Un año después
Aidan sonrió al ver a Leta dando los últimos retoques al árbol de Navidad.
Su alianza de oro resplandecía a la luz de las velas. Se habían casado el día de san Valentín.
—No acabo de asimilar que vayas a celebrar la Navidad conmigo habiendo sido una diosa griega.
Leta se encogió de hombros.
—Todos los dioses y todas las tradiciones merecen respeto.
Era maravillosa, y el cambio que se había obrado en su vida desde que Leta se cruzó en su camino era un milagro en toda regla.
Estaba tan guapa que se quedó sin aliento al ver que se acercaba a él para darle un paquetito.
—Para ti.
El regalo lo desconcertó.
—Creía que no íbamos a abrir los regalos hasta medianoche.
—Lo sé, pero llevo varias semanas deseando darte este en concreto, y como no lo abras ahora mismo me muero.
Siseó al escucharla.
—Ni se te ocurra decirlo. Ya te perdí una vez, no quiero volver a perderte. —Rompió el envoltorio y encontró una caja adornada con pan de oro, que procedió a abrir.
Dentro había una hoja de papel con algo escrito de su puño y letra.
—Veintitrés de julio. ¿Qué pasa el veintitrés de julio?
—Mira debajo.
Lo hizo, y lo que descubrió lo dejó sin aliento. Era una ecografía.
—¿Es…?
Leta esbozó una sonrisa deslumbrante.
—El veintitrés de julio.
—¡Dios mío! —exclamó él, sin dejar de mirarla mientras asimilaba la noticia. Iba a ser padre. Soltó una carcajada y la cogió en brazos antes de empezar a girar por la habitación—. Te quiero, Leta. Me has dado la vida. Gracias.
—No, Aidan, gracias a ti por recordarme lo que es sentir. Por despertarme cada mañana en los brazos de alguien que me quiere.
Aidan soltó una carcajada, presa de la alegría. Por fin era el último hombre que quedaba en pie. Pero por primera vez en su vida, no estaba solo. Se sentía más fuerte que nunca porque sabía que tenía a alguien que lo protegía, alguien que nunca lo traicionaría. Alguien que había muerto, y que moriría de nuevo, por mantenerlo a salvo.
La vida no podía ser mejor.
—Feliz Navidad, Aidan.
—Feliz Navidad, Leta… y a ti también, bebé.