—¡No puedo creer que hayas hecho trampa!
—Y yo no puedo creer que no te hayas dado cuenta antes. ¡Joder! ¿Qué clase de dios eres? Yo no sabía que la estupidez tuviera una divinidad. Nunca te acostarás sin saber nada nuevo, ¿no?
—Mira que eres gilipollas.
Aidan frunció el ceño cuando Leta lo condujo a una estancia de mármol blanco, donde dos hombres jugaban una partida de ajedrez. En la sala todo era de un blanco aséptico, salvo por los dos hombres, que iban vestidos de negro, y por las extrañas piezas de ajedrez, que habían estado revoloteando y luchando por el tablero cuando ellos llegaron… Unas piezas de ajedrez que eran criaturas vivas, y que en ese momento observaban con mucho interés la discusión que mantenían ambos dioses.
A primera vista parecían gemelos, la única diferencia era que el tramposo tenía el pelo castaño con mechas negras. Además, llevaba tatuados una especie de rayos en la cara que iban desde los lagrimales hasta la barbilla. El otro tenía el pelo negro y unos tatuajes tribales en los brazos, que iban desde los hombros hasta las muñecas. Ambos llevaban vaqueros y camisetas sin mangas; unas prendas extrañas para un dios.
Claro que ¿qué sabía él de dioses?
—¿Deimos? —dijo Leta al tiempo que lo conducía hacia los jugadores.
El dios con los tatuajes en la cara alzó la vista.
—Leta, cariño, ¿qué te trae por aquí? —preguntó con voz alegre, como si no acabara de mantener una discusión con su hermano.
El otro dios hizo ademán de marcharse.
—Quédate sentadito, Fobos —masculló el tal Deimos—. No hemos terminado.
—Claro que sí. No juego con tramposos, y me da igual que seas tres segundos mayor que yo, porque eso no te da derecho a decirme qué tengo que hacer. No soy tu putita, tío.
Deimos hizo una mueca.
—Pues deja de comportarte como tal. ¿Quién iba a pensar que Miedo era un quejica?
Fobos cruzó los brazos por delante del pecho.
—Los mismos que han convertido a Terror en un tramposo.
Deimos resopló por el comentario.
—Vete a llorarle a mami, nenaza —dijo el dios antes de mirar a Aidan—. ¿Juegas al ajedrez?
—Soy pésimo.
Deimos señaló la silla enfrente de la suya.
—Siéntate mientras hablamos.
—No lo hagas —le advirtió Fobos—. Es como jugar con un crío de dos años que puede arrancarte el alma a porrazos. La última vez que Demonio jugó con un humano y perdió, lo abrió en canal como a un cerdo.
Aidan enarcó una ceja por la bonita descripción.
—Interesante…
—El que avisa no es traidor.
Leta se apoyó en Aidan y sonrió.
—No hagas caso a Fobos. Su trabajo es inspirar el miedo en los demás. Y se le da muy bien.
Aidan se encogió de hombros y restó importancia a sus palabras.
—Tranquila. No le tengo miedo a nada.
Fobos sonrió como si le gustara la idea de enfrentarse a un desafío.
—Te aseguro que puedo hacerte cambiar de parecer ahora mismo.
—Prefiero que no lo hagas, si no te importa —se apresuró a decir ella antes de despachar al dios con un gesto de la mano—. Vete a asustar a un par de ancianitas o algo así.
Fobos se despidió de ella con un saludo militar antes de desaparecer en medio de una llamarada.
Leta se volvió hacia Deimos, que estaba dirigiendo a las piezas de ajedrez para que volvieran a la posición de partida.
—¿Tienes un momento, Demonio?
El aludido soltó una carcajada.
—Tengo toda una eternidad. ¿Por qué?
—Necesito saber cómo detener a Algos.
Su respuesta consiguió que por fin la mirase con expresión interrogante.
—¿Algos? ¿Cuándo se ha despertado?
—Hace un par de días. Ahora va detrás de Aidan para matarlo.
Deimos chasqueó la lengua.
—Pobrecillo. Es una mierda ser humano.
—Demonio… —dijo ella con los ojos entrecerrados.
El dios ni se inmutó por el tono.
—No empieces, primita. No tengo ganas de escucharte.
