Céfira se sentó en el trono de Stryker mientras sus daimons y él luchaban contra los gallu. Había enviado a Medea con su padre, pero ella se había quedado al margen de la batalla a fin de analizar todo lo que había sucedido en las últimas horas.
Necesitaba tiempo a solas para pensar y asimilar las complicaciones que se le habían presentado de repente. Las cosas sucedían con tanta rapidez que estaba abrumada por las emociones y por lo que suponía en su vida la presencia de Stryker. Y su pasión. Sin embargo, allí sola en la oscuridad podía imaginar un futuro por primera vez desde hacía siglos.
Stryker a su lado mientras luchaban para reclamar el lugar que les pertenecía en aquel mundo que les había sido tan hostil.
Cerró los ojos y se imaginó lo que sería ocupar aquel trono a su lado mientras él dirigía su ejército. Con los poderes de los gallu, podrían abandonar ese escondite y volver a habitar el mundo de los humanos.
No, no era el mundo de lo humanos.
Era el mundo de los daimons.
Sus labios esbozaron una lenta sonrisa a medida que la imagen tomaba forma en su mente. Con los poderes de Medea, podían localizar a los gallu que sobrevivieran y acorralar a otros demonios para ver qué tipo de poderes podían arrebatarles y qué uso hacer de ellos. Las posibilidades que se habían abierto eran infinitas.
Incluso podían convertirse en una nueva raza de dioses.
¿Por qué no se le había ocurrido algo así antes?
Porque había pasado mucho tiempo siendo una concha vacía. Se había olvidado de lo que se sentía al vivir con aquel fuego interno que ansiaba más. Con aquel fuego que era un ente vivo que respiraba y lo consumía todo. Con aquel fuego que era imposible negar y que le exigía una existencia mejor que la que había llevado hasta entonces.
Por primera vez desde hacía siglos se sentía completa y veía un futuro para ella y para su hija. Un futuro lleno de poder…
Y de destrucción.
—No necesitas a Stryker para eso.
Abrió los ojos y descubrió a War frente a ella. Tenía doblada la pierna en la que apoyaba el peso, y la arrogancia de su porte habría resultado demoledora si no estuviera al tanto de su naturaleza caprichosa y letal. Eso sí, era más guapo de lo que un dios de la destrucción debería ser. Sin embargo, para él todos eran peones a los que gobernar y destruir según se le antojara.
Ella jamás sería tan imbécil. Hirviendo de furia, se puso en pie para hacerle saber que sus poderes no la asustaban.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a ver a Stryker y, sin embargo, me he encontrado a la mujer más hermosa que ha visto el mundo. Eres una belleza sin parangón.
Céfira resopló.
—Los halagos no me afectan.
War se plantó a su lado antes de que pudiera parpadear siquiera. Sus ojos oscuros la miraron con intensidad y con un deseo que resultaba excitante pero también aterrador. En sus labios se atisbaba el asomo de una sonrisa.
—Y yo no los hago a la ligera. Pero en tu caso… —Aspiró el aire entre dientes mientras la devoraba con los ojos—. Podrías volver loco de deseo a un dios.
La insinuación y el hecho de que subestimara su determinación hicieron que se tensara.
—Me aburres.
La sonrisa de War se ensanchó y su expresión se tornó agradable… como si así pudiera disimular el hecho de ser un chacal a la espera del momento preciso para saltarle al cuello.
—No es mi intención, preciosa. De hecho, lo que quiero es verte florecer. Imagínate un mundo donde solo gobiernes tú. Un mundo a tus pies, con criados que satisfagan todos tus deseos.
Céfira lo vio claramente. Era capaz de imaginarse lo que War describía incluso con los ojos abiertos.
—¿Y cuál sería el precio para lograrlo?
War le apartó un mechón de pelo del hombro y sus dedos se demoraron un instante en su cuello mientras se inclinaba para oler su perfume. A Céfira le resultó extraño que el gesto no le provocara el mismo escalofrío que sentía cuando Stryker la acariciaba de la misma forma. Lo que le provocó fue recelo e indiferencia.
—Ninguno. Lo único que quiero es señalar que Stryker os ha nombrado herederas a tu hija y a ti. Si él muriera, todo esto sería vuestro.
Céfira frunció el ceño, consciente de lo que implicaban sus palabras.
