Nick Gautier yacía en el suelo, temblando y cubierto por un sudor frío mientras trataba de recuperar el control. Todo le daba vueltas. Su cuerpo le recordaba al asfalto de las calles del Barrio Francés en pleno mes de agosto a las tres de la tarde.
¿Qué le estaba pasando?
—Tranquilo… —Una mano suave le apartó el pelo sudoroso de la cara.
Alzó la mirada y descubrió a Menyara. Una mujer menuda y preciosa, con una piel criolla que tenía el mismo tono que una taza de café con leche. Sus ojos verdes lo observaban con expresión preocupada.
—No pasa nada, mon petit ange —le dijo con aquella voz grave que tanto le recordaba a la de Eartha Kitt.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con voz ronca y un poco titubeante.
—Sentí que tus poderes se liberaban y he venido lo más rápido posible.
Nick frunció el ceño, confundido.
—¿Cómo dices?
Menyara meneó la cabeza mientras lo rodeaba con los brazos y lo sostenía como hacía cuando solo era un niño, acobardado por los brutos que rondaban el vecindario.
—Mi pobre Ambrosius. Has sufrido tanto… Me habría encantado no tener que decírtelo nunca…
—No lo entiendo. —Stryker meneó la cabeza mientras intentaba comprender lo que Céfira y War acababan de decirle—. ¿Cómo es posible que Nick Gautier sea una criatura tan poderosa? Solo es una cucaracha inútil.
War inspiró hondo antes de contestar con un deje impaciente:
—Cuando se libró la Primera Guerra, el poder más siniestro, el Mavromino, creó a los malacai para que derrotaran a los sefirot. Los sefirot eran los guardianes y consortes de los dioses primigenios, soldados que se encargaban de hacer cumplir las leyes originales del universo. Cuando el Mavromino se revolvió contra la Fuente y decidió acabar con la creación, se liberó a los sefirot para matarlo. La mayoría de ellos sucumbieron a las trampas, pero sobrevivieron los suficientes para declararles la guerra a los malacai. Y los habrían destruido si no hubieran sufrido la traición de uno de los suyos.
—Como siempre, ¿verdad? —preguntó Stryker de forma retórica. En todas partes había un amargado celoso dispuesto a destruir a los suyos por pura envidia. La historia del mundo estaba escrita con la sangre de los que fueron traicionados por aquellos en los que confiaban. Miró a War y dijo—: ¿Cuántos malacai quedan?
—No debería quedar ninguno. Cuando se firmó la tregua, ambas partes accedieron a ejecutar a sus respectivos ejércitos. Tanto los malacai como los sefirot fueron eliminados.
—Salvo uno —señaló Céfira, que dio un paso al frente—. El traidor que ayudó al Mavromino fue condenado a sufrir eternamente mientras veía el resultado de su traición. Sellaron sus poderes para que viviera humillado y esclavizado.
War asintió con la cabeza.
—Por aquello del equilibrio de fuerzas, la Fuente Primigenia permitió que uno de los malacai siguiera con vida. Hoy he conocido al último de su especie.
«¡Me cago en la puta!», exclamó Stryker para sus adentros. Debería haber supuesto que no sería tan fácil eliminar a esos dos. Claro que, mirando el lado positivo, le alegraba comprobar que War las estaba pasando tan canutas como él para matarlos. No era cuestión de habilidad, sino de poder.
No había quien entendiera al universo.
—¿Dónde está el sefirot del que estamos hablando? —le preguntó a Céfira.
—En Grecia. En el único templo de Artemisa que sigue activo.
Stryker resopló en cuanto ató cabos. Porque comprendió al instante quién era el sefirot y la razón por la que sufría semejantes vejaciones.
—Jared.
Céfira inclinó la cabeza con gesto burlón.
—Jared —confirmó.
Lo que suscitaba una pregunta la mar de relevante.
—¿Y cómo es que acabó en tu poder?
Céfira se negó a contestar.
—Lo importante es que lo tengo y que hará cualquier cosa que le diga sin rechistar.
Sí, claro… Teniendo en cuenta el estado mental de la criatura, Céfira parecía ver las cosas con demasiado optimismo.
