Medea gritó furiosa al tiempo que intentaba teletransportarse para escapar de Kalosis.
Stryker chasqueó la lengua.
—He cerrado el portal. No puedes salir a menos que vuelva a abrirlo.
Su hija lo miró echando chispas por los ojos, gesto que le recordó todavía más a su madre.
—Matera te matará por esto.
La soltó y retrocedió un paso.
—Iba a matarme de todas formas. ¿Qué más da?
—No planeaba torturarte primero. Pero ahora… seguro que cambia de opinión.
Se encogió de hombros para restarle importancia.
—Querías pasar tiempo con tu padre. Aquí me tienes. —Su expresión se endureció mientras le sostenía la mirada para dejarle claras sus intenciones—. Pero deberías saber algo sobre mí: nadie me obliga a hacer nada. Soy y siempre seré un general. Nadie me dice lo que tengo que hacer. —La última persona a quien había obedecido, su padre, lo había traicionado. Desde aquella noche juró que solo él regiría su vida.
Medea torció el gesto.
—Matera tenía razón. Eres un gilipollas.
La furia de su hija le hizo gracia.
—Te equivocas. Un gilipollas te entregaría a sus demonios. Yo soy tu padre, y la verdad es que echo de menos tener a mis hijos a mi lado. Esa debilidad es lo único que te permite seguir viviendo después de haberme amenazado.
Extendió el brazo y le cogió la barbilla. El gesto la tensó de tal forma que a Stryker le sorprendió que ella no le clavara los colmillos en la mano. En cambio, lo miró con desdén. Le recordaba muchísimo a la hija que había perdido hacía once mil años. Salvo que Tannis nunca había sido una luchadora. Jamás había compartido el amor por la vida de Urian. En ese aspecto no se parecía en nada a Medea. Tannis había preferido desintegrarse en su vigésimo séptimo cumpleaños mientras él la sostenía entre sus brazos, suplicándole que acabara con una vida humana para poder vivir un día más. Su hija se había negado en redondo. Y sus gritos pidiendo clemencia aún resonaban en sus oídos.
Medea volvió la cabeza hacia su mano, justo antes de asestarle un rodillazo en la entrepierna.
Stryker soltó un taco mientras la cogía de la mano para evitar que volviera a golpearlo y la apartó de un empujón. Dolorido, deseó matarla por lo que había hecho. Pero era la hija de su madre.
Y también era su hija.
Con la ayuda de sus poderes la estampó contra la pared que tenía detrás.
—Considérate afortunada porque me arrepintiera de haber matado a mi hijo por muchísimo menos de lo que tú acabas de hacerme. De no ser por eso, ahora estarías muerta.
—Yo también te quiero, papá. —El tono sarcástico era desdeñoso y frío.
Al menos no era como Urian, y no le soltó lo mucho que lo odiaba y cuánto deseaba matarlo.
—¡Davyn! —gritó, llamando a uno de sus lugartenientes. Se irguió, negándose a dejar que uno de sus hombres supiera que estaba dolorido. Nadie conocería jamás sus puntos débiles.
Davyn entró en la estancia.
—¿Milord?
Stryker señaló a Medea con la barbilla.
—Lleva a nuestra invitada a mis aposentos y enciérrala hasta que tenga tiempo para ocuparme de ella. —Levantó la mano, permitiendo que se apartara de la pared, y aparecieron un par de grilletes en torno a sus muñecas.
Medea siseó mientras intentaba romperlos.
—Me vengaré por esto.
—Y me harás pupita, sí —replicó él con sorna.
Davyn decidió, con mucha sensatez, hacer oídos sordos.
—Sí, milord. Lo haré enseguida.
Medea no dijo nada cuando el apuesto daimon se acercó a ella, demostrando el buen tino de no tocarla.
—Por favor, sígueme… —Davyn señaló la puerta con la mano.
«Como si tuviera elección. ¡Cabrones!», pensó Medea.
Furiosa, fulminó a su padre con la mirada antes de permitir que Davyn la condujera afuera de la estancia.
—¿Siempre lo obedeces? —le preguntó al daimon en cuanto se quedaron solos.
Davyn la miró por encima del hombro. Era alto y rubio, tenía el pelo corto y una perilla bien recortada.
—Si quisiera morir, dejaría de alimentarme de almas humanas. Sería un método muchísimo menos doloroso que desafiar a Stryker.
—¿Eso quiere decir que le tienes miedo?
Davyn resopló.
—Todo el mundo le tiene miedo. Mató a su propio hijo.
—No deja de repetírmelo.
—En fin, yo estaba presente cuando sucedió. Estábamos luchando contra nuestros enemigos cuando Stryker se acercó a él con parsimonia, lo abrazó, le rebanó el pescuezo y lo dejó tirado para que se desangrara.
El relato le provocó un escalofrío. ¿Cómo podía ser un padre tan desalmado? El hecho de que fuera su propio padre le daba un cariz todavía más siniestro a la idea.