—Piénsalo —insistió War de forma seductora—. Un mundo donde no tendrás que servir a Artemisa. Con miles de guerreros a tu disposición deseosos de morir para complacerte. Madrigueras que podrás usar para ir a cualquier lugar de la Tierra. Serías una fuerza a tener muy en cuenta, y para conseguirlo solo tienes que completar la misión que te encomendó Artemisa. La misión que estás obligada a cumplir. Mata a Stryker. —Sonrió mientras su voz adquiría un timbre grave—. Sé que quieres hacerlo, y tú también lo sabes. Stryker te abandonó una vez y si se le presenta la oportunidad, volverá a hacerlo.
Era cierto, y las dudas que aún albergaba lograron que se tensara.
Tenía muy claro que podía confiar en sí misma. Pero ¿podía confiar de verdad en Stryker?
—Los gallu han huido.
Céfira alzó la vista cuando Stryker entró en el dormitorio con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas. En ese momento le recordó a un muchacho eufórico después de una emocionante cabalgada, orgulloso de sí mismo por sus logros.
También le recordaba al muchacho que se había marchado y la había dejado sola para que se ocupara de sí misma y de su hija. Al muchacho que no se había interesado por ellas ni una sola vez desde entonces.
«Mata a Stryker.» Las palabras de War reverberaron en su mente.
Cuando Artemisa le encomendó la misión le había parecido muy sencilla. Pero ya no tenía nada de sencilla. Y mucho menos cuando Stryker se metió en la cama con ella, a su lado, y la ira que quería sentir hacia él se había esfumado.
Era la personificación del sexo. Tenía unas piernas tan largas que sobresalían por el borde del colchón al menos veinticinco centímetros. Pero lo peor era que los vaqueros se le ceñían tan bien al culo que le estaban dando ganas de clavarle los colmillos. O más bien de ponerse debajo y rodearlo con brazos y piernas hasta que ambos estuvieran sudorosos y agotados.
«Mátalo.»
Desoyó la vocecilla y lo miró.
—Los has vencido. ¿Y ahora qué?
Lo vio limpiarse la sangre que le manchaba la mejilla mientras soltaba un suspiro cansado. Tenía el pelo húmedo y las mejillas sonrojadas por el esfuerzo de la lucha. El color resaltaba el tono plateado de sus ojos.
—Está amaneciendo, así que nos hemos retirado. Al atardecer caeremos sobre ellos sin piedad. —Soltó otro largo suspiro—. Kessar se me ha escapado, cosa que me habría arruinado el día si no me hubiera encontrado a la mujer más hermosa del mundo esperándome en la cama. —Le levantó una mano y comenzó a mordisquearle las puntas de los dedos.
El gesto hizo que una miríada de escalofríos le recorriera el brazo y se extendiera por todo su cuerpo, alentada por la mirada seductora de sus ojos plateados.
—Me habría gustado más encontrarla desnuda, pero lo que veo ya me excita.
Céfira lo observó disfrutar de sus caricias mientras le pasaba la áspera barbilla por la palma de la mano. El cosquilleo la excitó al instante. Hasta ese día en concreto no se había dado cuenta de lo sola que se había sentido. De lo mucho que ansiaba que alguien la abrazara.
No, que la abrazara Stryker.
Distinguió en su boca el asomo de una sonrisa mientras se acercaba para darle un beso delicado y tierno en los labios. Notó el roce de sus colmillos en el labio inferior. El distintivo de un verdadero depredador. Cuando se casaron, no había colmillos. No existía aquella sed de sangre…
Solo eran dos jóvenes enamorados.
Los labios de Stryker se trasladaron a su cuello, y las caricias de su lengua aumentaron su deseo.
—Quédate conmigo, Fira —le susurró al oído.
—Yo no fui la que se marchó.
Stryker la abrazó y se deleitó con la suavidad de su cuerpo mientras la culpa lo corroía. Había cometido tantos errores en el pasado… Errores que le robaban el sueño cuando debería estar dormido. Pero con Céfira al lado tenía la impresión de que se le había otorgado otra oportunidad para enmendar algunos de sus remordimientos de conciencia.
—Lo sé.
Quería ayudarla a olvidar el pasado. Quería volver a ganarse su confianza. Cada vez que pensaba en los miles de años que habían estado separados cuando podrían haberlos pasado juntos sentía algo desgarrador. Porque se lo había perdido todo por ser un imbécil.
Los primeros pasos de su hija. Su primer enamoramiento. Su matrimonio. El nacimiento y la muerte del nieto que nunca había conocido. Debería haber estado con ellos para protegerlos.
Porque lo había prometido.
Tal vez ese fuera el castigo por no haber mantenido la promesa que les hizo a los dioses. Verlas en ese instante y perderlas para siempre.
Pero debía aferrarse a la esperanza. No podía dejarlas marchar sin intentar recuperar lo que habían tenido en el pasado.
—Dime qué tengo que hacer o decir para conseguir que me perdones.