—No me pareció muy obediente cuando lo vi.
—Es posible, pero hará lo que le digamos. Confía en mí.
Stryker no estaba muy convencido. Sin embargo, dejó el tema porque se percató de que Céfira había usado el plural.
—¿Lo que le «digamos»? —preguntó, enfatizando el verbo.
—Tú quieres matar a Gautier. Yo quiero matarte a ti. A mí me da exactamente igual que el tal Gautier viva o muera; pero si es una amenaza para mi sefirot, lo quiero fuera de juego también. Mejor atraparlo ahora, antes de que aprenda a usar sus poderes.
Stryker sonrió.
—Eres de las mías, corazón.
Céfira lo miró con expresión seductora por primera vez, y el gesto se la puso dura al instante.
—No sabes lo que me gustaría arrancarte de cuajo dicho órgano y darme un festín con él.
War enarcó una ceja al escuchar semejante muestra de hostilidad.
—Mmm, una mujer interesante. Por favor, dime que no tienes pareja —dijo.
—Es mi mujer —masculló Stryker.
—¡Era tu mujer! —se apresuró a corregirlo Céfira—. Pareces haber olvidado la importancia que tiene el tiempo verbal. —Miró a War—. Se divorció de mí.
War se llevó una de las manos de Céfira a los labios para besarle los nudillos con delicadeza.
—Encantado de conocerla, señora. ¿Cómo puedo llamar a una mujer tan hermosa y cruel?
—Céfira.
—Como el viento. Suave y delicada.
Céfira lo miró con una sonrisa ladina.
—Y capaz de asolarlo todo cuando me cabrean —añadió.
War aspiró el aire entre dientes para expresar su admiración.
—Stryker, te felicito. Tienes un gusto exquisito para las mujeres. Es una lástima que no tuvieras lo que hay que tener para seguir con ella.
Stryker lo apartó de ella de un empujón, olvidando el sentido común.
—Céfira es mía. Será mejor que lo tengas muy presente.
War no parecía intimidado en absoluto cuando se volvió para dirigirse a Céfira.
—Cuando lo mates, llámame y te demostraré de lo que es capaz un hombre de verdad. Entretanto, si vamos a matar al malacai, para lo que me sumo encantado, tenemos que ponernos en marcha. Sus poderes aumentarán con cada segundo que perdamos.
—En ese caso, volvamos a Grecia para liberar a mi sefirot. —Céfira miró a Stryker—. Llévame de vuelta a mi templo.
Jared suspiró, asaltado por la atroz agonía de tener las muñecas en carne viva. Ojalá pudiera morirse. Pero ese era su destino para toda la eternidad.
«Es lo que mereces, traidor.»
Tal vez. Pero cuando había tomado aquella decisión, se había limitado a hacer lo único que podía hacer.
Adquirir ventaja. La vida consistía en adquirir ventaja y el equilibrio de poder nunca se la había concedido. Todas las criaturas cargaban con el estigma de su nacimiento y de la familia en la que nacían. Pese al inmenso poder que él ostentaba, no había sido inmune a aquel hecho. Asqueado por esa certeza, se tensó al tiempo que sentía una súbita vibración en el aire que lo rodeaba. Conocía muy bien esa sensación…
Al cabo de un momento descubrió la fuente de dicha sensación. La puerta se abrió para dar paso a la cruz de su vida, Céfira, y a dos hombres. Uno era el semidiós daimon otra vez. El otro…
Polemos. War.
Genial. Despertar al espíritu de la guerra era tan buena opción como dejarse meter un hierro candente por el culo.
«Guárdate la idea, chaval. Céfira no necesita más sugerencias para seguir torturándote.»
Era una gran verdad. Porque aquella mujer vivía para hacerle suplicar clemencia.
Jared se enfrentó a la mirada hostil de Céfira y supo al instante el motivo de su visita.
—Los extremos a los que algunos son capaces de llegar con tal de salirse con la suya son sorprendentes. No lo mataré aunque me lo ordenes. Ya deberías saberlo.
Céfira chasqueó la lengua mientras se sacaba un puñal de la bota.
