6

CUANDO Leif volvió a conectar la caja QB con ayuda del destornillador, Ava había vuelto.

—Estamos de suerte —dijo—. Un hombre llamado Helgi Ingolf murió hace diez minutos en la 121.

—¿Va al depósito?

—Sí. Murió rabiando y en una camisa de fuerza, de modo que Shant quiere hacer un examen de su cráneo. Sospecha un tumor cerebral.

—Bien. ¿Camisa de fuerza? Ava, coge esa camisa de Ingolf. Tráela aquí. Y, mientras estás en la habitación de Ingolf, llama a la planta de arriba y diles que nuestros ordenanzas están ocupados y que quieres que dos ordenanzas de arriba bajen a llevarse el cadáver de Ingolf al depósito. Retira la tarjeta de identificación de Ingolf del dedo gordo de su pie, si la lleva, y tráela con la camisa. Identificaremos el cuerpo de Halla con ella.

»Todavía llevas ese estilete en tu bien acolchado sujetador, ¿verdad? Graba JC en el pecho de Ingolf. Vamos a crear de nuevo un poco de confusión.

—¿JC otra vez? —preguntó Ava.

—Shib. Apresúrate.

Mientras Ava estaba fuera, Leif examinó más atentamente a Halla Dannto. Lo que descubrió esta segunda vez le convenció de que no podía permitir que su cuerpo fuera a cremación sin antes una profunda autopsia.

Ava regresó con la camisa de fuerza metida bajo una sábana.

—¿Piensas usar esto para ocultar el hecho de que es una mujer?

—Eres lista, cariño —murmuró él—. Aunque dudo que podamos disfrazarla por completo. ¿Serías capaz tú de ocultar el Himalaya?

—Leif, a veces eres nauseabundo. ¿No tienes ningún respeto por los muertos?

—No —dijo él—. Si ella estuviera viva, obtendría hasta el último gramo de respeto que tengo. Es toda mujer. De hecho, no creo que haya visto nunca nada parecido a ella, te guste o no. Vamos, no te pongas celosa, querida.

Ava bufó, y ambos se pusieron al trabajo.

Enfajaron a Halla con la camisa de fuerza y la volvieron a cubrir con la sábana.

—Todavía sigue siendo una mujer. Bien, vuélvela otra vez de lado. Y cubre este pie de modo que sólo asome la tarjeta —ordenó Leif.

»Escucha, ¿obtuviste los nombres de los dos ordenanzas de la 200? Si parecen demasiado curiosos, tendremos que hallar alguna base para acusarles de pensamiento irreal y pasarlos a los uzzitas. O arreglar un «accidente» a través de Zack.

»Eso me recuerda. Trausti y Palsson vieron la herida en el plexo solar. Cuando su reemplazo llegue aquí, van a hacerse preguntas al respecto.

—¡Tsawah!

—Vamos, vamos, Ava. Nada de hebreo. Especialmente no malas palabras.

—Lo que he dicho va para ti también —dijo Ava—. ¡Dices que van a hacerse preguntas! ¿Cómo podemos arreglarlo? No podemos acusarles de sabotaje, porque entonces hablarán. Y ya serían muchos accidentes.

—¿Qué es lo que hacemos con un marinero borracho? —zumbó Leif.

—¿No te preocupa eso? —preguntó Ava.

—Nunca me preocupo acerca de preocuparme —respondió él—. Simplemente confío en la suerte. No creo que hablen. Puse el miedo de Dios en ellos…, es decir, de su representante terrestre en París, el propio esposo de la señora Dannto. Saben que está ocurriendo algo, pero tienen miedo de ofender a sus señorías.

—¿Crees que funcionará?

—Si no lo hace —respondió él—, entonces… —Se pasó el dedo índice, rígido, por la garganta.

»Ava, esto es lo que vamos a hacer. Esos dos ordenanzas llevarán su cuerpo al depósito. Yo iré con ellos para asegurarme de que observan esa tarjeta de Ingolf en el dedo gordo de su pie. No les dejaré que toquen el cuerpo, porque seguro que se dan cuenta de que es una mujer. Les diré que dejen la camilla en el depósito, que Shant la quiere allí porque no desea llevar el cadáver de un lado para otro por razones propias. Se creerán eso. Todo el mundo piensa que los patólogos son un poco no-shib, después de todo. Luego meteré el cuerpo en un cajón frigorífico.

—¿Quién es el no-shib ahora? —exclamó Ava—. Tus órdenes son de incinerarla tan rápido como sea posible. ¿Y por qué has de ir tú en vez de yo? ¿No pensarán los ordenanzas que esto resulta un tanto peculiar?

—Voy a ir yo porque quiero asegurarme de que no es incinerada —dijo Leif—. No puedo confiar en ti para que no la metas en el horno. Voy a hacer pedacitos a Halla Dannto, y nadie va a impedírmelo.

»En cuanto a los ordenanzas, les diré que Ingolf murió de un tumor cerebral, y que voy a hacerle unas pruebas. No cuestionarán eso. Soy cirujano cerebral, recuerda.

