4

LEIF desconectó el QB y echó a andar por los pasillos, vagamente consciente de que las enfermeras le miraban con admiración, de que les gustaba su estatura, sus anchos hombros, su rizado pelo rubio, su fácil sonrisa. Hablaba y reía sin miedo con ellas, y no intentaba atraparlas en alguna irrealidad. Cuando él estaba por allí, podían relajar sus músculos por un tiempo y sentirse radiantes y humanas.

Detuvo un ascensor que subía y entró en él. La enfermera que había en la cabina dijo:

—¿Ha oído usted que la señora Dannto ha resultado herida?

—Parece que se trata de un gran secreto —respondió Leif secament—. He subido a este ascensor porque he de ir abajo lo antes posible. ¿Le importa?

Ella alzó las cejas.

—¿Significa algo de todos modos?

Él pulsó el botón que enviaría el ascensor hacia abajo a velocidad de emergencia.

—No en estos momentos, Sarah. ¿Qué más ha oído usted? —El doctor Trausti dice que está muerta. Leif maldijo para sus adentros, pero sonrió.

—La señora Dannto no puede morir a menos que yo lo declare oficialmente, Sarah. Y aunque sé que no es ético cuestionar el juicio de otro médico, es posible que, siendo humano, haya cometido un error. También, por el hecho de estar demasiado atareado leyendo mucho, puede que no haya oído hablar de una nueva técnica que ha demostrado tener mucho éxito en atrapar la moribunda chispa de la vida en pacientes que ya habían sido declarados muertos.

Mentía, por supuesto. Pero la boca de Sarah era tan grande como parecía. Al poco de que él entrara en la habitación 113, habría difundido por todo el hospital que ese maravilloso doctor Barker estaba utilizando una nueva técnica milagrosa para traer de vuelta a la señora Dannto de la muerte. Cuando la historia llegara a los últimos confines del Hospital de la Piedad Rigurosa, reflejaría a Halla Dannto saliendo apresuradamente por la puerta delantera camino de su partida de tenis.

Leif salió de la cabina y echó a andar apresurado por el pasillo. Halló la 113 cerrada y llamó a la puerta. Un grupo de enfermeras y ordenanzas estaban de pie cerca. Les lanzó una mirada como una andanada de perdigones. Se dispersaron.

Trausti abrió la puerta. Su largo pelo negro caía sobre su alta y estrecha frente. Lo apartó a un lado y murmuró:

—Hay algo muy extraño aquí, doctor.

Leif entró en la habitación y, al hacerlo, observó la forma cubierta por una sábana en la camilla al lado de la pared.

—¿Algo extraño? —dijo a Trausti. Consiguió poner un tono ligeramente amenazador en su voz, como si sospechara que Trausti podía estar implicado en algo no de rutina.

Trausti debió de detectar el tono, porque las manos que sujetaban unas tiras de radiografías temblaron.

—Disculpe, doctor Barker —dijo—. Quiero decir, algo definitivamente fuera de lo normal. Al menos, eso creo. Bueno…, no quiero decir nada. Dejaré que tome usted la decisión.

Leif alzó las cejas.

—¿Dejará?

Trausti enrojeció aún más.

—Yo…, quiero decir…, bueno, quiero decir que deseaba llamar su atención hacia algo que no comprendo.

—Ah, ya veo —dijo Leif, con un tono que indicaba que no veía nada en absoluto—. Bueno, ¿de qué se trata?

Se reía para sí mismo, porque Trausti incordiaba despiadadamente a todas las enfermeras e internos por debajo de él. A Leif le gustaba mantener a Trausti sobre la cuerda floja, tenerle siempre preocupado. Sospechaba que Trausti le espiaba para los uzzitas, y confiaba en atraparle algún día en una posición en la que él, Leif, pudiera entregarlo con las manos atadas a los uzzitas y así librarse del peligro que representaba. Con lo que conseguiría además hacer la vida más fácil para los pobres diablos que tenían que someterse a las intimidaciones de Trausti.

—Son los rayos X que tomé de la señora Dannto —dijo Trausti—. Al parecer murió porque se partió la columna vertebral, pero…

—Yo daré el veredicto oficial de su defunción —dijo Leif—. Todo lo que deseo de usted es que me cuente esta cosa que calificó de extraña.

Trausti tragó saliva.