—¿Por qué tenemos que enzarzarnos en este juego, Jared? Ya sabes lo que opino. Sé que estás leyendo mis pensamientos en este mismo momento. Así que sé bueno y obedéceme.
Estaba cansadísimo de obedecer. De no tener voluntad propia. Había llegado el momento de dejar de servir y de retomar el control de su miserable vida.
—Me da igual lo que me hagas.
Céfira le prodigó una caricia engañosa a una de sus ásperas mejillas, despertando el anhelo de que lo acariciaran de verdad. De sentir un contacto que no acabara haciéndolo sufrir.
—Lo sé. Pero los dos sabemos que no opinas lo mismo sobre tu amiguito. Darías tu vida con tal de protegerlo.
La mención de su demonio hizo que se tensara.
—Nim no está aquí. Se ha ido.
—Claro, claro… —replicó Céfira con un deje burlón.
—¿Quién es Nim? —preguntó Stryker.
Céfira lo miró por encima del hombro.
—Un demonio inútil que Jared adoptó hace tiempo.
—Mentira —protestó él.
Porque había sido al contrario. Nim lo había adoptado a él y desde entonces había sido incapaz de librarse de él. El demonio era un inconveniente que ni necesitaba ni quería. En realidad, estaba harto de tenerlo a su alrededor y de que acabara complicando todavía más su ya de por sí asquerosa vida. Lo único que hacía era meterlo en líos. Y lo peor era que siempre acababan torturándolo por su culpa.
Céfira le pasó la punta del puñal por las marcas divinas de su brazo izquierdo. En otro tiempo las había llevado con orgullo. En ese instante solo eran un recordatorio de su humillación. Porque lo definían como esclavo. Como el último de su especie.
—¿Está aquí? —preguntó Céfira.
Jared siseó cuando la punta del puñal se hundió en su carne de un extremo al otro del tatuaje. La sangre comenzó a brotar y a gotear por su brazo. Stryker se volvió como si la imagen lo asqueara.
Céfira no se mostró tan compasiva.
—Parece que estaba equivocada.
Jared enfrentó su mirada sin flaquear, acicateado por la furia.
—Te he dicho que se ha ido.
—¿De verdad? —Le pasó el puñal por una de sus clavículas—. Creo que está escondiéndose en tu espalda.
Jared jadeó cuando le clavó el puñal en el hombro, atravesando el tatuaje que lo cubría. El dolor lo asaltó.
—¡Ya vale, Céfira! —masculló Stryker—. No hace falta recurrir a esto.
—Confía en mí, es la única manera de conseguir su obediencia. No necesita tu compasión, Stryker. Les rebanó el pescuezo a todos sus congéneres, ¿verdad, Jared? Y a los que no mató, los llevó al matadero.
El dolor y la ira se mezclaron en su interior.
—¡Cállate!
—¿Por qué? Es la verdad. Nunca te has preocupado por nadie más que por ti. Así que entréganos al demonio y dejaré de torturarte en lo que a él respecta.
Sin querer, dio un respingo cuando el puñal pasó sobre el único tatuaje que no estaba grabado en su piel. Parecía uno más, pero en realidad no era suyo.
—¡Ajá! Hemos encontrado a tu colega, ¿verdad? —dijo Céfira al tiempo que aferraba con fuerza el puñal para presionar justo sobre el lugar donde Nim descansaba.
Jared apretó los dientes. Si apuñalaba al demonio mientras dormía en su cuerpo, lo mataría.
—¿Quieres que te libre de su molesta presencia? —le preguntó Céfira mientras le clavaba la punta, haciéndolo sangrar.
Jared intentó apartarse, pero no lo logró. Las cadenas lo mantenían inmovilizado y le impedían escapar.
—¡Para! —masculló—. No le hagas daño.
—Mata a Gautier y dejaré con vida a tu demonio.
—¿Y si no puedo matarlo?
Céfira lo agarró del pelo y le dio un tirón hacia atrás de modo que acabó golpeándole la cabeza contra la pared.
—Mi respuesta no te gustaría. Te lo digo en serio. —Chasqueó los dedos y usó sus poderes para liberarlo de los grilletes.