Davyn dobló a la izquierda y enfiló otro pasillo.
—Urian era uno de mis mejores amigos y quería a su padre con locura. Le sirvió durante siglos con absoluta lealtad. Créeme, no se merecía ese trato.
¿Qué habría hecho su hermanastro para merecer semejante castigo?
—¿Por qué lo mató Stryker?
—Porque se casó con una de nuestros enemigos a sus espaldas.
Medea tropezó al escuchar esas palabras, que habían sido pronunciadas en voz baja, incapaz de creer que semejante nimiedad fuera suficiente para quitar una vida, y mucho menos la de un hijo.
—¿Y ya está?
Davyn se detuvo junto a una puerta abierta.
—Ya está.
Incapaz de concebir la crueldad de Stryker, Medea titubeó mientras percibía algo en su acompañante.
—Eres un agkelos. —Eran daimons que solo se alimentaban de humanos perversos. Daimons que habían jurado capturar únicamente las almas de aquellos que merecían la muerte. Pederastas. Violadores. La escoria de la humanidad.
Davyn se quedó blanco.
—¿Cómo lo sabes?
—Percibo las almas que llevas dentro. Has matado a tres hace poco. —En ese momento se dio cuenta de otra cosa. No era como su padre. Ese daimon tenía un corazón.
Todavía.
—Sé por qué escoges a tus víctimas, pero escucha una cosa: esas almas te destruirán. Te corromperán hasta convertirte en lo mismo de lo que te alimentas.
Davyn la miró con recelo.
—¿Cómo lo sabes?
Medea no tenía la menor intención de contestar aquella pregunta.
Stryker estaba sentado en su despacho, observando a través de la esfera cómo Céfira se paseaba furiosa de un lado para otro. Aquella mujer se movía como la plata líquida. Ardiente. Elegante. Se excitó al recordar lo bien que se sentía al tenerla entre sus brazos. Lo que se sentía al hacerle el amor a una mujer tan apasionada. Llevaba su olor y sus caricias grabadas a fuego en la memoria.
Siempre le había encantado su temperamento. En una ocasión, poco después de que se casaran, ella se había enfadado al verlo coquetear con otra mujer. Cuando regresaron a casa, Céfira lo tiró al suelo y procedió a hacerle el amor hasta que casi lo dejó ciego de tanto placer. Tuvo rozaduras en las piernas durante una semana después de aquel episodio.
«Como vuelvas a mirar a otra mujer, te saco los ojos.»
En vez de sacarle los ojos, le había despellejado toda la espalda mientras hacían el amor. Se le aceleró el corazón al recordar su habilidad y se le puso dura al instante, deseando probarla una vez más.
Alejarse de ella fue lo más duro que había hecho en toda la vida. Pero de haberse quedado, su padre la habría matado sin compasión. Era imposible que Apolo hubiera permitido que dos mortales desafiaran sus planes divinos. Era más intransigente que él mismo.
De modo que había actuado de manera noble. Había hecho lo correcto. En vez de intentar librar una batalla que les habría costado la vida a ambos, la dejó viva con la esperanza de que pudiera encontrar a un hombre que la mereciera.
Y durante los siglos que habían transcurrido desde entonces, no había pasado un solo día sin que pensara en ella y sin que la echara de menos. Se había arrepentido a cada segundo de todo el tiempo que les había sido negado.
Sin embargo, nunca se arrepintió de haberla protegido de la ira de su padre.
Incapaz de permanecer lejos de ella un solo instante más, Stryker se teletransportó a su templo en Grecia. Era uno de los pocos templos en honor a Artemisa que seguían usándose para adorar a la diosa, y era un lugar frío e intemporal, como la propia Artemisa.
En cuanto Céfira se percató de su presencia, se volvió hacia él presa de la ira. Con los ojos negros relampagueantes, sacó el puñal que llevaba en la bota y se abalanzó sobre él.
—Quieta —le dijo con tranquilidad, a pesar de que le ardía el cuerpo por el deseo de saborearla—. Si me matas, mis hombres matarán a Medea.
Céfira apretó con más fuerza el puñal, pero se quedó quieta delante de él.
—¿Usarías a tu propia hija como moneda de cambio?
Stryker se encogió de hombros antes de contestar:
—Agamenón mató a la suya para poder atacar a sus enemigos. Al fin y al cabo, somos griegos antiguos, ¿no?
—Tú eres un cerdo medio griego, pero yo soy una apolita atlante. —Devolvió el puñal a su funda y después se irguió. La pose tensa que adoptó le dejó claro que estaba más que dispuesta a luchar—. Dime, ¿qué quieres?
Antes de poder controlarse, Stryker la abrazó para besarla.
