Céfira alzó la mirada de su escritorio cuando oyó que llamaban a la puerta.
—Pasa, cariño —dijo, porque el sonido le indicó que se trataba de Medea.
Efectivamente, la puerta se abrió y su hija asomó la cabeza.
—¿Molesto?
—No, preciosa. Solo estaba organizando esto un poco.
Medea enarcó una ceja al escucharla. Claro que Céfira no podía culparla. Al fin y al cabo, lo suyo con el orden era desquiciante. Reconocía que era un defecto. Cuando las cosas no salían bien, sentía la compulsión de limpiar todo lo que pudiera.
—¿Cómo está nuestro invitado? —preguntó en un intento por distraer a su hija del escrutinio al que la estaba sometiendo.
—Está echándoles el ojo a un par de sacerdotisas para ver si se las merienda. Ya le he dicho que no están en el menú, aunque crea que puedan resultarle muy sabrosas.
—Bien. No quiero problemas con Artemisa al respecto.
Medea entró y cerró la puerta.
—Todavía lo quieres, ¿verdad?
—¿A quién? —preguntó a su vez, tratando de aligerar la pregunta—. ¿A Davyn? Ni siquiera lo conozco. Lo único que quiero de él es no verlo.
—A mi padre.
Cómo le desagradaba lo directa que era Medea a veces.
—Tampoco lo quiero —le aseguró sin más—. Ni siquiera soporto su presencia.
—Pero te alegras cada vez que te mira.
—No seas ridícula —protestó mientras tiraba un fajo de papeles a la papelera.
Medea la detuvo mientras se acercaba de nuevo al escritorio.
—Te conozco, matera. Siempre eres calculadora y fría. Llevo siglos preocupada por la posibilidad de que haya sido mi estupidez el motivo de que algo dentro de ti haya muerto.
Céfira miró ceñuda a su hija.
—¿Qué estupidez?
—Vivir con los humanos. Ser tan tonta para creer que mientras no les hiciéramos daño nos dejarían en paz. Todavía recuerdo lo que me dijiste unas semanas antes de que nos atacaran: «No puedes domesticar a un lobo y esperar que se tumbe frente al fuego tranquilamente. Tarde o temprano, la naturaleza de la bestia sale a la luz y hace lo que le dicta el instinto: matar». En aquel momento pensé que te referías a nosotros, pero me equivoqué. Y después de que nos atacaran, después de que estuvieras a punto de morir por salvarme, algo murió en tu interior. La compasión por los demás. La capacidad de demostrar piedad.
Era cierto. Su fe en el mundo, la confianza que pudiera sentir en la llamada «humanidad», murió con su nieto.
«¡Matad al monstruo! ¡Arrancadle el corazón antes de que nos mate!»
Era un niño de cinco años, no un monstruo. Solo un niño que llamaba a gritos a sus padres suplicando ayuda. A su abuela para que detuviera a los que le estaban haciendo daño. Hizo todo lo posible para protegerlos, pero por desgracia no fue suficiente. Al final, se lo llevaron a rastras y lo mataron a golpes.
Al hijo de su hija.
Ella también murió aquella noche, porque desde entonces había un triste y hondo vacío en el lugar que ocupaba su corazón.
—La vida es dura —dijo con una serenidad que en realidad no sentía.
Una verdad que ya sabía mucho antes de que todo aquello sucediera. Había crecido con el hambre y la pobreza carcomiéndole el estómago y la dignidad mientras su padre, un pescador, intentaba ganarse la vida con el mar. La imposibilidad de conseguirlo hizo que se vengara con su propia familia. Se convirtió en un borracho amargado que los culpaba a todos de su fracaso. Los culpaba por su existencia, por depender de él para sobrevivir. Los odiaba y se esforzó por hacérselo saber.
No conoció el respeto y la ternura hasta que un muchacho delgado y guapo la detuvo en los muelles.
Todavía recordaba cómo le brillaba el pelo a la luz del sol. Todavía recordaba la sincera admiración que reflejaban sus preciosos ojos azules cuando la miraron. Iba envuelto en el quitón púrpura de las clases nobles, y la prenda resaltaba su cuerpo de guerrero que comenzaba a mostrar la promesa del hombre en el que se convertiría.
Al creer que su intención era la de abusar de ella, como había sucedido con muchos otros antes que con él, incluyendo al borracho de su padre, le asestó un rodillazo en la entrepierna y huyó.
Él la persiguió para disculparse por haberla asustado.
Para disculparse. El hijo de un dios disculpándose con la harapienta hija de un pescador. Fue amor a la primera frase. Y después la cubrió con su manto para protegerla de la desagradable brisa marina, y ella se derritió al instante.