Jared se dejó caer contra la pared y se deslizó hacia el suelo, embargado por el dolor. No recordaba la última vez que lo habían liberado. A juzgar por el dolor de sus agarrotados músculos, debían de haber pasado siglos.
Céfira siguió donde estaba, mirándolo desde arriba.
—Lávate, perro. Tráeme la cabeza del malacai y tendrás dos días para irte de juerga antes de que te traiga de vuelta. Si me traicionas, los siglos que llevas aquí te parecerán el paraíso.
Jared soltó una carcajada carente de humor.
—Demuestras una piedad admirable.
—Mmm… Me encanta el sarcasmo. —Céfira le asestó una patada en las costillas—. Vete y haz lo que se te ordena.
Stryker se enfrentó a la abrasadora mirada de Jared. El odio iluminaba sus ojos, pero hubo algo que le dijo que se odiaba más a sí mismo que a los demás. Pobre criatura. Lo más piadoso sería matarlo.
—¿Estás segura de que puede hacerlo? —le preguntó a Céfira mientras ella envainaba el puñal en la caña de su bota.
—No te dejes engañar por sus gimoteos —le contestó una vez que los condujo al pasillo, fuera de la estancia. War se mantuvo detrás de ellos—. Fue creado para matar.
—Igual que los malacai.
—Sí, pero este malacai es medio humano y sus poderes son nuevos. Para Jared será pan comido. —Se detuvo en mitad del pasillo y miró a War por encima del hombro de Stryker—. No lo pierdas de vista. Asegúrate de que no libera a su demonio. Ese imbécil es la única herramienta efectiva que tengo para controlarlo.
Stryker observó que War inclinaba la cabeza en señal de obediencia antes de volver a la estancia donde habían dejado a Jared.
—¿Y si se rebela y mata a War?
Céfira resopló.
—¿Qué más da? ¿Sois amigos o algo?
—Pues no, pero si elimina a War, podría ir a por ti después.
—Jared es propiedad mía mientras lleve ese collar. Ni él puede matarme ni yo puedo matarlo. Puedo hacerlo sangrar y sufrir, pero el collar no le permite atacar a su dueño de ninguna manera. De hecho, si alguien me ataca, no le queda más remedio que defenderme, lo quiera o no.
Esa era una de las cosas más crueles que había oído nunca. No imaginaba un castigo peor que el de verse obligado a proteger precisamente al enemigo, al torturador.
El comentario lo obligó a mirar con detenimiento a la mujer que tenía delante. Una persona tan familiar y tan desconocida a la vez. ¿Qué le había pasado a la mujer con la que se casó?
—Recuerdo a una muchacha preciosa que ni siquiera me permitía tener un gato en casa porque no quería hacerles daño a los ratones. Recuerdo a una mujer que me obligaba a echar a los insectos en vez de matarlos.
Los ojos negros de Céfira lo miraron sin titubear y en ellos vio un odio tan visceral que lo dejó sin aliento.
—Pues yo recuerdo los gritos de mi nieto pidiendo clemencia mientras lo mataban cruelmente por ser distinto sin que yo pudiera impedirlo. Ya no soy la niñita que abandonaste, Stryker. Soy una mujer resentida, en guerra con el mundo que abusó de ella.
—En ese caso, compartes mis sentimientos. Yo no pedí vivir lo que he vivido, y quiero la sangre de todo aquel que ha tenido algo que ver con todo lo que me ha sucedido. La de mi padre, la de Apolimia, la de Aquerón y la de Nick Gautier.
—¿Y qué hay de Artemisa?
—No es que le tenga cariño, pero tampoco la odio. Mientras no se cruce en mi camino, me da igual lo que le pase.
Céfira lo miró. El pelo oscuro destacaba más si cabía sus turbulentos ojos plateados. No se parecía en absoluto al muchacho que le había robado el corazón. Al muchacho a cuyo lado deseaba envejecer. En aquel entonces esperaba pasar cuarenta años a su lado, si tenían suerte, antes de que la muerte los separara.
Sin embargo, habían pasado once mil y estaban frente a frente. Como enemigos.
Una auténtica ironía. A los catorce años habría dado cualquier cosa por pasar la eternidad con él. En ese momento ansiaba verlo morir de la peor manera posible.