—¡Buen Dios! —exclamó Ava—. Estás poniendo en peligro doce años de trabajo del CGF sólo a causa de tu maldita curiosidad.

—Es posible —dijo él, con los ojos entrecerrados—. Pero siempre nos hemos salido con bien de las dificultades en el pasado, ¿no? Y ahora no vas a traicionar a tu propio esposo, ¿verdad?

—¡Maldita sea, debería hacerlo! ¡Odio tus redaños!

—Y a mí me encantan los tuyos —dijo Leif, con una risa y una palmada en el trasero a Ava.

El moreno rostro de Ava se llenó de odio.

—¡Maldita sea! Intenta esto otra vez y te doy un puñetazo.

—Temperamento, temperamento, querida. ¡Te cuadra perfectamente! Y te hace más seductora. Bueno, dejemos eso. Candleman puede llegar aquí antes de que nos hayamos librado del cadáver.

Ava Olvidó seguir furiosa.

—¿Candleman viene aquí?

—Sí. Si el reemplazo de Halla no se presenta pronto, será mejor que no se presente. Y entonces, ¿cómo explicaremos la cremación de Halla?

—Tienen que haber hecho un magnífico trabajo plástico en ella si tiene que engañar a Dannto —dijo Ava—. O quizá sea una gemela.

—Es posible —admitió Leif—. Lo que me gustaría saber es cómo podrá llegar aquí tan rápido. ¿Tienen los dobles preparados ya para cualquier emergencia?

—¿Quién sabe? —se encogió de hombros Ava—. Será mejor que saques a Halla de aquí.

Leif abrió la puerta y miró fuera. Nadie en el pasillo.

—Sácala —dijo.

Al tiempo que Ava empujaba la camilla al pasillo, dos hombres vestidos con batas blancas doblaron la esquina. Leif les hizo signo con la mano.

—Lleven el cuerpo de Ingolf al depósito —dijo—. Bajaré dentro de un segundo para ocuparme de él, así que no quiero que lo pongan sobre el mármol. Simplemente déjenlo en la camilla.

No creía necesario explicarles por qué. Sólo eran ordenanzas; sería actuar fuera de las normas hacer lo contrario.

Cuando los dos hombres hubieron empujado la camilla al ascensor de servicio, Leif dijo:

—Ava, mete al reemplazo de Halla en la cama tan pronto como llegue.

Y si llega mientras yo aún estoy en el depósito, llámame. Y diles a los ordenanzas de la 100 que trasladen el cuerpo de Ingolf al depósito. Retiraré la tarjeta del dedo del pie de Halla para que a los de la 100 no se les ocurran ideas raras si la ven.

—Somos unos completos conspiradores —dijo Ava—. Nos estamos metiendo tanto que terminarán pillándonos.

—Actúa como si no temieras nada —dijo Leif—. Eso te sacará siempre de apuros en este país en el que todo el mundo está asustado.

—Sí, pero esa gente puede decir si estás asustado o no. No pueden oler el miedo en ti, porque tienes los redaños de un ángel… o de un demonio.

Y yo, si quieres que te sea franca, siempre estoy sudando de miedo.

—Ava, hablas demasiado. Pero eso es un fallo común en las mujeres.

Ava pareció furiosa. Leif se echó a reír y se dirigió por el pasillo al ascensor.

Abajo en el sótano, se encontró con los ordenanzas en el momento en que salían del depósito.

—¿Todo shib? —preguntó.

—Shib, abba.

—Esperen un minuto —dijo, y extrajo un paquete de Tiempos Fructíferos de su bolsillo—. Yo no fumo, por supuesto —dijo, y tocó el lámed en su pecho—. Pero siempre llevo para los demás.

Encendieron sus cigarrillos, algo nerviosos, pero complacidos porque él se tomara el tiempo de hablar con ellos. Leif charló de esto y de aquello, sobre todo de los crecientes rumores acerca de la posibilidad de la Detención del Tiempo y el regreso del Precursor. Casualmente, mencionó a Ingolf y su interés en hacerle un examen cerebral. No tuvo que preguntarles a los ordenanzas sus nombres, porque conocía a todo el mundo en el enorme hospital que llevara trabajando allí más de una semana. Cuando se marcharon, les había convencido de que era un hombre real en todos los sentidos de la palabra. Y en sus mentes no quedaba ninguna duda de que el cadáver era el de Ingolf. Caso de que fueran interrogados más tarde por los uzzitas, lo jurarían.

Tan pronto como los ordenanzas estuvieron fuera de su vista, Leif entró en el depósito. Cerró la puerta, retiró la sábana que cubría el cadáver, soltó la camisa de fuerza y la metió en el incinerador. Luego hizo rodar la camilla hasta la mesa de disección y trasladó el cuerpo al mármol. Tras ponerse una bata, una mascarilla facial y guantes de cirujano, seleccionó varios escalpelos y un par de tijeras Mayo de un estante. Con la facilidad de la larga práctica, hizo la incisión en el cadáver desde el hueco en la base del cuello hasta la sínfisis púbica. Separó la piel y los músculos del esternón y las costillas y, tras liberar ésas, alzó todo el conjunto como si fuera un puente levadizo.