Shib, shib, doctor Barker —dijo—. De todos modos, se me ha pedido que le transmita lo que he descubierto. Luego usted puede hacer lo que quiera, por supuesto. Mi opinión oficial, basada en estos rayos X, es que se partió la columna vertebral, un brazo y dos costillas, además de fracturas compuestas en la cadera, una pelvis rota, el hígado reventado y una herida en el plexo solar. Puede comprobar todo eso cuando examine estas radiografías.

Señaló una hilera de tiras fotográficas sujetas con pinzas a un amplio tablero luminoso.

—Sin embargo, estas radiografías —agitó las tiras en su mano— muestran algo que…, disculpe si estoy equivocado…, algo que creo que es más bien…, esto…, extraño. Aquí hay unas radiografías que tomé de su región uterogenital.

Leif tomó la tira de la temblorosa mano de Trausti y la alzó contra la luz de la pared. De inmediato vio lo que Trausti quería decir. Un cuerpo curvado tubular ocupaba el fórnix posterior, la depresión detrás del cuello del útero donde la parte superior de la vagina rodeaba la porción vaginal del útero.

Leif se guardó la tira en el bolsillo y dijo:

—Probablemente un tumor. Sea lo que sea, puede aguardar a ser examinado hasta que la señora Dannto esté fuera de peligro.

No sabía si el cuerpo era un simple tumor o su origen era canceroso o alguna otra cosa. Pero deseaba eliminar la curiosidad de Trausti.

Trausti le tendió la segunda tira de radiografías con mano temblorosa.

—Esto es una imagen interna de la parte frontal de la cabeza.

Leif tomó la tira y la alzó a la luz…, y estuvo a punto de dejarla caer.

Las imágenes, aunque seguían llamándose radiografías por tradición, eran en realidad una reproducción real formada por la absorción de haces ultrasónicos por los órganos. Estas imágenes eran una serie que fotografiaban el interior de la cabeza a intervalos de un milímetro de delante hacia atrás. La imagen era suficientemente clara. Dos cables neurales avanzaban desde la parte posterior del hueso frontal del cráneo y atravesaban la duramadre o membrana protectora del cerebro. Allá los dos cables se perdían en las intrincadas sinuosidades del lóbulo frontal del cerebro.

¡Los cables neurales no tenían ningún motivo para estar allí! Leif nunca había visto nada parecido.

Exteriormente impávido, pero temblando por dentro, Leif se guardó también la segunda tira en el bolsillo de la chaqueta.

—He visto un caso como éste antes —mintió—. Una mujer también. La autopsia mostró que los cables neurales eran mutaciones. De todos modos, puesto que la señora Dannto no está muerta, no vamos a poder efectuar una autopsia, ¿verdad?

Hizo una pausa, entrecerró los ojos y dijo roncamente:

—¿Tiene el historial médico de la señora Dannto?

Trausti tragó saliva varias veces.

—N…no. No creí que fuera necesario pedirlo al archivo, puesto que evidentemente está muerta. Al menos, yo pensé…

—¡Haga que su historial sea transmitido de inmediato desde Montreal! —dijo Leif—. Es usted culpable de conducta irrealista, es decir, suposición de excesiva autoridad y negligencia. ¿Cómo puedo tratarla sin un conocimiento adecuado de sus antecedentes médicos?

Trausti dio la impresión de que se estrangulaba. Al cabo de unos instantes de debatirse dijo:

—Entonces, ¿usted cree…?

—Creo que nosotros los médicos lámeduianos sabemos más que ustedes, que sólo pertenecen a un orden inferior de médicos —dijo Leif—. Los miembros de la jerarquía tenemos a nuestra disposición técnicas que son negadas a las clases inferiores debido a que no las merecen. Dígame, ¿ha visto estas radiografías alguien más aparte usted y la señora Palsson?

Trausti negó con la cabeza, y su pelo negro cayó de nuevo sobre sus ojos.

—Le sugiero —dijo Leif— que se guarde todo esto para usted mismo. Es posible que al archurielita no le gustara saber que su esposa no es enteramente normal. De hecho, que no le gustaría. Podría recompensar las palabras dichas demasiado a la ligera con un viaje a H.

Trausti, tan pálido por naturaleza como la barriga de un pez, consiguió palidecer aún más.

—Se lo diré a la señora Palsson.

—Hágalo de inmediato —dijo Leif—. Yo me ocuparé de la señora Dannto a partir de ahora. Queda relevado usted del caso.

—¡Pero está muerta! —dijo Trausti, descorazonado.

—Quizá. Cierre la puerta cuando salga.

