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Stryker sonrió cuando vio que la piel de Ash adquiría un tinte azulado, y por primera vez el motivo no era que hubiera adoptado su forma divina. El cabrón estaba a un paso de la muerte.

Al menos hasta que Savitar el ctónico apareció de repente con veinte carontes para atacar a War y alejarlo de Aquerón. Stryker hirvió de furia al ver que los demonios alados atacaban en masa. Levantaron a War del suelo y lo estamparon contra la pared mientras él repelía el ataque.

Savitar corrió hacia Aquerón para reanimarlo.

«Joder. ¿Por qué no se quedaba ese cabrón en la playa donde vive? Tenía que aparecer con un ejército caronte para defender a Aquerón…», pensó Stryker.

Podía sonar un poco pueril, pero no le parecía justo, la verdad.

Y le cabreaba un huevo.

—¡Strykerio! —El grito de Apolimia rasgó el aire y amenazó con perforarle los tímpanos al tiempo que le erizaba el vello de la nuca.

Al cabo de un instante la diosa apareció frente a él. El pelo rubio platino se agitaba en torno a su cara. Sus ojos, al igual que los de Aquerón y los suyos, eran de un turbulento color plateado. Y lo miraban con una furia arrolladora.

Lo más sensato sería asustarse, pero la verdad era que no merecía la pena malgastar la energía. Y, además, ya había sufrido lo peor que se podía sufrir. La tortura, el desmembramiento y la muerte deberían suponer un alivio al vacío en el que se había convertido su existencia.

—¿Te pasa… algo? —preguntó con ligereza, consciente de que su tono enfurecería aún más a la diosa.

El tono de superioridad hizo que a Apolimia le entraran ganas de gritar. De lanzarle al daimon una descarga que lo enviara al olvido. Ojalá pudiera hacerlo. Sin embargo, por culpa de un momento de debilidad que la había llevado a cometer un error hacía siglos, le era imposible librarse de él. En aquel entonces Strykerio sufría una herida mortal infligida por su padre, y para vengarse de Apolo ella le había dado a beber su sangre con la intención de fortalecerlo. Ese gesto no solo le había salvado la vida, sino que había propiciado que sus fuerzas vitales se vincularan.

Si Stryker moría, ella moría. De ahí que su hijo evitara ensañarse con Strykerio por muy furioso que el daimon lo pusiera.

De ahí que ella no pudiera matarlo.

La verdad, era una ironía que una diosa conocida por su falta de compasión tuviera que arrepentirse tanto de los escasos momentos de debilidad que la habían llevado a mostrarse compasiva.

Claro que a lo hecho, pecho. Su verdadero hijo estaba siendo atacado y su hijo adoptivo, Stryker, era probablemente el responsable.

—¿Qué has hecho? —exigió saber.

Stryker se acomodó en su sillón y se llevó las manos a la coronilla mientras la miraba con recelo.

—Una breve reflexión acompañada de un momento de nostalgia con una pizca de arrepentimiento por ciertas decisiones del pasado. Algunos lo llamarían melancolía, pero si alguien se le ocurriera sugerírmelo siquiera, lo mataría sin pensarlo. —Porque lo que él hacía era planificar.

El pelo de Apolimia se agitó con más fuerza, como si lo zarandeara un fuerte vendaval, gesto que le indicó que no le gustaba su sarcasmo.

—Han atacado a Apóstolos. ¿Has sido tú el instigador?

Stryker no entendía por qué lo ponía de tan mala leche que lo llamara Apóstolos cuando el resto del mundo lo conocía como Aquerón, pero el caso era que lo ponía de muy mala leche.

Y, la verdad, él no había instigado nada. Lo había orquestado, joder. La diferencia era abismal.

Sin embargo, no era tan tonto para decirle eso a Apolimia. Aunque sus vidas estuvieran ligadas, la diosa perdía el control y también el instinto de supervivencia cuando el bienestar de su verdadero hijo estaba en juego.

Con tal de proteger a Aquerón sería capaz de matarlos a ambos.

—No —respondió con franqueza mientras su mirada se deslizaba hacia la esfera que de momento quedaba oculta a los ojos de Apolimia.

En cuanto sus ojos se posaron en ella, vio a War rodeado por los carontes que lo atacaban con gran efectividad. Aquerón estaba en el suelo, tosiendo y jadeando. Un poco tocado, pero vivo.

«Cabrón inútil», pensó.

Savitar estaba gritándoles algo a los carontes, pero con Apolimia presente debía prescindir del sonido.

«Que les den a todos.»