Los ojos de Céfira encerraban el mismo tormento que él sentía en el alma.
—No lo sé, Stryker. El paso del tiempo me ha endurecido.
Su respuesta le arrancó un resoplido.
—¿A ti? Tú no mataste a tu hijo por una simple decepción. —La ira y la angustia se apoderaron de su mente al recordar la cara de Urian. Sin embargo, no eran nada comparadas con la culpa—. Los humanos mataron a tu yerno, pero yo maté a la mujer de Urian. Le arrebaté a mi hijo lo que más quería en el mundo. ¿Soy un cabrón o no? —Se había convertido en el mismo ser aborrecible que era su padre, y eso era lo que más odiaba de él mismo. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y cambiar aquello también.
Céfira le apartó el pelo de los ojos.
—¿Por qué?
Una pregunta tan complicada como el mismo universo, porque ni siquiera él era capaz de desentrañar todas las razones que lo habían obligado a convertirse en el monstruo contra el que había luchado con tanto empeño.
—Porque pertenecía a la rama bastarda de los atlantes. Era una descendiente de mis hermanas medio apolitas. He pasado siglos dándoles caza, matándolos con la intención de acabar con mi padre. Porque mientras ellos vivan, mi padre seguirá viviendo. Apolo hizo el mismo trato con ellos que con los míos: nuestras vidas están ligadas a la suya. Pero a diferencia de mi rama genealógica, ellos no se convirtieron en daimons. Así que mientras nuestras vidas quedaban desligadas de la de Apolo, la suyas no. Y después de lo que me obligó a hacer contigo, ansiaba matarlo. —Apretó los dientes mientras las emociones lo consumían. Ansiaba la muerte de su padre por encima de todas las cosas—. Lo único que recuerdo de mi infancia es la adoración que mi padre sentía por mis hermanas, sobre todo por la mayor, y las veces que dijo que ella debería ser su legado, no yo. Por mucho que lo intentara, nunca era lo bastante bueno para él. Analizándolo en retrospectiva, ni siquiera sé por qué me esforzaba tanto por complacerlo, pero al no tener una madre que me quisiera, esperaba que él lo hiciera. Por eso Satara y yo estábamos tan unidos… bueno, tan unidos como pueden estarlo dos víboras. Como su madre era humana y no apolita, tampoco era lo bastante buena para Apolo. Era a la única persona a quien trataba peor que a mí. —Y esa era la razón por la que también odiaba a Apolimia. Al final, tampoco había sido lo bastante buena para ella. Igual que le había sucedido con su padre.
Apolimia prefería a Aquerón, aunque le llevara la contraria y protegiera a aquellos a quienes la diosa quería destruir. Sin embargo, él siempre le había sido leal.
Por una vez en la vida le gustaría que alguien lo valorara. Le gustaría contar con una persona que estuviera dispuesta a sacrificarse por él.
Pero no estaba escrito que eso sucediera.
—Cuando Urian se casó a mis espaldas con una de ellas y lo descubrí, me cegó la ira. No vi las consecuencias que podían tener mis actos, porque lo único que quería era vengarme y herir a la persona a la que debería haber protegido por encima de todo. —Meneó la cabeza—. Soy un cabrón.
Céfira no dijo nada al respecto. Se limitó a cogerle la mano y a mirarlo sin pestañear.
—¿Por qué no me hablaste de todo esto mientras estuvimos casados?
Al mirar sus manos unidas, lo asaltó una fuerza inmensa por el hecho de que Céfira no se alejara de él, asqueada. Nunca se había confesado hasta ese punto con otra persona, y se preguntaba por qué lo estaba haciendo en ese momento.
Aunque sabía muy bien por qué. Céfira era su corazón y había añorado mucho la presencia de ese órgano vital.
—Porque estaba avergonzado. Te impresionaba tanto mi linaje que no quería que supieras lo que mi padre pensaba de mí. No quería que nadie lo descubriera. Quería fingir que era su amado hijo, destinado a llevar a cabo sus ambiciosos planes. —Apartó la mirada, incapaz de soportar su escrutinio mientras desnudaba la parte más maltrecha de su alma. Un alma que jamás había puesto en las manos de otro ser—. Ya sabes cómo era el mundo en aquel entonces. Yo era el único hijo apolita y mi padre no paraba de recordarme que mi hermana mayor era más hombre que yo. —Le escocían los ojos mientras clavaba la mirada en el suelo y recordaba una ocasión en la que su padre lo había vestido de mujer.
Acababa de entrar en el templo de Apolo y el dios había usado sus poderes para cambiar su ropa.
