3

—De tu madre… —repitió Stryker entre dientes un segundo antes de que Kessar cogiera a la hija de Céfira. El demonio abrió la boca para saborear su garganta. Stryker apenas tuvo tiempo de controlar al demonio para que no la matara—. ¡Detente!

Los ojos rojos de Kessar relampaguearon antes de que torciera el gesto y la soltara con un gruñido.

—En fin, pues dejaré que te maten. Me importa una mierda que vivas o mueras.

Céfira se abalanzó hacia Stryker al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de su espada para ensartarlo. Stryker retrocedió un paso y utilizó sus poderes para hacer aparecer una espada con la que defenderse.

Los golpes de sus hojas reverberaron en la estancia mientras Céfira contrarrestaba todos sus ataques. Todas sus estocadas y todas sus embestidas. Se movía como si supiera exactamente qué iba a hacer a continuación.

Stryker sonrió. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había enfrentado a alguien que igualaba su pericia, con la excepción de Aquerón. Y sin embargo allí estaba Céfira, la hija de un pescador, luchando con la precisión de un guerrero bien entrenado. Se preguntó quién la habría enseñado tan bien.

—Ya sabía que eras buena manejando la espada de un hombre, cariño, pero no tenía ni idea de que manejaras tan bien las de acero…

Céfira rugió un segundo antes de asestarle una patada en el costado.

Stryker gruñó por el dolor que ese simple movimiento le provocaba. Pero tenía que admitir que había controlado su temperamento.

—Al menos esta espada no defrauda. No me preocupa que se ablande antes de tiempo.

—Yo nunca tuve ese problema contigo.

Céfira puso los ojos en blanco al tiempo que bloqueaba un golpe.

—Oye, que no eras tan bueno. Pero yo actuaba mucho mejor que tú.

—¡Uf! —gimió su hija, que les dejó más espacio para luchar—. No te ofendas, mamá, pero no quiero enterarme de con quién te has acostado. Anda, deja las pullas sexuales y mátalo antes de que me quede sorda.

Los ojos de Céfira se oscurecieron un segundo antes de que esbozara una sonrisa maliciosa.

—No deberías ser tan mojigata, Medea. Al fin y al cabo, siempre has querido conocer a tu padre. Feliz cumpleaños, cariño. Es una pena que el reencuentro vaya a ser tan corto. Pero, créeme, no merece la pena.

Stryker se tambaleó al escuchar aquellas palabras. Dejó de prestarle atención a la lucha y miró a su hija, que lo miraba a su vez con expresión asombrada, y reparó en las sutiles diferencias con el rostro de su madre. La distracción le salió cara, ya que Céfira le clavó la espada en el pecho, a escasos milímetros de su marca de daimon… Si lo hubiera ensartado un milímetro más arriba, se habría desintegrado.

De todas formas dolía horrores.

—¡Ya vale! —gritó Medea, que corrió hacia su madre y la obligó a retroceder.

Stryker soltó un taco mientras se cubría la herida con una mano y se tensaba por el dolor.

Céfira apartó a su hija de un empujón y se dispuso a atacarlo de nuevo. Stryker levantó la espada, preparado para luchar. Pero Medea se interpuso entre ellos y apartó a su madre una vez más.

—¿De verdad es mi padre?

Céfira le lanzó la espada, pero Stryker se apartó con rapidez. Sintió que la hoja le rozaba la mejilla antes de acabar clavada en la pared que tenía detrás.

Furioso, se abalanzó sobre ella.

Medea lo miró con una expresión tan propia de Urian que se quedó de piedra.

Urian. Su hijo más querido. El que lo había significado todo para él. Y en ese momento supo que Céfira no estaba mintiendo.

Medea era su hija.

La certeza lo asaltó de golpe y casi lo postró de rodillas. Tenía una hija y estaba viva…

Medea tragó saliva mientras lo observaba con detenimiento.

—¿Eres Strykerio? ¿El hijo de Apolo?

Stryker asintió con la cabeza.

