CUANDO salió del ascensor en la planta 100, vio que se había retrasado demasiado con el cadáver de Halla. Un hombre muy alto, media cabeza más alto que Leif, se acercaba desde el otro extremo del pasillo. Avanzaba encorvado, y su delgado cuello estaba inclinado hacia delante como si corriera para mantener el paso de la ansiosa cabeza. El rostro era largo y con una estrecha nariz de halcón, labios delgados, ojos oscuros. Parecía un Dante rubio.
La estilizada mano del uzzita, con sus dedos de piel casi transparente, estaba curvada en torno al mango de la crux ansata del látigo metido en su ancho cinturón negro. Sus ojos eran bestias grises en el fondo de cavernas debajo de sus tupidas cejas. Cuando vieron a Leif no perdieron nada de su cautela agazapada para saltar.
—¡Candleman! —exclamó Leif.
El uzzita inclinó su pico en reconocimiento y siguió hasta la puerta de la habitación 113. Cuando ésta no se abrió a su presión, llamó con los nudillos.
—Debe hacer usted tan poco ruido como sea posible —dijo Leif—. La señora Dannto no debe ser molestada.
La voz de Candleman era profunda.
—¿Sigue aún con vida? —Aunque su rostro no cambió, Leif tuvo la impresión de que estaba sorprendido.
—¿Por qué no? —dijo Leif—. No sufre nada más serio que un brazo roto, una herida ligera en el plexo solar, el shock, y una pérdida considerable de sangre. En estos momentos se halla bajo sedación.
—Extraño —murmuró el cara de Dante—. Se me dijo que estaba muerta o agonizando.
—¿Quién le dijo eso? —preguntó secamente Leif. Si Trausti o Palsson habían hablado…
—Uno de mis hombres. Llegó a la escena del accidente poco después de que ocurriera. Y estaba convencido de que la señora Dannto no sobreviviría.
—Sus hombres no tienen experiencia médica —dijo Leif. Sus ojos chocaron con los de Candleman.
—Quiero verla y tranquilizarme de que está bien —dijo el uzzita.
—Puede aceptar mi palabra al respecto —indicó Leif.
—Insisto.
—Yo soy su médico —cortó Leif—. Tengo instrucciones del propio Dannto de hacerme completamente cargo de su caso.
—¿Dannto?
—Sí.
Candleman tomó el látigo de siete colas de su cinturón y empezó a hacerlo silbar en el aire como una suave amenaza.
—Muy bien entonces —dijo—. Pero al menos podré verla por el QB.
—No funciona —dijo Leif. Sonrió.
Candleman le miró con ojos cortantes; probablemente era la primera vez que alguien se atrevía a burlarse de él.
—¿Porqué?
—Pregúntele al técnico responsable.
—¿Quién es?
—No lo sé —dijo Leif—. Pero puedo decirle los nombres de todos los técnicos en este hospital. Es fácil porque sólo tenemos seis. Y necesitaríamos cuatro veces ese número.
—Sé que hay escasez de técnicos —dijo Candleman—. Todo parece estropearse hoy en día, y no tenemos hombres suficientes para repararlo. Necesitamos nuevas y más grandes escuelas para técnicos.
—¿Por qué deberían los jóvenes dedicarse a ello cuando las profesiones técnicas son tan peligrosas?
—¿Qué quiere decir?
—Esto —dijo Leif, con el corazón latiendo deliciosamente ante el cebo que acababa de lanzar—. Si algo se estropea, nunca se sospecha de la maquinaria. No. Es culpa del técnico. Incluso puede verse bajo sospecha de sabotaje. Se le considera un enemigo de la realidad, quizás incluso un agente pagado por los ízzies o los lindes. Es detenido e interrogado. Mientras se halla detenido, el peso adicional del mantenimiento y las reparaciones recae sobre los ya sobrecargados hombros de sus compañeros.
Si no puede responder satisfactoriamente a los uzzitas, y sus preguntas son formuladas siempre de tal modo que incluso aunque sea inocente tiene muchas probabilidades de ser acusado de no dar las respuestas correctas, es enviado a H. Sea eso lo que sea.