—Eres un Dolofoni, un dios de la justicia. ¿De verdad vas a quedarte de brazos cruzados mientras matan a un hombre inocente porque alguien tiene el síndrome premenstrual?
Deimos la miró con sorna.
—Soy un ejecutor, Leta, por eso me llaman Demonio. Me envían a decapitar a las personas y a los dioses que se han pasado de la raya, y normalmente el único motivo es que alguien está con el síndrome premenstrual. Si quieres justicia, el despacho de Temis está al final del pasillo a la izquierda. —Le lanzó una sonrisa maliciosa—. Si quieres muerte y decapitación, soy tu hombre… Bueno, tu dios.
—¿Eso quiere decir que no vas a responder a mi pregunta? —preguntó ella con un suspiro frustrado.
—No puedo darte una respuesta. El hecho de que me tomara un par de copas con Algos hace una eternidad no quiere decir que sepa cómo detenerlo, sobre todo porque nadie me ha enviado para matarlo. Solo sé que le encantan los tequilas dobles con un toque de lima y los chupitos de whisky. Asqueroso, lo sé, pero ¿quién soy yo para burlarme de sus papilas gustativas? Me basta con saber que no son las mías.
Aidan dio un paso hacia el dios y le preguntó:
—¿Qué me dices de ti? ¿Tú podrías detenerlo?
Deimos lo miró con expresión altiva.
—Nadie se me resiste mucho tiempo. El terror siempre gana al dolor. Además, juego sucio. No solo hago trampas al ajedrez. —Se reclinó en la silla y cruzó los brazos por detrás de la cabeza antes de mirar a Leta una vez más—. Si de verdad quieres saber cuál es la debilidad de Algos, te sugiero que vayas en busca de su hermana, Lyssa.
A juzgar por la expresión de Leta, Aidan supo que preferiría no hacerlo.
—¿Quién es Lyssa?
—La personificación de la Locura —respondieron los dos dioses al unísono.
Leta miró a Deimos echando chispas por los ojos antes de dar una explicación a Aidan.
—Suele ejercer de demonio para otros dioses, para incitar a la locura a sus víctimas de modo que las Erinias puedan hacer su trabajo. Por ese motivo cuesta un poco controlarla, ya que la locura que suele repartir entre los demás se ha aposentado en su cabeza.
«¡Cómo no!», pensó él.
—Genial. Creo que en estas últimas veinticuatro horas nos hemos convertido en estupendos amigos.
Deimos soltó una carcajada.
—Ya veo que no la conoces.
—No la conozco en persona, lo admito, pero te juro que he pasado por delante de su puerta unas cuantas veces.
—Pasar por delante de su puerta no es problema. Pero no te pares a llamar.
—¿Por qué?
Deimos hizo una mueca siniestra.
—Es especial. Antiguamente solíamos soltarla en mitad de los campos de batalla para ver cómo los soldados descuartizaban a sus mejores amigos antes de suicidarse con sus propias espadas.
Leta torció el gesto por la vívida y brutal explicación.
—Eres de lo peor, Demonio.
El aludido se encogió de hombros.
—Se lo merecían, puedes creerme, de otro modo no habría sido tan cruel. Además, mi madre es una Erinia y mi padre, la Guerra. ¿Qué esperabas de mí?
—Compasión —respondió ella en voz baja—. Las Erinias no siempre son crueles.
—Cierto, pero sí lo son con los malvados. Nuestro trabajo es castigar y eso, prima, se me da muy bien. Por más cruento que a ti te parezca. —Señaló la puerta con la cabeza—. Pregúntale a Lyssa. Si Algos tiene alguna debilidad, solo ella lo sabe.
—La cuestión es si nos la dirá.
Deimos se encogió de hombros una vez más.
—La conoces tan bien como yo. Depende de su estado de ánimo y de su grado de lucidez cuando hables con ella.
Aidan frunció el ceño.
—¿Grado de qué?
En vez de contestar, Leta lo cogió del brazo y se teletransportó con él a un jardín que parecía sacado de una obra de Escher. Era tan retorcido e intrincado, con escaleras de caracol que desafiaban a la lógica, arcos descentrados y arbustos desaliñados que Aidan fue incapaz de asimilarlo. Tenía la sensación de haber entrado en el grabado en madera de Escher Otro mundo. La simple idea de encontrarle sentido al sinsentido que lo rodeaba hizo que empezara a darle vueltas la cabeza.