Céfira tenía pensado apuñalarlo en cuanto la tocara, pero nada más sentir sus labios, recordó por qué se había casado con él. Por muy arrogante, insufrible y desleal que fuera, también era increíblemente sexy y la ponía a cien. Nadie besaba como él. Nadie se le parecía. Su cuerpo de guerrero estaba esculpido a base de músculos duros y fuertes que se movían como el agua. Y esos músculos pedían a gritos ser acariciados y lamidos.
Y cuando sentía sus brazos alrededor de ella, podía perdonarle cualquier cosa.
O casi.
Lo apartó de un empujón.
—Eso ya no funciona conmigo, gilipollas. Ya no soy la niñita que dejaste atrás.
Sus ojos turbulentos se oscurecieron.
—No, no lo eres. Ella era muy guapa, pero tú… tú eres una diosa.
Céfira levantó el puñal y se lo apoyó en la garganta, justo por debajo de la nuez. Quería rebanarle el pescuezo, pero una parte desconocida de su ser se lo impedía. ¿Qué le pasaba? Ella nunca titubeaba.
—No te acerques más.
Su expresión se tornó crispada. «¡Por todos los dioses!», exclamó para sus adentros. Nadie debería ser tan guapo. Esas cejas negras que se arqueaban por encima de los turbulentos ojos plateados… Y esos labios… recordaba demasiado bien todo el placer que le había dado y el tiempo que se tomaba para hacerlo. Había sido un amante insaciable, habilidoso y considerado. Un amante que no la había dejado con la miel en los labios.
—¿De verdad me cortarías el cuello? —le preguntó él, con voz ronca.
Céfira intentó controlar las fuertes emociones que la embargaban.
—Suelta a mi hija y te enterarás.
Stryker pegó el cuello a la afilada hoja, dejando que le hiciera un delgado corte. Céfira miró detenidamente la sangre y se le hizo la boca agua, deseando saborearla. Esa era una de las cosas que Apolo les había hecho y que más odiaba. El atractivo de la sangre apolita era una locura que los llevaba a alimentarse cada vez que la olían. Era un impulso que nadie de su raza podía controlar.
Incapaz de soportarlo, apartó el puñal, cogió a Stryker del pelo y lo acercó a ella de un tirón.
Stryker siseó cuando Céfira le clavó los colmillos en el cuello. Se le puso la carne de gallina al tiempo que se dejaba abrazar. El roce de su aliento en el cuello lo puso a mil.
—Por todos los dioses, cómo te he echado de menos.
Céfira le clavó los colmillos con más fuerza para succionar su sangre, hasta hacerle daño.
—Te odio con todo mi corazón.
Esas palabras le hicieron más daño que sus colmillos. Y aun así obtuvo placer del dolor. Se merecía su odio.
—Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y cambiar la noche en que me marché.
Céfira se apartó mientras lo insultaba.
—Siempre fuiste un cobarde.
Stryker la cogió del brazo y la pegó a él.
—Nunca fui un cobarde. Tal vez un imbécil, pero jamás he huido de nada.
—Si de verdad te lo crees, es que eres imbécil, sí. Ahora devuélveme a Medea.
Meneó la cabeza.
—Mi hija se queda conmigo.
Céfira se abalanzó sobre él con un gruñido.
Stryker consiguió inmovilizarla.
—Sigues siendo irracional. —Aunque lo peor era que seguía siendo muy atractiva y que la deseaba con una pasión abrumadora. Se inclinó hacia su pelo, lo justo para aspirar el arrebatador olor a camomila mezclado con lavanda. El aroma lo embriagó. ¡Cómo la deseaba!—. Veamos… Tú me quieres muerto y yo quiero saborearte. ¿Qué te parece si resolvemos este asunto como los guerreros que somos?
—¿A qué te refieres?
—Luchemos. Si ganas, me matarás.
Céfira ladeó la cabeza y lo miró con expresión suspicaz.
—¿Y si pierdo?
—Me concederás dos semanas para intentar conquistarte de nuevo. Si al final de esas dos semanas sigues odiándome, dejaré que me ejecutes.
Céfira se quedó alucinada al escuchar su ofrecimiento. No terminaba de creérselo.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
—Soy un hombre de honor. Tú mejor que nadie sabes que mi honor lo significa todo para mí. Si no te he conquistado en dos semanas, no me merezco más que morir a tus manos.
—Sabes que no soy la tonta incapaz de manejar un cuchillo de cocina con la que te casaste. Te mataré.
—Lo sé.
—En ese caso, acepto tus condiciones. —Se apartó de él—. Prepárate para morir.
Stryker hizo aparecer dos antiguas espadas griegas y le ofreció una.
Echando chispas por los ojos, Céfira la aceptó y se preparó para la lucha. Stryker la saludó con la espada.
Se abalanzó sobre él, con la intención de cortarle la cabeza. Stryker bloqueó su movimiento y la obligó a retroceder, antes de girar y cambiarse la espada de mano para asestarle un golpe ascendente que casi logró desarmarla. Sin embargo, Céfira era rápida y fuerte. Lo imitó, cambiándose la espada de mano, y consiguió hacerlo retroceder con la ferocidad de su ataque.
