8

Aidan se despertó con el regusto amargo de la ira en la boca. La cólera fue apoderándose de él hasta alcanzar proporciones épicas a medida que oía los ruidos de la pelea que tenía lugar en el salón.

—¡Leta! —masculló al tiempo que corría hacia la puerta. La abrió y la vio en el suelo, a los pies de Donnie.

Sin detenerse, se abalanzó sobre su hermano, lo agarró por los hombros y ambos cayeron al suelo. Comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas, sin detenerse, desatado por la furia. Donnie intentó zafarse de él, pero Aidan no estaba dispuesto a permitírselo. Ya estaba harto de todas sus gilipolleces.

—¡Te odio! —gritó Donnie.

—El sentimiento es mutuo —replicó él justo antes de estampar la cabeza de su hermano contra el suelo con todas sus fuerzas.

La sangre comenzó a extenderse sobre el parquet. Ver la sangre de su hermano debería haberlo calmado, pero no fue así.

Miró los ojos de pupilas dilatadas que eran iguales que los suyos y sintió ganas de echarse a llorar.

¿Cómo habían acabado así? ¿Cómo?

Ese momento de debilidad fue su perdición, ya que Donnie lo aprovechó para contraatacar. Lo agarró por los hombros y giró hasta quedar sobre él e inmovilizarlo en el suelo. No había ninguna piedad en sus ojos mientras le asestaba puñetazo tras puñetazo.

—¿Cómo has podido hacerlo? —le preguntó Aidan furioso mientras eludía la mayor parte de los golpes.

—Porque te odio, porque eres una mierda. Porque te quedaste con todo lo que debía ser mío. ¡Con todo! Con el físico, con el dinero, con la tía buena. No es justo que tú lo tengas todo y que yo no tenga nada.

Eso no era cierto. Donnie había sido mucho más guapo que él cuando eran adolescentes. Aidan era muy delgado y se había visto obligado a hacer ejercicio para tener un aspecto musculoso mientras que su hermano lo tenía por naturaleza. Donnie se había casado y había formado una familia. Tracy lo dejó porque él le puso los cuernos. En cuanto al dinero, también podría haberlo tenido, pero en vez de poner en marcha un negocio propio, se había contentado con ser un empleado a sueldo. Y había sido un buen sueldo, pero lo había malgastado en drogas, alcohol y mujeres… lo que acabó con su matrimonio.

—Estás loco.

—Sí, y tú eres un cabrón. ¿Sabes qué se siente cuando ves que a tu mujer le gusta tu hermano pequeño? ¿Sabes qué se siente cuando la escuchas alabarlo todo el día, mientras que a ti te reprocha que no seas capaz de estar a su altura?

«¿De qué está hablando?», pensó Aidan. Tracy siempre lo había tratado como a un hermano. Su cuñada apenas le había dirigido la palabra las pocas veces en que se habían visto.

—Tú me quitaste a Heather —lo corrigió él.

—No —lo contradijo Donnie con vehemencia—. La muy zorra todavía te quería mientras se acostaba conmigo. Se pasaba el día hablando de ti y de lo guapo que eres. Del dinero que ganabas y de los sitios tan maravillosos a los que la llevabas cuando salíais. De que no podías ir a ningún sitio sin que la gente te persiguiera porque todos te adoraban. Estaba tan obsesionada contigo como Tracy. Por eso fue su alma la primera que le ofrecí a Algos.

La confesión dejó a Aidan tan asombrado que no vio el puñetazo que Donnie acabó asestándole en el mentón. Notó el regusto de la sangre en la boca antes de devolvérselo.

—¿Cómo has dicho?

Donnie se alejó de él. Tenía un rictus desdeñoso en los labios y no dejaba de abrir y cerrar los puños.

—Esa puta llorona… Solo se lió conmigo para hacerte daño. Pasaba de mí como de la mierda. Lo único que quería era que supieras que había alguien en el mundo capaz de resistirse a tus encantos. Y pensaba que volverías a buscarla arrastrándote, suplicándole que te diera otra oportunidad. Así que me fugué de la cárcel, le rebané el pescuezo y utilicé su sangre para invocar a Algos.

Aidan soltó un taco. Con el corazón destrozado, se abalanzó sobre su hermano y lo redujo aferrándolo por el cuello con una llave. Echó un vistazo a Leta, que seguía en el suelo, y comprobó que respiraba con más facilidad que antes. Ansiaba acercarse para ver cómo estaba, pero sabía que ni siquiera debía intentarlo. Primero tendría que noquear a Donnie o su hermano se lo impediría. Así que siguió con lo que estaba haciendo, incrementando la presión del brazo con el que lo tenía retenido.