Con razón Lyssa estaba majara. Intentar dar un paseo por su jardín volvería loco al más pintado.
Leta lo condujo hasta una estrecha escalera cuyos peldaños se convertían en escamas de dragón antes de disolverse en un río de sangre que bañaba la pequeña roca sobre la que ellos estaban.
—¿Dónde estamos? —le preguntó.
—En el hogar de Lyssa. Como te ha advertido Deimos, no se puede decir que esté muy bien de la cabeza, y salta a la vista que tiene una visión única de la realidad. El jardín es un reflejo de su peculiar naturaleza.
¿Peculiar? Peculiar se quedaba corto. Más bien era «rara de narices». Empezó a darse cuenta de ese detalle cuando el pasamanos que aferraba comenzó a lamerle la palma de la mano. Puso cara de asco y la apartó, pero en vez de ver la lengua que había sentido, se encontró con unos ojos.
Sí… Si eso era la locura, de repente se vio como el tío más normal del mundo.
—Lyssa, Lyssa —la llamó Leta—. Dulce y bella Lyssa, ha venido Leta para compartir noticias.
«¡Vaya!», exclamó Aidan para sus adentros. Esa faceta de Leta era nueva. Y la verdad era que tenía una bonita voz al canturrear las palabras.
—¿Qué haces?
Su sonrisa lo desarmó.
—A Lyssa le gustan las rimas. Solo habla en verso.
—Estás de coña, ¿no?
Antes de que Leta pudiera contestar, una bola azul que giraba sin cesar apareció ante ellos. La bola se movió por un sendero tortuoso hasta llegar a la parte superior de la escalera que tenían detrás. Una vez allí, se convirtió en una hermosa mujer. Su pelo largo, rubio y rizado, brillaba como si fuera oro bruñido mientras los miraba con el porte de una reina. Y lo más impresionante eran sus facciones, tan perfectas que no parecían reales.
Hasta que se la miraba a los ojos. Eran negros y fríos. Desalmados. No tenían la córnea blanca. Todo era negro. Y cuando lo miró, sintió la frialdad de la locura hasta la médula de los huesos.
Cuando habló, la voz de Lyssa fue tan dulce y delicada como su apariencia.
—Leta, Leta, de los sueños has nacido y durantes siglos tus gritos se han oído. Ahora acudes a mis dominios en busca de mi auxilio.
Aidan se inclinó hacia ella para susurrarle al oído:
—Bonitos pareados.
Leta le dio un codazo en las costillas.
—¿Puedes ayudarme, prima?
Los rojos labios de Lyssa esbozaron una sonrisa agridulce.
—Ayuda siempre se pide pero rara vez se consigue. La mía tampoco perdurará y sola al final sangrarás.
Enfurecido por sus crípticas palabras, Aidan se adelantó:
—Oye, no tenemos tiempo para juegos. Necesitamos que… —Dejó la frase en el aire porque algo selló sus labios.
Lyssa lo reprendió con un gesto de la cabeza.
—Los hombres lo que quieren siempre dicen sin importarles quien rige. Ahora tendrás que oír para que lo que más amas pueda sobrevivir.
Leta le colocó una mano en el brazo antes de mirar a la diosa.
—¿Me estás diciendo que podemos vencer a Algos?
—El dolor está presente, agudo y mordiente. Pero tarde o temprano debe desaparecer para dejar paso a un nuevo amanecer.
Aunque le costaba entender esas tonterías, Aidan se dio cuenta de que Leta se relajaba. Sin embargo, el hecho de no poder abrir la boca lo estaba cabreando, y mucho.
—¿Cómo lo derroto? —preguntó Leta.
Lyssa levantó la mano para que un pajarillo que volaba hacia atrás descansara en su dedo extendido. A Picasso le habría encantado la extraña imagen que componían diosa y pájaro.
—El verdadero dolor brota cuando el corazón se nota y todos pueden ver lo que sientes en él.
A juzgar por la frustración que vio en el rostro de Leta, Aidan supo que esa respuesta tampoco le había gustado mucho.
—Pero ¿cómo ponerle fin?
