Leta estaba en la cima de la montaña más alta de la Isla del Retiro. Sostenía en una mano un frasco de suero somnífero que había tomado prestado de su tío Parpádeo (también conocido como Sandman) y con el que Aidan y ella podrían atrincherarse en el plano onírico, impidiendo de esa forma que Algos los expulsara.
El plan de Aidan era extremadamente arriesgado. Aunque no debería importarle. No debería sentir nada al respecto. No obstante, y mientras observaba las olas que rompían contra las rocas, comprendió que sí sentía. El dolor de Aidan no solo alentaba sus emociones y sus poderes, sino que también le llegaba al corazón.
Llevaba muchísimo tiempo sin experimentar la ternura y no quería volver a perder esa emoción. No quería perder a Aidan. Porque no se trataba solo de una misión.
Era mucho más.
Sin embargo, no entendía cómo había podido pasar algo así. A pesar de haber compartido solo un sueño y un día en el plano humano, tenía la sensación de que lo conocía hasta un punto que desafiaba a la lógica. Su alma se lo decía.
De modo que no quería separarse de él ni, lo que era peor, verlo morir como había sucedido con su familia. No podría sobrevivir a algo así otra vez.
Echó la cabeza hacia atrás y dejó que la salada brisa aliviara su inquietud. El frasco que llevaba en la mano pesaba como si fuera una losa. No quería cometer un error. Si Aidan quedaba atrapado en el plano onírico, podría morir.
Él estaba seguro de que era la mejor forma de derrotar a Algos, pero ella no lo tenía tan claro. Algos era astuto y, sobre todo, letal. Aidan iba sobrado de valor, pero por desgracia el valor no siempre bastaba para ganar la partida.
—Dame fuerzas —le susurró a la suave brisa que la acariciaba.
En el fondo de su mente veía las imágenes de la masacre de su familia. Nada podría aliviar ese dolor jamás. Nada.
Pero al menos era la prueba de que seguía vida. De que no estaba completamente vacía y desprovista de emociones.
Cerró los ojos e intentó transformar esas emociones en ira. Aidan tenía toda la razón. Era la única forma de lidiar con ellas. Sin embargo, fue pensar en él y su ira se esfumó, dejando paso a una extraña sensación de paz.
—¿Leta?
Se volvió al escuchar que M’Adoc la llamaba. Allí estaba, vestido con una ancha camisa blanca y unos pantalones del mismo color. El pelo se le rizaba en torno a la cara y resaltaba su atractivo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella a su vez.
—Me han dicho que has ido a ver a Parpádeo para pedirle suero.
Leta asintió con la cabeza.
Los penetrantes ojos azules de M’Adoc la atravesaron.
—Retar a Algos denota mucho valor. Y es muy arriesgado.
Lo último que quería era que M’Adoc descubriera sus dudas. Puesto que era uno de los líderes de los dioses oníricos, el honor lo obligaba a comunicar a Zeus el menor indicio de que algún Cazador Onírico había recuperado sus emociones.
—Los cobardes nunca alcanzan la victoria.
M’Adoc inclinó la cabeza con respeto y reconoció la veracidad de su comentario.
—Por cierto, debo advertirte de que lo que sientes no son las emociones de Aidan.
El miedo hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.
—¿Qué quieres decir?
M’Adoc se inclinó hacia delante y le susurró al oído:
—La maldición de Zeus se debilita. Año tras año vamos recuperando nuestras emociones.
Las noticias y sus posibles consecuencias la aterraron.
—¿Él lo sabe?
M’Adoc negó con la cabeza.
—Y tampoco podemos permitir que lo descubra. Caería sobre nosotros con todos sus rayos.
Un agónico dolor la invadió al recordar la última vez que Zeus fue a por ellos. La sangre que se derramó aquel día seguía fresca en su memoria, al igual que los días posteriores, cuando todos fueron azotados y despojados de sus emociones.
Fueron unos días durísimos para todos.
—Tenía entendido que tu trabajo consistía en hacérselo saber.
La expresión de M’Adoc era hosca. Fría y decidida.
—No traiciono a mi familia.
Su afirmación le quitó un peso de encima. Ella sabía mejor que nadie que había hablado en serio. Porque se lo había demostrado con creces.
—¿Puedo fiarme de lo que siento?
Su hermano asintió con la cabeza de forma casi imperceptible.