—¿Cómo has sido capaz de matar a Ronald? ¡Era tu hijo!

—Bueno, llevaba mi sangre —adujo con voz ahogada—, pero no era mi hijo. Te quería más a ti que a mí. Siempre fue así. Mi casa nunca era tan moderna como la del tío Aidan. Yo nunca tenía tanto dinero como él. Quería pedirte disculpas. Quería decirte lo mucho que se arrepentía de todo lo que te habíamos hecho. Decía que no teníamos derecho a hacerte daño, así que le dije a Algos que utilizara su cuerpo para llegar hasta ti.

La explicación lo dejó asqueado. ¿Cómo era posible que su hermano hubiera acabado así?

—Donnie, siempre te he querido. Habría hecho cualquier cosa por ti. —Redujo la presión del brazo en un intento por penetrar el odio y alcanzar al hermano al que una vez conoció y quiso.

—Pues entonces, ¡muérete! —Donnie se volvió y le asestó una patada que lo alcanzó en las costillas.

Aidan gruñó mientras intentaba recuperar el equilibrio.

Su hermano sacó una navaja del bolsillo y la abrió. Sin embargo, él evitó la puñalada cogiéndole la muñeca. Le retorció la mano para obligarlo a soltar el arma y después le dio un revés y lo lanzó al suelo.

—Jamás en la vida me he creído mejor que tú. Hasta ahora —confesó con desprecio—. Nunca le habría hecho daño a mi familia como hiciste tú. La lealtad lo es todo para mí. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Pero tú… tú no sabes amar. La envidia no te deja reconocer el amor. Ya no te odio, eres un ser humano patético. Lo único que siento por ti es lástima.

Donnie soltó un alarido antes de ponerse en pie y abalanzarse sobre él.

Aidan lo atrapó y volvió a lanzarlo al suelo.

—Eres patético.

—Tú sí que eres patético —contraatacó Donnie al tiempo que se levantaba—. Ya no tienes nada.

—Eso es mentira. Tengo mi dignidad y hay un millón de personas en el mundo que me quieren. Lo único que tienes tú es la ira, la amargura y la desconfianza. Y nunca superarás ninguna de ellas. Porque lo único que sabes hacer es envidiar a los demás. Así que nunca tendrás nada. La avaricia y el odio te lo impedirán.

Su hermano se abalanzó sobre él, pero antes de que pudiera atacarlo, Leta se interpuso entre ellos y lo detuvo con una patada.

Aidan le besó la mano antes de colocarse frente a ella.

—Donnie, gracias por haberme permitido conocer y apreciar la verdadera amistad. Si no me hubieras jodido, me habría casado con Heather y habría sido un infeliz a su lado durante el resto de mi vida. Porque, al contrario que tú, yo no huyo de las relaciones importantes. No doy la espalda a la gente que quiero. ¡Joder! Si hasta estuve a punto de ponerlo todo a su nombre antes de casarnos. Gracias por haberme limpiado el jardín de víboras. —Miró a Leta y a Deimos—. Ahora sé de quién puedo fiarme. Ahora entiendo lo que es el verdadero amor y lo que significa anteponer la felicidad de alguien a mi egoísmo. Doy gracias a Dios por todas las putadas que me has hecho intentando arruinarme, porque has conseguido que mi vida sea muchísimo mejor. Gracias.

Cuando Donnie chilló, Aidan se echó a reír.

En cuanto lo hizo, Algos levantó la cabeza con el ceño fruncido.

Donnie señaló al dios.

—¡Mata a ese cabrón!

Aidan se preparó para la pelea, pero la ira no le invadió. Lo único que sentía era lástima por un hermano que había permitido que la envidia arruinara su vida. Y, lo más importante, un hermano que había permitido que esa misma envidia lo llevara a matar a las personas que más lo querían.

Se le retorcieron las entrañas al pensar en lo que Donnie había hecho con su vida.

Sin embargo, el dolor que antes lo acompañaba había desaparecido. Ya no quedaba ni rastro de amargura ni de odio. No sentía otra cosa que no fuera gratitud por no ser Donnie. Y también gratitud hacia Leta por haberlo ayudado a no convertirse en la sombra de su hermano.

Algos, en el cuerpo de Ronald (que a esa edad era idéntico a Donnie cuando él se fue de casa para labrarse un porvenir), dio un paso hacia delante en ese momento. Saber que su sobrino estaba muerto lo desgarraba por dentro. Pero ya no le quedabn lágrimas; tan solo lo embargaba la lástima por Donnie. Por primera vez desde que su hermano se revolvió contra él, no ansiaba venganza.

