9

Aidan se tambaleó hacia atrás, pero logró seguir en pie. Miró hacia abajo, temiendo ver sangre por culpa del ataque de Zeus. Sin embargo, no tenía ninguna herida. De hecho, no le dolía nada.

Confundido, alzó la mirada y vio a Leta en el suelo, a unos cuantos metros de él.

—¡Dios mío! —murmuró, y se acercó a ella como pudo. Supuso que había interceptado el rayo para salvarlo. Se arrodilló y le dio la vuelta para dejarla tendida de espaldas, momento en el que se dio cuenta de que estaba cubierta de sangre y de que respiraba con dificultad—. ¿Leta?

La vio toser y escupir antes de decir con voz ronca:

—No podía dejarte morir, Aidan. Lo siento.

«¿Lo siento?», repitió él para sus adentros. ¿Por qué se disculpaba por haberle salvado la vida? No tenía sentido.

Zeus se volvió y le dijo a M’Adoc:

—¿No acabas de decir que no podía sentir nada?

M’Adoc se mantuvo impasible.

—Debe de haberse convertido en una skoti sin que nos hayamos dado cuenta.

La ira crispó el rostro de Zeus, que levantó una mano y atrajo a M’Adoc hacia él para agarrarlo por la pechera.

—Ese es un error impropio de ti.

Hades resopló como si estuviera mortalmente aburrido.

—Estás perdiendo el tiempo, Zeus. Lo despojaste de sus emociones, así que si ahora estás intentando asustarlo…

—¡Cállate! —masculló Zeus antes de alejar de un empujón a M’Adoc, a quien le advirtió con voz tensa—: Será mejor que vigiles bien a tus hermanos. Te responsabilizo personalmente de ellos. Si fallas, me bañaré en tu sangre.

Aidan vio la ira y el miedo en los ojos de M’Adoc antes de que se enderezara y mirara a Zeus. Cuando lo hizo, su cara era la misma máscara inexpresiva de antes.

—Lo entiendo, milord. Acataré la orden.

—Ya lo creo que la acatarás. —Zeus los fulminó a todos con la mirada—. Y ahora saca a ese humano de aquí y limpia todo esto. —Dicho lo cual, se desvaneció dejando tras de sí una brillante neblina de color bronce.

Aidan seguía en el suelo, sosteniendo a Leta mientras ella se esforzaba por respirar.

—Te pondrás bien, ¿verdad?

—No —respondió Hades, que se acercó a ellos—. Ha recibido una descarga astral de Zeus. No hay cura.

Aidan frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Se muere —le dijo Hades con una voz carente de toda emoción.

Sus palabras tardaron varios segundos en penetrar el aturdimiento que parecía sufrir su mente.

—No puede morir —replicó—. Es una diosa inmortal.

—Que acaba de ser atacada por el rey de los dioses —puntualizó Hades, como un maestro que estuviera explicándole la lección a un alumno algo lento—. Sí, puede morir.

Aidan era incapaz de respirar mientras la miraba.

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

—Te quiero, Aidan —contestó ella con los ojos llenos de lágrimas—. No podía dejar que Zeus te matara. No podía volver a ver a otro ser amado morir delante de mí. —Levantó la mano y la posó sobre una de las mejillas de él—. Por eso tenía que matar a Algos. Sabía que Donnie volvería a invocarlo y no quería que te hiciera más daño. No podía arriesgarme.

Sus palabras hicieron que a Aidan se le llenaran los ojos de lágrimas. La estrechó con fuerza contra su pecho antes de levantar la cabeza para mirar a Hades y a M’Adoc.

—Tenemos que salvarla. Decidme qué debo hacer.

Hades soltó un suspiro cansado.

—El Señor de los Rayos la quiere muerta. No podemos hacer nada. Si la sanamos, caerá sobre ella con todo el peso de su ira. Lo mejor que puedes hacer es dejarla morir.

—¡No! ¡Sálvala!

Sin embargo, el dios no le hizo caso. Se apartó de él y miró a M’Adoc, a quien le dijo:

—Será mejor que nos vayamos para que puedan decirse adiós en privado.

Aidan alcanzó a ver la mirada compasiva de M’Adoc antes de que se desvaneciera. Hades lo hizo al instante.

Una vez a solas, inspiró el olor del pelo de Leta.

