Dos semanas después
Céfira estaba sentada en el sillón de Stryker, escuchando música. Llevaban dos semanas persiguiendo a los gallu para convertir a más daimons, pero la tarea resultaba complicada.
De momento contaban con algunas decenas de daimons convertidos, pero el resto de su ejército se veía obligado a continuar alimentándose de los humanos.
—Os atraparemos —musitó.
Al igual que Stryker, no tenía la menor intención de ver cómo su gente moría mientras Apolo vivía tan alegremente. Sobre todo por el hecho de que si Medea volvía a casarse, sus hijos serían apolitas.
Y también sufrirían la maldición.
La puerta se abrió.
Alzó la vista y vio que se trataba de Stryker, espada en mano. Lo observó extrañada mientras cruzaba la estancia y dejaba el arma sobre el escritorio, frente a ella. Acto seguido, se arrodilló a su lado sin mediar palabra.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Te prometí que después de dos semanas dejaría que me matases. —Clavó la mirada en la espada con gesto elocuente—. Y estoy cumpliendo esa promesa.
Céfira enarcó una ceja al escucharlo.
—¿Ah, sí?
Stryker asintió con la cabeza.
—Mi vida te pertenece, Fira. La dejo en tus manos.
Céfira cogió la espada del escritorio y se levantó. La sostuvo en alto para comprobar su perfecto equilibrio y admirar el brillo de la hoja.
—¿Vas a dejar que te mate? —Le colocó la punta justo sobre el corazón.
Sus miradas se encontraron.
—Es una cuestión de honor.
Céfira presionó, pero no lo suficiente para herirlo.
—Stryker, ¿morirías por mí?
—¿No es eso lo que te estoy diciendo?
—No. Estás haciéndolo por honor, y eso no es lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Quiero que estés a mi lado y que nunca, jamás, vuelvas a fallarme.
Su mirada plateada adquirió un brillo sincero.
—Jamás te fallaré.
—Júralo por tu vida.
Su gesto se endureció.
—No puedo hacerlo.
Céfira presionó hasta que la espada lo hirió, arrancándole una gota de sangre.
—¿Por qué no?
—Porque mi vida eres tú —respondió, pero se le quebró la voz—. Y porque no puedo seguir viviendo otro día más sin ti.
Céfira soltó la espada, que cayó al suelo.
—Te odio por lo que me haces sentir.
Stryker la estrechó entre sus brazos hasta que ella se arrodilló frente a él.
—¿Y cómo te sientes?
—Débil y vulnerable. Eres mi alma, y como vuelvas a arrebatármela, no te perdonaré nunca.
Stryker sonrió.
—No te preocupes, amor mío. Siempre estaré a tu lado.
Estaba a punto de inclinar la cabeza para besarla cuando la puerta que tenían detrás se abrió de tal forma que golpeó contra la pared. Furioso por la interrupción, Stryker se volvió y descubrió a Davyn.
El gruñido con el que pensaba despacharlo se le quedó atascado en la garganta al verle la cara.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó en cambio.
—Podemos caminar bajo el sol.
Stryker frunció el ceño.
—¿Cómo?
Davyn asintió con la cabeza.
—Estaba persiguiendo a unos gallu y se me hizo tan tarde que amaneció. Pensaba que había llegado la hora de mi muerte, pero no. He visto el amanecer por primera vez desde hace siglos y sigo vivo. ¡Sigo vivo!
Stryker intercambió una mirada sorprendida con Céfira.
—Los gallu son inmunes al sol —susurró ella—. Nunca se me ha ocurrido pensar que su sangre nos inmunizaría también.
—¿No lo has intentado nunca?
Ella negó con la cabeza.
—No me he atrevido.
Stryker esbozó una lenta sonrisa.
—Somos libres.
—Es el amanecer de los daimons y el fin de la humanidad.