«Ahora vas vestido tal como lo exige tu verdadera naturaleza. Tal vez debería castrarte también, no sé… Ojalá no te necesitase para que procrearas. Espero que tus hijos tengan más testosterona que tú.»
Aquellas palabras, sumadas a la humillación que sentía, se le habían quedado grabadas a fuego en el alma. El desprecio de su padre lo había endurecido hasta el punto que se encontró sin nada que entregar a los demás.
—¿Sabes lo doloroso que es admitir esto incluso ahora?
La mirada de Céfira se suavizó mientras se llevaba su mano al corazón.
—¿Por eso te enamoraste de mí? ¿Porque creías que no podrías aspirar a nada mejor?
La pregunta avivó su ira.
—Me enamoré de ti por lo que me hacías sentir cuando estábamos juntos. Porque contigo tenía la impresión de que te importaba. A tus ojos era el hombre que aspiraba a ser, aunque mi padre insistiera en decirme que era un fracaso. No he vuelto a sentir nada igual desde la noche en que salí por la puerta y te abandoné. Me has dicho que moriste aquella noche. Yo he muerto cada noche desde entonces. Todas y cada una de ellas.
Céfira le clavó las uñas en la mano.
—Stryker, te odio.
La verdad, tampoco esperaba otra cosa de ella. Parecía que el odio era el único sentimiento que inspiraba en los demás. Con el corazón destrozado, empezó a apartarse de ella.
Pero Céfira lo detuvo y tiró de él para retenerlo entre sus brazos.
Sorprendido, la miró a los ojos.
—Sigues siendo el mismo imbécil de entonces.
Su furiosa declaración fue la gota que colmó el vaso, pero antes de poder mandarla a tomar por culo, Céfira lo instó a que se acercara y lo besó con una pasión tan abrasadora que todo comenzó a darle vueltas. La aferró por la nunca e inspiró por la nariz mientras el roce de sus labios se llevaba los malos recuerdos que lo torturaban. Era sorprendente que una persona pudiera guardar tantas mentiras. La vergüenza que se podía ocultar. Era más fácil fingir que su padre lo había amado, que había sido un lamentable error que lo maldijera junto al resto de la raza apolita.
Sin embargo, la cruda verdad… era algo que nunca había querido asimilar. A su padre le había dado igual. Y eso le dolía. Lo enfurecía. Lo debilitaba.
Cerró los ojos mientras Céfira le mordisqueaba la barbilla, alejando con sus besos el dolor de la realidad. Usó sus poderes para desnudarla y para desnudarse él, y después rodó sobre el colchón hasta tenerla encima. Céfira era la única persona a la que le había otorgado poder sobre él. Le pertenecía, era suyo y lo tenía muy claro. La llevaba grabada a fuego en su alma once mil años después del día que había huido de él en el puerto. Y si moría, quería que fuera por su mano. Por la mano de la mujer que al menos lo había amado durante un breve lapso de tiempo.
Levantó las manos para cogerle la cara entre ellas y se limitó a disfrutar de la vista de su cuerpo desnudo. Abandonó sus mejillas y descendió hasta sus pechos. Generosos y turgentes. Su recuerdo también lo había torturado por las noches, deseoso de volver a acariciarlos y de volver a vivir momentos como el que estaba viviendo en ese instante.
—¿Todavía no me conoces, Stryker? —le preguntó ella.
—¿Por qué lo dices?
—Cuando me enfado digo cosas que en realidad no siento —contestó Céfira mientras trazaba con un dedo el contorno de sus labios—. Cuando te dije que te fueras, lo único que quería era que te quedaras. Quería devolverte el daño que me habías hecho.
—Me dijiste que era despreciable.
—Eso lo dije en serio. Porque estabas recogiendo tus cosas para obedecer a tu padre y abandonarme. Porque yo me sentía despreciada. Por eso te insulté.
Y sus palabras lo destrozaron para siempre. Su ira despertó de nuevo.
—Pues me hiciste sentir lo mismo que me hacía sentir mi padre. Como si no fuera un hombre. Sus críticas siempre eran dolorosas, pero las tuyas me llegaron al alma. Y dejaron unas heridas que aún no han cicatrizado.
Céfira lo golpeó en el pecho. No para hacerle daño, pero sí con la fuerza suficiente para hacerle saber que seguía enfadada con él.
—¿Y qué crees que me hiciste tú a mí? ¿Sabes la cantidad de veces que me llamaron «puta»? Antes de recurrir a Artemisa, volví a casa de mi padre. Me quitó el dinero que tú me habías dejado y después me arrojó a la calle. Me dijo que si no podía retener a mi marido, debería abrirme de piernas para otro que me aceptara.