Había superado esa fase.

—No estás luchando contra mí —gruñó Algos.

Aidan meneó la cabeza despacio.

—Solo voy a luchar por lo que de verdad importa. —Volvió la cabeza para mirar a Leta—. Por mantenerla a salvo.

La mirada de Algos siguió la suya hasta posarse en Leta. La ira ensombreció su expresión y comenzó a moverse hacia delante, pero se detuvo en seco.

Aidan observó extrañado los forcejeos del dios, que parecía incapaz de seguir caminando, como si lo retuviera una fuerza invisible. Lo vio extender un brazo hacia él justo antes de estallar en una brillante nube de polvo que cayó al suelo entre destellos.

Echó un vistazo por la estancia, esperando a que el dios volviera a materializarse.

Pero no lo hizo.

Confundido, preguntó a Leta:

—¿Qué ha pasado?

—Se ha ido —contestó Deimos al tiempo que se limpiaba las palmas de las manos en los pantalones—. Lo has derrotado.

—¿Cómo?

—«El dolor está presente, agudo y mordiente. Pero tarde o temprano debe desaparecer para dejar paso a un nuevo amanecer.» —Leta se acercó a él—. Eso era lo que Lyssa intentó decirnos. Te has liberado del dolor por la traición que albergabas, te has liberado del miedo, y eso ha dejado a Algos sin armas para luchar contra ti.

—¡No! —gritó Donnie, que echó a correr hacia él.

Aidan se volvió para enfrentarse a él, pero antes de lograr detenerlo sintió un dolor agudo en el hombro. Agarró a su hermano de un brazo, lo obligó a volverse y lo estampó contra el suelo, donde lo inmovilizó. Hasta entonces no había reparado en el cuchillo que tenía en la mano. Lo desarmó con un gesto furioso.

La ira lo poseyó, pero fue algo momentáneo. No merecía la pena echarlo todo a perder por Donnie. Su hermano no merecía nada.

Deimos recogió el cuchillo del suelo.

—¿Quieres que sea yo quien lo mate?

Aidan negó con la cabeza.

—Quiero que viva con el peso que supone haber destruido su vida y la de todos aquellos que lo han querido. —Agarró la mano con la que Donnie intentaba darle un puñetazo y la aferró con fuerza.

Su hermano le escupió a la cara, pero él lo esquivó.

Sentía un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarlo. A pesar de todo lo que había pasado entre ellos, seguía existiendo una parte de sí mismo dispuesta a querer a su hermano… y a perdonarlo.

Aunque en el fondo sabía que no podía hacerlo: Donnie nunca se lo permitiría.

—Eras mi hermano. Habría dado mi vida por ti. Habría hecho cualquier cosa que me pidieras. Pero el problema era que nunca estabas satisfecho. Lo ansiabas todo. Que Dios se apiade de ti.

—No necesito tu compasión, imbécil.

Esas palabras acabaron con todo rastro de compasión en lo que a su hermano se refería. Había gente en el mundo a la que la compasión y el amor no podían salvar. Ya era hora de que asimilara el hecho de que su hermano era una causa perdida.

—Y yo no necesito basura en mi vida. —Miró a Leta—. ¿Crees que funcionará el móvil?

—Sí, ¿por qué?

—Porque quiero llamar a la policía para que se lleve a este desgraciado de mi casa.

—¡Esto no acaba aquí! —masculló Donnie.

—Desde luego que acaba —replicó Aidan al tiempo que meneaba la cabeza—. Vas a salir zumbando dentro de un rato y pienso olvidarme de ti y de todo cuanto me has hecho. Paso de ti. No mereces mis lágrimas, ni el esfuerzo de recordar tu cara.

—Nunca te dejaré tranquilo.

—Como si eso pudiera quitarme el sueño —dijo con un resoplido—. Tengo los medios y las ganas necesarias para enfrentarme a ti hasta el final por lo que más me importa: mi vida y… —se interrumpió para mirar a Leta— y la mujer que amo. No quiero saber nada más de ti.

—Eres un…

Deimos lo interrumpió dándole una patada en la cabeza que lo dejó inconsciente.

—¿A nadie más le aburre tanta tontería?

Leta alzó la mano.

—¿Lo has matado? —preguntó mientras se ponía en pie.