—Pero recuerda que no debes delatarte. Además de la tuya, hay muchas vidas en juego. Soy uno de los tres elegidos que deben informar a Zeus de cualquier cambio en la maldición; así que si alguna vez descubre que le he fallado, no tendrá piedad conmigo.
Nunca podría delatarlo. Ojalá los demás fuesen tan dignos de confianza como ella.
—No temas, hermano. Nunca te traicionaré.
—Lo sé. Por eso he venido a hablar contigo. Quería que supieras que todos los sentimientos que estás experimentando son tuyos. No quiero que tengas problemas por ello.
—Gracias.
M’Adoc inclinó la cabeza, retrocedió un paso y desapareció.
Ella siguió allí, haciendo rodar el frasquito de suero entre las palmas de las manos. Así que lo que había compartido con Aidan no era falso. No había canalizado sus emociones.
La determinación era suya. Al igual que la compasión.
¡Era su propio corazón!
Agradecida por ello, sonrió. Besó el frasquito de suero y se teletransportó de vuelta a la cabaña, donde Aidan la esperaba junto a la chimenea, con el fuego encendido. Debió de encenderlo después de que ella se marchara.
Algo extraño le ocurría. Estaba muy serio, pero además había algo que no había percibido antes.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza sin mirarla siquiera.
—Mañana es Nochebuena.
—Lo sé. —Echó un vistazo por la estancia y descubrió que no había nada que indicara la inminente festividad que había observado en la Sala de los Espejos—. ¿No deberíamos poner un árbol?
Lo oyó resoplar como si la simple idea lo ofendiera.
—Cuando era pequeño, mi madre solía obligarnos a ver esa película clásica de los cincuenta, Cuento de Navidad, y después, cuando murió, mi tío nos ponía Los fantasmas atacan al jefe, la peli de Bill Murray, mientras decorábamos el árbol de Navidad. ¿Conoces la historia?
Negó con la cabeza mientras se sentaba a su lado.
Aidan se volvió y clavó la mirada en el fuego.
—Resumiendo, el protagonista es un tío muy tacaño llamado Scrooge. Al principio se comporta de una forma mezquina y desagradable. Odia la Navidad y se niega a celebrarla. Sin embargo, su egoísmo le acarrea el cumplimiento de una tarea de la que él se burla. Durante la noche, lo visitan tres fantasmas, el fantasma de las Navidades pasadas, el de las Navidades presentes y el de las Navidades futuras, que le enseñan lo equivocado de su actitud. Por la mañana se levanta como nuevo, convencido de que tiene que cambiar su forma de vida. Así que comienza a arrojar monedas a los huérfanos de la calle y da regalos y comida a la familia de su empleado, Bob Cratchit. —En ese momento le lanzó una mirada acerada—. ¿Sabes una cosa? Ya de pequeño veía algo en esas películas que me mosqueaba.
—¿El qué?
—Siempre me preguntaba por qué Scrooge era como era. Nunca acababan de explicar a mi entera satisfacción qué lo había llevado a ser tan avaro. Sin embargo, la alegre historia navideña se me quedó grabada y me pasé toda la vida intentando ser como el hombre en el que Scrooge acabó convertido: generoso para con los necesitados. ¿Sabes que a lo largo de un año doné de forma anónima más de un millón de dólares para obras de caridad? Mi madre me enseñó que no hay que alardear de las buenas obras. Se hacen porque se quiere hacerlas y no se debe sacar provecho de ellas. Porque eso las empequeñece.
Leta sonrió al escucharlo. Las palabras de la madre de Aidan encerraban una gran verdad.
—No sabes cómo la entiendo.
Él asintió con la cabeza.
—Yo también. Pero hay una cosa que aprendí gracias a mi hermano. Es mejor no alardear de tus riquezas delante de un ladrón. Creo que por eso mi madre insistía en que las obras de caridad había que hacerlas de forma anónima. En cuanto alguien ve que eres bueno y generoso, se aprovecha de ti. Porque parecen tomar la amabilidad por debilidad, y la generosidad por insensatez.
—¿Cómo te diste cuenta?
Aidan suspiró antes de contestar.