Stryker hizo una mueca y su mirada se tornó asesina. Habría preferido que no le hubiera contado ese detalle.
—Si me hubiera llegado a enterar, habría matado a tu padre.
—Pero no lo hiciste, y por eso te odié todavía más. Porque sabías el infierno en el que había vivido antes de que te casaras conmigo. Sabías que mi padre me maltrataba. ¿Qué pensabas que podía hacer yo sola en un mundo donde una mujer ni siquiera podía ir a comprar sin que un hombre la acompañara?
Stryker tiró de ella para que se tumbara sobre su cuerpo y sintió el roce de su aliento en la cara.
—Solo podía pensar que mi padre te mataría por mi culpa y me obligaría a seguir con vida después de haber sido el culpable de tu muerte, después de haberlo obligado a matarte. Jamás me habría concedido la paz de la muerte. Y tenía clarísimo que eso era lo único que no podría soportar. Seguir viviendo sabiendo que te había ocasionado la muerte.
Céfira ansiaba perdonarlo. Con todas sus fuerzas. Pero había sufrido un daño atroz. Aquellos primeros años con Medea habían sido muy difíciles, y aunque Artemisa les dio cobijo, nunca había sido amable con ellas.
Había cambiado muchísimo desde la noche en que Stryker la había abandonado.
Pero claro, él también había cambiado. Ya no era el mismo muchacho asustado por la posibilidad de enfurecer a su padre. El hecho de que hubiera dado caza a los descendientes de Apolo era prueba más que suficiente.
«Mátalo.»
Eso era lo que War quería que hiciera. Lo que Artemisa deseaba.
Pero ¿qué pasaba con sus propios deseos?
Sus ojos plateados la abrasaron y el tormento que guardaban le llegó al corazón.
—Perdóname, Céfira, y te juro, no por los dioses sino por mi honor y por mi alma, que nunca volveré a decepcionarte. Déjame hacer lo que debí haber hecho hace siglos.
—¿El qué?
—Entregarte mi corazón, mi lealtad y mis servicios. Nadie volverá a separarnos jamás. Te lo juro por mi vida.
Céfira le arañó el pecho con suavidad.
—Fuiste tú quien nos separó.
—Yo y tu furiosa terquedad. Me marché, sí, pero tú me heriste mientras caminaba hacia la puerta. Pisoteaste mi dignidad, mi hombría. Si no lo hubieras hecho, tal vez le habría plantado cara a mi padre. Pero era difícil razonar contigo mientras me decías las mismas cosas que él.
Céfira frunció el ceño mientras trataba de recordar la discusión de aquella noche. Todavía escuchaba sus palabras con claridad, pero las que ella había pronunciado… parecía haberlas olvidado.
—¿Qué dije?
Su pregunta lo dejó pasmado.
—¿No te acuerdas?
—Pues no, la verdad.
Stryker levantó las manos y le colocó los dedos en las sienes. Usó sus poderes divinos y rememoró los acontecimientos que sucedieron la noche en cuestión. Nunca lo había hecho. Prefería recordar los momentos en los que lo abrazaba. Sin embargo, era hora de que Céfira recordara exactamente lo que le había hecho.
Volvió al momento en el que se encontraba con Apolo en la casa que compartía con Céfira. Tendría unos quince años y era un muchacho desgarbado, delgado y torpe que no acababa de sentirse a gusto con su cuerpo. Apolo lo agarró por el pelo con el rostro demudado por la ira.
—¿De verdad crees que voy a permitir que engendres un hijo con esa puta? Harás lo que se te ordene o la ira de los dioses caerá sobre ti de tal forma que los castigos del pasado te parecerán caricias.
Stryker intentó luchar, pero sus poderes no eran nada comparados con los de su padre.
—Padre, ella es lo único que quiero en la vida. Por favor, no me pidas que haga esto.
Apolo le tiró del pelo con saña antes de soltarlo.
—No te estoy pidiendo nada. Te lo estoy ordenando. Si no estás en casa al amanecer, haré que la violen y que la golpeen hasta que no puedas reconocerla siquiera.
La amenaza lo horrorizó.
—Lleva a tu nieto en su vientre.
En ese momento Apolo lo cogió del cuello y lo estampó contra la pared.
—Si vuelves a poner a prueba mi paciencia, te convertiré en un afeminado y te mandaré al templo de Artemisa para que sirvas con Satara y con sus insípidas doncellas. —Lo arrojó contra la pared opuesta—. Si sigues aquí cuando amanezca, la verás morir a golpes.
Con los ojos llenos de lágrimas y el corazón destrozado, Stryker miró a su padre.