—Qué va. A pesar de las ganas que tengo de liquidarlo, sigue respirando. Aunque sigo diciendo que deberías dejarme cortarle algo…

—No. Lo quiero de una pieza para que únicamente pueda pensar en lo que se ha buscado él solito. Tarde o temprano todas sus mentiras caerán por su propio peso y acabará viendo la verdad. Yo no pienso hacerle daño. Bastante se ha hecho él mismo.

Deimos parecía desilusionado por el hecho de no poder matarlo.

—Bueno, como parece que la cosa ha acabado, me largo a ver si obligo a Fobos a jugar otra partidita. Hasta luego. —Y se desvaneció.

Aidan soltó un suspiro irritado por su brusca despedida.

—Ni siquiera me ha dejado que le dé las gracias.

—No te preocupes. Deimos odia los agradecimientos.

—¿De verdad?

Leta asintió con la cabeza.

—Al igual que cierta persona que yo me sé, las alabanzas lo incomodan.

La cogió de las manos y tiró de ella para acercarla mientras esbozaba una sonrisa torcida.

—Creo que lo estoy superando.

—¿Ah, sí?

—Sí, pero solo en tu caso.

Leta le devolvió la sonrisa con otra tan deslumbrante que a Aidan se le aflojaron las rodillas.

—He llamado a la policía hace un momento. Llegarán dentro de unos minutos.

—Genial. —O eso pensaba hasta que cayó en la cuenta de algo—. ¿Qué va a pasar contigo ahora que Algos se ha ido?

—Tengo que marcharme.

Su respuesta hizo que se le encogiera el estómago.

—¿Tienes que irte?

Leta apartó la mirada, como si fuera incapaz de enfrentar la suya.

—Aidan, soy una diosa. No puedo quedarme en el plano humano. No pertenezco a este lugar.

A pesar de lo mucho que quería suplicarle que lo hiciera, Aidan no pudo. Ya le había dicho por qué no podía quedarse. Las súplicas solo servirían para hacer que se sintiera mal por algo que escapaba a su control.

Como bien había dicho, era una diosa.

«Tal vez pueda convertirse en mortal», pensó. Pero descartó la idea. De esa forma envejecería y moriría.

¿Cómo a iba a pedirle algo así a un ser eternamente bello y joven? Sería un acto egoísta por su parte.

—Te echaré de menos.

Leta tragó saliva al percatarse de la tristeza de la voz de Aidan. Estaba intentando ser fuerte, pero por dentro estaba destrozado. Lo percibía.

La expresión de Aidan delataba el miedo que sentía.

—¿Te estará esperando Algos?

—No. El hecho de que no lograra matarte y de que el cuerpo que habitaba se desintegrara lo ha privado de sus poderes. Ha vuelto a la parálisis. Para despertarlo de nuevo hará falta otro sacrificio humano.

O al menos eso creía. Porque en realidad no estaba segura y no lo sabría hasta que hubiera regresado a casa.

Aidan frunció el ceño.

—¿Por qué necesita un sacrificio humano para adoptar apariencia humana y tú no?

—Porque lo maldije con ayuda de Hades. Pensé que nadie sería tan depravado para matar a un ser querido a fin de liberarlo. Creí que había encontrado la forma de mantenerlo apartado eternamente de la humanidad.

Aidan miró a su hermano, que seguía inconsciente en el suelo.

—Supongo que los dos hemos sobreestimado la humanidad de Donnie.

—Es posible, pero recuerda que no todos los que habitan este mundo son tan malos como él.

—Pero tú no habitas este mundo, ¿verdad?

—Aidan…

La silenció colocándole un dedo sobre los labios.

—No prolongues el sufrimiento. Quítame el esparadrapo de golpe y deja que el tirón me recuerde que por un día he sentido algo diferente al sufrimiento. Ya te he dicho que prefería un momento de felicidad sublime a toda una vida sin nada. —La besó con ternura en la frente—. Vete. Vete ya.

El problema era que Leta no quería marcharse. Deseaba quedarse, pero era un imposible. Su cuerpo temporal no duraría mucho más en ese plano existencial.

—Te veré en tus sueños.

—No —dijo él con voz desgarrada—. Eso empeoraría las cosas. No podría soportar verte y saber que no puedo tocarte. Deja que mis heridas sanen. Deja que me recupere para poder mirar atrás y recordar a la mujer que me salvó la vida.

Tenía razón, pero admitirlo era muy doloroso.

—No te olvidaré, Aidan.

Él no dijo nada, pero el brillo atormentado que asomó a esos ojos verdes fue más elocuente que cualquier palabra.

Aidan también la recordaría.