—Mi hermano me envió a mi sobrino Ronald para que le diera trabajo antes de que acabara el instituto. Donnie me dijo que no podía permitirse la factura mensual del colegio privado al que Ronald asistía, así que me preguntó si podía darle algún trabajo a tiempo parcial que compaginara con los estudios. Accedí como un imbécil, y aunque en aquella época todavía no tenía mucho dinero, empecé a hacerme cargo del coste de sus estudios. Seis años después Donnie fue a verme para decirme que se divorciaba y que su mujer amenazaba con quitárselo todo. Estaba a punto de perder su casa, su coche… todo. Me dijo que no buscaba caridad, que lo que necesitaba era un empleo y que si podía hacer algo para mí.
—Y lo contrataste —añadió ella.
El semblante de Aidan se tornó impasible salvo por el rictus severo de sus labios. Sin embargo, a Leta no le costó trabajo percibir la amargura que le abrasaba el corazón.
—Sí. Lo contraté como representante y estipulé un sueldo exagerado. Mi hermano no podía acabar tirado en la calle, ¡por Dios! Durante un año, más o menos, todo fue genial.
—¿Hasta?
—Hasta que empecé a notar que me faltaba dinero. Se cobraban facturas misteriosas para las que no encontraba justificación. Y lo peor era que ni mi hermano ni mi sobrino hacían bien sus respectivos trabajos. Siempre tenían alguna excusa a mano para justificar por qué habían tardado en hacer lo que les había pedido que hicieran o por qué no lo habían hecho todavía. Pillé un sinfín de veces a Ronald dormido en el sillón de mi despacho. Aunque, bueno, en aquella época todavía se dignaba a aparecer, claro. Era increíble. Les dije que si no se enmendaban, los despediría.
—¿Y qué dijeron?
Una expresión de asco apareció en su rostro antes de contestar con una voz gruñona que no era la suya:
—No puedes despedirme. Si lo haces, te arruinaré. Conozco a todos tus admiradores, a todos tus amigos y a todos tus socios. Soy intocable. ¡Ja, ja, ja! —Acto seguido, Aidan soltó un taco y prosiguió con su voz normal—: Al principio pensé que era una broma o, en el peor de los casos, una amenaza sin fundamento. Hasta que me fijé y me di cuenta de que se habían congraciado con todas las personas que formaban parte de mi mundo. Lo habían hecho de forma metódica. Uno a uno. Habían ido a por ellos con premeditación. Aquellos que se negaron a seguirles la corriente, que no se prestaron a sus locuras, acabaron en la calle. Y después, para alardear de su fuerza justo antes de Navidad, volvieron a seis de ellos a la vez en mi contra. Uno de ellos me dio la espalda por completo y para siempre y, a partir de ese momento, se acabaron los disimulos.
—¿En qué sentido?
—«Entréganos cinco millones de dólares o te quitaremos todo lo que tienes. Cuando hayamos acabado contigo, todos tus admiradores y todos tus amigos te odiarán hasta el punto de no volver a pagar nunca por ver una de tus películas. Estarás arruinado.» —Tomó una entrecortada bocanada de aire—. Ese fue el regalo de Navidad de mi hermano. Después de haberle comprado un coche y una casa, igual que a su hijo. Y después de haberles pagado un sueldo muy por encima de sus méritos. Sin embargo, nada les pareció suficiente. Querían más porque yo lo tenía y ellos no. Aunque, claro, era yo quien trabajaba veinte horas al día sin descanso durante meses en las grabaciones, asistiendo a actos públicos y a entrevistas, dejándome los cuernos para leer guiones y aprendérmelos durante el poco rato que tenía para estar en casa, mientras que ellos dedicaban las noches a salir de marcha o a jugar on-line, porque después se levantaban a mediodía o más tarde. Se gastaban el dinero en mujeres, cervezas y juguetitos caros. Es normal que nunca tuvieran suficiente, ¿verdad? Tal como mi madre solía decir sobre mi hermano, lo suyo no era el trabajo duro.
Se inclinó sobre su brazo, ansiosa por consolarlo.
—Lo siento mucho, Aidan.
—No es necesario que me compadezcas. Debería haberme dado cuenta. Scrooge tenía razón: es mejor no enseñar a la gente cómo eres en realidad. No se puede ir por la vida siendo generoso, porque nunca es suficiente. Siempre te piden más de lo que humanamente puedes dar. Si lo permites, incluso te dejan sin alma. Hay un refrán perfecto para esto: «Dales la mano y se tomarán el brazo». —Meneó la cabeza con amargura—. No sé si has oído hablar de una película titulada 300. Va sobre la antigua batalla de las Termópilas…
Leta frunció el ceño al escuchar la primera referencia que conocía.