Por un momento, antes de cubrir el rostro del cadáver con las costillas, lo miró. Incluso al color azul grisáceo de la muerte y con la mandíbula colgando fláccida, retenía aún un cierta belleza.

Suspiró porque la gloria que había habido allí ya no existía, pensó en cómo aquella carne había sido en su tiempo rosada y cálida, en cómo aquella boca había reído y cantado y besado. Luego, maldiciéndose a sí mismo porque había perdido momentáneamente su objetividad profesional, bajó las costillas sobre él.

Cortó rápidamente hacia su destino.

Se sintió cautivado por lo que vio. ¡No cabía ninguna duda! El objeto detectado por los rayos X no era un crecimiento tumoral o cancerígeno; era un cuerpo bien organizado que había crecido de forma natural hasta su actual posición.

Un cuerpo bien organizado, pensó. ¿Con qué finalidad? ¿Y qué indicaba su presencia? ¿Que Halla era un ser humano mutante? ¿O que era una extraterrestre?

Desde que Trausti le había mostrado las radiografías, Leif había albergado la teoría de que Halla Dannto no era de origen terrestre. Le parecía una posibilidad que el Cuerpo de la Guerra Fría de Linde hubiera contactado con seres inteligentes hasta entonces desconocidos en algún planeta interestelar recién descubierto, y los estuviera usando en la guerra fría contra los jacs. El CGF podía estar utilizándolos porque poseían poderes o ventajas que no tenían los terrestres. Y los extraños órganos de Halla estaban conectados con esos poderes y ventajas.

Era posible que hubiera Otra explicación. Pero no podía pensar en ella.

No había tiempo para teorías. Tenía que hallar algo acerca de la función del órgano ahora, si era posible. No podía entretenerse, porque tenía que volver aprisa para asegurarse de que llegaba el reemplazo de la mujer muerta. Después podría regresar para un examen más minucioso.

Bajó rápidamente un microscopio del techo. Era un enorme instrumento con un pequeño panel de control y un visor anatómico. A través de ese visor, en ángulo recto con el objeto a examinar, podía ver la ampliación del órgano. Y podía ver qué nervios recorrían el órgano moteado de gris, rojo y negro. Partían de la cara anterior del órgano a lo largo de la pared del canal vaginal hasta casi su abertura.

Leif echó el microscopio hacia atrás y hacia delante mientras estudiaba con detalle el órgano y los nervios. Se sintió desconcertado. Pero, obedeciendo a una repentina intuición —una de las «corazonadas» que, junto con su habilidad, le habían convertido en un gran médico— devolvió de nuevo el microscopio al techo. Tomó de un estante un instrumento diseñado para detectar el flujo de bioelectricidad, la corriente generada por las células vivas. Era posible que este órgano aún no hubiera muerto. Si sujetaba el extremo del detector que formaba dos púas contra el órgano y luego apretaba rítmicamente éste con los dos dedos de su otra mano…

—¡Ah! —jadeó. Con cada presión de sus dedos sobre el órgano, la aguja del detector indicaba cuatrocientos miliamperios.

¡Su intuición había dado resultado! El órgano era una fuente biológica de energía eléctrica. Actuaba como un generador piezoeléctrico. Cuando se contraía, liberaba energía que viajaba por los nervios canal vaginal abajo.

Razonó que el órgano, en la Halla viva, debía de haber liberado su bioelectricidad cuando se contraía bajo acción muscular. Y las contracciones musculares, por supuesto, resultaban a su vez afectadas por una acción nerviosa. No sabía cuál era la causa que desencadenaba la acción nerviosa, y no era momento de especular. Sin embargo, los cuatrocientos miliamperios eran una biocorriente extremadamente fuerte, y los nervios que la conducían eran muy gruesos. ¿Para qué demonios era todo aquel dispositivo biológico?

Podía descubrirlo. ¡La muchacha que ocuparía el lugar de la muerta debía de ser de la misma especie!

El pensamiento lo galvanizó. Cerró el cuerpo, lo envolvió con la sábana y lo metió en uno de los armarios frigoríficos del depósito. Lo cerró con llave y sacó la camilla vacía al pasillo. Allá encontró otra camilla con el cuerpo de Ingolf bajo la sábana. Lo entró en el depósito, alzó la sábana para asegurarse de que Ava había grabado dos profundas y grandes iniciales en su pecho y había dejado el estilete clavado a un lado.

Evidentemente, Ava había dado a los ordenanzas instrucciones de dejar el cadáver fuera en el pasillo. Supuestamente, los hombres pensarían que Shant o algún otro médico estaban ocupados dentro y no querían ser molestados.

A Leif no le gustó todo aquello. Era demasiado complicado. Sólo los planes sencillos le permitían a uno ver todos los detalles de una sola mirada. Los planes complejos eran demasiado difíciles de desentrañar. Dejaban indicios para que los sabuesos de afiladas narices de los uzzitas los rastrearan.

Era una buena cosa que el general Itskowitz no pudiera verle ahora, pensó. ¡Sería sacado inmediatamente de París y devuelto a Marsey antes de que pudiera decir Jude Changer!