Porque por un breve lapso de tiempo se sintió amada y protegida. Porque sintió que era algo más que el polvo que la gente pisaba.
Hasta que Apolo llegó y censuró su relación aduciendo que ella era basura, indigna de un semidiós, y Stryker obedeció sin rechistar las órdenes de su padre, abandonándola.
La ira la devolvió al presente y la apartó de los recuerdos.
—No creo en cuentos de hada —le dijo a su hija.
—Que yo recuerde, me criaste contándomelos.
Porque deseaba que su hija fuera mejor persona que ella. Porque no quería acabar con la inocencia de Medea de la misma forma que habían acabado con la suya.
—Niña, te quiero —susurró—. Eres la única fuente de alegría que he conocido en la vida. La única persona por la que daría mi vida. No quiero a tu padre. Ya no puedo.
Medea inclinó la cabeza.
—Lo que tú digas, mamá. Pero he visto cómo se te alegra la cara en cuanto él aparece. —Se disponía a marcharse, pero se detuvo—. Por cierto, si sucediera algún milagro y pudiera recuperar a Evander, no lo apartaría de mi lado. Lo mantendría conmigo eternamente.
—Él no te abandonó cuando eras una cría de catorce años embarazada.
—Cierto, pero Evander no era un crío de catorce años cuyo padre ostentaba el poder de matarnos solo con pensarlo.
Céfira guardó silencio mientras su hija se marchaba. Tenía razón. Stryker solo era un muchacho en aquel entonces y no tenía dinero para mantenerla ni a ella ni a su futuro hijo. Sin embargo, los despojos de lo que había sido su corazón se negaban a justificar su comportamiento.
Porque Stryker debería haber luchado por lo que quería.
Y eso era lo que no podía perdonarle. Jamás. No, más bien lo que no podía perdonarle era que la hubiera hecho sentirse como una cucaracha insignificante, indigna de su amor. Habría preferido que Apolo la matara antes de volver a sentirse denigrada de aquella manera. Porque todo el mundo merecía su dignidad.
Todo el mundo.
Salvo Jared, porque en ese momento supo por qué la alegraba tanto torturarlo. Jared también había traicionado a su familia. A sus compañeros de armas. En vez de unirse a ellos cuando más lo necesitaban para luchar por su supervivencia, los había entregado a sus enemigos para que los masacraran.
Y por eso lo odiaría eternamente. De la misma forma que odiaría a Stryker por haberla abandonado.
Suspiró y siguió reordenando el escritorio que acababa de ordenar hacía unos minutos. Ni siquiera había dado un paso cuando se produjo un destello.
Era Stryker.
Medea tenía razón, por mucho que le pesara. Se le aceleró el corazón nada más verlo allí de pie. Tenía un mechón de pelo en la frente. Sus facciones eran afiladas y perfectas, y se percibía la sombra de su barba. Le encantaría pasarle la lengua por el mentón y sentir la aspereza de su piel.
La ira la poseyó al instante, por la naturaleza de sus pensamientos y por la forma en la que su cuerpo traicionaba el odio que deseaba sentir por él.
—¿Qué quieres?
Stryker se mordió la lengua justo a tiempo, antes de contestar: «A ti». Porque ella era lo único que quería. Lo único que necesitaba. Y en ese preciso momento lo que más deseaba era deshacer aquella trenza rubia y dejar que su pelo le acariciara el pecho mientras ella lo montaba como solía hacer en el pasado.
Se le puso tan dura que hasta le dolió. Esa era la parte más difícil de estar junto a Céfira. Porque solo con oler su perfume a lavanda y camomila lo abrumaba el deseo. Se obligó a seguir hablando y carraspeó.
—Necesito que Medea y tú volváis conmigo a Kalosis.
—¿De verdad crees que estaremos más seguras que aquí?
—Puesto que contamos con un ejército de carontes y con una diosa cabreada sedienta de sangre, sí. A menos que tengas la certeza de que Artemisa posee un instinto maternal que mantiene bien oculto, pero a mí no me consta. Sinceramente, no la veo acudiendo en tu defensa, como tampoco la veo acudiendo en la mía.
Céfira lo fulminó con la mirada.
—Que te quede claro que si accedo, es por la seguridad de Medea. En otras circunstancias te diría que te metieses los consejos allí donde nunca brilla el sol.
Sus palabras le arrancaron una sonrisa irónica.
—Cariño, precisamente voy a llevaros a donde nunca brilla el sol. A diferencia de este lugar, en Kalosis no brilla el sol. Nunca.