Cuando el otro se hubo ido, Leif apartó la sábana para dejar al descubierto la desnuda y rota forma de Halla Dannto. Hundió el dedo índice en la herida en el plexo solar. Se hundió a todo lo largo sin resistencia. Sólo era herida era suficiente para haberla matado de forma instantánea.

Tanto Trausti como Palsson la habían visto. ¿Qué pensarían? Más importante aún, ¿qué harían cuando oyeran que la señora Dannto estaba convaleciente de nada más serio que unos cuantos huesos rotos, una herida ligera en el plexo solar y el shock?

Maldijo al Cuerpo de la Guerra Fría y a su esquema celular, donde un hombre no tenía a menudo el más ligero indicio del plan general y trabajaba en la oscuridad para llevar adelante su segmento particular. Allí estaba él, un coronel del CGF de la República de Linde, originador del complot que probablemente enviaría a la Unión Haijac al olvido. ¡Y, sin embargo, no se le permitía saber más que unos pocos indicios sobre la forma de actuar de su propia campaña!

Era el precio que había que pagar por trabajar en medio del enemigo. Si hubiera permitido que los cabecillas lo situaran detrás de un escritorio allá en Marsey, hubiera podido ver la guerra como un conjunto; estaría dirigiéndola. Pero puesto que él había insistido en que deseaba trabajar en París, donde estaba el peligro, y había sido enviado allí. ¡Locuras de juventud! Eso fue hacía doce años. Tenía entonces veintidós y acababa de recibir su licencia de cirujano y los botones de segundo teniente. ¡Ahora, cuatroestrellas con menos de la mitad de su inteligencia le decían lo que tenía que hacer! Esos modestos pensamientos cruzaron su mente mientras pasaba sus manos sobre la en su tiempo firme y vibrante carne. Trausti tenía razón. Los rayos X habían indicado algo muy extraño, algo que podía estar o no conectado con el Proyecto Polilla y Óxido. Sospechaba que sí. Pero, lo estuviera o no, eso significaba descubrir lo que eran esos objetos extraños en su cuerpo.

Sonaron dos golpes en la puerta, dados con los nudillos. Una pausa. Luego tres más. Ava.

Abrió la puerta. Ava entró en la habitación. Ava era baja y de pelo oscuro e iba vestida con un uniforme blanco de cuello cerrado y una falda que le llegaba hasta los tobillos. Ava tenía un pelo largo y ondulado que llevaba trenzado y recogido encima de la cabeza y unos ojos tan grandes, líquidos y blandos que parecía como si una mota de polvo que llegara a ellos debería hundirse hasta sus profundidades.

—¿Qué ocurre, Leif? —preguntó con voz ronca.

Le contó lo ocurrido.

—¿Qué piensas hacer con su cuerpo? —quiso saber Ava.

—Me gustaría descubrir lo que está haciendo el CGF a nuestras espaldas —dijo Leif—. Es decir, si es realmente cosa del CGF.

—Me has entendido mal —dijo Ava—. ¿Vas a hacerle la autopsia ahora? Dijiste que las órdenes eran de incinerar su cuerpo tan rápido como fuera posible y no hacer preguntas.

Leif se encogió de hombros.

—Como cirujano —dijo—, daría mi coxis por ver qué son realmente esos tumores.

—Perderás algo más que tu coxis si los jacs descubren quién eres. O, incidentalmente, si el general Itskowitz descubre que no sigues las órdenes.

Él se echó a reír estruendosamente.

—Como mi guardiana, creo que tú misma me entregarías a él. Mi propia esposa.

—Corta ya esto —dijo Ava—. Estamos perdiendo el tiempo.

—Tienes razón. —Leif cubrió de nuevo el cadáver, pero la tela se hundió en torno a las curvas, revelando una forma evidentemente femenina. Se vio obligado a volverla de lado y echar otra sábana encima, arrugándola un poco, para ocultar la forma de debajo tanto como fuera posible.

—Nuestro problema es bajarla al crematorio sin que nadie sepa qué cadáver es —dijo—. ¿Ha muerto alguien recientemente en esta planta?

Ava asintió.

—No uses el QB —dijo Leif—. Será mejor que vayas y mires tú misma en el libro. Si llamas preguntando sobre las muertes recientes, alguien podría entrar en sospechas.

Ava asintió de nuevo y salió de la habitación. Leif tomó sus pinzas, que tenían un destornillador en un extremo, y desatornilló la caja del QB. Su experta mano necesitó tan sólo un momento para liberar un cable y dejar la caja inoperante. No deseaba que nadie pudiera mirar dentro de la habitación y ver lo que ocurría en ella.