—El fin es un comienzo disfrazado que solo ven los más avispados. Para que el dolor vuelva a su lugar a su rostro has de mirar.
Leta meneó la cabeza.
—No lo entiendo, Lyssa.
La diosa la miró con la misma expresión que pondría una profesora de guardería con un niño malcriado.
—El tiempo los ojos te abrirá pero fuera de este reino sagrado la claridad te llegará. Tus respuestas han sido respondidas y ahora la batalla está servida.
Tras esa respuesta, el pajarillo croó como una rana antes de desintegrarse. Lyssa levantó los brazos antes de fundirse con el suelo.
Joder…
Aidan inspiró hondo cuando por fin pudo volver a abrir la boca y fulminó a Leta con la mirada.
—Una mujer muy interesante. ¿No se cansa de rimar todo lo que dice?
—No con toda la práctica que tiene.
No quería discutir el asunto. Le alegraba haberse librado de la presencia de Lyssa.
—¿Has sacado algo en claro?
—Sí, que podemos derrotarlo antes de que te mate. Menos da una piedra…
Era de las que veían el vaso medio lleno, sí, mientras que él siempre lo veía medio vacío.
—Igual crees que estoy loco (aunque al lado de Lyssa, Sibila era un modelo de normalidad), pero yo solo he conseguido un dolor de cabeza de todo esto. Unas directrices concretas para matarlo nos habrían venido de perlas.
—Cierto, pero creo que hemos obtenido todo lo que podíamos esperar.
—¿Y por qué hemos perdido el tiempo de esta manera?
Leta le dio unas palmaditas en la mejilla.
—¿Quién dice que lo hayamos perdido?
—Yo mismo, por ejemplo.
—Pues que sepas que te equivocas. Confía en mí.
«Claro, claro», se dijo. No pensaba cometer ese error.
—Sin ánimo de ofender, la última persona en la que confié intentó joderme a base de bien… tanto personal como profesionalmente.
En vez cabrearla, sus palabras le suavizaron la expresión y la voz.
—No soy imbécil, Aidan. Jamás habría acudido a ti si quisiera hacerte daño.
Visto así, tenía sentido, pero le resultaba imposible deshacerse de la amargura que tenía en su interior, esa que lo ponía en guardia para no volver a chamuscarse los dedos. Estaba harto de que se aprovecharan de él, de que lo utilizaran para conseguir lo que querían y le dieran la patada en cuanto hacía algo que no gustaba.
No era un objeto de usar y tirar. Era un ser humano con sentimientos como cualquier otra persona.
A pesar del miedo por lo que Leta podría hacerle y del temor que le inspiraba su propio pasado, extendió el brazo para tocarle la mejilla. Tenía una piel muy suave y unos labios muy excitantes. En otra época no habría dudado en tirarle los tejos a una mujer como ella. Y se la habría llevado a la cama entre risas.
Sin embargo, esa parte de su persona estaba muerta y enterrada. Jamás volvería a mostrarse tan despreocupado, tan lleno de vida. Le habían vapuleado tanto el alma que esta yacía en el suelo, aplastada por los recuerdos y por un dolor tan profundo que dudaba mucho que pudiera resucitar un trocito del hombre que había sido.
De todas maneras, ni siquiera estaba seguro de desearlo.
Convertirse en un ser insensible suponía unas cuantas ventajas. No tenía responsabilidad alguna. No podían hacerle daño ni él se lo infligía a los demás. Era un lugar precioso donde vivir en cuanto el cuerpo se acostumbraba a la soledad.
El problema era que al mirar esos ojos tan sinceros toda la soledad que impregnaba su vida se le cayó encima.
«Si ya me he vuelto loco, ¿tan malo sería que la besara?», se preguntó.
¿Lo sería?
Y, antes de que pudiera cuestionarse sus propios actos, inclinó la cabeza y saboreó los labios más dulces que había probado en su vida.
Leta enterró los dedos en el pelo de Aidan mientras sus alientos se fundían. Para ser un mortal, sabía besar. Sentía sus duros músculos pegados a su cuerpo y su calor le llegaba hasta lo más profundo de su alma inmortal.
No debería estar haciendo eso. Sin embargo, era incapaz de detenerse. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tocó a un hombre. Desde la última vez que dejó que la pasión entrara en su vida. Se suponía que carecía de emociones, pero allí estaba, sintiendo la presencia de Aidan con todo su ser.
