3

CUANDO Leif entró en la sala del eegie, encontró que Sigur había sentado a Zack Roe y le había colocado el casco de tantalio sobre su cabeza gris.

Zack exhibió sus salidos dientes en una sonrisa y dijo:

—Que Sigmen le quiera, doctor.

—Un futuro real para usted —respondió Leif. Asintió con la cabeza, y Sigur pulsó un botón. El quimógrafo debajo del eegie empezó a girar. Le acompañó un sonido de bip-bip que, como parte del experimento, se suponía que debía distraer al sujeto. El experimento era, ostensiblemente, un intento de correlacionar el esquema de las ondas cerebrales del sujeto con su vocalización. Durante algún tiempo Leif había pasado una hora diaria en este proyecto de leer la mente de un hombre por medios electrónicos.

En realidad, había estado haciendo únicamente esto durante los últimos dos años. La parte inferior del llamado electroencefalógrafo era lo que se suponía que debía ser. Registraba las ondas cerebrales del sujeto en un quimógrafo. Pero la parte superior del eegie era una máquina que había sido hecha llegar clandestinamente a manos de Leif por el Cuerpo de la Guerra Fría. Hacía lo que se suponía que hacía la otra, Podía «leer» la mente de un hombre. Y en este mismo momento estaba detectando y amplificando los pensamientos de Zack Roe y transmitiéndolos a través de los supuestamente sin significado bips.

—Haré el número habitual de preguntas del test —dijo Leif—. Responda «sí» o «no». No me importa si me dice o no la verdad. Más tarde quiero que me indique las auténticas respuestas. ¿Preparado?

—Sí —dijo Zack con su voz arrastrada—. No soy tan tonto como piensa, doc. Hemos hecho esto antes, ¿no?

Leif miró a Sigur. Estaba de pie junto al quimo, de espaldas a ellos, contemplando las agujas trazar las ondas alfa, beta, gamma, kappa y eta. Los bips prosiguieron; Sigur no prestaba ninguna atención al ruido.

—¿Cuándo nació usted, Zack?

—El tres de fertilidad del 190 D.R. —dijo Zack. Leif comprobó aquello en su bloc de notas, luego le hizo un guiño a Zack.

—Responda la misma pregunta en inglés, Zack. Deseamos comprobar cualquier diferencia en las ondas a causa de usar lenguas distintas. Zack obedeció.

Al mismo tiempo, los bips cambiaron de esquema. El oído de Leif lo captó de inmediato.

¿Qué le ha tomado tanto tiempo, Leif? Esto arde. Hubiera debido venir usted corriendo. Shib. Aquí está el mensaje. Halla Dannto, la esposa del archurielita, resultó herida a las 73:00 en un accidente de coche. Fue llevada a este hospital. Tiene que ponerse usted en contacto con ella aprisa. ¡Aprisa! Saque del caso al doctor que se ocupa y llame a Ava.

Si Halla Dannto está muerta, incinere su cuerpo sin demora. No deje que nadie aparte de Ava sepa que lo hace. Luego vuelva a su habitación y actúe como si ella estuviera viva.

¡Haga esto! No mencione la muerte de Halla a la mujer que ocupe su lugar.

Llevará un velo callejero anticuado cuando entre. No haga preguntas. Acéptela como si fuera la real Halla Dannto. ¿Entendido?

Como si estuviera pensando en algo, Leif asintió con la cabeza.

—Ahora, Zack, la siguiente pregunta —dijo.

Rachel entró precipitadamente en la habitación.

—¡Doctor Barker! —dijo, sin aliento—. El doctor Trausti acaba de llamar y me ha dado un mensaje para usted. Su QB parece que no funciona, así que lo he cogido yo. Tiene que bajar a la habitación 113 de inmediato. La esposa del archurielita Dannto acaba de ser ingresada, seriamente herida. Trausti desea que se ocupe usted de ella.

Leif alzó las cejas.

—¿No puede ocuparse él?

—Supongo que piensa que ella es demasiado importante para él. Además, puede morir.

—¿Y desea que yo tome la responsabilidad de ello? —dijo Leif con una sonrisa—. Dígale que bajaré de inmediato. Y, Rachel, contacte con mi mujer. Dígale que suelte todo lo que tenga entre manos, aunque sea un bebé, y baje a la 113. ¿Shib?

Se volvió.

—Sigur, eso cancela el experimento por todo el resto del día. Diga a los demás sujetos que pueden marcharse.

Salió a largas zancadas de la habitación. Fuera, tropezó con un hombre que estaba de pie justo frente a la puerta. El hombre retrocedió tambaleante; Leif tuvo la fugaz impresión de que el impacto no había sido tan duro como eso, que el hombre estaba exagerando un poco.

—Disculpe —dijo, y siguió andando. Una fuerte mano sobre su brazo lo detuvo.