—¿Por qué me haces esto?
—Eres mi legado. Gracias a ti destronaré a Zeus y gobernaré este pútrido mundo. Ya es hora de que madures y te conviertas en el hombre que debes ser. Si me decepcionas, te lo digo en serio, te convertiré en una mujer y sufrirás el mismo destino que le espera a tu esposa. —Y con aquellas palabras desapareció.
Stryker se dejó caer al suelo mientras su mirada volaba por la habitación donde por un breve lapso de tiempo había conocido la felicidad. El único período de su vida en el que se había sentido amado y querido. Y no porque formara parte del destino de otro, sino por sí mismo.
Se echó a llorar como no había llorado en la vida. Sabía que no le quedaba más remedio que obedecer a Apolo. ¿Quién podía huir de un dios? Debía acatar los deseos de su padre, porque de lo contrario el dios disfrutaría de lo lindo haciéndolos sufrir por haberlo desafiado.
—Fira, no permitiré que te hagan daño —musitó mientras se obligaba a ponerse en pie.
Recogió unas cuantas cosas con el corazón destrozado. La cinta verde que Céfira había llevado el día de su boda. La miniatura en la que estaba vestida de novia y un frasquito de perfume. Se detuvo en el tocador donde ella se sentaba por las noches y por las mañanas, donde se preparaba para acostarse o para enfrentarse al nuevo día.
Lo único que quería era apoyar la cabeza en su regazo y dejar que le acariciara el pelo mientras le aseguraba que todo se solucionaría. Que nadie le haría nada.
Pero era imposible.
Aquella noche debía arruinarle la vida.
Guardó las cosas que había recogido en una bolsa pequeña que llevaba atada al cinturón y deseó morirse en ese momento.
«Debería irme antes de que vuelva», pensó.
Pero no. No podía hacerle eso. A pesar de lo que su padre pensaba, no era un cobarde. No podía dejarla sin ofrecerle una explicación. No podía abandonarla con la incertidumbre de su paradero o de los motivos por los que no había vuelto a casa. No podía permitir que lo creyera muerto o, lo que era peor, que se pasara los días esperando su regreso cuando tenía muy presente que no podría regresar jamás. Céfira se merecía escuchar la verdad de sus labios.
Tomó una entrecortada bocanada de aire y se sentó para aguardar su regreso.
En cuanto la vio entrar, se quedó sin aliento. Era de baja estatura y de apariencia frágil, pero era más hermosa incluso que Afrodita. Sus ojos verdes brillaron mientras se movía por la estancia encendiendo más lámparas.
Su radiante sonrisa lo entristeció aún más, porque sabía que jamás volvería a ver algo tan precioso.
—¿Qué haces aquí sentado a oscuras?
Stryker carraspeó, pero el nudo que tenía en la garganta no desapareció.
—Tengo que decirte una cosa.
Céfira dejó los paquetes que llevaba encima de la mesa.
—Yo también, es que…
—No, por favor, déjame hablar.
—No me gusta ese tono de voz, Strykerio —le soltó ella, ceñuda y extrañada.
A Céfira no le gustaba que le hablara con brusquedad. Por eso intentaba por todos los medios no mostrarle aquella faceta de su personalidad.
—Lo sé, pero lo que tengo que decirte no puede esperar.
Céfira se acercó a él y le acarició el ceño fruncido con delicadeza.
—Estás muy serio.
Tenía la boca tan seca que no sabía si sería capaz de hablar. Lo único que deseaba era abrazarla y mantenerla a su lado eternamente.
Sin embargo, estaba a punto de romperle el corazón y de romper también el suyo.
«Tengo que hacerlo.»
Se la imaginó mientras la atacaban y la imagen fue tan impactante que dio un respingo. No le cabía la menor duda de que su padre cumpliría su amenaza.
Tomó una honda bocanada de aire para reunir el valor necesario y se obligó a hablar.
—Me marcho.
—Muy bien, akribos. ¿Cuándo volverás?
La aferró por los brazos para concentrarse.
—No volveré. Nunca.
El brillo desapareció de los ojos de Céfira y su ausencia lo golpeó como si acabaran de darle un puñetazo en la garganta.
—¿Cómo?
—Mi padre ha dispuesto que me case mañana. Si no me divorcio de ti esta misma noche, os matará al niño y a ti.
La furia transformó sus hermosas facciones en las de una Gorgona.
—¿¡Cómo!? —bramó mientras lo apartaba de ella con un empujón.
Stryker intentó acercarse de nuevo.
—Fira, lo siento. No tengo otra opción.
Ella le dio un manotazo para que no la tocara.