Entonces las sirenas de la policía comenzaron a oírse a lo lejos.

—Vete, Leta.

Se apartó de él con el corazón en un puño. Lo único que deseaba era seguir a su lado. Ojalá pudiera hacerlo. Pero los dioses habían decretado un destino diferente para ellos. No tenía sentido librar una batalla que nunca podrían ganar.

—Te quiero, Aidan —dijo antes de trasladarse a la Isla del Retiro.

Aidan se quedó en el centro del salón, mirando el lugar que Leta había dejado vacío. En ese momento fue cuando sintió las lágrimas en los ojos. Un dolor abrasador le inundó el pecho y amenazó con ahogarlo.

«Al final te habría traicionado. Como todo el mundo», le dijo una vocecita en la cabeza.

Cabía esa posibilidad, pero ya no lo creía. Leta lo había hecho cambiar de opinión.

Oyó las pisadas de la policía en el porche un segundo antes de oír sus órdenes:

—¡Las manos a la cabeza! ¡De rodillas al suelo!

Ni siquiera parpadeó mientras la policía entraba a través de la puerta rota con las armas preparadas. Obedeció las órdenes y se arrodilló cuando uno de los agentes se acercaba a él y lo esposaba.

—Para que conste en acta, la víctima soy yo.

Sin embargo, y como no las tenían todas consigo, los agentes siguieron el protocolo y lo inmovilizaron antes de pedir una ambulancia para Donnie.

En cuanto confirmaron que su hermano era un preso fugado, que era él quien realmente vivía en la cabaña y que había sido víctima de un ataque, le quitaron las esposas y lo dejaron ir en busca de una toalla para limpiarse la sangre de la cara y del hombro.

—¿Está seguro de que no quiere ir al hospital? —le preguntó uno de los agentes.

Negó con la cabeza mientras observaba cómo sacaban a un Donnie semiinconsciente de su salón. No había ninguna cura para el dolor que realmente padecía. Solo Leta podría aliviarlo.

—Estoy bien.

—¿Seguro?

Y lo estaba. Estaba bien por primera vez desde hacía años.

—Sí. Lo que no te mata…

—Requiere una larga terapia para superarlo.

Aidan soltó una carcajada mientras el agente se encogía de hombros.

—En mi caso, son gajes del oficio —le aseguró el policía, que de repente pareció avergonzado al ver los Oscars sobre la repisa de la chimenea.

Su actitud le resultó muy familiar.

—¿Quieres un autógrafo?

La expresión del agente se tornó radiante.

—No quería pedírselo porque está sangrando y eso, pero mi mujer es una gran admiradora suya, y si le llevo un autógrafo ganaré muchos puntos. Si lo pongo con los demás regalos bajo el árbol, sé que le alegraré las Navidades.

Aidan sonrió pese al labio partido.

—Espera. —Entró en el despacho y volvió a salir con un montón de fotos publicitarias que Mori le había enviado, a las que no había hecho ni caso, y un bolígrafo—. ¿Cómo se llama?

—Tammy.

En ese momento se acercó otro agente.

—¡Madre mía! ¿Me puede firmar uno a mí también? Me encantó Alabastro. Estuvo increíble, y la chica… ¿está así de buena en la vida real?

—No, está mucho mejor.

El agente se echó a reír.

Titubeó al volver a sentir la antigua alegría que siempre lo había acompañado en el pasado. Todavía recordaba la primera vez que alguien le pidió un autógrafo, pese a todos los años que habían transcurrido. Y la primera vez que lo detuvieron por la calle para decirle lo mucho que les gustaba su trabajo. No había nada que pudiera compararse a esa sensación. Le encantaba que sus admiradores lo detuvieran sin importar el lugar ni el momento. Le encantaba charlar con ellos.

Sin embargo, Heather y Donnie lo habían estropeado todo con su veneno.

«A esa gente no le importas nada. Solo son adictos a la fama, ansiosos por tocar lo que nunca podrán tener. ¡Por Dios! No aguanto que se acerquen. ¡No podemos ni comer tranquilos! ¿Por qué no los mandas a tomar viento fresco a ver si nos dejan en paz?»

Pero a él aquello nunca le había molestado. Ni siquiera cuando la cosa llegó al extremo de no poder ir en el coche con las ventanillas bajadas o cuando la prensa invadió su jardín trasero. Le alegraba hacer algo con lo que otras personas disfrutaban, y si hablar con ellos los hacía felices… No había nada mejor que saber que formaba parte de sus vidas y que era capaz de arrancarles una sonrisa, aunque solo durara unos minutos.