—Qué gracioso…
—¿No te hago gracia? Mira que me tengo por un tío bastante cachondo.
—No me extraña.
Stryker guardó silencio mientras Céfira recogía unas cuantas cosas, entre las que se incluían artículos de maquillaje y unas cuantas cremas. Una extraña emoción lo recorrió al recordar su costumbre de aplicarse cosméticos por las mañanas. Él la contemplaba desde la cama, mientras ella se aplicaba la crema en la cara y después se pintaba los ojos con khol y los labios con henna.
No había una imagen que le gustara tanto contemplar. Porque era un momento muy femenino y tierno.
Muy… Céfira.
—¿Qué estás mirando? —masculló ella.
—Nada —contestó con una voz más cortante de lo que pretendía, pero no tenía la menor intención de que Céfira adivinara lo tiernas que eran sus emociones hacia ella. Porque eso le otorgaría un poder sobre él que era mejor que ignorara.
En cuanto ella hubo recogido sus cosas, se dispuso a quitárselas de las manos. Al principio Céfira se opuso, pero acabó claudicando sin mediar palabra.
—Voy a por Medea.
—¿Davyn sigue en su dormitorio?
—No lo sé —respondió Céfira de camino a la puerta—. Antes estaba dando una vuelta por los alrededores.
Stryker la siguió por el pasillo hasta el dormitorio de Medea y se quedó pasmado cuando encontró a la pareja jugando al ajedrez en un tablero emplazado cerca de la ventana. Davyn tenía la cara amoratada e hinchada, pero salvo por eso parecía haberse recuperado por completo.
Céfira puso los brazos en jarras.
—¿Debería preocuparme por lo cómodos que os veo aquí juntitos?
Sin apartar la mirada del tablero, Medea contestó:
—Relájate, mamá. Para ser un daimon, Davyn es simpático.
Céfira le lanzó una mirada contrariada a Stryker.
—Creo que deberías tener una charla con él.
—¿Por qué?
—Está en el dormitorio de tu hija, a solas con ella.
—Jugando al ajedrez.
—De momento…
El comentario le arrancó una carcajada.
—Relájate, Fira. Me preocuparía más que estuviera a solas con mi hijo en su dormitorio. Lo peor que le puede pasar a Medea es que le robe los zapatos.
Céfira puso cara de asombro.
Davyn se echó a reír mientras movía el alfil.
—Tampoco hace falta que os preocupéis por eso. En la vida he visto a una mujer con los pies tan pequeños como Medea. Además, el hecho de que me gusten los hombres no significa que quiera convertirme en mujer. En serio.
Céfira dio una palmada con actitud autoritaria.
—Muy bien. Vosotros dos, arriba. Medea, recoge tus cosas. Vamos a pasar unos días con tu padre.
Las palabras de su madre no gustaron a Medea.
—¿Por qué? —preguntó, dirigiéndose a Stryker.
Su tono de voz lo irritó.
—Soy tu padre. Ni se te ocurra cuestionar mis decisiones.
Medea se puso en pie de un salto.
Céfira suspiró.
—Medea, déjate de enfados y obedécelo. —Se volvió para mirar a Stryker con expresión siniestra—. Recuerda que es la hija a la que acabas de conocer. No uno de tus soldados a los que puedes ir dándoles órdenes.
Davyn se puso en pie más despacio.
—Medea, si te sirve de consuelo, el tono de voz que ha usado contigo es mucho más suave que cuando nos ladra a nosotros.
Stryker le lanzó una mirada asesina.
—Mantente al margen de esto.
—Sí, milord.
Medea se detuvo junto a su madre.
—No comprendo por qué tenemos que huir de esos demonios.
—No se trata de los demonios. Se trata de War. Y no estamos huyendo. Nos estamos reagrupando en un lugar estratégico donde tenemos ventaja para poder contenerlo hasta descubrir su punto débil. Recoge tus cosas.
Nick dio un respingo al pasar junto a un espejo y ver su imagen.
—¡La leche! —exclamó.
Tenía la piel de color rojo sangre y cubierta de símbolos extraños de color negro. Sin embargo, lo que lo dejó pasmado fue su cara.
Su pelo era negro, veteado de rojo y con mechones que le caían sobre la cara. Una serie de líneas negras pasaban sobre sus ojos y sus mejillas. Sus ojos eran negros como el ébano pero con un brillo rojizo.
Se miró los brazos y las manos y vio que también eran rojos, y que estaban cubiertos por los símbolos negros.
—¿Qué coño me está pasando?
—Esa es tu verdadera forma.