—Ojalá hubiera nacido humana —dijo ella contra su cuello.

—Yo no cambiaría nada de ti.

Sintió su sonrisa y notó que lo aferraba con más fuerza del pelo. Al cabo de un momento, Leta exhaló su último aliento y se quedó inerte entre sus brazos.

Aidan permaneció varios segundos sin moverse. Era incapaz de hacerlo. Incapaz de asimilar la realidad de golpe.

Leta estaba muerta. Había entregado su vida para salvarlo.

Se negaba a creerlo. Se apartó de ella para mirarla. Tenía los ojos entreabiertos, y un feo color ceniciento en la cara. No había vida en sus ojos. La sangre los empapaba a los dos.

—Despiértate —susurró, a sabiendas de que era un imposible—. No me dejes, Leta, por favor.

Sin embargo, nada cambiaría por mucho que suplicara. Se había ido y lo había dejado solo.

Con el corazón destrozado, la estrechó de nuevo contra su pecho e hizo lo que no había hecho desde la noche en que sus padres murieron: llorar.

La acunó entre sus brazos mientras lloraba durante lo que le pareció una eternidad. Lo único que quería era retroceder en el tiempo y cambiar todo lo que había sucedido. Empezar desde cero.

Decirle que él también la quería.

—Te quiero, Leta —le susurró al oído, aunque sabía que no podía escucharlo.

«¿Por qué no se lo has dicho antes?», se preguntó.

Aunque sabía la respuesta, claro. Le había dado miedo expresarlo en voz alta. Le había dado miedo que ella utilizase sus sentimientos para hacerle daño. Y ya nunca sabría lo mucho que había llegado a significar para él. ¡Era tan injusto!

—Ella lo sabe.

Cuando levantó la cabeza, se encontró con una rubia alta y guapa.

—¿Quién eres?

—Perséfone —contestó ella, que se arrodilló a su lado con una mirada compasiva—. Siento mucho tu pérdida. Leta era una mujer maravillosa. —Sacó un pequeño pañuelo negro y le enjugó las lágrimas—. Debes volver a casa ya. Yo me encargaré de ella.

—¡No!

—Aidan —le dijo en voz baja—, no puedes quedarte aquí. Créeme, es mejor que no lo hagas. Yo me encargaré de Leta, pero tú debes marcharte.

Sabía que tenía razón por mucho que le doliera. Besó a Leta en la sien antes de permitir que Perséfone se la quitara de los brazos.

—¿La enterrarás con su familia? No le gusta estar sola.

—La quieres, ¿verdad? —preguntó Perséfone a su vez con los ojos llenos de lágrimas.

—Más que a mi propia vida. Ojalá Dios me hubiera dejado morir en su lugar.

Perséfone se sorbió la nariz mientras le quitaba a Leta de los brazos.

—Deimos —dijo ella, llamando al dios, que apareció frente a ellos—, ¿puedes llevarlo de regreso a su mundo?

Deimos asintió con la cabeza y al instante lo trasladó a su mundo.

—¿Por qué me has llevado hasta allí? —le preguntó Aidan en cuanto estuvo de vuelta en casa.

—Porque quería que supieras lo mucho que te quería.

—¿Por qué? ¿Para que su recuerdo me torture durante toda la eternidad? Sin ánimo de ofender, eres un desastre como fantasma de las Navidades presentes. A Scrooge le dieron por lo menos la oportunidad de cambiar su vida. ¿Para qué narices me lo has mostrado?

Deimos se encogió de hombros.

—Zeus iba a matarla de todas formas. Como muy bien le has dicho a Perséfone, a Leta no le gusta estar sola. Creí que al menos sería un detalle que estuvieras con ella cuando muriera. Te necesitaba.

Tenía razón, pero eso no aliviaba el dolor que sentía.

—Gracias, Demonio. Por todo.

Alcanzó a ver la compasión en la mirada del dios antes de que este se desvaneciera.

Se quedó a solas en el centro del salón, sintiéndose abandonado. Cerró los ojos y percibió la presencia de Leta. Escuchó su risa. Su abrigo seguía en el perchero donde lo había dejado.

Como necesitaba sentirla cerca, se acercó para tocar su suavidad.

—Ojalá volvieras, Leta. Si lo hicieras, te cuidaría como nunca nadie te ha cuidado.

«Cuando las ranas críen pelo, claro», pensó.