¿Estaba canalizando lo que él sentía? Era la explicación más sencilla para las emociones que experimentaba, pero aquello no la convencía. Sus emociones eran demasiado intensas. Como si fueran propias. No estaba sintiendo la furia de Aidan, ni tampoco su deseo. Era un anhelo que ella guardaba en su interior, un anhelo que procedía de lo más profundo de su corazón destrozado. Era la necesidad de estar cerca de él.
Temerosa de que esas emociones se desvanecieran, lo abrazó y se teletransportó con él de vuelta a la cabaña. Lo besó con más pasión a medida que se le aceleraba el corazón y la excitación aumentaba. Eso era lo que necesitaba.
A Aidan.
Levantó la cabeza para mirarlo.
—Quiero estar contigo, Aidan —susurró, y le colocó las manos en el bajo de la camisa.
A decir verdad, esperaba que la apartase. Después de todo lo ocurrido, no podía culparle si la rechazaba. Nadie podría hacerlo.
Sin embargo, no lo hizo. Leta vio cómo Aidan se sacaba la camisa por la cabeza mientras la miraba con avidez y después volvió a abrazarla y la besó de nuevo.
De modo que ella cerró los ojos y disfrutó de su sabor, de las caricias de sus manos mientras lo abrazaba con fuerza. Los músculos de Aidan se tensaban bajo sus manos, recordándole que mucho tiempo atrás tenía miedo de tocar a un hombre de esa manera. Pero eso había sucedido hacía eones, y ella había cambiado muchísimo desde entonces.
Durante siglos se había enfrentado a Algos en solitario, intentando proteger al mayor número de humanos de sus garras. Lo había considerado como un deber aunque solo era capaz de sentir dolor.
Transcurrido un tiempo, la ausencia de emociones le había pasado factura hasta minar su determinación. Había aprendido a canalizar las emociones de los humanos que soñaban. De hecho, dependió de esas emociones durante una época, tanto que temió convertirse en una skoti (los dioses oníricos que perseguían a los humanos para poder experimentar sensaciones). La transformación no tenía por qué ser algo malo, salvo cuando despojaban al humano de todo sentimiento y lo volvían loco hasta el punto de destrozarle la vida. Jamás podría hacerle algo así a un inocente. En cuanto se dio cuenta de que estaba inmersa en ese círculo vicioso, encerró a Algos y luego se encerró ella misma.
En ese preciso instante no temía ni a sus emociones ni a las de Aidan. Las deseaba. Necesitaba sentir más, así que utilizó sus poderes para trasladarse con él al dormitorio, directamente a la cama.
Aidan se apartó de sus labios al darse cuenta de dónde se encontraban.
—Buen truco.
—Me sé otros mucho mejores.
La ropa de ambos desapareció.
Aidan soltó una carcajada ronca.
—Sí, este truquito en concreto es muy útil.
Leta lo obligó a tumbarse de espaldas. La miró y se deleitó al ver su cuerpo desnudo contra el de él. Tenía los pechos más hermosos que había visto en su vida, y eso que había visto los mejores del mundo. Se le hizo la boca agua al contemplarlos, de modo que levantó la cabeza para meterse un pezón en la boca.
Leta se estremeció al sentir la caricia de su lengua. Le cogió la cabeza entre las manos mientras la suya daba vueltas debido a la infinidad de sensaciones olvidadas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con alguien. Demasiado tiempo desde la última vez que un hombre la había tocado…
Leta oyó que él soltaba un gemido antes de apartarse de ella lo justo para acariciarle la sensible piel del pecho con el mentón. El roce áspero de su barba la dejó sin aliento y sintió un escalofrío que la recorrió por entero.
Embriagada de deseo, deslizó su mirada por todo su cuerpo. Un cuerpo musculoso y duro. Todo en él irradiaba fuerza, tanto interior como exterior. Y se moría de ganas de tocar esa fuerza y abrazarlo para no soltarlo jamás.
Aunque también se moría de ganas de saborearlo.
Aidan la observó mientras bajaba por su cuerpo dejando un reguero de besos. Su largo pelo negro le hacía cosquillas, poniéndolo a mil mientras le provocaba un escalofrío. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había estdo con una mujer que temía correrse antes de haberla tocado siquiera.