Eso era lo que había querido hacer desde niño. Por lo que se había roto los cuernos luchando. Había sufrido tantas críticas negativas a lo largo de su carrera como Shakespeare.

Y le encantaba.

Le dio la foto dedicada a Tammy al agente antes de mirar al otro.

—¿Cómo te llamas?

—Ricky. ¿Puede firmar una para mi novia? Se llama Tiffany. Como llegue a casa sin una para ella, se muere. Ah, y para mi madre. Sara. Ve sus películas desde que hizo aquella de zombis. A mí también me gustó, pero me pareció una ida de olla total.

El entusiasmo que demostraba le arrancó una carcajada.

—Con mucho gusto.

Al final acabó firmando veinte fotos entre los agentes de policía y el personal sanitario. Donnie no dejaba de gritar desde la ambulancia, pero nadie le hizo caso.

—Feliz Navidad —le dijo Ricky mientras indicaba a los demás que salieran de la cabaña. Se detuvo un instante al llegar a la puerta, hecha añicos—. Tendrá que llamar a alguien para que le arregle esto. No creo que deba estar sin una buena puerta después de lo que ha pasado hoy.

—Gracias. Me encargaré de ello.

Ricky le tendió la mano.

—Es usted una buena persona, señor O’Conner. Muchas gracias por los autógrafos.

—De nada, y llámame Aidan, por favor.

El agente sonrió.

—De acuerdo, Aidan. Ha sido un placer conocerte. Ojalá hubiera sido en mejores circunstancias.

—Lo mismo digo. Que pases una feliz Navidad y saluda a tu madre y a tu novia de mi parte.

—Lo haré. Gracias.

Aidan lo acompañó hasta el porche y lo observó mientras caminaba hasta el coche. Se quedó hasta que los vehículos desaparecieron. Los gritos de Donnie siguieron oyéndose hasta que la ambulancia se perdió de vista. Volvió a embargarlo la lástima, aunque llegó a la conclusión de que tal vez fuera algo bueno que Donnie estuviera todavía consumido por el odio. Algún día se daría cuenta de lo cara que le había salido la envidia. De que había destrozado su propia vida al intentar arruinarlo.

Que Dios se apiadara de su hermano cuando eso pasara.

Ya no se sentía mal por la traición de Donnie. Le daba exactamente igual.

—Soy el último en quedar de pie.

El problema era que estaba solo y, por primera vez desde hacía años, eso no le gustaba.

Cerró los ojos y sintió el azote frío del viento justo cuando invocaba la imagen de Leta.

—Te echo de menos, nena.

Pero no podía hacer nada al respecto.

La vida era así.

Derrotado, dio media vuelta para entrar en casa y vio que la puerta estaba reparada.

—¿Leta? —dijo con una nota esperanzada en la voz.

No era ella. Deimos estaba en el salón, observándolo.

Su presencia le resultó incomprensible.

—¿No te ibas para jugar una partida de ajedrez?

—Esa era la idea, pero… —Se detuvo como si algo lo hubiera distraído.

—¿Pero? —lo instó Aidan.

Deimos señaló la puerta con un gesto de la cabeza.

—Me acordé de que tenías una puerta rota.

—Gracias por repararla.

—De nada.

Aguardó en silencio a que Deimos dijera o hiciera algo. Al ver que no lo hacía, enarcó una ceja.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—La verdad es que no. Más bien es al contrario.

Eso sí que le causó sorpresa.

—¿A qué te refieres?

La mirada de Deimos lo atravesó.

—¿Qué darías por tener a Leta a tu lado?

—Todo —contestó sin pensarlo siquiera.

—¿Estás seguro?

—Sí. —De repente todo se volvió negro. Giró la cabeza, intentando ubicarse, pero no podía ver ni oír nada. La oscuridad era total—. ¿Leta?

En esa ocasión no oyó su voz. Tampoco sintió su mano. No hubo palabras de ánimo. Y su añoranza por ella aumentó.

Cuando la luz volvió, se vio cuando era niño al lado del árbol de Navidad. Tenía once años y estaba en casa de su tío. Frunció el ceño mientras intentaba recordar el momento exacto, pero no pudo. Solo recordaba el lugar.

—¿Qué te han regalado? —le preguntó Donnie, que se acercó a él.

Aidan levantó el muñeco.

—Un Geyperman y chucherías.

Donnie puso cara de asco.

—No es justo. ¡Yo quería un Geyperman!

El arranque de ira sorprendió a Aidan.