¡La de vueltas que daba la vida!
—En fin, ¿vas a cumplir tu palabra y a liberar a Medea?
A Stryker le intrigó ese repentino cambio de conversación.
—Por supuesto. —Extendió la mano para tocarla, esperando que volviera a golpeársela para apartarlo.
Céfira miró su mano con el ceño fruncido como si estuviera pensando justo en eso. Y cuando estaba seguro de que iba a darle un manotazo, lo sorprendió aceptándola y cogiéndosela con delicadeza.
No supo muy bien por qué, pero el gesto le aceleró el corazón. Céfira tenía la piel muy suave. Su mano era pequeña y delicada. Podría aplastarle todos los huesos si quisiera, pero esa mano había ostentado en el pasado el poder de ponerlo de rodillas.
—Se me había olvidado lo pequeña que eres.
Porque siempre le había parecido enorme. Sin embargo, al tenerla cerca recordó lo mucho que le gustaba que se acurrucara contra él por las noches.
—Soy lo bastante grande para darte una hostia.
Stryker se llevó la mano a los labios para besarle la palma.
—Estoy deseando que lo hagas.
Sus palabras ensombrecieron sus ojos oscuros.
—¿Me estás retrasando a propósito?
—No. —Se colocó su mano en el brazo y se teletransportó al salón de recepciones de Kalosis—. Me mantendré fiel a todas las promesas que te he hecho. Siempre.
—Me lo tragaría si no hubieras roto la promesa más importante que un hombre puede hacerle a una mujer. Saliste pitando en cuanto tu padre te puso a prueba. Llámame cínica si quieres.
—No tienes motivos para serlo, amor mío. —La condujo a sus aposentos, donde los esperaba una furiosísima Medea.
En cuanto abrió la puerta, Céfira se apartó de él para comprobar que su hija estaba sana y salva.
Medea lanzó a su padre una mirada ponzoñosa.
—Tenías razón, mamá. Es un gilipollas.
Céfira soltó una carcajada.
—Once mil años y sigues desoyendo mis consejos…
—Solo eres catorce años mayor que yo. Ahora mismo no se puede decir que me lleves mucha ventaja —replicó Medea, cuyos ojos se clavaron en Stryker—. ¿Por qué sigue respirando?
—Hemos hecho un pacto entre guerreros. Tendremos que aguantarlo durante las próximas dos semanas y luego podré rebanarle el pescuezo.
Stryker soltó un suspiro ante el rencoroso recibimiento.
—¿Os habéis dado cuenta de que sigo aquí?
Céfira lo miró con altivez.
—Pues sí. Pero nos da igual.
—Ah, muy bien. Mientras lo tengamos tan claro… —Puso los ojos en blanco—. ¿Te parece que le ordene a uno de mis sirvientes que acompañe a Medea a sus aposentos?
—¿Y yo qué? —preguntó Céfira a su vez.
Stryker esbozó una lenta sonrisa.
—Tú te quedas aquí. Conmigo.
Céfira cruzó los brazos por delante del pecho. Al parecer, Stryker iba un poquito sobrado en lo que a ella se refería. Y sí, admitía que era guapo, pero no por eso lo odiaba menos.
—Te veo muy seguro de tus encantos…
—He tenido mucho tiempo para mejorarlos.
Medea puso cara de asco.
—Por favor, que tenéis a una hija presente. No la hagáis vomitar, porque no es muy agradable vomitar sangre, y a menos que queráis acabar bañados en ella, necesito irme a mis aposentos. Ahora. Por favor.
—¡Davyn! —gritó Stryker.
Su daimon apareció al instante.
—¿Milord?
—Lleva a mi hija a los aposentos de Satara. Asegúrate de que no le falta de nada.
Davyn inclinó la cabeza.
—¿Es libre para moverse a su antojo?
Stryker miró a Céfira.
—¿Vas a enviarla a matarme?
—No. Te he dado mi palabra y, al contrario que tú, yo me atengo siempre a ella. Estás a salvo, cobarde. Nunca mandaría a una niña a que se encargase del trabajo de su madre.