Medea lo miró un momento antes de que su madre la cogiera del brazo y la detuviera.

—¡No te atrevas a abrazarlo! No cuando nos dejó abandonadas a nuestra suerte.

—¡Eso es mentira! —rugió él—. Me mentiste al decirme que habías perdido el bebé.

—Porque no quería verme atada a ti. Quería que te quedaras porque me querías. Pero yo sola no bastaba, ¿verdad? Volviste arrastrándote junto a tu padre y ¿para qué? ¿Para que maldijera a todo aquel con una gota de sangre apolita en las venas? Ya te dije que le importabas una mierda. Deberías haberme hecho caso.

Y en eso tuvo mucha razón, pero no excusaba que le hubiera mentido. La traición de Céfira era igual que la de su padre.

—Me echaste a patadas.

Céfira puso los ojos en blanco.

—Eras un imbécil.

Kessar soltó una carcajada.

—Por fin alguien que me da la razón.

Stryker fulminó con la mirada al demonio, de cuya presencia se había olvidado.

—¿Por qué sigues aquí?

—El espectáculo no tiene precio. Nunca he visto a un hombre a quien le haya dado semejante tunda una simple mujer.

Ni siquiera había acabado de hablar cuando Medea extendió el brazo y algo negro salió volando de su mano. Aquella especie de arma negra se enroscó alrededor de la garganta de Kessar, y Stryker comprendió lo que era.

Asfixen; un arma parecida a las boleadoras, pero mucho más pequeña y letal.

Medea se acercó al demonio con la arrogancia de un guerrero. Cogió una de las bolas negras, del tamaño de una pelota de golf, y tiró del demonio hacia ella mientras Kessar se ahogaba e intentaba aflojar el cable que lo asfixiaba.

—Nunca subestimes a una mujer, demonio. En este mundo mandamos nosotras.

Stryker sintió un escalofrío en la espalda. Era igual que Urian…

Pero en femenino.

No podía sentirse más orgulloso.

Después de empujar a Kessar, Medea tiró del arma con elegancia para recuperarla.

—La próxima vez, piensa bien antes de hablar o perderás la cabeza.

La furia relampagueaba en los ojos de Kessar.

—Niña, tú y yo volveremos a bailar. Pronto.

Medea se metió de nuevo el asfixen bajo la manga.

—La música corre de mi cuenta.

Kessar se desvaneció.

Medea se volvió hacia ellos con una sonrisa satisfecha.

—Sabes que es el más peligroso de toda su raza, ¿verdad? —preguntó Stryker, aunque le costó contener una sonrisa.

—No le llega ni a la suela del zapato —dijo Céfira, orgullosa—. Medea tiene poderes que ni te imaginas. Claro que eso no es asunto tuyo.

Stryker ni siquiera había abierto la boca para replicar cuando Céfira le dio un cabezazo que le hizo ver estrellitas antes de que la oscuridad lo engullera.

Céfira se sacó un puñal de la bota al tiempo que se arrodillaba junto a Stryker, decidida a matarlo. Pero cuando se disponía a clavárselo, Medea le agarró la muñeca.

—¿Qué haces?

Su hija la miraba con expresión decidida.

—Es mi padre. ¿No podría hablar con él un momento antes de que lo mates?

Céfira resopló.

—Tu padre es un gilipollas, cariño. Te lo dice alguien que solía acostarse con él. No te estás perdiendo nada, y si no me dejas matarlo ahora, tendrás que hacerlo tú misma después.

—Pues ya lo haré después. Quiero hablar cinco minutos con él.

Céfira se zafó de su mano.

—No seas tonta. Artemisa lo quiere muerto. De no ser por ella, ninguna de las dos estaría ahora aquí. Tu padre —dijo, pronunciando la palabra con un deje asqueado—, nos abandonó.

—Lo sé. Me lo has repetido tantas veces que lo llevo grabado en la cabeza. Aun así, es una parte de mí y me gustaría cerrar el círculo.

—Tienes que dejar de ver a Oprah. Eres una abadonrani, niña. Compórtate como tal.