Sacó el gorro que ella había guardado en el bolsillo y se lo llevó a la nariz. Todavía olía a ella, y eso le provocó una nueva oleada de lágrimas. Se acercó a la repisa de la chimenea con un nudo en el pecho, y una a una, fue arrojando las fotografías de Donnie, de Heather y de Ronald al fuego. Los cristales se rompieron y las llamas destruyeron el papel.

Solo dejó la foto de sus padres, junto a la cual colocó el gorro de Leta.

Sí. Esa era su familia, y solo ellos merecían un lugar de honor sobre su repisa.

Aidan se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta. Miró el reloj. Las doce del mediodía. Del día de Nochebuena.

—¿Leta? —murmuró al tiempo que apartaba las mantas y salía corriendo hacia la puerta.

Abrió vestido solo con unos boxers de color verde, y se encontró con Mori y su mujer, acompañados por una maleta de tamaño mediano.

Shirley lo miró de arriba abajo con alegría.

—Mori, sé que a ti esto ni te va ni te viene, pero que sepas que el viaje en avión y las vacaciones en este lugar dejado de la mano de Dios han merecido la pena solo por esto. ¡Gracias!

El aludido puso los ojos en blanco mientras pasaba junto a su mujer para entrar.

—Feliz Navidad, Aidan.

Se apartó para permitirle el paso a Shirley, que entró contoneándose detrás de su marido, y cerró la puerta.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

No le había dado tiempo siquiera a echar la llave cuando alguien más llamó. Extrañado, abrió y vio que eran Theresa y Robert, que llevaban un árbol de Navidad pequeño.

Había contratado a Robert como administrador dos semanas antes de que Donnie comenzara a chantajearlo. Theresa, una mujer bajita y delgada, de pelo castaño y brillantes ojos azules, era su publicista.

—Sin ánimo de ofender, repito: ¿qué estáis haciendo aquí?

—No podíamos soportar la idea de dejarte pasar otras Navidades solo —contestó Robert—. Mori me llamó y me preguntó si podíamos venir para hacerte una cena decente en Nochebuena, y accedimos. Ya va siendo hora de que aceptes que hay gente en el mundo que te quiere, Aidan.

Antes de que Leta llegara a su vida, los habría echado a todos y les habría cerrado la puerta en las narices.

Pero en esos momentos se alegró muchísimo de verlos.

—Pasad. Voy a ponerme algo.

—No sé si hace falta —repuso Theresa con una carcajada—. Me gusta tu traje para las fiestas.

Shirley se echó a reír.

—Tal como vino al mundo, ¿verdad?

Theresa dejó el árbol de Navidad en el rincón de la chimenea.

—Ese me gustaría más, sí. Pero como va de verde, podría decirse que es adecuado para la celebración navideña.

Aidan sonrió antes de entrar en el dormitorio para ponerse unos vaqueros y un jersey. Cuando volvió al salón, Shirley había servido ponche de huevo para todos. Mori y Robert estaban adornando el árbol con espumillones y Theresa estaba en la cocina, desenvolviendo un jamón asado.

Verlos lo dejó pasmado.

—En fin, chicos, no hace falta que hagáis todo esto. Sé que todos tenéis una familia con la que os gusta pasar estas fechas.

Robert resopló.

—La verdad es que tener que elegir entre el amargado de mi jefe y la tía Coco que insiste en mangar la cubertería de plata metiéndola en su bolso cuando cree que nadie la ve…

—Tú también eres de la familia, Aidan —le recriminó Theresa—. Y creo que este año nos necesitas más que nunca.

Qué razón llevaba, pensó Aidan.

—Gracias.

Robert sonrió.

—No estarás tan agradecido cuando te quememos la casa por culpa de estas tiras de luces.

Aidan se echó a reír mientras Shirley le ofrecía una taza de ponche.

—¡Por Aidan! —brindó la mujer con alegría—. Lo que me recuerda un brindis que solía hacer mi abuelo.

—¿Cuál? —le preguntó él.

—Por los que me conocen y me quieren. Lo mejor les deseo. A los demás, que se vayan a paseo.

—Amén —dijo Mori al tiempo que alzaba su taza.

Robert también estuvo de acuerdo.

—Muy apropiado.

Aidan asintió con la cabeza.

—Sí. Tengo que aprendérmelo de memoria.