Devolvió la mirada a la diosa con cuidado de no revelar sus emociones.

—¿Qué puedo hacer por ti, matera? —le preguntó, usando el término atlante para «madre».

Apolimia tomó una honda y lenta bocanada de aire mientras intentaba averiguar si Strykerio mentía o no. Siempre había sido un mentiroso muy convincente. En otra época lucharon unidos contra Apolo, pero esos días eran agua muy pasada y en la actualidad libraban una complicada batalla para llevar siempre la delantera.

Echaría con gusto a los daimons de sus dominios, pero pese a lo mucho que la fastidiaban, también le daban compañía y eran un ejército que le otorgaba poder para afectar el plano humano. Por no mencionar el pequeño detalle de que aún la adoraban, alimentando de ese modo sus poderes.

A diferencia del pequeño grupo de sacerdotisas que seguían viviendo y sirviéndola en el plano humano, los daimons eran poderosos. Gracias a ellos era capaz de proteger a Apóstolos.

—Quiero que tus daimons reduzcan a War. De inmediato.

—Es de día y no podemos darle alcance hasta que anochezca. No querrás que alguno de nosotros muera y tus poderes se vean reducidos, ¿verdad?

¡Cómo le gustaría borrarle esa expresión satisfecha de la cara! A diferencia de la horda rubia de daimons que controlaba, Stryker tenía el pelo tan negro como el corazón. Era el resultado de un buen tinte que evitaba que fuera un calco perfecto de su padre.

—Protégelo, Strykerio. Tu existencia depende de la suya. Recuerda que te mataré con tal de salvarlo.

Stryker se obligó a esperar a que la diosa se hubiera marchado antes de poner cara de asco. Era increíble que hubiera sido tan tonto para pensar que Apolimia lo quería como a un hijo. Que lo protegería y lo cuidaría de la misma forma que protegía y cuidaba a Aquerón. La amargura que guardaba en su interior había ido aumentando con el paso del tiempo desde que se vio obligado a matar a su propio hijo para demostrarle lealtad a la diosa, momento en el que comprendió la verdadera naturaleza de la relación que existía con su «madre».

—Destrózalo, War —dijo cuando devolvió la mirada a la esfera.

Quería sangre. Por desgracia, no vio nada.

No había rastro de War, ni de Aquerón ni de Savitar.

Con un gruñido de frustración, estampó el orbe contra la pared y lo hizo añicos. ¿Adónde coño se habían ido?

—War está libre. Vamos, que la guerra se ha desatado…

Artemisa levantó la cabeza al escuchar el furioso anuncio de Ares, que acababa de aparecer en el centro del templo de Zeus, donde el panteón griego estaba celebrando una fiestecilla.

Zeus, su padre, profirió una maldición mientras se levantaba de su trono.

—¿Qué has hecho?

Ares, un dios rubio y alto, con unos poderosos músculos que eran fruto del entrenamiento diario, levantó las manos a modo de rendición.

—Yo no he hecho nada. Lo ha soltado el hijo de Apolo, Strykerio.

Artemisa se quedó blanca con la mención de su sobrino. Si Stryker estaba involucrado, el objetivo solo podía ser uno.

Aquerón.

Y lo más probable era que tanto él como su madre la culparan a ella del ataque. Como si fuera capaz de…

Atenea se puso en pie con tal brusquedad que asustó a la lechuza que descansaba en su hombro, la cual emprendió el vuelo hacia las vigas del techo. Acto seguido, se volvió hacia Zeus cubierta por su armadura de oro.

—Deberíamos convocar a todos los dioses posibles del resto de panteones. War no tardará en volver a atacarnos.

Zeus asintió con la cabeza.

—Busca a Hermes y ordénale que los avise. En cuanto a los demás, preparaos para presentarle batalla a… War.

Artemisa pasó por alto el chistecito de su padre mientras se marchaba en dirección a su templo de oro. En cuanto estuvo a solas en sus aposentos, usó sus poderes para localizar a Aquerón. Estaba vivo, pero sufriendo. Soltó el aire, aliviada.

Aunque Aquerón la odiaba e iba a casarse con otra al cabo de unas cuantas semanas, detalle por el que le encantaría hacerlo sufrir, seguía queriéndolo y lo último que deseaba era verlo muerto después de todo lo que habían compartido durante siglos. Si permitía que muriera, su hija sufriría muchísimo. Pero ¿cómo iba a protegerlo si él ni siquiera le hablaba?

Tan pronto como se hizo esa pregunta, encontró el modo de detener a Strykerio de una vez por todas.