—Eres increíble —murmuró él, impresionado por su habilidad y su pasión.
—Pues tú no. —Le lanzó una patada de tijera y atacó su cuello.
Stryker sintió el escozor que le provocó el golpe mientras amagaba a la izquierda y se dejaba caer al suelo, para después asestarle una patada y derribarla. Céfira soltó un taco mientras se ponía en pie de un salto para intentar golpearle el brazo extendido. Stryker expresó su admiración con una sonrisa y continuó con su ataque. Céfira hizo una finta hacia la izquierda y después hacia la derecha. Sin embargo, Stryker consiguió detener el golpe con su hoja, haciendo que ella perdiera su arma.
Céfira le dio un empujón, le clavó los colmillos en el brazo y giró por el suelo hasta recuperar su espada antes de ponerse en pie, dispuesta para continuar con la pelea.
Stryker soltó un taco al tiempo que se cubría la herida del brazo con la mano.
—¿Me has mordido?
—Hay que emplear todas las armas a nuestra disposición. —Se abalanzó sobre él blandiendo la espada.
—Eso solo lo hace una mujer —replicó él, decepcionado porque hubiera recurrido a semejantes tácticas.
—Pero funciona. A lo mejor si lucharas como una mujer y no como un mono borracho, conseguirías ganar.
El brazo le ardía, pero Stryker consiguió bloquear el golpe que ella le lanzó y la obligó a pegarse a su izquierda. De forma instintiva alzó la mano para darle un puñetazo en la cara, pero se detuvo.
Nunca le pondría la mano encima a la madre de su hija. Nunca le pondría la mano encima a la mujer que había querido más que a su propia vida.
El titubeo le salió caro, ya que Céfira consiguió liberar su espada y le hizo un corte en el hombro. Stryker siseó de dolor y trastabilló hacia atrás. Como haría un auténtico guerrero, Céfira aprovechó esa ventaja, lanzándole un golpe tras otro.
La ferocidad de su ataque consiguió dañar mucho más que su brazo herido. Le atravesó el corazón.
—¿De verdad me quieres muerto?
—Lo deseo de todo corazón.
Como no estaba dispuesto a concederle su deseo, la atacó a su vez, de tal modo que consiguió pasar la espada por debajo de la de Céfira, quitándosela de las manos. La espada de su oponente salió volando. En ese instante se apartó de ella, atrapó la espada en el aire y cruzó las dos hojas delante de su cuello.
—Ríndete.
Céfira lo miró echando chispas por los ojos.
—¡Te odio! ¡Eres un cabrón!
—Pero te he ganado legalmente. Ríndete.
Céfira le escupió a los pies.
—Me ciño a mi palabra, pero nunca conseguirás recuperarme. Créeme, dentro de dos semanas te rebanaré el pescuezo, beberé de tu sangre, te atravesaré el corazón y me reiré a carcajadas mientras tu cuerpo se desintegra.
—Bonita imagen. Deberías escribir guiones para la tele. —Utilizó sus poderes para hacer desaparecer las espadas—. Te aseguro que ha sido una pelea limpia. De igual a igual. Podría haber utilizado mis poderes, pero no lo he hecho.
Céfira lo aplaudió con evidente sarcasmo.
—¿Quieres que vaya calentando el horno para hacerle unas galletitas al héroe?
Stryker soltó un suspiro al escucharla.
—He encontrado la horma de mi zapato, ¿verdad?
—La verdad es que no. Te odio hoy y te odiaré mañana. ¿Para qué perder el tiempo? Dame una espada y deja que te rebane el pescuezo ahora mismo. En una ocasión me dijiste que morirías por mí. ¿Qué tal si cumples esa promesa?
Resopló al escuchar el rencor de aquellas palabras.
—¿Para qué cumplir esa cuando he roto tantas otras?
La réplica hizo que Céfira se pusiera colorada y lo mirara echando chispas por los ojos.
—Justo lo que pensaba. Eres un mentiroso y un cobarde. No vas a rendirte a mí cuando pasen dos semanas, ¿verdad?
—No estoy hablando de promesas. Sino de honor. Nunca he sacrificado mi honor por nadie.
—No, solo tu amor —repuso ella con sorna—. Dime una cosa, Strykerio, ¿mereció la pena?
Esa era la pregunta del millón, ¿no? Una de las sacerdotisas que lo había cuidado de pequeño le dijo en una ocasión que la gente siempre se arrepentía de las cosas que no había hecho. Y tenía razón. Ojalá no hubiera abandonado a Céfira.
Se le ablandó el corazón al recordar el pasado.
—He tenido diez hijos hermosos. Fuertes. Valientes. Y los quise a todos. ¿Cómo voy a arrepentirme de eso?
—¿Y tu mujer? ¿Qué me dices de ella?
Ella también fue hermosa. Dócil y callada. Nunca le hacía preguntas. Una auténtica dama del mundo antiguo.