Nick se volvió y vio a Menyara, pero ya no era la anciana que lo había criado. Era una mujer más alta que él, que aparentaba veintitantos años. Llevaba un top negro atado al cuello y pantalones negros muy ceñidos. Se había recogido la larga melena en una coleta alta.
—¿Quién eres en realidad?
Menyara le lanzó uno de los báculos que llevaba.
—Se me ha conocido por muchos nombres a lo largo de la historia. Pero supongo que el que más te sonará será Maat.
Le dio un vuelco el corazón al recordar a la antigua diosa egipcia. La guardiana del orden universal. La diosa de la justicia y la verdad. Menyara le regaló una estatuilla de la diosa en su décimo séptimo cumpleaños.
«Te protegerá del mal, Nicholas. Ponla junto a tu cama y nadie te hará daño mientras duermes. Porque te vigilará. Siempre.»
Todavía recordaba sus palabras.
Lo invadió una amarga ira.
—Para ser la diosa de la verdad, conmigo te has lucido a base de mentiras.
Menyara sonrió.
—No te he mentido, cariño. Solo os oculté unos cuantos detalles a tu madre y a ti. Si te sientes mejor, fui yo quien se encargó de que Cherise no sospechara de tus Cazadores Oscuros. La mantuve siempre protegida de los fenómenos paranormales que se producían a su alrededor. Del mismo modo que intenté protegerte a ti. Pero el destino es un poco cabroncete y no hay manera de detener sus planes. Estaba escrito que algún día serías dueño de tus poderes y ni siquiera los míos han podido protegerte de ese destino.
—Te daría las gracias por haber mantenido a mi madre al margen de mis actividades extracurriculares, pero precisamente fue esa parte de mi vida la que provocó su muerte. —Comprobó el peso del báculo—. ¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?
Menyara lo amenazó con el suyo, blandiéndolo en dirección a su cara, de forma que Nick usó el suyo para detenerla.
—Aprender a luchar.
—Nací luchando. —En esa ocasión ni siquiera fue capaz de parar el golpe de Menyara, que le dio de lleno en la cabeza.
—Luchaste contra humanos, pero no contra los poderes que vendrán a por ti. —Y volvió a blandir el báculo.
Nick bloqueó su avance y logró arrancárselo de las manos. Sonrió satisfecho por haberla desarmado.
—Te lo dije. Soy el mejor de los mejores.
Menyara resopló por su arrogancia.
—Y yo soy una diosa de la verdad, no de la guerra. Vencerme significa que puedes vencer a una anciana. Nada más. Que no se te suba a la cabeza.
Nick puso cara de asco.
—Ahora que caigo, si tu labor era protegernos a mi madre y a mí, podrías habernos protegido de la pobreza.
El dolor lo atravesó al recordar la mirada derrotada de su madre cada vez que le pasaba la mano por el pelo y subía al escenario para hacer su striptease y así ganar algo con lo que alimentarlo. En una ocasión le dijo que la única razón por la que lo llevaba con él al trabajo era para poder recordar el motivo por el que hacía lo que hacía. Porque de no ser por él, saldría corriendo por la puerta sin mirar atrás.
La culpa lo abrumó. Como siempre. Había arruinado la vida de su madre y luego le había puesto fin con su estupidez.
Menyara levantó la mano y le arrebató el báculo. Después lo estampó contra la pared usando uno de los extremos del arma. Hizo una mueca de dolor cuando notó que le clavaba el extremo con fuerza en el pecho.
—Esa pobreza fue lo que te hizo humano, muchacho. Sin ella o sin tu madre, habrías sido igualito que tu padre.
—¡Y una mierda!
Menyara abrió la boca para hablar, pero al instante se quedó petrificada.
Al cabo de un momento se produjo un fogonazo cegador. Nick siseó porque la luz pareció atacarlo, abrasándole la piel.
Algo feroz lo golpeó, lo levantó del suelo y lo inmovilizó contra el techo. Intentó zafarse de aquella fuerza, pero se sentía como una cucaracha que estuviera siendo pisoteada.
De repente, se estrelló contra el suelo.
Menyara se apresuró a acercarse mientras él gemía de dolor. Le pitaban los oídos y no era capaz de enfocar la vista. Le dolía todo el cuerpo.
Hasta que alzó la mirada.
Y allí, al otro lado de la habitación, vio a Aquerón, luchando con un hombre que llevaba sobre la piel los mismos símbolos que habían aparecido en la suya. Salvo que sus colores estaban invertidos: lo que en él era rojo, en el hombre era negro y viceversa.
—No te metas en esto, atlante —masculló la criatura demoníaca.