Céfira.

Era un demonio que había buscado refugio en uno de sus santuarios hacía ya siglos, antes de que Apolo maldijera a los apolitas. Al principio pensó en delatarla, pero se lo impidió la simpatía inmediata que sintió por ella. Porque Céfira también había sido traicionada por los hombres y en aquel momento, cuando le pidió asilo, ella estaba enfadada con Apolo y ansiaba vengarse de su arrogante hermano. En un extraño arranque de compasión permitió que Céfira se quedara en Grecia.

¿Quién iba a pensar que aquella decisión acabaría siendo tan beneficiosa con el paso de los siglos…?

—¿Céfira? —la llamó.

El demonio apareció de inmediato en sus aposentos.

Al contrario que ella, que era muy alta, Céfira era menuda. Sin embargo, sus poderes sobrenaturales le conferían una ventaja salvo en el caso de los dioses. Llevaba la larga melena rubia trenzada a la espalda, y para cualquiera que no la conociese, podría pasar por una mujer de veintisiete años en vez de por la guerrera de once mil que era en realidad.

—¿Me has llamado, diosa? —le preguntó, inclinando la cabeza en señal de respeto.

Artemisa la miró con los ojos entrecerrados.

—Tengo una misión para ti. Y creo que te encantará.

—¿Qué tengo que hacer?

—Matar a Strykerio.

Los ojos negros de Céfira se abrieron de par en par cuando levantó la cabeza para mirarla.

—¿El hijo de Apolo?

Que también era el hombre que la había traicionado hacía siglos. Aunque Stryker era el sobrino de Artemisa, tía y sobrino no se profesaban el menor afecto. Llevaban años luchando de forma tan enconada la una contra el otro que a esas alturas lo único que sentían era odio.

Ya era hora de ponerle fin. Al odio y a Stryker.

—Sí.

Los ojos de Céfira relucieron como la obsidiana, encantada con la idea.

—Dime dónde está y haré que te enorgullezcas de mí, diosa.

Stryker abrió todas las madrigueras que comunicaban el plano humano con Kalosis para convocar a sus daimons. Apolimia pensaría que lo hacía para cumplir su orden de proteger a Aquerón. En realidad, su intención era usarlos como peones para acabar con Nick y con Aquerón. Por lo menos, mantendrían a los susodichos ocupados mientras War les rebanaba el pescuezo.

Ojo por ojo.

Nick había matado a la hermana de Stryker, y Aquerón tenía que morir simplemente porque se negaba a dejar que el muy cabrón ganara después de todos esos siglos. Apolimia lo había destrozado. Lo justo era que se la devolviera. Ella le había arrebatado a su hijo. Él haría lo mismo.

Un nuevo destello anunció otra llegada. Stryker esperó a ver el temple de aquel recluta en concreto. Como era de esperar, el daimon aterrizó de espaldas en el suelo.

—¡Uf! —exclamó, y acto seguido se puso a lloriquear como un niño mientras se retorcía y gemía—: ¡Creo que me he roto un brazo!

Stryker soltó un largo y exasperado suspiro. Añoraba los días en que los daimons y los apolitas eran guerreros y aparecían en pie después de que los convocara, listos para luchar. Las nuevas generaciones eran casi tan débiles como los humanos de los que se alimentaban.

El mundo se había convertido en un supermercado, y la mentalidad que había allí era la de un supermercado. Puesto que los humanos ya no se entrenaban para la guerra y convivían en grandes ciudades donde eran presas fáciles para la reinante falta de moral, los daimons ya no tenían que luchar para alimentarse. Solo tenían que entrar en cualquier bar o club nocturno, localizar a algún borracho, del sexo que fuera, y llevarlo al exterior para arrancarle el alma del cuerpo y alimentarse de ella. Sin luchas. Sin persuasión.

Incluso los daimons disfrutaban del concepto de «comida rápida».

El único desafío que les quedaba era evitar a los Cazadores Oscuros y a Aquerón en particular.

De ahí que Stryker valorara tanto a su difunta hermana. Satara siempre había sido irritante, pero poseía una mente maquiavélica. Se había pasado la vida traicionando a los demás o conspirando para salirse con la suya. Lo había traicionado incluso a él. Eso lo había obligado a mantenerse siempre alerta a su lado y a aguzar sus habilidades.

Con su muerte, acabaría siendo un inútil como todos los demás.