»Si es liberado, sigue bajo vigilancia. Eso lo sitúa bajo tensión nerviosa. Si se producen más averías, y tienen que producirse, debido a la carestía actual de técnicos y materiales, él recibirá la culpa. Volverá a las dependencias de los uzzitas, y así sucesivamente. El resultado es que muchos de los técnicos abandonan, o intentan hacerlo. La Sturch no les permite hacerlo, por supuesto, a menos que se produzca un descenso en su eficiencia o índice moral. El técnico, como reza el dicho, se halla atrapado entre el Precursor y el Poscursor. Si disminuye deliberadamente su eficiencia, es acusado de irrealidad. Y así sucesivamente. Es cierto que puede comportarse de modo que todo esto le proporcione un índice inferior de moral, y así será rebajado a los rangos de los no especialistas.
»Pero eso significa una vida más dura, un lugar más pequeño donde vivir, menos comida, menos prestigio. No desea hacerlo, de modo que sigue con su trabajo. Pero está nervioso. Su trabajo se resiente. Es investigado. Vuelve de nuevo a las dependencias de interrogatorios de los uzzitas.
Leif estaba hablando tanto como podía. Deseaba mantener a Candleman ocupado.
Candleman hizo silbar el látigo en el aire.
—¿Debo entender que está criticando a la Sturch?
Leif se frotó su lámed.
—¿Cuando llevo esto? ¡Usted sabe que es imposible! No, sólo le estoy diciendo por qué resulta difícil hallar técnicos.
Candleman se volvió y llamó:
—¡Thorleifsson!
Un robusto joven con un duro rostro cuadrado surgió de detrás de una esquina del pasillo. Leif lo reconoció como uno de los hombres a los que había anestesiado en la sala de espera de su ático la noche anterior. Los tres uzzitas se habían recobrado y habían huido antes de que Leif hubiera terminado con la muchacha enviada para atraparle.
—Sí, abba —dijo Thorleifsson.
—Halla al técnico responsable del mantenimiento de los QB de esta planta. Hazle algunas preguntas acerca del QB de la habitación 113, pero no arrestes a nadie. Aunque puede que deseemos detenerle más tarde.
El lugarteniente saludó y se marchó. Candleman se volvió de nuevo hacia Leif y dijo:
—El sandalfón me pidió que investigara este caso. No puedo entrometerme en su manejo médico de esta mujer, pero puedo pedirle que al menos me permita tranquilizarme y comprobar que la señora Dannto está en esa habitación.
Las cejas del médico se alzaron.
—¿Qué quiere decir exactamente con eso?
—Barker, soy un hombre que nunca da nada por sentado. Sólo tengo su palabra de que ella está ahí dentro. No confío en la palabra de nadie. Sólo en mis propios ojos.
—Hay algunas cosas en las que tendrá que confiar o acabará loco —dijo Leif. Llamó suavemente a la puerta—. Ava, déjame entrar.
Esperaba que Ava tuviera el suficiente sentido común como para darse cuenta de por qué no usaba su código de llamada. No deseaba correr el riesgo de abrirle de par en par la puerta al sabueso cuyos ojos podía sentir mordiéndole la espalda.
La puerta se abrió parcialmente. Sujetó el pomo con mano firme para que no se abriera más y pasó de lado por la abertura. Candleman se acercó más y miró por encima del hombro de Leif.
—Ahí la tiene —dijo Leif—. ¿Está satisfecho?
Candleman debería sentirse satisfecho. La mujer en la cama tenía la misma masa de intenso pelo castaño rojizo que tenía Halla Dannto. Y el rostro, a la débil luz, se parecía como una gota de agua al de la mujer muerta.
Candleman no dijo nada; se limitó a inspirar profundamente. Todavía seguía mirando cuando Leif cerró la puerta en sus narices. Se apoyó en ella y dejó escapar el aliento, aliviado.
—¿Cuándo llegó?
—Más o menos un minuto después de que te fueras. Pensé que no ibas a volver nunca.
Leif se dirigió a la cama. La mujer había abierto los ojos y le dirigió una semisonrisa. Se la devolvió, pero tuvo la sensación de que aquél era el último de todos los shocks que había recibido a lo largo del día.
La muchacha era la viva imagen de Halla en más de un aspecto. Era espectacular; excepto la mujer muerta, nunca había visto una tal belleza.
—¿Tiene algún mensaje para mí? —preguntó.