Aquerón detuvo la descarga que lanzó su oponente con una mano.
—Menyara, saca a Nick de aquí. ¡Ahora mismo!
Antes de que él pudiera protestar, Menyara lo rodeó con su cuerpo y la oscuridad lo engulló todo.
Jared soltó un taco al ver que Gautier desaparecía.
—¿Qué estás haciendo?
—Te lo dije. El honor me obliga a protegerlo, así que lo haré con mi vida.
—Tú no estás bien de la cabeza.
Ash se apartó del sefirot en cuanto la criatura dejó de luchar.
—Soy un dios atlante, Jared. Le juré a su madre que nadie le haría daño. Y sabes muy bien lo que eso significa.
Jared también retrocedió, más calmado. Su piel recobró la apariencia humana al instante.
—Que cuando lo mate, tú también morirás. ¿Se te ha ido la pinza o qué? ¿Cómo se te ocurrió hacer ese juramento?
—Porque pensé que era humano y estaba en deuda con su madre, por eso.
—Pues ya sabes la verdad. Eres un ctónico y tu deber es mantener el equilibrio del universo. El malacai tiene que morir.
Ash negó con la cabeza.
—El equilibrio del universo dicta que siga viviendo mientras tú vivas.
Jared soltó una carcajada.
—No lo pillas, ¿verdad? Quiero morir. Si lo mato, moriré con él. —Le dio un empujón a Ash y desapareció.
Ash soltó un taco al comprender que era imposible localizarlo.
«¡Joder!», pensó.
—¡Jared! —gritó, proyectando su voz hacia el éter para que el sefirot lo oyera—. Quien no lo pilla eres tú. Si yo muero, el mundo muere conmigo. No puedes matar a Nick Gautier.
Jared guardó silencio.
Ash soltó un suspiro furioso. El sefirot tenía razón. Su labor era la de salvaguardar el equilibrio del universo. Y nadie le impediría llevar a cabo dicha labor.
—¿Savitar? —susurró, invocándolo.
El aludido apareció en forma de espíritu a su lado.
—¿Qué pasa, niñato?
—Estabas al tanto de lo de Nick, ¿verdad?
Savitar desvió la mirada, confirmando con el gesto las sospechas de Ash.
—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber.
—Porque no altero el destino. Ya lo sabes. Pero, sí, cuando me dijiste que entrenara a Nick y lo vi por primera vez, supe lo que era. Por eso no lo entrené. De haberlo hecho, habría liberado sus poderes. El escudo que los mantenía sellados se mantendría firme mientras no lo golpeara alguien que extrajera sus poderes de la Fuente.
Ash frunció el ceño al escucharlo.
—Entonces ¿por qué no se liberaron la noche que luché con él?
—No lo sé. Tal vez tenga algo que ver el hecho de que tus poderes procedan de sitios distintos. O tal vez sea algo tan simple como que fueseis amigos y que en el fondo supieras que, aunque te enfrentaras a él, no lo matarías. Por muy furioso que estuvieras, en realidad no representabas una amenaza para su vida. Así que no necesitaba sus poderes para protegerse de ti.
—Pero yo soy el culpable de que muriera.
—No. Él es el culpable de su propia muerte. Él apretó el gatillo.
Qué simple parecía dicho así. Sin embargo, las palabras de Savitar no alteraban la verdad de lo que ocurrió aquella noche.
—Porque yo lo maldije.
Savitar lo miró con sorna.
—Tienes suerte de que no esté físicamente a tu lado, porque ahora mismo te daría de collejas. Sabes muy bien cómo funciona el libre albedrío, así que deja de lloriquear y baja de la cruz. Necesitan la madera.
El comentario no le hizo gracia, porque no estaba haciéndose el mártir por una gilipollez sin importancia. Era innegable que había sido él quien había puesto en marcha toda la cadena de acontecimientos. Claro que los remordimientos no solucionarían los problemas que tenía entre manos.
—¿Qué hago para detener a Jared?
—No puedes detenerlo. Solo su dueña es capaz de hacerlo.
—¿Y si ella no quiere?
—La hemos cagado.
Stryker detestaba el sentimiento tan agradable que le provocaba ver las cosas de Céfira mezcladas con las suyas. Su cepillo, sus cremas. Su perfume. Cogió el frasco para olerlo.
—¿Qué haces?
Soltó de inmediato el frasquito.
—Nada.
—Y yo voy y me lo creo. Estabas soñando despierto mientras olisqueaba mis cosas, ¿verdad?
Las palabras de Céfira le hicieron enarcar una ceja.