—Fue una esposa obediente y fiel. Jamás mancillaré el honor de la madre de mis hijos, ni la insultaré.
Los ojos de Céfira se oscurecieron todavía más. Le había asestado un golpe bajo sin pretenderlo.
Además, él nunca le quitaría lo que habían compartido.
—Pero nunca pudo ser como tú, Fira. Ni de cara ni de cuerpo. Ni tampoco igualó tu pasión. Siempre fuiste la luz en mi oscuridad.
Céfira se acercó a él despacio. Con cautela.
Con el hombro dolorido y sangrando, Stryker se tensó a la espera de un nuevo ataque. Céfira extendió una mano, le enterró los dedos en el pelo y tiró de él hasta que sus labios se encontraron para darle un beso tan apasionado y feroz que el deseo corrió por las venas de él al instante. Su cuerpo cobró vida al tiempo que le devolvía el beso con cada fibra de su ser que la había echado de menos.
Céfira se apartó con un gruñido y lo fulminó con la mirada antes de empujarlo.
—Ahí tienes un recordatorio de todo lo que despreciaste. Mi corazón está muerto para el mundo, salvo para Medea. Solo ella retiene ese último trocito de mí.
—En ese caso la liberaré.
Céfira resopló para expresar su desdén.
—Tus trucos no van a funcionar conmigo.
—No es un truco. Me has dado tu palabra de honor y yo voy a entregarte una muestra de mi fe. Confío en que te atengas a las condiciones de nuestro pacto, de modo que te la devolveré.
Céfira lo miró con los ojos entrecerrados, ya que no se fiaba de él ni un pelo. Era más listo que cualquier otro hombre que hubiera conocido. Era astuto. Sabía cómo manipular a los demás para conseguir lo que quería. Siempre lo había hecho.
Con todo el mundo salvo con su asqueroso padre.
Más guapo que cualquier dios, su Strykerio siempre le había provocado una lujuria insaciable. Pero en ese momento solo sentía furia y odio.
Le resultaba muy raro verlo con aquellos extraños y turbulentos ojos plateados. De mortal sus ojos eran de un azul cielo. Ansió tener hijos con aquellos ojos, hijos que le recordaran lo mucho que lo quería.
Los ojos de Medea eran como los suyos, verdes, y mientras fueron mortales, les agradeció a los dioses el pequeño favor. Hasta la noche en que Apolo maldijo a todos los de su raza porque un grupito de soldados atlantes mató a su amante griega y al hijo que tenía con ella.
Fue la noche del sexto cumpleaños de Medea, y mientras lo celebraban, Céfira había visto como los ojos de su hija se volvían negros. Ajena en su momento a la causa de la maldición, Céfira había abrazado a su hija mientras vomitaba la comida y comenzaba a anhelar la sangre.
En cuanto comprendió lo que les habían hecho, en qué consistía la maldición, odió todo lo relacionado con Stryker y con su padre, Apolo.
—Dime una cosa, ¿sigues venerando a tu padre?
Vio la amargura en sus ojos plateados.
—Lo odio con todas mis fuerzas.
—Pues ya tenemos algo en común.
—También tenemos una hija.
Céfira torció el gesto al escuchar semejante temeridad.
—No. Yo tengo una hija. No pienso permitir que reclames a Medea cuando nunca has estado a su lado. Es mía.
Stryker meneó la cabeza.
—Los hijos son un quebradero de cabeza. Da igual lo mucho que los quieras y lo mucho que lo intentes, al final harán lo que les dé la gana. Y a la mierda con los padres.
—Pero en tu caso no fue así, ¿verdad?
Stryker hizo una mueca.
—Solo era un muchacho, Céfira. Mi padre nos habría matado a los dos si llego a contrariar sus planes. O nos habría maldecido.
—Lo hizo de todas formas, ¿no?
—Exacto. Y he tenido que ver cómo mis hijos y mis nietos se desintegraban delante de mis ojos. Sostuve a mi hija mientras pedía a gritos una clemencia que tardó horas en llegar. Debería haberla matado para ahorrarle el sufrimiento, pero era joven y rezaba por que se convirtiera en daimon como sus hermanos. Pero se negó hasta que por fin se desintegró. Uno a uno, todos los miembros de mi familia han muerto con un terrible sufrimiento. No me queda nada. Ni uno solo.
Céfira quería insultarlo, restregarle aquella sensiblería tan femenina. Pero la verdad era que la parte de sí misma que reservaba para su hija se sentía conmovida. De hecho, quería consolarlo por su pérdida. Su mayor temor había sido ver envejecer y morir a Medea.
Por suerte, su hija era más fuerte.
—¿Medea tiene hijos?
Céfira se tensó por el dolor que le provocaba una pregunta tan inocente. Por los amargos recuerdos que la quemaban por dentro.