Con un movimiento ágil y elegante, Medea le quitó el puñal a su madre y se lo colocó en la garganta.

—Tienes razón, mamá. Ahora quiero que te levantes y te alejes. Yo me hago cargo del prisionero.

Céfira esbozó una sonrisa orgullosa. Antes de desarmar a su hija.

—Recuerda una cosa, cariño: aunque puedas controlar a varios demonios, a mí no puedes controlarme. —Ladeó la cabeza mientras sus ojos dejaban de ser los de un daimon y adquirían un brillo anaranjado.

Stryker se despertó con un dolor de cabeza espantoso. Durante un segundo le costó recordar lo que había sucedido. Pero cuando abrió los ojos y se encontró encadenado a una pared, lo vio todo con claridad.

Su primera esposa había regresado a lo grande.

Furioso, se puso en pie y tiró de la gruesa cadena que lo sujetaba a una argolla de acero. Tenía grilletes en las manos y en los pies, y, aunque podía moverse, la cadena no le permitía alejarse demasiado.

Sin embargo, estaba muchísimo mejor que el hombre encadenado en la pared de enfrente. Un hombre alto y delgado, que parecía haber pasado un infierno. Y no era una exageración. Tenía el pelo largo, de color castaño rojizo, sucio y enredado, y le llegaba justo por debajo de los hombros. Estaba totalmente desnudo y tenía el cuerpo cubierto de magulladuras y mordeduras. El hecho de que se pudieran ver pese a los coloridos tatuajes tribales que le adornaban el torso, los brazos y los muslos indicaba lo profundas y brutales que eran. El hombre estaba atado de pie, con los brazos estirados por encima de la cabeza. Su cara, delgada y de rasgos marcados, estaba cubierta por una barba desaliñada.

—¿Qué coño te han hecho?

El hombre soltó una carcajada al tiempo que retorcía las manos para echar la cabeza hacia atrás y mirarlo a la cara. Stryker siseó al ver sus ojos, amarillos y ribeteados por un círculo rojizo.

—Se alimentan de mí. Supongo que tú eres el siguiente plato.

La respuesta lo dejó desconcertado.

—No eres daimon ni apolita. No van a conseguir nada alimentándose de ti.

El hombre soltó una carcajada amarga.

—Díselo a ellas.

Stryker frunció el ceño al ver el estrecho collar negro que el hombre llevaba en el cuello. Era una especie de collar de contención.

—¿Qué eres?

—Soy el sufrimiento personificado.

De eso no había duda. De hecho, parecía eso y más.

—¿Tienes nombre?

—Jared.

—Yo soy…

—Strykerio, aunque respondes al nombre de Stryker. Odias a la diosa a la que sirves y ansías matar a su único hijo y vengarte del que fuera un ser humano que mató a tu hermana.

Stryker se quedó helado, escuchando sus planes de boca del tal Jared.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé todo. Siento cada latido en el universo. Cada grito pidiendo ayuda y cada lágrima de dolor.

Y lo estaba acojonando.

—Lo siento —se disculpó Jared—. Le causo esa reacción a mucha gente.

—¿Qué reacción?

—Acojonarlos.

—¿Puedes leer mis pensamientos?

Los conozco antes incluso de que los tengas.

En esa ocasión no habló. Sin embargo, su voz resonó, alta y clara, en la mente de Stryker.

—Sal de mi cabeza.

Jared le regaló una sonrisa burlona.

—Me encantaría. Menudo lío tienes ahí dentro. Pero estás demasiado cerca físicamente como para bloquearte. —Se golpeó la cabeza contra la pared de piedra—. El dolor es la única manera de mantener tus pensamientos fuera de mi cabeza.

—¿Por eso te golpean?

El hombre le lanzó una mirada fría y muy elocuente.

—Más bien lo hacen porque les gusta.

Stryker sintió verdadera lástima por aquella criatura, que debía de estar sufriendo una espantosa agonía. Había algo en él que le resultaba familiar, pero se le escapaba.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Jared soltó un suspiro cansado.