—¿Soñando despierto? ¿A qué te refieres?
Céfira lo miró imitando su gesto.
—No vas a distraerme así como así. Ahora mismo estabas pensando en mí y añorándome.
Stryker se acercó a ella mientras la observaba receloso, aunque no detectó la menor emoción en ella. Ojalá pudiera entrenar a sus hombres para que fueran tan aptos en la materia.
—¿Eso es lo que quieres que confiese? Ya sabes lo mucho que te he echado de menos.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—Pues sí, quiero que me lo digas.
—¿Por qué?
Se apoyó en él y lo miró con una mezcla de malevolencia, alegría y picardía.
—Porque quiero ver lo mucho que te ha torturado mi ausencia.
Stryker estaba a punto de alejarse, pero su cuerpo se negó a obedecerlo. En cambio, descubrió que de sus labios brotaba una verdad como un templo.
—Te he echado de menos.
Céfira ardía en deseos de cruzarle la cara por haber pronunciado aquellas palabras. Ardía en deseos de golpearlo hasta que desapareciera el dolor que llevaba dentro. Pero reconocía la verdad. El daño que Stryker le había hecho no podría resarcirse por mucho que le devolviera el favor.
—¿Crees que con esas palabras se arreglan las cosas?
—No se arregla nada —contestó él con voz cortante—. Pero mientras estás ahí plantada, odiándome tanto, ponte un momento en mi lugar. Fui yo quien la cagó, esa es la realidad y la certeza con la que he tenido que vivir durante todos los días de mi vida. Tú eras mi corazón. Mi otra mitad, y te abandoné. ¿Sabes hasta qué punto me ha carcomido esa certeza?
Céfira enterró los dedos en su pelo y le dio un tirón hasta que lo vio hacer una mueca de dolor. Incapaz de lidiar con todas las emociones encontradas que rugían en su interior, lo acercó con brusquedad a ella y le dio un beso apasionado.
Stryker aspiró su olor en cuanto notó el roce de su lengua contra la suya y paladeó su sabor. Céfira era lo único que había deseado en la vida sin mesura. Ansioso por tenerla todo lo cerca que fuera posible, la cogió en brazos y la llevó a la cama.
Ella solo abandonó sus labios lo justo para sacarle la camisa por la cabeza. Incapaz de pasar un solo segundo más apartado de ella, usó sus poderes para hacer desaparecer tanto la ropa de Céfira como la suya.
La vio apartarse un poco con las cejas enarcadas.
—Un truco muy útil, la verdad —murmuró cerca de sus labios.
Antes de que él pudiera replicar, lo obligó a darse la vuelta sobre el colchón mientras le mordisqueaba la barbilla con los colmillos. La sensación era tan placentera que le arrancó un gemido. Con ella entre los brazos tuvo la impresión de que habían vuelto a los días en los que solo era un joven príncipe y el mundo, un lugar fresco y nuevo. No había odio en su corazón. Ni soledad.
Con ella entre los brazos, era capaz de enfrentarse a la eternidad.
Y lo estaba besando con el mismo deseo desenfrenado que lo asaltaba a él con solo mirarla. Cerró los ojos para saborear mejor el roce de su cuerpo desnudo. Las caricias de sus manos. Aunque estuviera condenado, en ese instante se encontraba en el paraíso abrazando a su ángel.
Céfira acarició la mejilla de Stryker con la suya mientras él le mordisqueaba el lóbulo de una oreja. La aspereza de su piel provocó en ella un escalofrío. Olía a hombre y a loción para después del afeitado, un aroma que se mezclaba en perfecta armonía con el suyo. Después de que él se fuera, había pasado años abrazando su quitón por las noches, ansiando su regreso.
Pero lo había quemado, en un arranque de furia por la maldición de Apolo. Sin embargo, volvía a estar con él, y quería perdonárselo todo. Quería que el tiempo retrocediera y quería mantenerlo siempre a su lado.
Ojalá pudiera hacerlo.
—Te necesito dentro de mí —susurró.
Ya jugarían después. En ese momento quería sentirlo lo más cerca posible.
La respuesta de Stryker fue un gruñido ronco mientras la penetraba para satisfacer sus deseos.
