EL cubo QB transparente de la pared parpadeó. La tormenta en miniatura de su interior se agitó como una bestia enjaulada. Los nubes rodaron; el rayo destelló.
Bruscamente, el caos se convirtió en orden. El QB chasqueó y farfulló, y en él aparecieron unas figuras. Una de ellas era un hombre sentado tras un escritorio. Durante unos breves segundos la escena rieló. Luego, como si la esencia del diminuto hombre hubiera decidido nacer a la existencia, la figura se volvió tan dura y nítida como el hecho en sí.
El cubo contenía la proyección de un estudio televisivo del gobierno. El escritorio y el reportero tras él y el retrato en la pared de Isaac Sigmen a sus espaldas eran reales como la propia vida, aunque sólo a un sexto de su tamaño.
El doctor Leif Barker dio un sorbo al café de su desayuno en su ático encima del Hospital de la Piedad Rigurosa y observó su QB con ojos soñolientos. El instrumento era cada día menos eficiente. Tendría que llamar a los técnicos, aunque estuvieran sobrecargados de trabajo. Si podían conseguir los materiales necesarios —un gran si—, tal vez pudieran conseguir que el QB funcionara a un noventa por ciento de su eficiencia. Pero los materiales de mala calidad que eran lo único que podrían conseguir no impedirían que volviera al cabo de poco a su normal setenta y ocho por ciento; No, era inútil llamar a los técnicos. Estos fallos era un signo de los tiempos.
Dio otro sorbo al abrasador líquido.
Un signo muy bueno también.
A Leif le gustaban esos signos, porque él era su primer impulsor, la araña que se aposentaba en el centro de la red y hacía vibrar los hilos de tanto en tanto, y puede o no puede ser real que el Día que se Detendrá del Tiempo se produzca dentro de un año —estaba graznando el locutor del gobierno—. Pero estamos autorizados a decir que los acontecimientos de los últimos seis meses parecen apuntar hacia esa posibilidad. Todos ustedes saben a lo que nos referimos, los extraños signos y portentos que han sido tan numerosos recientemente.
Leif asintió, soñoliento. Sí, el gobierno de la Unión Haijac había iniciado rumores acerca del Día que se Detendrá el Tiempo, el día profetizado en que Sigmen regresaría de sus viajes a través del pasado y el futuro al presente. Ese día vería la destrucción de sus enemigos y la recompensa de los fieles. Cada seguidor de la realidad recibiría un universo sólo para él con el que jugar; no habría más autoridad sobre él, nada de ángeles guardianes que controlaran hasta su último movimiento.
El gobierno Haijac había creado acontecimientos diseñados para apartar las mentes de los ciudadanos del mucho trabajo y la poca paga. Pero el Cuerpo de la Guerra Fría de la nación de Linde había atrapado la bola y la hacía rodar colina abajo, donde estaba causando una avalancha. Tenían un plan para hacer que las masas se convirtieran en enfervorizados creyentes en la inminente llegada de Sigmen, el Precursor.
Y cuando los ciudadanos esperaban a cada hora la llegada del Día que se Detendrá el Tiempo, ¡cuidado! Porque no sólo obtendrían un Precursor, sino…, y se sumió en meditación acerca de los frenéticos esfuerzos de la burocracia jac por contener la inundación que ellos mismos habían provocado. No había nada más inquietante, más revolucionario, que un hombre que ve que su esperado milenio demuestra ser un fraude.
Eso —más otro importante movimiento con el que Leif estaba estrechamente conectado— podía destruir un imperio.
A medio camino de su segunda taza sonó el timbre de aviso del aparato. Irritado, accionó el interruptor. La escena en el cubo se disolvió de inmediato. La bruma que la reemplazó parpadeó, recorrió toda la gama del espectro y luego se aclaró a una imagen no demasiado enfocada. Reveló la figura de su secretaria, sentada tras su escritorio diez plantas más abajo.
Revelar, pensó Leif Barker, no era la palabra adecuada. No cuando un vestido de tela gruesa, cuello alto y largo hasta los pies cubría su figura. Las virtudes grabadas sobre su carácter maleable como cera por la Sturch no se habían alisado con el roce con su jefe. Rachel era una muchacha real. Nadie la atraparía jamás en ningún comportamiento que pudiera conducir a un pseudofuturo. Era real.
La miró. Ella enrojeció.
—¿Sí? —Por dentro era un gruñido, pero por fuera sonrió. Si podía conseguir que su rostro reflejara la jovialidad deseada, todo iría bien el resto de la mañana.