—Se acerca Medea.

Las palabras apenas habían salido de sus labios cuando la puerta se abrió para dejar paso a Medea. Estaba guapísima vestida con unos vaqueros y una blusa de color rojo sangre. Ningún padre podría pedir una hija más perfecta.

Más cariñosa, tal vez, pero no más guapa.

Medea miró a Jared, y la compasión brilló en sus ojos un instante antes de que fuera reemplazada por el estoicismo. La expresión de Jared, en cambio, era furiosa y desafiante.

Medea se volvió hacia Stryker.

—Siento mucho tu situación actual.

Jared resopló.

—Sí, lo siente muchísimo. Solo tienes que mirarme para saber lo compasiva que es.

—Cierra el pico.

Un bozal de cuero apareció de la nada y le cubrió la mitad inferior de la cara. Jared gruñó mientras intentaba zafarse de las cadenas y del bozal, pero fue en vano. Sus músculos se tensaron en su lucha contra las ataduras.

—¿Es necesario? —le preguntó Stryker a su hija.

Medea se desentendió de los gritos de Jared y respondió la pregunta.

—Deberías preocuparte más por tu bienestar.

—¿Por qué? ¿Vas a matarme?

—Estoy segura de que matera lo hará a la menor oportunidad.

—En ese caso ¿por qué estoy aquí?

Medea se cruzó de brazos y se encogió de hombros.

—Por curiosidad. Quiero comprender de dónde proceden mis poderes y cómo puedo canalizarlos mejor. Está claro que no son herencia materna… Ella tiene poderes psíquicos, pero no la habilidad para invocar las mismas cosas que yo.

Sus palabras lo intrigaron. ¿Qué poderes tenía su hija?

—¿Qué clase de cosas?

A mí.

Stryker escuchó la voz de Jared en su cabeza.

Medea se volvió hacia Jared y le lanzó una descarga astral al pecho. El hombre siseó de dolor mientras en su pecho aparecía un círculo negro a medida que se le quemaba la piel. Tenía todo el cuerpo tenso.

—Mantente al margen.

Stryker apretó los dientes al ver que una solitaria lágrima roja se deslizaba por la mejilla de Jared. Era muy raro que llorase sangre. Nunca había oído hablar de semejante criatura. Fuera lo que fuese, no se merecía ese tratamiento.

Stryker fulminó a su hija con la mirada.

—Que sepas que, aunque sea despiadado, nunca me ha gustado la tortura. Mátalo o libéralo.

Medea meneó la cabeza.

—Mi madre nunca lo permitiría.

—Pues déjalo tranquilo.

—¿De verdad que no te gusta la tortura?

—No, nunca me ha gustado. Una cosa es golpear llevado por la furia y otra muy distinta causar dolor por placer. Soy un soldado, no un cobarde.

—¿Me estás llamando cobarde?

Stryker miró a Jared, que jadeaba en su esfuerzo por sobrellevar la agonía de su herida. Su pecho seguía humeando y la descarga astral seguía quemándole la piel.

—Siempre hay que darle a tu oponente la oportunidad de defenderse. Que gane el mejor, y si resulta que no eres tú, al menos morirás con dignidad.

Medea lo miró con una ceja enarcada antes de volverse hacia el otro prisionero.

—¿Jared? ¿Me está mintiendo? —Levantó la mano y el bozal de cuero desapareció.

—No —contestó el aludido, con voz tensa y débil—. Se rige por un código moral muy retorcido.

La criatura y sus poderes intrigaban a Stryker.

—¿Qué es? ¿Tu detector de mentiras personal?

Su hija le dirigió una sonrisa desdeñosa.

—Algo parecido.

Jared resopló.

—¿Por qué no le cuentas la verdad? Soy el perro faldero al que mantienes atado para que no se mee en la alfombra.

Medea agitó la mano y el bozal volvió a taparle la boca.

—¿Por qué me buscas siempre las cosquillas?