Justo lo que necesitaba su maltrecho orgullo. Prefería la muerte antes que hacer el ridículo como un adolescente salido al ver a su primera mujer desnuda.
Cerró los ojos e intentó pensar en cualquier cosa menos en los delicados labios que le rozaban la piel, menos en la lengua que le acariciaba el cuerpo. Tenía el corazón a punto de explotar, pero deseaba que ese momento durase.
Y cuando sintió que le lamía la punta del pene, le costó un gran esfuerzo no gritar de placer. Abrió los ojos para ver cómo Leta se la metía en la boca. Era la imagen más increíble que había visto nunca. Además, su lengua lo estaba atormentando hasta niveles insospechados.
Leta sonrió al saborear el regusto salado de la piel de Aidan y al sentir la alegría que lo inundaba. Era increíble. Aunque lo que más la conmovió fue el miedo de él a decepcionarla. El hecho de que Aidan se preocupara por eso le aligeró el corazón.
Su ternura le recordó la época en la que era como él. Cuando tenía emociones y sentimientos propios, cuando era la dueña de su vida. Cuando era libre para tomar sus propias decisiones. La echaba tanto de menos…
Aunque lo que más añoraba era la sensación de sentirse unida a otra persona. De formar un vínculo vital con otro ser. De sentir su ausencia cuando se iba o de saber que alguien la echaba en falta cuando estaba fuera, contando los minutos para volver a verse. Nada podía compararse a la emoción de encontrarse con la sonrisa de un ser querido.
Aidan jadeó al tiempo que cogía la cabeza de Leta entre las manos. Quería que su unión quedara reducida a sexo salvaje. Nada de compromisos ni promesas. Solo dos personas que saciaban una necesidad biológica.
A pesar de eso, y mientras observaba cómo ella le daba placer, esa asquerosa parte de su ser que aún era capaz de sentir ternura y que él odiaba con todas sus fuerzas cobró vida. La parte de su ser que deseaba a una mujer que no lo engañase. Una mujer en quien poder confiar. Una mujer que le hiciera sentirse seguro de que no le haría daño ni lo traicionaría. Una persona que estuviera a su lado contra viento y marea.
Otros contaban con una persona así. ¿Por qué él no?
«Porque tú no te lo mereces…», le dijo una vocecita.
Se negaba a creerlo. Bien sabía Dios que después de todo lo que había sufrido se merecía la lealtad de alguien. Se merecía el amor de alguien.
—¿Le pusiste los cuernos a tu marido, Leta?
Dio un respingo nada más pronunciar la pregunta. Mencionar a su marido seguro que le cortaría el rollo.
Sin embargo, necesitaba saber si merecía su confianza o si, por el contrario, y al igual que Heather, era una mentirosa que se vendía al mejor postor.
Vio que los ojos de Leta se llenaban de lágrimas cuando esta se apartó de él.
—No. Nunca. Lo quería con locura y mientras vivió solo tuve ojos para él. En mi mundo solo él tenía cabida.
—¿Era un dios?
Leta negó con la cabeza mientras trazaba círculos sobre los abdominales de él.
—Un guerrero. Un hombre amable cuyos sueños visité en una ocasión. Tenía una visión increíblemente artística para ser un guerrero, y sus sueños estaban repletos de colores y sonidos. —Tragó saliva como si le resultara muy doloroso pensar en él—. Y cuando lo vi temblar el día que cogió en brazos a nuestra hija por primera vez… lo quise más todavía.
A Aidan se le formó un nudo en el estómago al escucharla. Eso era lo que él ansiaba. Alguien que lo quisiera de ese modo.
—¿Te engañó alguna vez?
Los ojos de Leta relampaguearon.
—Lo habría matado.
Aidan le acarició la mejilla y contempló sus brillantes ojos.
—¿Crees que alguna vez supo la suerte que tenía?
—Yo no diría que tuvo suerte. Por mi culpa, por intentar protegerme, lo destriparon en el suelo como a un cerdo.
Aunque se apenaba por su sufrimiento, él mataría por tener lo que ella había compartido con su marido.
—No te creas. En mi opinión, merece la pena que te destripen por tener un solo día de lo que has descrito.