—Estoy segura de que no te costará trabajo.

Aidan bebió un sorbo de ponche y cayó en la cuenta de algo.

—No tengo regalos para nadie.

Mori resopló.

—No te preocupes. Estás aquí, y para nosotros eso es un regalo en sí mismo. Puedes contar con nosotros siempre que nos necesites, Aidan. Y no porque nos pagues, sino porque te apreciamos de verdad.

Por primera vez desde hacía años, creyó lo que alguien le decía.

—Gracias. A todos. —Y después, levantó la mirada hacia el techo y dio las gracias en silencio esperando que Leta pudiera oírlo. Estaba seguro de que había tenido algo que ver con la inesperada reunión.

La tarde pasó en un abrir y cerrar de ojos. Theresa calentó la comida que había llevado consigo y se pusieron hasta las cejas de jamón asado, patatas, salsa y judías verdes. De postre comieron bizcocho de nueces. Aidan podía contar con los dedos de una mano las celebraciones navideñas tradicionales como esa en las que había participado a lo largo de su vida.

Y ninguna había sido tan especial como la que estaba viviendo en esos momentos. Aunque todo acabó muy pronto y sus invitados se marcharon.

Se quedó un rato en el porche, observando cómo se alejaban en sus coches con una alegría que nunca había sentido. Sonrió antes de coger el móvil para llamar a Mori, que contestó al instante.

—¿Me he dejado algo?

—Llama al estudio el lunes. Acepto el papel.

—¿Te estás quedando conmigo?

—No, lo digo en serio. Lo acepto.

El coche alquilado de Mori se detuvo en mitad del camino y su representante bajó para mirarlo desde la distancia. Apartándose el móvil de la oreja, gritó:

—¡Te quiero, tío! ¡De una forma platónica, claro!

Aidan se echó a reír y una bandada de pájaros alzó el vuelo, asustados por los gritos.

—Yo también te quiero, Mori. De forma platónica, por supuesto.

Su representante agitó la mano en el aire y volvió a meterse en el coche.

Aidan cortó la llamada y volvió al salón, donde el olor del bizcocho de nueces lo reconfortó hasta lo más profundo del alma. El día habría sido perfecto si…

No pudo concluir el pensamiento. Era demasiado doloroso.

Sí. El mejor día de su vida tenía una gran mancha negra, pero necesitaba disfrutar de una celebración como la que habían organizado sus amigos y les estaba muy agradecido por ese día tan especial.

Suspiró al tiempo que empezaba a andar hacia la sala de estar cuando alguien volvió a llamar a la puerta. Echó un vistazo hacia la cocina para ver si a Theresa se le había olvidado algo. Siempre se dejaba alguna cosa. Sin embargo, no vio nada.

Abrió la puerta y se quedó alucinado.

No podía ser.

Unos ojos tan azules que no parecían reales lo estaban mirando.

—¿Leta?

La sonrisa de ella lo deslumbró.

—¿Puedo pasar?

—No tienes ni que preguntarlo, joder.

Y se lanzó directa a sus brazos.

La estrechó casi sin aliento mientras intentaba encontrarle sentido a su repentina aparición.

—¿Cómo es posible que estés aquí?

—Hades me ha liberado del Inframundo.

—No lo entiendo. ¿No se necesita un sacrificio para hacer eso?

—No si es él quien lo decide. Una vez muerta, Zeus ya no tenía poder sobre mí. Solo Hades puede decidir en lo que a mí respecta. —Lo abrazó con tanta fuerza que temió romperle algún hueso—. Lo que le dijiste a Perséfone la conmovió tanto que le dijo a Hades que yo tenía que estar con el hombre al que amaba… Contigo.

—¿Cuánto tiempo?

Aidan vio cómo se encogía de hombros.

—Ahora soy humana. Como tú.

Seguía sin poder creerla. Aliviado como nunca antes se había sentido en la vida, la alzó en brazos y cerró la puerta con el pie.

Leta frunció el ceño, extrañada por su reacción.

—¿Adónde me llevas?

—A mi dormitorio, donde pienso saborear cada centímetro de tu cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Te quiero y voy a demostrártelo para que nunca dudes de mí, Leta.

Ella le apartó el pelo de los ojos.

—Nunca dudaría de ti, Aidan. Y tú nunca, jamás, tendrás el menor motivo para dudar de mí.