—Tuvo un hijo. —Más guapo que cualquier niño que hubiera nacido jamás. Praxis había sido precioso y muy dulce. Un niño risueño. Cariñoso.
—¿Dónde está?
Se obligó a contestar sin rastro de emoción.
—Muerto.
Los ojos de Stryker se oscurecieron tras escuchar el monosílabo.
—¿Y su marido?
—Fue muy irónico, la verdad. En contra de mis deseos, su marido y ella se unieron al Culto de Pólux.
Dicho culto estaba compuesto por los apolitas que se negaban a rebelarse contra la maldición de Apolo. Vivían en paz entre los humanos, a la espera de una muerte espantosa cuando llegara su vigésimo séptimo cumpleaños. Cada miembro del culto juraba no hacerles daño a los humanos ni a ninguna otra forma de vida.
—Su marido murió a manos de los mismos humanos furiosos que temían sus colmillos. Intentó distraerlos para que ella pudiera poner a salvo a su hijo. Le dieron una paliza brutal y le arrancaron el corazón mientras estaba en el suelo, después capturaron a Medea y la torturaron durante días. Le arrancaron a su hijo de los brazos y lo mataron delante de sus ojos. —La furia y la indignación la quemaban por dentro—. Solo tenía cinco años. Y también habrían matado a Medea si no llego a encontrarla a tiempo. Eso la convirtió en la guerrera que has visto. Odia a los humanos por su crueldad, lo mismo que yo. Son animales que solo sirven para el matadero, y yo estoy encantada de ejercer de carnicera.
Stryker la entendía perfectamente. Había presenciado su crueldad hacia su gente y hacia sus hijos. Por eso no le tenía el menor afecto a la humanidad. Por eso no le tenía compasión. ¿Por qué tenían que vivir en paz cuando su raza no tenía ningún futuro?
Sin embargo, sus palabras lo confundieron, y miró a su alrededor, al templo cuyas paredes estaban decoradas con escenas bucólicas de mujeres que bailaban con ciervos. Allí era donde los siervos de Artemisa seguían rindiéndole culto.
—Y sin embargo vives entre ellos.
—Solo con un grupo muy reducido. Algunas siervas de Artemisa nos dieron cobijo cuando lo necesitamos. Ellas nos han cuidado durante siglos, y por ese motivo las dejamos vivir.
Stryker frunció el ceño.
—¿Por qué lo permitió la diosa?
—Artemisa se ha portado bien con nosotras. Y a cambio de su amparo, le hago algún que otro trabajito.
—¿Como qué?
—Matarte.
La miró con brillo burlón en los ojos mientras se acercaba a ella.
—¿Volvemos a lo mismo?
—Siempre volveremos a lo mismo.
—Me parece bien. —Suspiró—. Vamos, Fira, te llevaré con nuestra hija.
Le tendió la mano.
Céfira torció el gesto, asqueada.
—Métetela por donde te quepa —replicó al ver su mano extendida.
Stryker chasqueó la lengua.
—Hubo un tiempo en el que me habrías besado la palma con cariño y ternura. Pero la verdad es que me sorprendes. Un enemigo astuto me besaría la mano y me apuñalaría por la espalda mientras estoy distraído.
Céfira resopló al tiempo que le apartaba la mano.
—Sería un acto de cobardía. Ya vale. Nos estás insultando a ambos con esa sugerencia. No me gustan los ataques infantiles. Persigo lo que quiero, y si es la vida de mi enemigo, no quiero que se malinterpreten mis intenciones. Si te mereces mi odio, también te mereces saber que voy a por ti.
Stryker sonrió al percibir la furia en sus palabras y se alegró al escucharlas de sus labios.
—El código de un auténtico guerrero. —La respetaba todavía más por eso—. Cógete de mi mano, Céfira.
Ella, en cambio, le escupió.
Molesto, Stryker la cogió de la mano y la pegó contra su cuerpo. Quería estrangularla por su terquedad. Pero sobre todo quería besarla.
—Voy a destriparte —le advirtió ella.
Stryker se limpió la mano en la camisa de Céfira mientras ella se la golpeaba.
—Si lo haces estando desnuda, no pienso quejarme.
—Eres un cerdo traidor. —Hizo ademán de abofetearlo.
Stryker atrapó su mano y se enfrentó a su mirada desafiante antes de replicar:
—Y tú eres una arpía preciosa que debería dar gracias porque recuerde lo suficiente de los viejos tiempos para no hacerle lo que le haría a quien me escupe.
Céfira contuvo el aliento al ver la rabia en sus ojos. Estaba a un paso de pegarle, y aunque una parte de ella lo deseaba, el control que demostraba la sorprendía. En el mundo en el que habían nacido un hombre tenía derecho a golpear a su mujer. Sin embargo, Stryker había evitado levantarle la mano incluso mientras se batían a espada.
Durante el año que estuvieron casados en la antigua Grecia, nunca le había hecho daño. Jamás le había levantado la mano, a pesar de que era despiadado con todos los demás. Eso era lo que más le gustaba de él.