Jared se debatió contra las cadenas mientras gritaba algo ininteligible.

Tenía una fuerza admirable. Stryker vio una expresión respetuosa en los ojos de su hija.

—¿Discutís todo el tiempo como dos tortolitos? —le preguntó a Medea.

Su hija resopló.

—No discuto con él. Solo es una herramienta que usar.

—¿Cómo?

No obtuvo respuesta.

Matera dice que debería dejar que te matase por abandonarnos.

—Pero…

—Pero quiero comprender cómo fuiste capaz de abandonar a la mujer a quien querías sin mirar atrás y sin arrepentirte nunca. Esa clase de egoísmo me resulta desconcertante.

La acusación lo dejó petrificado. ¿Sin arrepentirse? Se había arrepentido de la pérdida de Céfira todos los días de su vida. Pero lo habían educado para anteponer el deber al amor.

Siempre.

Su padre había exigido que dejara a Céfira para casarse con una sacerdotisa y cumplir así el destino que tenía planeado para él, y lo había hecho. Aunque no había sido del todo así. Céfira lo había echado a patadas después de que Apolo le dijera lo que opinaba de ella y de sus humildes orígenes.

«¿La hija de un pescador casada con el hijo de un dios? ¿Estáis locos? Strykerio, hay putas de sobra para que te entretengas. No te salvé de la matanza para que te casaras con esta zorra y engendraras hijos inferiores.»

Él debería haber defendido a Céfira. Lo había sabido en aquel entonces. Pero con catorce años, una edad muy habitual para contraer matrimonio en el mundo antiguo, los poderes de su padre eran aterradores. Y también le aterraba la posibilidad de decepcionar al dios que lo significaba todo para él.

—¿Y bien? —insistió Medea—. Contéstame. ¿Por qué nos abandonaste?

Stryker adoptó una expresión distante. Ya no era un jovenzuelo asustado. Era un general con once mil años de experiencia.

—No le doy explicaciones a nadie, y mucho menos a mi hija. Lo que pasó es algo entre tu madre y yo.

—¿Estás dispuesto a morir?

—Soy un guerrero, Medea. Acepté la muerte como algo inevitable en cuanto empuñé mi primera espada para luchar. Maté a mi hijo por traicionarme. Supongo que es justo que mi hija me mate por algo que ella ve como un delito similar. Solo me arrepiento de no poder conocer mejor a una hija tan parecida a mí que sería capaz de ejecutarme sin pestañear, sin titubear ni arrepentirse.

Medea levantó la mano.

Cuando pensaba que iba a morir, los grilletes que lo inmovilizaban desaparecieron de sus muñecas y de sus tobillos.

—Acompáñame.

Stryker la siguió mientras ideaba un plan. Medea ignoraba que no era un cachorrito dócil que se dejara manejar por los demás.

Cuando llegó a la puerta, se volvió para mirar a Jared, que colgaba sin fuerzas de las cadenas con el bozal puesto. Sintió una oleada de compasión.

No me compadezcas, Stryker. No escogí estar aquí.

Las palabras resonaron en su cabeza mientras se marchaba detrás de su hija, quien cerró la puerta, bloqueando la visión que tenía de Jared.

—¿Es un prisionero?

—No. Fue un regalo.

—¿Un regalo?

Asintió con la cabeza sin explicar nada más.

—¿De quién? —insistió él.

Medea abrió una puerta y lo condujo a una estancia fría y austera.

—No hablamos de la presencia de Jared. Bajo ninguna circunstancia.

«Si tú lo dices…»

Medea echó a andar por el pasillo. Una vez fuera de la estancia donde había estado cautivo, sintió que sus poderes regresaban. Aquel lugar debía de estar protegido con algún hechizo que anulaba los poderes. Pero una vez libre…

Revitalizado, corrió hacia su hija y la atrapó desde atrás.

Medea jadeó y abrió los ojos de par en par.

—Soy un líder, niña. No sigo a nadie. —La apretó con más fuerza y usó sus poderes para volver con ella a Kalosis.