—No es verdad. Dijiste que querías a Mazinger Z y eso es lo que te han regalado.

Donnie alargó el brazo y le quitó el Geyperman.

—¡Devuélvemelo!

Su hermano se negó, y cuando Aidan intentó recuperarlo por la fuerza, Donnie le asestó un puñetazo. La fuerza del golpe le arrancó un grito que despertó a su tío de su siesta en el sofá, emplazado muy cerca del lugar donde estaban.

Dos segundos más tarde, mientras los insultos reverberaban en sus oídos, los juguetes estaban todos en la basura y ellos, castigados. Además de calentitos después del enfado de su tío.

—Tú tienes la culpa de todo —masculló Donnie mientras empujaba a Aidan escalera arriba, de camino al dormitorio que compartían.

—Yo no te he quitado tus juguetes. Tú me has quitado los míos.

Donnie puso cara de asco.

—Porque tienes que aprender a compartir. Eres un egoísta. Te odio. Ojalá hubieras muerto con papá y con mamá.

La hostilidad que se reflejaba en la cara de su hermano mientras pasaba a su lado dejó a Aidan de piedra. Con el alma en los pies, dio media vuelta y volvió al salón. Temeroso por la posibilidad de que su tío lo pillara, asomó la cabeza por la puerta. Por suerte, volvía a estar en el sofá, durmiendo la mona de Navidad.

Con todo el sigilo del que fue capaz, caminó hasta el cubo de la basura y sacó los juguetes. Volvió a la planta alta sin hacer ruido y le dio los juguetes a su hermano.

—Quédatelos —dijo, ya que no quería que su hermano siguiera odiándolo.

Donnie sonrió.

Sin embargo y aunque había vuelto a ganarse a su hermano, Aidan no sintió ninguna satisfacción. Solo alivio porque Donnie ya no lo odiaba.

Aidan observaba la escena de su infancia mientras rememoraba al detalle las emociones que enterró aquel día de Navidad. Las había olvidado todas. Pero volvía a recordarlas con una claridad meridiana en ese momento. Como también recordaba otras veces en las que Donnie se había comportado de la misma forma. Otras veces en las que se había visto obligado a aplacarlo de la misma manera porque su hermano no quería que él tuviera nada.

Porque todo, el mundo entero, debía ser de Donnie.

En ese momento la escena cambió y vio a su representante, Mori, con su mujer. Shirley, con quien se había casado hacía poco, era una morena muy guapa. Estaba sentada en el sofá mientras que Mori ocupaba un sillón de cuero marrón frente a ella.

—¿Por qué estás tan triste? —la oyó preguntar en voz baja.

Mori le ofreció una sonrisa como disculpa.

—Lo siento. Estaba pensando en Aidan otra vez.

Shirley puso los ojos en blanco.

—No me puedo creer que le haya dado la espalda a todo ese dinero.

La expresión de Mori se tornó pensativa mientras acariciaba la copa de brandy que tenía en la mano.

—El dinero no compra la felicidad —replicó, como si entendiera la actitud de Aidan.

—Eso lo dice quien no sabe comprar —se burló ella.

Mori no pareció escucharla.

—Me asquea ver en lo que se ha convertido. Es uno de los grandes actores de su generación. Ojalá pudiera hacer algo por él.

—Le has mandado un jamón.

Mori le lanzó una mirada exasperada.

—No me refería a un regalo. Cuando lo conocí era un tío lleno de vida, alegre. La fama hace que otros actores se vuelvan cínicos, pero él no. Siempre disfrutó de ella. Hasta de la parte negativa que hace que otros actores se desmoronen. Pero ahora… es un ermitaño amargado. Si pudiera pedir un deseo de Navidad, pediría volver a verlo feliz.

Aidan se sorprendió al ver que Mori no era tan distante como fingía ser. «¡Vaya!», pensó, su representante le había ocultado esa faceta de su personalidad. Sí que había un corazoncito debajo de su chulería.

Aunque eso no cambiaba nada.

—¿Debo encontrarle algún sentido a esto? —preguntó, hablando hacia la oscuridad.

Su respuesta fue un cambio de escena. No era su futuro tal como esperaba ver, sino un lugar que le resultó desconocido.

Parecía una caverna de cuyas paredes manaba sangre.

Aidan caminó hacia una gran abertura, acompañado por los gritos y los gemidos que resonaban en la piedra. Al llegar a la entrada se detuvo, petrificado. Allí estaba Leta, ataviada con un largo y vaporoso vestido blanco, entre dos hombres muy enfadados y un tercero, también vestido de blanco, que permanecía algo apartado, a su izquierda.