Leta se quedó de piedra al sentir que se le llenaban los ojos de lágrimas al recordar todo lo que él había pasado.
—No te merecías lo que te pasó, Aidan.
—Eso no tiene nada que ver. Tú no merecías que te quitaran a tu familia. Y desde luego tu marido y tu hija no merecían morir porque Zeus sea un imbécil.
Una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla de Leta, pero un dedo de Aidan le cortó el paso. En su interior experimentó algo que hacía siglos que no sentía: un vínculo emocional con otra persona. Aidan entendía su trágica historia. Más aún, se sentía acompañado en su dolor.
Deseaba borrar su tristeza, darle aunque fuera un minuto de tranquilidad, de modo que ascendió por su cuerpo para besarlo con pasión.
La intensidad del beso de Leta lo dejó alucinado. No recordaba a una sola mujer que lo hubiera besado de esa manera. Con ansia, con pasión, excitándolo al máximo. Se moría por tocarla. Por sentirla. Por estar en su interior.
Leta lo abrazó con fuerza antes de agachar la cabeza para darle un mordisco en el cuello. El roce de su lengua le arrancó un gemido. Perdió el hilo de sus pensamientos. Solo podía concentrarse en ella, solo podía sentirla a ella. Sus caricias quedaron grabadas a fuego en su piel, y lo alejaron de un pasado en el que no quería pensar.
Presa de la excitación y del deseo de sentirlo en su interior, Leta se colocó a horcajadas sobre Aidan y se dejó caer.
Él echó la cabeza hacia atrás con la misma sensación que si lo hubieran electrocutado.
—¡Dios, Leta! —jadeó—. No… No…
Leta titubeó al escuchar sus palabras.
—¿Quieres que pare?
—¡No! —bramó él—. Si paras, me muero.
La desesperación de su respuesta le arrancó una carcajada justo antes de comenzar a moverse.
Aidan casi no podía respirar. Quería morirse en ese perfecto instante de felicidad. No había sentido nada tan maravilloso como esa mujer sobre él. Era como un ángel enviado para salvarlo de su soledad.
Y supo en ese momento que no deseaba dejarla marchar. Que quería detener el tiempo y quedarse allí, con las manos en sus muslos, para siempre. Levantó las caderas para hundirse más en ella. Sí, allí era donde quería estar. Quería fingir que no existía nada más allá de la cabaña, que nadie lo esperaba en el exterior para hacerlo trizas. Que no había nadie empeñado en hacerle daño.
Solo existían Leta y el placer que esta le daba. Eso era el paraíso.
Cuando sintió que ella se corría, se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre. Un segundo después la siguió al otro lado.
Entre jadeos, Leta se dejó caer sobre él. Su cálido aliento le hacía cosquillas en el pecho mientras contemplaban las sombras que danzaban contra el techo. No recordaba la última vez que se había sentido tan relajado. Tan en paz.
Sí, no cabía la menor duda de que estaba loco. Todo lo sucedido durante ese día, incluida la presencia de Leta, tenía que ser fruto de algún tipo de alucinación. Seguro que se había caído y se había dado un golpe en la cabeza. Muy fuerte.
Sin embargo, si eso era un sueño, no deseaba despertarse nunca.
Leta se incorporó sobre los codos y lo miró mientras él la observaba con los ojos entrecerrados. La vio ladear la cabeza con expresión curiosa.
—¿En qué piensas? —preguntó ella.
Sonrió por esa pregunta tan humana y enterró una mano en su sedoso pelo.
—Pienso en lo maravilloso que es tenerte entre mis brazos.
Verla sonreír le aceleró el corazón y le provocó una punzada de deseo.
—Solo he estado con mi esposo y ahora contigo. Había olvidado lo increíble que puede ser. —Su expresión se tornó turbulenta—. Al contrario de lo que te pasa a ti, no me gusta estar sola.
Aunque estuvo a punto de atragantarse por el dolor y la pena, Aidan se atrevió a contarle algo que nunca había reconocido ante nadie, ni siquiera ante él mismo.
—La verdad es que a mí tampoco me gusta. La soledad es un asco.
Leta cerró los ojos antes de cogerle una mano y llevársela a los labios para besarlo en la palma.
Ese gesto tan insignificante lo desarmó.