—¿La batalla donde el rey Leónidas y sus trescientos soldados lograron contener al ejército persa?
Su pregunta pareció sorprenderlo.
—¿Conoces la historia?
Leta esbozó una sonrisa de reproche por la pregunta.
—Aidan, soy una diosa griega. Por supuesto que conozco la historia.
El brillo que vio en sus ojos verdes le dejó claro que le costaba trabajo asimilar quién era ella y qué era.
—Sí, bueno, el caso es que la historia me llamó la atención y, al contrario que en tu caso, no tuve la suerte de presenciarla. Así que la busqué y descubrí que en realidad los espartanos fueron traicionados por uno de los suyos.
—Efialtes.
Aidan asintió con la cabeza.
—Por dinero, vendió a sus compatriotas y a sus compañeros de armas y condujo a los persas hasta el sendero que les permitió acabar con todos los hombres de Leónidas. Los mismos que le habían cubierto las espaldas en la batalla. Unos hombres con familias. Que luchaban por proteger su tierra. Por proteger a sus familias y a los hijos que habían dejado atrás y que sufrieron la ocupación persa. Sin embargo, a ese cabrón egoísta no le importó nada de todo eso. Solo quería más, y le daba igual joder al resto del mundo. Cuando lo descubrí, me quedé horrorizado. No lo entendí. Y sigo sin entender cómo alguien es capaz de hacer algo semejante.
Por desgracia, ella lo entendía muy bien. Había visto a gente hacer lo mismo una y otra vez a lo largo del curso de la historia.
—Es muy sencillo. Siempre hay algún patético ser humano que desea lo que tienen los demás, pero sin tener que dar un palo al agua para conseguirlo.
—Exacto, y lo que me pone enfermo de verdad es el extremo al que están dispuestos a llegar para conseguirlo y su forma de justificarse. Si se hubieran esforzado para ganar todo el dinero que han gastado intentando arruinarme, ahora mismo serían más ricos que yo.
No podía estar más de acuerdo con él. Esa gente siempre la había sacado de quicio.
—La cercanía aumentó su odio. Al verte de cerca, comprendieron que eras igual que ellos, igual de humano. Y eso dio pie a la locura. Porque no entienden que tú tengas más que ellos cuando sois iguales. Así que al final acabaron odiándote por ello.
—Sí, pero ¿por qué?
—No lo sé, la verdad —respondió ella con un suspiro—. Los humanos son capaces de demostrar una gran creatividad y bondad, y al mismo tiempo son destructivos y crueles. Es como si tu especie necesitara la adversidad para conseguir sus logros.
—Pues no. Esa es una mentira que la gente se dice para sentirse mejor cuando alguien le da una patada en la boca. Tan fácil es dar una patada como tender la mano a quien lo necesita. Por eso me he apartado del mundo. No quiero tener que estar mirando siempre por encima del hombro, y ya estoy harto de pasarme la vida intentando averiguar si la lealtad de la gente que me rodea es sincera o si será tan falsa que se desmoronará en cuanto aparezca la envidia.
—Yo soy incapaz de sentir envidia.
—¿En serio?
Leta le cogió el rostro entre las manos y lo obligó a mirarla a los ojos.
—En serio, Aidan. En mi mundo, la envidia está personificada en un ser llamado Ptono que pertenece al séquito de Afrodita. Nunca he tenido nada que ver con él. Y nunca lo tendré. Ni siquiera cuando tenía emociones dejé que se me acercara.
Aidan la estrechó entre sus brazos y le dio un beso tan dulce que todo su cuerpo se estremeció. Era el beso más increíble que le habían dado, y la certeza de que su relación con él no duraría mucho la entristeció profundamente.
Como si hubiera percibido su tristeza, Aidan se puso tenso justo antes de alejarse de ella.
—Se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Qué pasará contigo cuando todo esto acabe?
Leta apartó la mirada, incapaz de responder a su pregunta. El dolor era insoportable.
Aidan soltó un taco antes de responder él mismo.
—Tendrás que irte, ¿verdad? A ver, me refiero a que eres una diosa. Así que no puedo retenerte a mi lado, ¿no?
—¿Te gustaría que me quedara contigo?
Lo vio levantarse del sofá de un salto para pasearse de un lado al otro frente a ella. Estaba tan tenso que se le marcaban todos los músculos del cuerpo. Su confusión era tan evidente que se percibía sin más.