—Ninguno, excepto que tiene que llamarme Halla todo el tiempo…, hasta que mi hermana se recupere de su accidente y pueda volver a ocupar el lugar que le corresponde.
Leif esperó haber sido capaz de ocultar su sorpresa. Así que a ella no le habían dicho la verdad. Pobre muchacha. Era sin embargo lo que había que hacer. Si tenía que luchar para ocultar su dolor mientras seguía adelante con este engaño… Se encogió de hombros y esperó no tener que ser él quien se lo dijera. No podía soportar las lágrimas de una mujer…, si brotaban de una genuina emoción.
—Ava —dijo—, veo que has entablillado su brazo. Eso fue hábil, pero puede que no sea suficiente. Es posible que tengamos que llevar esto hasta una conclusión más realista.
Ava habló por el comunicador. Leif tomó la sábana que cubría a Halla y la echó a un lado. Los grandes ojos grisazulados de la mujer se abrieron mucho y fue a decir algo.
Leif la interrumpió antes de que pudiera hablar.
—Desabroche esa bata, ¿quiere? Es necesario que la examine.
—¿Por qué?
Su voz, incluso cuando sonaba alarmada, como ahora, era un cremoso contralto. Tenía como dedos que sabían dónde estaban los nervios de él y los pulsaban como las cuerdas de un arpa de tal modo que un delicioso estremecimiento recorrió su espina dorsal.
—Su hermana resultó herida en ciertos lugares —dijo Leif—. Trausti la vio, y sabe dónde resultó herida. Tengo que determinar exactamente cómo puedo duplicar la apariencia de esas heridas sin dañarla realmente.
Esperaba que sonara plausible. Lo hiciera o no, estaba decidido a comprobar las semejanzas entre la impostora y su hermana muerta.
—Pero, ¿quién, aparte de usted, va a comprobar esas heridas? —preguntó ella—. La señora Barker y usted mismo serán los únicos.
—No está usted familiarizada con los procedimientos médicos —dijo él—. No tenemos tiempo de discutir. Como su superior, le ordeno que se desnude. Créame —dijo, con una sonrisa para suavizar el efecto—, no me gusta darle órdenes. Pero es necesario.
Ava volvió la cabeza del comunicador y le miró. Probablemente se estaba preguntando qué pretendía.
Halla no mostró ningún signo de obedecerle. Leif dijo, en inglés:
—Halla, no le haré ningún daño. Pese a mi apellido —Barker en inglés significaba ladrador—, no muerdo.
Ella intentó reprimir la risita, pero no lo consiguió.
Aún sonriendo, Leif adelantó las manos para desatar los lazos de la poco agraciada bata de hospital. La Halla espuria alzó su pierna y le golpeó expertamente con la rodilla en la barbilla. Medio aturdido, Leif se echó hacia atrás.
Ava se echó a reír y dijo:
—¡Chivo lascivo! ¡Te lo tienes merecido!
Leif se sujetó la mandíbula y murmuró:
—Mi primer contacto con usted me ha impresionado mucho. Espero que no se haya hecho daño en la rodilla.
Ella rió de nuevo, y sus dedos vocales pulsaron algo muy profundo dentro de él.
—Creo que me gusta usted, doctor Barker, aunque sus intenciones no sean buenas y se considere usted algo así como un Don Juan. Si tengo que ser examinada como un ternero engordado, deje que lo haga su esposa. ¿Lo ve, doctor?; sé por qué desea usted examinarme.
—Entonces sabrá que mis razones son puramente profesionales.
—No. No puramente —respondió ella.
Leif se volvió a Ava.
—Chica afortunada —dijo. Los negros ojos de Ava chisporrotearon.
Él se echó a reír como si se tratara de un chiste secreto y, cuando Ava frunció el ceño, le dio una ligera palmada en burlona repulsa.
—Por el amor del Precursor, sé serio, Leif —dijo Ava.
—En la única cosa en que soy serio es en no ser nunca serio —respondió él—. Escucha, querida. Voy a volver al depósito. Tengo una cosa que terminar allí —hizo un gesto significativo hacia Halla—, pero volveré tan pronto como me sea posible. Ocurra lo que ocurra, mantén a Candleman fuera.