Stryker no replicó a la tanda de insultos.
—Dale acceso a las madrigueras —le dijo a Davyn.
—Sí, milord.
—¿Medea? —la llamó, y esperó hasta que su hija se volvió a mirarlo antes de seguir hablando—. No te preocupes. Los aposentos de Satara están alejados, así que no tendrás que oír como echamos un polvo detrás de otro.
Céfira se quedó boquiabierta.
A Medea no pareció hacerle mucha gracia el comentario.
—Tenías razón, mamá. Debería haber dejado que le rebanaras el pescuezo. —Miró a Davyn—. Sácame de aquí lo antes posible.
Los ojos de Davyn tenían un brillo risueño mientras cerraba la puerta al salir.
Céfira meneó la cabeza en cuanto se quedaron solos.
—Ha sido un comentario muy cruel por tu parte.
—No he podido resistirme. Además, deberías haberle enseñado a ocultar sus debilidades a los ojos de los demás.
—Somos sus padres. Se supone que debemos quererla en vez de aprovecharnos de sus debilidades.
—Sin embargo, aquí estamos, planeando la muerte de mi padre y de mi tía.
—Lo dirás por ti, porque en mi caso yo estoy planeando la tuya.
—Cierto, pero la cosa es… hoy somos familia; mañana, enemigos.
—Stryker, ese ha sido siempre tu problema. Yo creo en la eternidad de la familia. Como reza el dicho, la sangre es más espesa que el agua, y en el caso de los apolitas no podía ser más cierto.
«Ojalá pudiera creerlo», pensó Stryker. Pero hasta el momento el dicho había resultado ser incierto en su caso. Lo único que hacía la familia era facilitarles el paso a los enemigos.
—¿Cuándo me ha apoyado la familia?
—Creo que la pregunta más acertada sería: ¿cuándo la has apoyado tú? Yo sí habría estado siempre contigo. Siempre. Pero me negaste la oportunidad.
Pese al dolor de las traiciones que había sufrido en el pasado, las palabras de Céfira lo ofendieron. Ansiaba contar con alguien en quien poder confiar. Aunque fuera solo una vez. El único que siempre había estado de su lado era Urian, de ahí que se hubiera enfurecido tanto al descubrir que le ocultaba secretos. Que su hijo lo hubiera traicionado era…
¿Podía confiar en Céfira?
—Ahora te la estoy ofreciendo.
Céfira se apartó.
—Es demasiado tarde —replicó—. Han pasado demasiados siglos. Hubo un tiempo en el que solo vivía para escucharte decir que me querías. Pero ese barco se hundió bajo las aguas de la amargura, y por mucho que lo intentes con engaños o con halagos, ya es imposible reflotarlo.
Stryker inclinó la cabeza de modo que los labios de ambos estuvieron tan cerca que casi se rozaban.
—Los desbocados latidos de tu corazón me dicen que estás mintiendo. Todavía me deseas.
—No confundas mi ira con deseo. Lo que quiero es tu sangre, no tu cuerpo.
Stryker no la creía. Ni de coña.
—Dime de verdad que no has deseado ni un segundo verme desnudo. Que no estás recordando lo mucho que disfrutábamos haciendo el amor.
Céfira bajó una mano y le acarició la entrepierna.
—Stryker, eres un hombre. Entiendo que pienses así. —Cerró los dedos de repente, aferrándolo con fuerza y arrancándole un jadeo mientras él se doblaba hacia delante por la cintura, presa del dolor. Acto seguido, le clavó las uñas en los testículos—. Pero yo soy una mujer y, tal como escribió aquel sabio poeta, no hay odio más grande que el de una mujer despechada. En este caso, yo. Bienvenido a tu infierno. —Y apartó la mano después de darle un doloroso apretón.
Aunque le habría encantado lanzarle una descarga, el dolor era tan insoportable que solo atinó a fulminarla con la mirada mientras ella daba media vuelta y salía de su dormitorio.
—Esto no acaba aquí, amor mío —masculló con la voz entrecortada.
Volvería a conquistarla y le haría suplicar clemencia. La recuperaría, costara lo que le costase.
Y después la mataría con sus propias manos.