—No lo sé, Leta. De verdad que no lo sé. Pero eres la única persona a la que no he deseado echar a patadas de mi casa desde hace mucho tiempo.
Eso la hizo sonreír.
—Bueno, que conste que lo has intentado.
—Pero te traje de vuelta.
—Cierto. —Se puso seria al pensar en lo que les esperaba—. Yo tampoco lo sé. Creo que debemos concentrarnos en sobrevivir a estos días y después ya veremos qué pasa. Si seguimos de una pieza, claro.
Aidan se detuvo y se pasó una mano por su ya alborotado pelo.
—¿Qué es exactamente lo que me ocultas sobre el enemigo al que nos enfrentamos?
Leta cogió el cojín que tenía bajo el brazo y se lo colocó sobre el regazo.
—La única opción que tenemos de salir victoriosos con Algos es sumirlo de nuevo en un estado de parálisis.
—¿Y?
—La última vez que lo hice sufrí unas heridas tan graves que también tuve que sumirme en ese estado para curarme. Y de eso hace ya dos mil años.
Aidan no reaccionó en modo alguno salvo para clavar la mirada en el suelo, frente a ella.
—Entiendo.
La derrota que esa simple palabra dejaba entrever hizo que a Leta se le rompiera el corazón.
—Aidan, no te lo tomes así. —El dolor que lo embargaba la afectaba muchísimo—. Te necesito enfadado. Porque tu ira alimenta mis poderes y me fortalece. Cuanto más fuerte sea, menos daño podrá hacerte Algos y menos daño me hará a mí.
La ironía de la situación hizo que Aidan soltara una carcajada.
—Nunca me he topado con una mujer que me quisiera enfadado.
Leta soltó el cojín antes de ponerse en pie para acercarse a él.
—Yo no soy como las demás.
—Desde luego. —Le cogió la mano que sostenía el frasquito—. Dime qué tenemos que hacer.
—Necesitamos una cama.
—¿En serio? —preguntó él con una ceja enarcada.
Su reacción la hizo reír.
—Ya vale. Sabes muy bien para qué la necesitamos. Es ncesario que estemos cómodos, porque con un sorbito de esto nos pasaremos durmiendo toda la noche… o puede que más.
—Le estás quitando toda la gracia al asunto —repuso él con un mohín muy tierno.
Sus palabras la confundieron.
—¿Luchar te resulta gracioso?
—Pues sí. El subidón de adrenalina es casi tan placentero como el sexo.
«Ajá…», pensó.
—Es una reacción muy masculina, ¿verdad?
—Te diría que sí, pero conozco a bastantes mujeres que opinan igual, así que no es exclusivo de mi sexo. El hábito no hace al monje.
Leta puso los ojos en blanco y se alejó de él al tiempo que le tendía la mano.
—Vamos, soldado. Debemos satisfacer tus necesidades.
—¿Cuáles? —le preguntó él, comiéndosela con los ojos.
—Vamos a salvarte la vida y después podrás preocuparte de tu cuerpo.
Aidan resopló, disgustado.
—Hay placeres por los que merece la pena morir.
—Sí. Pero no quiero ser uno de ellos.
Aidan aún seguía contrariado cuando lo llevó hasta el dormitorio. Lo obligó a acostarse antes de que ella lo hiciera para poder administrarle las tres gotas de suero en la lengua.
—¡Uf, qué amargo es esto! —se quejó él con cara de asco.
—Ya lo sé.
Siguió mirándolo hasta que lo vio parpadear varias veces en un esfuerzo por permanecer despierto.
—No luches contra el sueño. Nos vemos al otro lado.
Los ojos verdes de Aidan la atravesaron.
—Eso espero. Confío en verte allí, Leta. Necesito verte allí. —Y nada más decirlo, se durmió.
Ella se demoró mirándolo un instante. Era un hombre muy guapo. Ansiosa por salvarlo, se tumbó a su lado y colocó la cabeza en su hombro antes de beberse el suero.
No sabía con exactitud qué se encontrarían al otro lado, pero sería duro y frío.
Fuera lo que fuese, se enfrentarían juntos al peligro.
—No te traicionaré, Aidan —le prometió, aunque mientras lo decía no estaba segura de poder mantener la promesa.
Si algo había aprendido a lo largo de su extensa vida, era que las mejores intenciones eran siempre las más peligrosas.
Ojalá Aidan no se convirtiera en un nuevo motivo de arrepentimiento.