—Sí que la tienes. Todos tenemos opciones.
—Nosotros no. No pienso quedarme para ver cómo te matan.
Su mirada lo recorrió con desdén mientras ponía cara de asco.
—Eres un cobarde despreciable.
El insulto lo ofendió.
—No lo soy.
Céfira le abofeteó la cara con fuerza.
—Tienes razón. Ser un cobarde es demasiado para ti.
Y siguió despotricando contra él mientras la escuchaba con la mejilla dolorida. Apenas pudo oír todos los insultos. Pero lo llamó «patético», «despreciable» y «cobarde» tantas veces que los tres adjetivos reverberaron después en sus oídos.
—Estoy haciendo esto para protegeros al niño y a ti. Me aseguraré de que estáis bien.
—No hay ningún niño —le soltó—. He sufrido un aborto.
Las noticias lo hicieron trastabillar hacia atrás.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿Por qué no me lo has dicho?
—Acabo de hacerlo. No hace falta que te compadezcas. Ya no habrá un niño que necesite al cobarde de su padre.
—¡No soy un cobarde!
Céfira volvió a empujarlo.
—Fuera de mi vista. Eres un ser despreciable, ni siquiera eres un hombre. No te quiero aquí. ¡Por los dioses, qué estupidez cometí al dejar que te metieras en mi cama! ¡Qué tonta fui al confiar en ti!
—Te quiero, Fira.
—¡Mentiroso! —gritó al tiempo que le lanzaba un cuenco que cogió de la mesa—. ¡Me das asco! —Lo sacó de la casa a golpes y después le cerró la puerta en las narices. No antes de arrojarle la alianza de boda.
Stryker se quedó al otro lado de la puerta, escuchándola romper cosas y golpearlo todo. Colocó las manos en la madera, ansiando abrir la puerta. Pero ¿para qué? Céfira lo odiaba.
Pero no tanto como se odiaba él.
—Por lo menos estarás a salvo. —Le había dejado mucho dinero—. Y si me odias, no me echarás de menos. —Se permitió llorar apoyado en la puerta, mientras aferraba con fuerza el picaporte, desesperado por regresar a su lado.
Ojalá pudiera.
Sacó la miniatura de la bolsita y contempló su rostro. Después de darle un beso, dio media vuelta y se alejó.
Céfira jadeó cuando Stryker abandonó su mente y la dejó con aquella última imagen, aferrando la miniatura antes de marcharse de la casita.
Lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Tu padre iba a ordenar que me violaran?
—Eso dijo. No tenía motivos para pensar que fuera una broma.
La perplejidad hizo que la furia se esfumara.
—Me estabas protegiendo.
—Llevo un tiempo tratando de explicártelo, sí. ¿Por qué si no iba a dejarte cuando eras lo único que me importaba en la vida?
Furiosa con el mundo, le asestó un rodillazo en un costado.
—¡Ay! ¿A qué ha venido eso?
—Porque eres un gilipollas. Como vuelvas a ocultarme un secreto como ese, te juro que te destripo.
—Tenías catorce años —le recordó él, a la defensiva—. Pensé que te asustarías mucho si te enterabas de las amenazas de mi padre.
Y tenía razón. Sobre todo teniendo en cuenta que había sufrido otras violaciones antes. Por eso precisamente lo quería tanto. Porque la había mantenido a salvo; y por eso lo odió tanto cuando la abandonó. Porque el miedo a estar sola la abrumó, el miedo a no contar con protección para sí misma ni para Medea…
Y esa fue una de las razones por las que se vinculó con el gallu. Porque quería su fuerza para proteger a su hija. Para asegurarse de que ningún hombre volvería a forzarla.
Lo golpeó en el pecho, todavía enfadada.
—Me dan ganas de darte de hostias.
Stryker esbozó una sonrisa torcida.
—Ya te he dado permiso para hacerlo, siempre y cuando estés desnuda. Estoy a tu merced.
Céfira notó que se ponía colorada al recordar que estaba desnuda y sentada a horcajadas sobre él. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado algo así?
Los ojos de Stryker se oscurecieron mientras ella contemplaba su cuerpo desnudo. Estaba como un tren. Era la perfección personificada.
Y acababa de admitir que estaba a su merced. Se inclinó hacia delante y le susurró al oído:
—Eres insoportable.
Stryker contuvo el aliento mientras le lamía el lóbulo de la oreja, provocándole un sinfín de escalofríos. Siguió insultándolo mientras le prodigaba tiernas caricias. Al final, acabó soltando una carcajada.
—¿Te parezco graciosa?