El placer le arrancó un grito y comenzó a mover las caderas, enfebrecida por el anhelo de formar parte de él. Se le había olvidado lo maravilloso que era estar con un hombre, sobre todo con un hombre tan habilidoso como Stryker. Cada envite de sus caderas, cada caricia de su lengua hacían que estallara en llamas y le arrancaba gritos de placer. Stryker rodó sobre el colchón, llevándola consigo para dejarla en el centro de la cama y aumentó el ritmo de sus embestidas. Sus ojos plateados se clavaron en los suyos y allí, sumidos en la penumbra, Céfira reconoció la vulnerabilidad que asomaba a sus profundidades y se quedó sin aliento. Atrás había quedado la arrogancia de la juventud de él. El sufrimiento que albergaba en su interior la desarmó. A ambos les habían sucedido muchas cosas desde aquel día en el templo de Agapa, donde se había declarado marido y mujer.
Volvió a ver al muchacho alto e inseguro que blandía el puñal con el que se había hecho el corte en la palma de la mano.
«Juro dedicar mi vida a la tuya con mi sangre, mi corazón y mi alma. Allá donde esté, te llevaré conmigo en mis pensamientos. Lo juro delante de tus dioses y de los míos. Estamos unidos y solo la muerte nos separará.» En aquel momento se había inclinado para susurrarle al oído: «E incluso entonces encontraré el modo de seguir a tu lado. Tú y yo, Fira. Juntos para siempre».
Recordar aquel momento le arrancó una lágrima. Porque había creído firmemente en él.
—¿Fira? —Stryker dejó de moverse y la miró.
Ella tragó saliva.
—¿Te he hecho daño?
Estuvo a punto de sollozar al escucharlo.
—Me arrancaste el corazón, cabrón. Me hiciste creer en tus palabras cuando no creía en nadie más que en mí misma.
Stryker contuvo el aliento al escuchar aquellas palabras, que le hicieron jirones el alma.
—Siempre quise ser el hombre que tú veías en mí. Ojalá pudiera deshacer todo lo que hice. Ojalá me hubiera quedado contigo para morir a tu lado como debí hacer. Pero no puedo cambiar el pasado. No puedo enmendar el dolor que te provoqué. Sé que no es mucho consuelo, pero te aseguro que yo tampoco lo pasé bien. —Su mirada la abrasó—. Jamás me he disculpado por nada. Jamás le he suplicado nada a nadie. Pero siento mucho lo que te hice y me arrodillaré encantado a tus pies si así me perdonas.
Céfira lo apartó de un empujón y después se incorporó en la cama.
—Ya no sé perdonar.
Stryker recibió sus palabras como si fueran un golpe. Solo se merecía su desprecio. Pero no podía dejar las cosas así. Con el corazón destrozado, se acercó a ella con delicadeza para deshacerle la trenza. Los sedosos mechones le hicieron cosquillas en la piel mientras recordaba cómo acostumbraba a cepillárselo todas las noches antes de meterse en la cama con él.
Céfira apretó los puños sobre la cama, profundamente conmovida por las caricias de Stryker. No quería perdonarlo, pero sus palabras y su sinceridad la habían derretido. Lo miró por encima del hombro y se derritió un poco más. Era un hombre famoso por su crueldad y su ferocidad. Un hombre que no titubeaba jamás.
Sin embargo, le estaba acariciando el pelo como si temiera hacerle daño.
¿Cómo podía odiar a alguien que la había querido tanto? ¿Cómo podía odiar al hombre que le había dado lo más valioso que tenía en la vida?
—Esto no significa que me gustes —masculló antes de obligarlo a tenderse de espaldas en el colchón, tras lo cual se sentó a horcajadas sobre sus caderas.
Stryker sonrió mientras Céfira le clavaba los colmillos en el cuello para alimentarse. Con gusto la dejaría beber hasta que estuviera seco si de esa forma moría abrazándola. Estaba embriagado por su olor, por el roce de sus pechos, por el cosquilleo de su vello púbico en el abdomen.
Dejó la cabeza sobre la almohada y aspiró el olor a camomila pese al dolor que le provocaban sus colmillos. Estaba en la gloria.
Le pasó una mano por un brazo y fue descendiendo hasta entrelazar los dedos con los suyos. Después se la llevó a los labios y le besó la palma, justo antes de clavarle los colmillos en la muñeca. Céfira dio un respingo, pero no se apartó. La dulzura de su sangre le arrancó un gemido. A medida que bebía, notaba como sus poderes se iban mezclando. Y descubrió la increíble energía demoníaca que ella llevaba en su interior.
«No habría sido capaz de derrotarla…», reconoció para sus adentros.
La certeza de ese pensamiento hizo que se tensara. Ella lo había dejado ganar. Stryker esbozó una lenta sonrisa, pero guardó silencio. No quería volver a enfurecerla en ese momento, cuando estaban tan bien. Céfira se apartó de él para mirarlo a la cara y Stryker le soltó la mano. Su pelo rubio le acariciaba el torso. No había nada tan hermoso como Céfira sentada a horcajadas sobre él. Nada tan hermoso como las caricias de su pelo. Como el roce de sus pechos.