Había hecho que se sintiera a salvo. Protegida. Si alguien la miraba mal, Stryker lo destrozaba.
Echaba de menos al estúpido muchachito en cuyos ojos relucía el amor cada vez que la miraba.
El hombre que tenía delante era formidable. No era un jovenzuelo imberbe que intentaba complacerla. Era un guerrero con una experiencia en supervivencia de once mil años. Y también en el mando de un ejército de condenados que luchaba contra la humanidad y los Cazadores Oscuros que la protegían.
Aunque había querido matar a Stryker en muchas ocasiones a lo largo de los siglos, jamás había podido acercarse a él hasta ese momento. Durante todos aquellos años había estado encerrado en Kalosis, y la única manera de entrar era con una invitación de Apolimia o del propio Stryker.
Mientras sirviera a Artemisa, Apolimia no trataría con ella. Y pedirle a Stryker que la dejara entrar habría arruinado su ataque sorpresa.
No obstante, la reputación que tenía Stryker entre su gente era legendaria. Los apolitas lo veneraban, a él y a su ejército de spati. Incluso ella lo respetaba por las batallas que había librado.
Aunque eso no cambiaba lo que les había hecho a Medea y a ella. Todavía lo recordaba dándole la espalda y saliendo de la casita que compartían para casarse con la mujer que había escogido su padre. Fuera como fuese, acababa de prometerle que se quedaría con él, y no pensaba romper la promesa. Era mucho mejor que él.
—Odio ese pelo negro —masculló antes de aceptar su mano.
Stryker soltó una carcajada al verla capitular y escuchar la pulla. Céfira no se había rendido ni titubeaba a la hora de dejárselo saber. La cogió de la mano y se la llevó a Kalosis, donde él mandaba.
En cuanto llegaron a la seguridad de sus dominios, Céfira apartó la mano y echó un vistazo por la lúgubre estancia donde recibía a los daimons que consideraban el infierno atlante como su hogar.
—Un pelín tétrico, ¿no te parece?
—A mí me gusta.
Céfira no replicó a sus palabras, sino que se volvió hacia él y le preguntó:
—¿Dónde está Medea?
—En mis aposentos. Te llevaré con ella.
War se quedó quieto un instante después de aparecer en el pasillo posterior de una mansión que le recordaba a una antigua villa griega. Las contraventanas de color gris oscuro estaban bien cerradas para evitar el paso del cegador sol que de todas formas se colaba entre las lamas para iluminar el alegre interior. Las paredes blancas estaban decoradas con fotos antiguas de un muchacho rubio y de una mujer también rubia muy atractiva de ojos azules.
Los exóticos acordes de una música extraña resonaban por toda la casa, junto con las carcajadas y los coches que había en el exterior. Pero dentro nadie reía. Todo estaba en silencio y en calma.
War cerró los ojos e inspeccionó la casa con sus poderes hasta que localizó a quien le habían mandado matar.
Nick Gautier.
Sin embargo, no estaba solo. Había una mujer con él en la cama. Ambos estaban desnudos. Ambos estaban cubiertos de sudor después de haber echado un polvo.
Siglos atrás, habría matado a la mujer sin vacilar.
De hecho, debería hacerlo…
Agachó la cabeza y atravesó las paredes hasta llegar a la estancia donde la pareja se encontraba sobre una cama con dosel. Estaban abrazados entre las sábanas negras de seda. Una bandeja con una botella de vino medio vacía descansaba sobre la mesita de noche, al lado de un ramo de rosas rojas que yacía al descuido.
El hombre, Nick, estaba encima de la mujer, mordisqueándole el torso, mientras que ella le trazaba círculos en la espalda. La cara de Nick estaba oculta tras su melena castaña. La mujer, en cambio, era una belleza. Su larga melena negra estaba desparramada por la almohada mientras arqueaba la espalda y mantenía los ojos bien cerrados.
Aquel cuerpo atlético y desnudo lo dejó paralizado. Llevaba siglos sin disfrutar de una mujer. No había sentido una caricia desde…
Le bastó con pensar en aquella zorra para que perdiera el control. Se acercó a la cama sediento de sangre, cogió a Nick del cuello y lo estampó contra la pared.
—Fuera —le ordenó a la mujer, que se había apartado con un chillido.
—¡Vete, Jennifer! ¡Ahora!
La mujer no se lo pensó. Se envolvió con la sábana, saltó de la cama y corrió hacia la puerta.
Gautier se irguió para fulminarlo con la mirada. Tenía una barba de varios días y llevaba la marca del doble arco y la flecha en la cara. La marca de Artemisa.
War frunció el ceño al verlo. Y al entender lo que quería decir.
Claro que tampoco importaba. Había nacido para cabrear a los dioses.
—¿Quién coño eres? —preguntó Nick, que extendió los brazos y usó sus poderes para vestirse.
War soltó una carcajada.
