como cirujano jefe de este hospital, no tengo que pedirle a usted permiso.

Shant saltaba de un lado para otro, haciendo cliquetear sus tacones.

—De todos modos, hubiera debido mostrarse usted lo bastante ético como para pedirme que le ayudara.

—Shant, me está usted cansando. Márchese, ¿quiere?

Leif sintió que alguien tiraba de la puerta desde dentro. Se apartó a un lado lo suficiente para dejar pasar a Ava.

Ava mantenía un dedo sobre los labios; sus grandes y brillantes ojos estaban preocupados.

—Caballeros, debo rogarles que guarden silencio. La señora Dannto necesita todo el sueño que pueda conseguir.

Candleman salió de su posición agazapada. Enderezó su larga espalda y dijo:

—Tiene usted razón. El bienestar de la esposa del archurielita es lo primero. Le sugiero, doctor Barker, que pase más tiempo ocupándose de ella y menos en disecciones.

—Yo no le digo a usted cómo llevar su profesión. Por favor, mantenga su larga nariz fuera de mi alcance —restalló Leif.

Shant y la enfermera jadearon. Uno no le habla así a un uzzita.

El rostro de Candleman permaneció pasivo como el de un muñeco de cera.

—Cualquier cosa que concierna al archurielita es asunto mío. Y estoy empezando a pensar que algunas de las acciones de usted me conciernen.

—Piense lo que quiera —dijo Leif. Empujó a Ava de vuelta al interior de la habitación y entró tras ella.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Ava dijo:

—¡Maldito estúpido!

—¿Quieres que me encoja ante él? —restalló Leif—. ¿Cómo crees que llegué a donde estoy ahora? Te lo digo, si actúas como si no tuvieras miedo, esa gente piensa que eres alguien, y en consecuencia son ellos quienes tienen miedo de ti.

—Vas demasiado lejos.

—No importa. Recuerda, soy tu superior. Abstente de darme consejos, aunque seas —se echó a reír— mi esposa.

Se volvió hacia la muchacha, que se estaba sentando en la cama.

—Halla —dijo—, quiero que tome una píldora loto.

—¿Por qué debería hacerlo?

—¿Está usted o no bajo mis órdenes?

—Lo estoy, en tanto que no interfieran con mis directrices primarias. Una de ellas es mantener en secreto mi auténtica identidad. Creo que está usted mostrando una excesiva curiosidad.

—Tome esto.

—¿No es una droga de la verdad?

—Tómelo. O le romperé el brazo mientras aún está consciente.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Lo dice en serio?

—Shib, lo digo en serio. ¿Cree usted que ese sabueso de ahí fuera no va a comprobar los archivos de rayos X y ver si su brazo está realmente roto?

—¿Por qué no toma usted los rayos X de alguien de los archivos y se los muestra?

—No podemos correr ese riesgo. Comprobará eso también. Ya estamos metidos en un lío demasiado grande tal como están ahora las cosas. Ese asunto con los dos Ingolf y el hecho de que Trausti o Palsson puedan hablar.

—¿Los dos Ingolf?

—No importa —dijo él, y se dio cuenta de que casi había revelado el hecho de que su hermana estaba muerta—. Cuanto menos sepa usted del asunto, mejor. Se supone que es usted la señora Dannto, ¿recuerda? Aunque Ava y yo tuviéramos dificultades con alguna otra cosa, usted siga actuando como si sólo nos conociera profesionalmente.

—¿Tan estúpida parezco?

Ava rodeó a Leif y empezó a soltar la tablilla.

Halla no prestó atención a Ava, sino que siguió mirándole directamente a él.

—¿Estropeará la rotura la simetría de mi brazo?

Leif se sorprendió, no porque una mujer se preguntara acerca de desfiguración en vez de dolor, sino porque expresara su preocupación sin falsa modestia, de una forma tan prosaica.

—Nunca serán capaces de decir la diferencia. De hecho —añadió con una sonrisa—, probablemente quedará más recto que antes. El arte mejora la vida, ¿sabe?

—No, no lo sabía.