—¿Por qué H no lo hiciste cuando estuviste antes ahí abajo? —preguntó Ava.
—Sé que estoy obrando mal, pero no puedo evitarlo —dijo Leif—. El científico ha triunfado sobre el soldado.
Se volvió para lanzar a su «paciente» una última mirada. Se había sentado en la cama y erguido la espalda con un movimiento de su cabeza. Parecía tan orgullosa como se supone que debe parecerlo una reina. Leif abrió la puerta y se deslizó fuera en silencio, sabiendo que nunca sería capaz de volver a dejarla sin una sensación de pérdida. Nunca se había sentido así con ninguna mujer.
Antes de ir al depósito se detuvo en la oficina del patólogo. Había una posibilidad de que Shant estuviera aguardando para efectuar su examen de Ingolf en aquel momento. Leif pensaba decirle que iba a ocuparse él mismo de abrir el cráneo del hombre. Shant era una de las pocas personas en el hospital que no le caía bien; no intentaba fingir lo contrario. No sería la primera vez que le cortaba el paso al patólogo en un examen interesante.
No había usado el QB para llamar a Shant porque imaginaba que Candleman habría puesto un censor en él. No quería que nadie acudiera en su busca mientras estaba en el depósito terminando las cosas con la auténtica Halla.
Shant no estaba. Leif ignoró un cierto desagrado ante el hecho de que no estuviera donde deseaba, y luego se marchó. La secretaria le diría aquello a Shant, y el patólogo se mantendría fuera de su camino durante unos cuantos días.
Cuando llegó a la puerta del depósito comprobó el registro espía. No mostró nada. No era sorprendente, porque alguien había borrado la cinta magnética. Un pequeño dial en una esquina de la caja indicaba que se había producido hacía menos de tres minutos.
Leif se alegró de haber insistido en que Ava instalara el dispositivo. Una comprobación era buena; una doble comprobación aún mejor.
La puerta estaba cerrada. O bien la persona que había entrado había borrado la cinta después de abandonar la estancia, o bien había conseguido una llave de una de las autoridades. Lo último era lo más probable, lo cual significaba que el desconocido era un uzzita, que Candleman, o uno de sus lugartenientes, estaba tras su presa.
Leif no dudó. Insertó la llave y apretó el pequeño botón en su extremo. El otro extremo emitió una frecuencia que neutralizó el campo magnético que mantenía cerrados los bordes metálicos de la puerta con el marco de acero. Leif estaba corriendo un riesgo, porque si el merodeador dentro se había tomado la molestia, podía ser advertido de cualquiera que entrara. Los uzzitas llevaban cajas de pulsera con esos dispositivos de advertencia. Sintonizados a la frecuencia de la puerta, emitían una alarma si alguna otra llave con la misma frecuencia era activada en las inmediaciones.
Conocedor de la arrogancia uzzita, Leif dudaba de que se hubiera molestado en ello. Después de todo, tenían derecho a entrar en cualquier lugar excepto el hogar de un portador del lámed.
Estaba en lo cierto. Mientras cerraba en silencio la puerta tras él, vio la recia forma de Thorleifsson inclinada sobre el extremo del cajón que contenía el cuerpo de la Halla original. Su llave había abierto la cerradura; estaba deslizando el cajón hacia fuera.
El cuerpo de Ingolf, sin su sábana, estaba tendido bajo las duras luces centrales. El estilete se proyectaba de sus costillas, y las profundamente talladas iniciales podían verse claramente desde el otro lado de la estancia. Thorleifsson había hecho todo un descubrimiento.
Los uzzitas llevaban minimáticas cuyas balas explosivas, aunque sólo de corto alcance, podían abrir un gran agujero en cualquier hombre al que alcanzaran. Leif no le dio ninguna posibilidad de utilizarla. Mientras avanzaba sobre pies de gato hacia la inclinada espalda, extrajo un largo escalpelo del bolsillo interior de su chaqueta.
Leif se había ganado una cierta reputación de excentricidad, meticulosamente calculada. Por un lado, se negaba a llevar las botas hasta la pantorrilla que llevaban todos los médicos. Prefería las zapatillas. Sus compañeros de trabajo pensaban que era por su comodidad. Era cierto a medias. Lo que buscaba principalmente era el silencio, y fue lo que obtuvo ahora mientras se acercaba a la amplia espalda.