—Llámame Muerte.
—No te ofendas, pero eres un poco patético. —Extendió un brazo.
War chasqueó la lengua al ver los shuriken que volaban en su dirección.
—Mira quién fue a hablar. —Se teletransportó por la habitación y cogió a Gautier por el cuello mientras los shuriken se clavaban en el dosel de la cama.
Levantó a Gautier del suelo y lo estampó contra la pared sin soltarlo.
Nick se estaba ahogando pese a sus esfuerzos por soltarse.
—¿Qué eres?
—Ya te lo he dicho. Soy la Muerte. Ahora, sé bueno y muérete.
Nick comenzó a jadear.
War lo estampó contra la pared tres veces más, intentando aplastarle la tráquea. El yeso de la pared se resquebrajó. Los golpes hicieron que los labios de Nick sangraran, al igual que los nudillos que lo golpeaban, de modo que las sangres de ambos se mezclaron. Apretó más la mano mientras esperaba que la luz de sus ojos se apagara.
En cambio, las pupilas de Nick relucieron de repente y sus turbulentos ojos plateados adoptaron el color de la sangre.
Antes de que pudiera moverse, Gautier le golpeó el brazo y consiguió soltarse.
Pasmado, War se alejó, tambaleándose.
La piel de Nick se oscureció. Jadeó y miró a War.
—¿Qué me está pasando? ¿Qué me has hecho?
War atacó.
Gautier bloqueó el puñetazo con el brazo antes de darle un cabezazo. War se alejó trastabillando al tiempo que se daba cuenta de lo que parecía imposible.
Estaban a punto de darle una paliza.
Stryker había dado dos pasos hacia sus aposentos acompañado de Céfira, para liberar a su hija, cuando una luz cegadora iluminó el pasillo. Nadie podría violar la santidad de su salón sin una invitación…
Con el ceño fruncido se volvió y vio a War, que parecía cabreadísimo.
—¿Pasa algo? —le preguntó al espíritu.
—¿Que si pasa algo? —repitió el aludido—. Es imposible que seas tan tonto.
—Pues parece que sí, porque a menos que Aquerón y Nick estén muertos, no se me ocurre otra razón para explicar tu presencia.
War se acercó a él muy despacio, resoplando.
—¿Muertos? No, si al final va resultar que eres tonto de verdad.
Stryker lo fulminó con la mirada, furioso.
—Al menos yo no malgasto el tiempo con insultos repetitivos. Ya puedes explicarte. O largarte.
—Vale. Voy a decírtelo con palabras sencillitas que hasta un retrasado entendería. Cuando me invocaste, se te olvidó comentarme un par de detalles fundamentales. Aquerón no es solo un dios. Es un ctónico, protegido por otro ctónico y por un ejército de demonios carontes.
Stryker cruzó los brazos por delante del pecho y soltó el aire. ¿Qué más le daba eso a alguien como a War? Había recurrido a él precisamente por eso. Si no costara tanto matar a Aquerón, lo habría hecho él mismo siglos atrás.
—Te crearon para matar a los ctónicos. No deberías tener el menor problema.
—Deberías habérmelo advertido.
¿Qué más daba?
—¡Venga ya! Creía que te las apañarías sin problemas.
—Puedo matarlo. Pero me llevará más tiempo.
—¿Y?
—Se te olvidó hablarme de Nick Gautier.
—¿Qué pasa con él? Es un Cazador Oscuro. Un humano que le vendió su alma a Artemisa para servir en su ejército. Seguro que el legendario War no le tiene miedo a toda esa gentuza.
War resopló.
—Un Cazador Oscuro… ¡Y una mierda! Gautier es un malacai, ¡gilipollas!
Stryker se tensó por el insulto.
—¿Un qué?
—Un malacai —repitió Céfira con tono respetuoso—. ¿Estás seguro?
War la miró y asintió con la cabeza.
—Un malacai es el único ser del universo capaz de matarme.
Stryker soltó un resoplido desdeñoso.
—Tienes que estar de coña. ¿No eres el ser más poderoso de todos? Incluso los dioses te temen.
—Todos tenemos depredadores —gruñó War—. El universo se rige por un sistema de equilibrio. Acabo de encontrar la fuerza que me anula.
Stryker soltó un taco.
—¿Me estás diciendo que la criatura más poderosa de la Tierra es un cajun patético salido de los bajos fondos que se pegó un tiro porque uno de mis hombres mató a su mami?
War le respondió con el mismo tono sarcástico:
—A menos que tengas a un sefirot de sobra, tomando el sol por aquí, sí.
—¿Qué coño es un sefirot?
Céfira soltó una carcajada al tiempo que le colocaba una mano en el hombro.
—Pobre Stryker… llevas encerrado en este agujero demasiado tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que si quieres ver muerto a Gautier, tienes que hablar conmigo. Parece que acabas de perder toda la ventaja que tenías. ¡Madre mía, esto se ha puesto que arde!