El desconocido tosió y dijo:

—¿Doctor Barker? —Su voz era aguda y tenía un ligero acento extranjero.

—Tengo prisa. Le veré más tarde —dijo Leif.

Absorbió al hombre con una mirada. Le gustaba saber quién era la gente a su alrededor, cuál era su aspecto y qué estaba haciendo. Así, después, podía transmitir los detalles esenciales.

Leif se sintió impresionado. Había algo extraño, casi artificial en él. Era bajo y recio, y tenía una piel y un pelo muy claros y unos ojos azules muy claros también. Las orejas, sin lóbulos, eran grandes. La nariz era una contradicción, con sus anchas y llamativas fosas nasales y su arco alto. Los labios eran gruesos.

—¿Cómo se llama? —preguntó Leif.

El hombre tosió.

—Nosotros… Quiero decir, me llamo Jim Crew.

Leif captó el nosotros y miró a los otros sentados en la sala de espera. Un hombre y dos mujeres, todos jóvenes, con unos rostros lo bastante parecidos al de Jim Crew como para convertirlos en hermanos y hermanas.

—¿Están todos aquí para los eegies? —preguntó.

—No, abba —dijo Jim Crew. Miró a los otros. Dos de ellos cerraron los ojos. Sus pestañas eran largas y gruesas como patas de araña. La tensión se apoderó de pronto de la calma que flotaba en el aire. Leif tuvo la sensación de que hilos invisibles se entretejían a su alrededor.

—¿Qué quieren? —preguntó.

Abba —dijo Jim Crew—, hemos acudido a usted porque es el único hombre en París que puede ayudarnos.

Una de las mujeres se puso en pie. Su rostro saltó hacia Leif con una rubia y salvaje belleza. Al mismo tiempo, su expresión se volvió extrañamente abstraída. Si uno pudiera imaginar la carne como una pintura, sería como un cuadro cubista de un santo antiguo.

—Nuestra hija se muere —canturreó, con voz baja y gutural. Sus gruesos labios temblaron, haciendo confusas sus palabras.

Adelantó una mano. Jim Crew la tomó. Dijeron, al unísono:

—Nuestra hija fue atropellada por el mismo auto que mató a Halla Dannto.

La tercera mujer, aún sentada en el diván, con los ojos cerrados, gimió:

—Nuestra hija se muere. Tiene el cráneo abierto, y hay una astilla de hueso que presiona contra su cerebro.

El otro hombre se echó a reír de pronto. En contraste con la evidente aflicción de los otros, su risa fue chocante. Leif se estremeció.

—No importa —dijo el hombre—. En cierto modo, no. En otro, sí. Pero si no acude usted rápido, nuestra hija morirá.

Leif tuvo la sensación como si se hallara en un sueño. Se sentía impaciente por llegar a la habitación de la señora Dannto. Sin embargo, no podía marcharse de allí.

—¿Qué saben ustedes de la señora Dannto? —preguntó—. ¿Cómo saben que ha muerto?

—Lo sabemos —dijo Jim Crew—. También sabemos que vive de nuevo.

—Tengo que acudir junto a la señora Dannto —dijo Leif—. Siento lo de su hija, y haré todo lo que pueda por ella tan pronto como sea posible. ¿En qué habitación está?

—No está aquí —respondió la mujer de pie. Abrió los ojos. Brillantes y de un azul muy claro, mostraban un resplandor que no procedía de los paneles de luz.

—Nuestra hija está en una habitación muy en las profundidades de la ciudad.

—¿Qué es todo esto? —ladró Leif—. Díganmelo rápido. No tengo tiempo para tonterías.

—Tonterías como ésta —dijo el hombre en el diván; agitó la mano para abarcar a las dos mujeres y a Jim Crew— son lo único que tiene sentido real.

Jim Crew sonrió con sus grandes dientes y sus tristes labios.

—Fue golpeada por el auto que se estrelló contra el coche de Halla Dannto. No la trajimos aquí porque eso hubiera significado su muerte… y la nuestra.

—Y nuestra hija sabía que tal vez fuera atropellada, y que tal vez usted tuviera que acudir a ella y salvarla —gimió la belleza salvaje.

—Estoy intrigado —murmuró Leif con voz profunda, con los tendones de su cuello sobresalientes—. Pero no sé de qué están hablando. Y empiezo a preguntarme por qué creen que no voy a llamar a los uzzitas. Evidentemente son ustedes un caso para ellos.

—Usted no hará eso —dijo Jim Crew.

—No lo hará —confirmó la belleza—. Lo sabemos. Nuestra hija lo sabía.

—Usted vendrá a las alcantarillas —dijo la segunda mujer.

—Como a H iré —dijo Leif—. Si quieren que me ocupe de su hija, tráiganla aquí.

Se alejó a largas zancadas, rozando casi a Jim Crew.

Cuando cruzaba la puerta, se detuvo a medio paso, como si de pronto el aire se hubiera vuelto jalea a su alrededor.