—Doctor Barker, hay un tal Zack Roe que insiste en verle.
Leif no permitió que su sonrisa cambiara.
—Esta cita no es hasta las diez de la mañana. Dígale que ha sufrido un error.
Otra pequeña figura entró en el cubo y miró a la pequeña caja de cristal sobre el escritorio de Rachel. Zack Roe era un hombre alto y encorvado de pelo gris con apariencia de un obrero sin cualificar. Hablaba islandés con un ligero acento siberiano.
Sujetaba el sombrero en su mano, e inclinó la cabeza al decir:
—Por favor, doctor, sé que no estoy aquí a la hora que me corresponde. Pero olvidé que hoy inicio mis ritos de purificación.
—¿Qué está haciendo entonces aquí?
—Pensé que quizá pudiera pasar mis tests ahora. De esa forma ambos nos sentiríamos satisfechos. Sé que esos tests son importantes, doctor.
Terminó sus palabras con una risita, al tiempo que abría mucho sus ojos azules.
Leif suspiró.
—Shib, bajo ahora mismo —dijo—. Rachel, dígale a Sigur que conecte el eegie, ¿quiere?
Rachel asintió. Leif desconectó la pantalla, bebió el resto de su café, pensó que ya había escaldado lo suficiente su boca, y se dedicó a sus huevos con jamón de mar. Roe le había dado las palabras clave…, de tal forma que daban a entender que Leif tenía que contactar con él tan rápido como fuera posible.
Ocurría algo grande. De otro modo, Zack nunca hubiera roto sus esquemas previstos, proporcionando así una razón para ser investigado. Por fortuna, tenía una buena excusa. Los ritos de purificación pasaban por delante de todo lo demás, y su papel como estúpido paleador encajaba con su aparente olvido.
Leif cruzó varias estancias, muy bien amuebladas para esos opacos y deprimentes días, en dirección al ascensor. Su collie, Peligro, saltó a su encuentro y se mostró completamente ofendido cuando su amo se limitó a rascarle las orejas sin detenerse.
—Más tarde —dijo Leif, al tiempo que pulsaba el botón que llevaría la cabina directamente a las salas del eegie.
No había ninguna razón para sentirse alarmado por el esquema inusual de los acontecimientos, pero se sentía intranquilo. El Plan había ido bien hasta entonces…, casi demasiado bien. Pero no debía permitir que una expresión de ansiedad cruzara su rostro. ¿Qué tenía que temer él, un portador del lámed? Desechó el pensamiento de su mente con una sonrisa y regresó a la rutina del hospital.
Ansió otro café. Y bostezó. Ansia y bostezo. Sonrió para sí mismo. Parecía estar haciendo mucho de ambas cosas últimamente…, aunque la última noche lo había llevado al borde del ansia.
Se abrió la puerta. Entró en la oficina de Rachel.
—Buenos días, doctor —dijo la mujer.
—El Precursor la bendiga. ¿Algo importante en el correo?
No deseaba dar la impresión de prisa. Era posible que ella se hiciera preguntas acerca de su preocupación por una nulidad como Zack.
—Ninguna carta, abba —dijo ella.
—No me llame padre —gruñó él—. Sólo soy diez años mayor que usted.
—Le respeto como a un padre —respondió ella, con los ojos bajos.
Él le alzó la barbilla y la besó en la boca.
—He aquí un beso paternal. Recibirá uno cada vez que me llame abba. Se echó a reír y terminó:
—Y, como recompensa por no hacerlo, recibirá uno también cada vez que no me llame padre…
—¡Doctor Barker! ¡No debe hacer usted eso! —Las mejillas de la mujer llamearon.
Él le sonrió.
—Me aprovecho de usted porque soy un portador del lámed —dijo—. Por otra parte, ¿de qué sirve serlo si uno no puede aprovecharse de ello?
Ella le miró con la boca abierta. Leif resistió la tentación de cerrársela con otro eso. Aunque hermosa, era más azúcar frío que carne cálida. El hombre que rompiera sus defensas descubriría que hubiera hecho mejor empleando su tiempo en otro lugar. Ella no era un buen asunto; los gastos serían grandes y la inversión congelada.
Oh, bueno, era un ser humano y no responsable de lo que era. Entró en el ascensor, se volvió, saludó alegremente a Rachel con la mano y la apartó de su mente. Algo grande se estaba cocinando; probablemente su vida se hallaba implicada en ello.