La belleza de Stryker tenía a Céfira embelesada. Su poder. Por fin sabía la verdad. Se había contenido durante la lucha. Podría haberle hecho mucho daño, pero se había contenido.
Ojalá pudiera volver a confiar en él.
¿Sería capaz?
Lo vio incorporarse un poco para llevarse uno de sus pezones a la boca. Lo aferró por la nuca y se estremeció al sentir la ardiente caricia de su lengua. Stryker la levantó sin esfuerzo aparente, la colocó en el ángulo preciso y la instó a tomarlo en su interior. Jadeó al sentirlo dentro.
Comenzó a moverse despacio sobre él mientras lo obligaba a levantar la cabeza para volver a saborear sus labios. Sentirlo así era una maravilla. Al igual que lo era sentir su aliento mezclado con el suyo.
Stryker se sentía tan devorado por el placer que ni siquiera era capaz de hilar sus pensamientos. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no correrse por la simple alegría de volver a estar con ella. Para mantener el control, se clavó las uñas en la palma de la mano. Aun así, le costó.
Aquella era la única mujer que había amado en la vida.
Acarició el lóbulo de una de sus orejas con un dedo mientras una sonrisa asomaba a sus labios. Recordaba un lugar concreto…
Inclinó la cabeza y lamió la parte trasera del lóbulo…
Céfira contuvo el aliento, estremecida por un escalofrío que le endureció los pezones.
—Sigues siendo igual de sensible.
El deseo ardía en sus ojos cuando lo miró.
—¿Y tú?
—Yo nunca he sido sensible.
—Ya… —Le pasó las manos por los costados, haciéndole cosquillas. El respingo que dio Stryker hizo que se hundiera hasta el fondo en ella, y le arrancó un gemido de placer.
Él giró con ella de nuevo y la colocó de espaldas sobre el colchón entre carcajadas. Céfira arqueó la espalda para sentirlo lo más adentro posible. El ritmo de sus envites era tan enloquecedor que no pudo aguantarlo más y el placer estalló en su interior de forma arrolladora. Gritó al correrse y se abrazó a él con fuerza mientras su cuerpo se sacudía.
Stryker gruñó cuando llegó al orgasmo y la estrechó contra él, embargado por el placer y presa de los espasmos.
Céfira era deliciosa y ansiaba pasar el resto de su vida entre sus brazos desnudos, en la cama.
Se apartó de ella y le preguntó con tono arrogante y burlón:
—¿Te he decepcionado, cariño?
Ella frunció la nariz.
—Mmm, bueno, digamos que has mostrado una técnica algo pobre…
Stryker resopló al escucharla.
—La noche es joven. Todavía me quedan muchas horas para saborearte, y te aseguro que cuando acabe contigo, se te habrá olvidado el adjetivo «pobre».
Céfira compuso una expresión arrogante para disimular lo mucho que había disfrutado.
—Bueno, si no te importa quedar otra vez en ridículo, ¿quién soy yo para detenerte?
Él chasqueó la lengua.
—Eres realmente mala. —Alargó el brazo y tiró de las sábanas.
Una vez que estuvieron arropados, Céfira preguntó:
—¿Decías en serio lo de seguir?
—Desde luego. Tengo que recuperar los siglos que he perdido.
Estaba a punto de replicar cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta.
Después de asegurarse de que estuviera completamente tapada, Stryker masculló:
—Adelante.
Era Davyn. Entró en el dormitorio, pero se detuvo en seco al verlo desnudo con Céfira al lado y desvió enseguida la mirada.
—Milord, siento traer malas noticias, pero tenemos otro problemilla.
—¿Cuál?
—No podemos alimentarnos.
Stryker intercambió una mirada con Céfira antes de preguntarle a Davyn:
—¿Qué quieres decir?
—War y los demonios nos han encerrado. Si salimos, nos matarán o nos convertirán. Estamos atrapados.
Stryker soltó un taco.
—¿Hasta cuándo podréis aguantar?
—Yo me alimenté anoche, así que no necesitaré hacerlo hasta dentro de unas semanas. ¿Y usted, señor?
Stryker miró a Céfira, que se quedó helada al comprender lo que significaba esa mirada.
—Me he alimentado dos veces de ti —le recordó ella.
Él asintió con la cabeza.
—Estaré bien durante unos días.
Céfira tragó saliva, asustada por el mal presentimiento que la invadió.
—¿Cuántos?
—Tal vez dos.
Y después moriría.