Del mismo aire había brotado un no-sonido, una voz que no tenía sílabas nacidas en las ondas del aire pero que se hacía oír inconfundiblemente.

Quo vadis?

Se volvió en redondo.

—¿Qué están haciendo?

—No se sienta violado, doctor Barker —dijo Jim Crew—. Lo hemos hecho sólo para que usted sepa que no estamos… locos.

—Ni somos —añadió la belleza salvaje— gente que deba ser menospreciada.

Le miró, y de pronto Leif se sintió lleno con un pesar que sólo pudo contener con el más violento esfuerzo.

No le gustó, y su rostro debió de reflejarlo, porque al segundo siguiente había desaparecido, dejándole con la pregunta de si no lo habría estado imaginando.

El hombre en el diván rió de nuevo con voz fuerte. Y Leif sintió el deseo de devolverle la risa.

Sujetó el lado de la puerta y apretó con fuerza. Con la sensación de fuerza llegó una advertencia de rechazo. Ahora le miraban, los ocho ojos azules, con un resplandor que parecía ser un foco de algo que brillaba desde dentro de ellos: una sola luz irradiada a través de cuatro pares de mirillas. ¡No absorbería nada de aquella luz! ¡Era un espejo que la reflejaba toda de vuelta a ellos, sin absorberla! Dueño de sí mismo, de la forma que lo deseaba, de la forma que tenía que ser.

—De veras, me gustaría venir —dijo—. Pero, si saben ustedes tanto, también sabrán que no puedo.

—Ah —jadeó Jim Crew a través de su nariz gótica de alto puente—. Pero sí puede. Halla Dannto está muerta. Ya no puede hacer nada por ella.

Tuvo la sensación como si el suelo se deslizara debajo de él. Estaba seguro de que solamente había tres personas que supieran que había muerto: el interno, Zack y él mismo. Y él y Zack ni siquiera estaban seguros.

Pero no tenía tiempo para investigarles. Zack había sido demasiado insistente en la velocidad con la que tenía que acudir a la habitación 113 y el secreto en que debía mantenerlo todo. Enormes y oscuras cosas se movían detrás de todo aquello, y él no tenía tiempo de pararse a hablar.

Cerró tras él de un portazo y cruzó la habitación hacia el QB, Marcó el número de Rachel. El cubo transparente que se proyectaba de la pared parpadeó a una miniatura de su oficina. Y de inmediato empezó a parpadear de nuevo.

—Rachel —dijo—, ¿consiguió contactar con la señora Barker?

—Sí, señor. Viene de inmediato.

Cortó la conexión, y echaba ya a andar de nuevo cuando le llegaron los últimos jirones de la voz de Rachel.

—¡Doctor Barker, espere! Le paso una llamada.

Se volvió y marcó de nuevo el número. Esta vez la imagen le llegó clara.

—Le conectaré con el archurielita Dannto —dijo. La vio pulsar algunos botones en su escritorio, y luego su oficina se desvaneció. Fue reemplazada por otra, una oficina mucho más grande y más lujosamente amueblada. El escritorio era enorme y empequeñecía al hombre que había de pie detrás de él. Absalom Dannto era un hombre corpulento de enormes hombros, una barriga como una montaña y una doble barbilla, con la inferior temblando como la ubre de una vaca asustada. Leif sonrió ante el pensamiento y luego lo echó a un lado, porque el archurielita no era un hombre con el que se pudiera jugar.

La voz de Dannto retumbó a través de unos labios distinguibles por su ausencia.

—¿Barker? Acaban de decirme que mi esposa sufrió un accidente y que se halla en su hospital. ¿Está seriamente herida?

Leíf se sorprendió. El hombre parecía genuinamente preocupado.

—No, abba. Acaban de decírmelo. Me ha interrumpido usted en mi camino a verla.

—Barker, no quiero que la atienda nadie más que usted. Vaya a verla y sálvela.

Leíf veló sus ojos.

—Siempre hago todo lo posible. No importa quién sea el paciente.

—Sé eso. Pero, en nombre del Precursor, haga algo mejor que todo lo posible.

Había agonía en su voz.

—Cualquier cosa que pueda hacerse, se hará —aseguró Leif.

Adelantó la mano para cortar la conexión, algo que nadie excepto él se atrevería a hacer.

—¡Espere! —dijo Dannto—. Tengo entendido que estaba en un taxi automático. Sospecho conducta irreal por parte de los técnicos en el centro de control. Así que he puesto a Candleman en el caso. Probablemente estará ahí dentro de muy poco. Déle toda la ayuda que pueda necesitar para rastrear a los culpables. Estaré ahí dentro de unas pocas horas. Tan pronto como pueda librarme del trabajo. Queda usted completamente a cargo de Halla.

—Shib, abba —dijo Leif—. ¿Incluye eso precedencia sobre Candleman?

—He dicho completamente, Barker.