—Más bien deliciosa. —Se incorporó para chuparle un pezón—. Maravillosa y apetitosa.
Céfira contuvo el aliento.
—Un hombre que quiere a una mujer que lo odia no está bien de la cabeza.
—En ese caso, no tengo cura.
El tono burlón de Stryker hizo que ella meneara la cabeza.
—¿Qué voy a hacer contigo?
—Abrázame. Déjame amarte como debería haberlo hecho hace tantos años.
Y le arrancó un gemido al hundirse hasta el fondo en ella con una certera embestida. ¡Por los dioses!, pensó. Era maravilloso sentirlo en su interior. Entre sus brazos era difícil recordar los motivos por los que debería odiarlo.
Tal vez porque en realidad no lo odiaba. Tal como él había dicho, eran dos mitades de la misma alma. Compañeros. Sin él, estaba incompleta y después de haberlo recuperado…
Se sentía en la gloria.
Mientras Stryker le hacía el amor lentamente, se dio cuenta de que se encontraban en la misma encrucijada que se les presentó la noche que su padre le exigió que la abandonara.
Sabía adónde llevaba uno de los caminos. A una yerma soledad y a la amargura que ya conocía del pasado.
Pero había otro todavía más aterrador. Porque ese camino implicaba confiar en él otra vez. Permitirle de nuevo la entrada a ese lugar donde solo él podía hacerle daño.
¿Debía arriesgarse?
Bajó la mirada para mirar su rostro mientras él le cogía la mano y se la llevaba a la mejilla. Y entonces supo la respuesta.
No quería vivir sin él.
Con el corazón desbocado, lo abrazó y lo hizo girar sobre el colchón hasta que estuvo encima de ella.
Stryker frunció el ceño al sentir el cambio que se había obrado en Céfira. Al sentir la ternura de sus caricias mientras le pasaba las uñas por la espalda. Aquella ternura, sumada al hecho de verla allí tumbada bajo su cuerpo, fue suficiente para que perdiera el control. Hasta tal punto que se vio obligado a hacer un gran esfuerzo para esperarla.
Sin embargo, cuando Céfira se corrió gritando su nombre, supo que sería capaz de matar o morir por aquella mujer. Solo ella ostentaba ese poder. Se corrió con ella y gimió de placer mientras su cuerpo se estremecía. Después se desplomó sobre ella y la abrazó con fuerza.
—Te quiero, Fira —le dijo al oído.
Y al cabo de un segundo escuchó las palabras que lo eran todo para él.
—Yo también te quiero —replicó ella en voz muy baja.
Menyara se tensó al percibir el poder arcano que sintió a su espalda. Un poder que hizo vibrar el aire y que le erizó el vello de la nuca.
—¿Por qué husmeas, Jared?
El aludido se materializó delante de ella.
—Yo no husmeo.
—Como quieras, niño. Como quieras.
Jared se alejó de ella y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué proteges al malacai?
Menyara hizo oídos sordos a su pregunta. No necesitaba explicárselo a Jared, y mucho menos sabiendo lo que estaba pensando.
—Sé que cargas con una pena terrible y sé por qué hiciste lo que hiciste. Pero, en contra de lo que crees, la muerte del malacai no te proporcionará consuelo. No acabará con el tormento ni con la culpa que pesa sobre tu conciencia.
Jared la miró con asco.
—Déjate de gilipolleces. No soy uno de tus neófitos entrenándose para la guerra. Soy un veterano del Apocalipsis. He bajado y subido de los infiernos unas cuantas veces, y estoy harto de chorradas. Quiero su vida y no voy a permitir que me detengan. Creo que a los ojos de tu Fuente me he ganado un pequeño respiro después de todos estos siglos de torturas.
Menyara negó con la cabeza.
—La Fuente aún no está apaciguada. Si quieres al malacai, tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
Jared invocó sus poderes para crear un tornado a su alrededor. La fuerza del viento le levantó el pelo, que comenzó a agitarse mientras desplegaba las alas y sus ojos relampagueaban con destellos dorados.
—En ese caso, me llevaré tu vida por delante.
Menyara levantó las manos para detener la descarga que le envió, y se la devolvió con una de su propia cosecha.
—No eres un ctónico y no voy a permitir que lo mates.
Alguien soltó una brusca carcajada a su espalda.
—No puedes destruirla, sefirot. Pero yo estoy libre de tus limitaciones.
Menyara se volvió y vio a War, que la miraba con una expresión burlona.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
—He venido para hacer un pacto con el diablo.
Menyara hizo ademán de marcharse, pero antes de que pudiera moverse siquiera se oyó una explosión ensordecedora y la oscuridad la engulló.