Harto de tanta debilidad, se volvió y descubrió a Kessar acercándose a su trono. El demonio gallu, un asesino letal, tenía más bien pinta de modelo publicitario humano. Llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás con tanto estilo que podría solicitar un puesto de asesor político, si no fuera por sus ojos rojos. Sus facciones eran tan afiladas como implacable era su crueldad. Al igual que él, el sumerio se aprovechaba de su físico siempre que perseguía alguna presa humana.

Las mujeres humanas eran débiles. Vulnerables. Capaces de hacer cualquier cosa con tal de ganarse la atención de un hombre guapo. ¡Por los dioses, cómo le gustaban los débiles! Merecían la muerte dolorosa que sufrían.

Miró a Kessar y le dijo:

—Si quieres merendarte a ese, por mí estupendo.

El gallu esbozó una lenta sonrisa antes de usar sus poderes para trasladarse al otro extremo de la estancia, donde levantó al daimon del suelo para desgarrarle el cuello.

La supervivencia de los más fuertes. Su gente siempre había sido sencilla en cuanto a creencias. Si uno no era fuerte para luchar, no merecía vivir. Así de fácil y así de perfecto. Igual que su nuevo plan.

Kessar soltó un taco cuando vio que el daimon del que intentaba alimentarse se transformaba en polvo.

—Me repugna la textura arenosa que me dejan entre los dientes. Es como alimentarse de una tormenta de arena. No hay sangre en el mundo capaz de limpiar el paladar después de esto.

Stryker se encogió de hombros.

—Eso te pasa por avaricioso. Ya sabes lo que ocurre cuando matas a uno de los míos. Deberías haberte bebido su sangre, pero dejarlo respirando.

Kessar escupió en el suelo.

—Menudo humorcito tenemos hoy. ¿Alguien te ha pinchado?

Antes de que pudiera contestar se produjo un nuevo destello, de modo que apretó los dientes a la espera de ver el nuevo grupo de Patéticos Blandengues.

Al menos eso pensaba hasta que vio la figura ataviada de negro que se materializó lista para atacar. Ni siquiera se dio cuenta de que era una figura femenina hasta que lo atacó con una fuerza y una ferocidad que habrían enorgullecido al tigre más rabioso. Con la primera patada lo tiró del trono. Stryker logró detener su muñeca justo antes de que lo decapitara con el enorme puñal que blandía.

En cambio, lo golpeó en la frente con la cabeza, y se vio obligado a sacudirla para despejarse. La recién llegada aprovechó el momento para estamparlo contra la pared. No obstante, consiguió aferrarla por los brazos y la apartó de él con un empujón.

Estaba a punto de desgarrarle el cuello con los colmillos cuando sus miradas se encontraron y sus turbulentos ojos plateados reconocieron los ojos negros de…

Céfira.

En ese instante el tiempo pareció retroceder hasta el día que se habían conocido, hacía ya once mil años. En aquel entonces la brisa marina agitaba su melena rubia, desordenándole los mechones en torno a su delicado rostro. Delgada y menuda, Céfira poseía la belleza de una diosa.

Y cuando había intentado tocarla, se había revuelto contra él y le había asestado un rodillazo en la entrepierna mientras lo insultaba con un lenguaje digno de un hombre por haberse atrevido a tocarla sin permiso.

Intentó el mismo movimiento en aquel momento, pero en esa ocasión Stryker la estaba esperando. Se limitó a apartarse de ella mientras lo inundaban las emociones. Felicidad. Ira. Alegría. Confusión.

La creía muerta desde hacía siglos.

Su mente no acababa de asimilar que estuviera sana y salva. Había sobrevivido a la maldición de Apolo y se las había apañado para vivir eternamente… como él.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Céfira contestó su pregunta blandiendo el puñal, cuya hoja pasó rozándole el cuello.

—He pensado que podíamos rememorar viejos tiempos. Mientras jugamos al parchís.

Stryker le aferró el brazo y giró con ella, de modo que volvió a inmovilizarla contra la pared. Hizo presión sobre su muñeca hasta obligarla a soltar el puñal. Con la otra mano la cogió del cuello para evitar que se moviera.

—Se me ocurren otros juegos mucho mejores.

Estaba a punto de mencionar el strip póquer cuando algo lo golpeó en la espalda, alejándolo de Céfira. Se volvió hacia su nuevo atacante con una mueca feroz, pero al verlo se quedó petrificado. Era una réplica exacta de Céfira. El mismo pelo rubio. Los mismos ojos negros. La misma altura. La misma complexión delgada.

Habría dicho que eran gemelas de no saber con certeza que Céfira era hija única.

—Aparta tus asquerosas manos de mi madre.