—Si me traicionas, Leta… Mátame. Ten piedad y no me dejes vivir con la sombra de tu crueldad. No podría soportar otro golpe semejante. No soy tan fuerte.
Un tic nervioso apareció en la mejilla de Leta antes de que le soltara la mano para fulminarlo con la mirada.
—No he llegado hasta este punto para traicionarte, Aidan. He venido para luchar por ti, no contra ti.
A él se le llenaron los ojos de lágrimas al escucharla, y se odió por ello. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que lloró…
Quería recuperar su rabia. La rabia no hacía daño. No lo hacía sentirse despreciable ni indefenso, lo que no podía decir de esos confusos sentimientos que ni siquiera era capaz de identificar. Unos sentimientos que hacían que se sintiese vulnerable, y la vida no había tardado en enseñarle que la debilidad era algo indeseable.
«Seré el último que quede en pie», se recordó. Ese era el lema que siempre lo había guiado; lo que lo había ayudado a superar los constantes ataques por parte de otros actores; las innumerables críticas de extrema crueldad que habían puesto a parir su ropa, su cara, su pasado y su talento como actor; a desentenderse de los periodistas y de los ejecutivos de los estudios que se habían reído de él y de sus ambiciones.
No permitiría que ganasen la partida.
Porque él sería el último que quedaría en pie.
Leta frunció el ceño al sentir el torbellino de emociones que consumía a Aidan como si fuera propio. Estaba al borde de un precipicio. Aterrado. Furioso. Decidido y al mismo tiempo débil.
—Juntos venceremos, Aidan. Te lo prometo.
Lo vio parpadear como si sus palabras hubieran encendido una bombilla en su mente.
—Alabastro.
La inesperada palabra la dejó perpleja.
—¿Alabastro? —¿A qué venía eso?—. Aquí no hay alabastro.
—No —se apresuró a corregir él—. Es una película que hice hace un par de años. Gané un Oscar por mi papel. —Esbozó una lenta sonrisa—. Iba sobre la esposa de un tipo a quien perseguía un implacable asesino en serie.
No era un comentario muy romántico después de lo que acababan de compartir.
—Vale…
La miró.
—¿No te das cuenta? Eso mismo es Algos… Un asesino en serie con tendencias sociópatas. Y en la película no esperaban a que el asesino los atacara cuando estuvieran desprevenidos. Tomaban la iniciativa. Elegían el campo de batalla, y elegían el lugar y el momento de la confrontación. El asesino no fue en busca de las víctimas. Ellas fueron en busca del asesino.
Era un movimiento arriesgado.
—Nunca he buscado la confrontación con Algos.
Aidan asintió con la cabeza.
—Ahí lo tienes. Lo pillarás por sorpresa.
Se quedó helada al recordar una de las estrofas que Lyssa les había dicho.
—«Para que el dolor vuelva a su lugar a su rostro has de mirar.» —Tal vez Lyssa se hubiera referido a eso—. ¡Eres un genio!
—A mí no me mires. La idea fue de Allister Davis. Yo solo me he apropiado de su guión. Has dicho que Algos tiene que aparecerse en este plano, pero ¿qué pasaría si lucháramos contra él en el tuyo?
—¿A qué te refieres?
—En el plano humano, es inmortal, ¿verdad?
Leta asintió con la cabeza.
—También es inmortal en el plano onírico.
—Sí, pero tú misma has dicho que en el plano onírico podemos inventarnos armas con las que enfrentarnos a él, ¿te acuerdas? Podemos sacarnos un hacha de la manga si nos hace falta o conseguir una automática como las de las películas, de las que no hay que recargar.
—Cierto. Pero es más fuerte en el plano onírico que aquí. Tiene muchísima más experiencia que tú a la hora de manipular los sueños. Si lo matas sin saber cuál es su verdadera debilidad, se regenerará. Si te mata él a ti, se acabó.
Aidan le apartó el pelo de la cara antes de sonreírle y darle un beso.
—No he dicho que sea un plan perfecto, pero es lo mejor que se me ha ocurrido. Además, tengo otra idea genial…
—¿Cuál?
Le dio otro beso apasionado antes de responder:
—Espera y verás, dama de los sueños. Estamos a punto de aprovechar la ventaja del equipo local.