Era imposible que Leif hubiera hecho algún ruido que atrajera la atención de Thorleifsson. El uzzita debió mirar a su alrededor porque estaba entrenado a mostrarse siempre suspicaz.
Leif se lanzó contra Thorleifsson con su escalpelo tendido ante él. Thorleifsson gruñó, y su mano fue rápidamente en busca de la minimática en el bolsillo de su cinturón. Luego, al ver que Barker estaba demasiado cerca para que le diera tiempo a sacar su pistola, alzó una mano para desviar el escalpelo. Tuvo éxito en parte. Impidió que el arma penetrara en su garganta. Pero tuvo que pagar por ese éxito parcial. El escalpelo penetró en su palma y salió por el dorso de su mano.
Thorleifsson gruñó de nuevo y alzó su otra mano hacia el mango del escalpelo. Evidentemente, pretendía sacarlo.
Leif, sin embargo, no había detenido su carga. Golpeó contra el uzzita y cayó junto con él al suelo. Thorleifsson gruñó de nuevo. Parte de su aliento había escapado de sus pulmones. Pero era demasiado pesado y fuerte para verse dominado por la falta de aliento o el impacto. Intentó agarrar los genitales de Leif con su mano no herida y aplastarlos.
Leif bloqueó el movimiento echándose a un lado, pero perdió su posición encima de su oponente.
Thorleifsson rodó, alejándose, saltó en pie, y fue de nuevo en busca de su minimática.
Leif se lanzó contra él, los pies por delante. Golpeó, y el tacón de su zapatilla impactó contra la mano que acababa de extraer la pistola. El arma voló por los aires.
Thorleifsson se mantuvo inmóvil por un segundo, con su mano izquierda inútil a causa del escalpelo que la atravesaba, su derecha a causa de la patada contra su muñeca. Entonces, silencioso como lo había estado desde que Leif entrara en la habitación, se llevó la mano herida a la boca, mordió el mango del escalpelo y, con un tirón hacia atrás de su cabeza y un tirón hacia delante de su mano, liberó el arma. Su expresión no cambió.
Leif, tras la patada, había conseguido aterrizar sobre un pie e impedir así caer de espaldas. Hizo una pausa por un segundo, y eso fue tiempo suficiente para que Thorleifsson recobrara el control de su mano derecha. Tomó el escalpelo de su boca y avanzó, agazapado, hacia Leif.
Leif dudó entre correr hacia la minimática, que había caído en el rincón más cercano de la estancia, y proseguir su ataque directo.
El uzzita decidió por Leif. Se situó entre Leif y la pistola, y habló por primera vez.
—¡Sucio… sucio monstruo! ¿Cómo puedes llevar eso —señaló con su ensangrentada mano el lámed de oro en el pecho de Leif— y ser un traidor?
—¿Qué te hace pensar que yo soy el traidor? —dijo Leif—. ¿No sabes que has sido denunciado como irrealista y que tus compañeros uzzitas te están buscando?
El rostro de Thorleifsson se volvió gris. El escalpelo descendió ligeramente.
—¿Qué? ¿Cómo es posible eso?
Leif actuó antes de que Thorleifsson pudiera recobrarse del shock de la mentira. Arrancó el lámed de la pechera de su camisa y lo arrojó al rostro del uzzita. La pesada insignia de oro golpeó al hombre en pleno ojo.
Thorleifsson no gritó, quizá porque estaba demasiado desconcertado. Desconcertado porque la acusación —que debía parecerle algo impensable— lo había paralizado o porque alguien le había arrojado un lámed. El lámed era un símbolo investido con siglos de autoridad y santidad. Incluso un hombre tan cínico como un uzzita era incapaz de superar por entero los reflejos condicionados instalados en él cuando niño.
Fuera cual fuese la razón, se movió con demasiada lentitud para defenderse cuando Leif sujetó la mano que sostenía el escalpelo.
Leif retorció. Se oyó el restallar de huesos. Thorleifsson gritó. El escalpelo cayó, pero Leif lo atrapó por el mango en su caída. Lanzó la punta contra el abultado vientre de Thorleifsson, dio al escalpelo un medio giro y luego lo saco. Y entonces cortó con él la garganta de Thorleifsson.