—¿Me estás pidiendo clemencia para ella? —preguntó uno de ellos, un hombre rubio, dirigiéndose al de blanco—. ¿Entiendes lo que ha hecho?

—Sí, Zeus. Lo entiendo perfectamente. Pero lo ha hecho para proteger a un humano inocente.

—Ningún humano es inocente —replicó Zeus con desdén—. ¿Qué más da que muera uno de ellos?

Leta estaba a punto de contestar, pero el hombre que tenía al lado se lo impidió poniéndole una mano sobre el brazo.

—Yo le ordené que protegiera a ese humano y ha llevado a cabo su cometido hasta el final —dijo ese mismo hombre con una voz carente de toda emoción—. Fue Algos quien…

—¡No te atrevas a defenderla! —masculló Zeus—. Su muerte ha provocado una perturbación en el universo. ¿Tienes la menor idea de lo que habría podido pasar? Podría haber significado el fin del mundo.

—Pero no ha sido así.

Zeus le lanzó una descarga que lo mandó al suelo.

—¡M’Adoc! —gritó Leta antes de correr hacia el herido.

Zeus ladeó la cabeza al escucharla.

—¿Eso que oigo son emociones?

Aidan vio el pánico en la mirada de Leta, pero como ella estaba de espaldas a Zeus supo que era imposible que el dios hubiera reparado en ese detalle.

M’Adoc y el dios moreno que estaba junto a Zeus intercambiaron una mirada extraña.

—No tienen emociones, hermano —dijo el dios moreno—. Ha pasado un tiempo con los humanos y lo que has oído son emociones residuales.

Zeus miró a M’Adoc con los ojos entrecerrados mientras este último se ponía en pie.

—¿Los defiendes, Hades?

El aludido se encogió de hombros.

—Pues no, la verdad. Si quieres que la castigue, lo haré. Eso es lo que da sentido a mi vida.

Aidan frunció el ceño al captar el sarcasmo subyacente en el comentario.

Zeus asintió con la cabeza.

—Muy bien. Mátala.

—¡No! —exclamó él, que se abalanzó hacia ellos para descubrir que un muro invisible le impedía avanzar.

Los dioses se volvieron como si lo hubieran escuchado.

Aidan aporreó el muro invisible con los puños.

—¡No os atreváis a tocarla!

Cuando vio que Zeus se acercaba a él y lo contemplaba como si fuera una mosca en un tarro de cristal, comprendió que lo veían y lo oían.

—¿Sabes por casualidad quién soy?

—Me da igual. Leta no ha hecho nada malo y no quiero verla sufrir por mi culpa.

—¿Que no ha hecho nada malo? —repitió Zeus, resoplando por la nariz—. Eres un imbécil, humano. Podría haber destruido el universo con sus actos. Solo nos hemos salvado porque Algos estaba en estado de parálisis y con sus poderes contenidos. De no haber sido así… Debemos estar agradecidos por estos pequeños favores.

Aunque su sentido común le dijo que no discutiera con un dios antiguo, Aidan no pudo contenerse.

—Ella no mató a Algos. Fui yo quien lo hizo.

Leta jadeó al escucharlo.

—Aidan…

—Es cierto —la interrumpió antes de que pudiera contradecirlo—. Yo lo maté. Así que si tienes que castigar a alguien, castígame a mí.

Zeus consideró la idea.

—No le haga caso, milord —se apresuró a decir Leta—. Sus intenciones son nobles, pero absurdas. Fui yo quien pasó por alto el decreto de no tocar a Algos. Lo maté en este mismo plano, mientras estaba sumido en la parálisis. En contra de su voluntad. Y por eso soy yo quien debe ser castigada.

Zeus se puso tenso como si algo lo hubiera ofendido.

—¿No son emociones lo que escucho en tu voz? ¿Sientes algo por este humano?

Leta negó con la cabeza.

—No, milord. Hablo movida por la fría lógica.

Su respuesta hirió en lo más profundo a Aidan, que no pudo soportar el hecho de que lo hubiera engañado.

—¿Leta?

Lo miró con gesto distante.

—¿Cómo voy a sentir algo por un humano cuando carezco de sentimientos? —preguntó ella a su vez con una expresión increíblemente distante y sin dignarse a hablarle.

—No puede sentir nada —reiteró M’Adoc—. No es capaz de hacerlo.

—Muy bien. Puesto que el humano iba a morir de todas formas… —dijo Zeus al tiempo que lanzaba un rayo directo al corazón de Aidan.