Antes de que Leta pudiera moverse para protegerlo, Aidan se puso en pie para encarar al dios. La ira que lo motivaba era tan poderosa que al sentirla ella misma jadeó como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Echó la cabeza hacia atrás mientras la recorría como si fuera ácido. Nunca había sentido nada semejante. Era una sensación ardiente, abrasadora.
Algos intentó golpear a Aidan, que bloqueó el movimiento con un brazo y contraatacó dándole un cabezazo en la frente. Antes de que el dios pudiera recuperar el equilibrio, Aidan saltó, le atrapó el torso con las piernas y giró para tirarlo al suelo.
Leta sabía que lo había tomado por sorpresa por culpa de la arrogancia. Porque Algos no esperaba que Aidan presentara batalla.
Pero acababa de darse cuenta de su error.
El dios le lanzó una descarga astral que él esquivó agachándose antes de intentar arrojarlo de nuevo al suelo para golpearlo. Sin embargo, Algos estaba prevenido y en esa ocasión lo estampó contra un muro de acero que apareció de la nada.
Leta hizo aparecer sus dos látigos, uno en cada mano. Con un movimiento certero, atrapó los brazos de Algos, que siseó de dolor antes de agarrarlos con fuerza y tirar de ellos.
Aunque tenía la sensación de que acababa de dislocarle los hombros, Leta no se movió.
—Déjalo en paz.
Algos se rió de ella.
—Eres tonta si lo proteges.
—Si tú lo dices, será verdad. —Intentó recuperar los látigos, pero Algos los tenía agarrados con fuerza.
Aidan sacudió la cabeza para despejarse. Sentía el regusto de la sangre en la boca. La pelea tenía visos de realidad aunque fuera un sueño. Se limpió la sangre de la cara y frunció el ceño mientras se miraba la mano.
¿Era real o no?
Vio que Leta arrojaba a ese tipo tan grande contra un muro justo antes de que él se revolviera y la tirara al suelo de una patada. Así que corrió para ayudarla, y le clavó el hombro en el estómago para apartarlo de ella.
—No la toques.
El tipo se echó a reír mientras lo agarraba del pelo y tiraba con saña.
Aidan gruñó por el dolor. No tanto por el dolor del tirón del pelo como por el de las imágenes que inundaron su mente. Imágenes de Heather en la cama con Donnie. La sensación de pérdida que lo invadió la mañana en que todos lo atacaron a la vez e intentaron destruirlo. Gritó mientras el corazón se le hacía añicos, destrozado por ese momento del pasado en el que todos sus sueños de amor y felicidad se derrumbaron.
Sin embargo, Leta acudió a su lado al instante y alejó al hombre de él.
—¡Ya está bien, Algos! ¡Para ahora mismo!
Algos se volvió hacia ella con una sonrisa y la abrazó.
—¿No oyes llorar al bebé?
Ella gritó como si estuviera aterrada.
Aidan intentó apartarlo de Leta, pero el enemigo se resistía.
—¡Vete a la mierda, gilipollas! —gritó al tiempo que hacía aparecer una espada con la que le atravesó el corazón.
Algos soltó a Leta y se alejó de ella trastabillando. Sus ojos negros se abrieron con incredulidad un instante antes de que se desintegrara en miles de relucientes pedacitos que cayeron despacio al suelo justo antes de desaparecer, arrastrados por una fortísima ráfaga de viento.
Leta siguió gritando como si estuviera inmersa en una pesadilla de la que no podía despertar mientras se mesaba el pelo, incapaz de soportar las imágenes que pasaban por su mente.
Aidan la cogió en brazos y la estrechó contra su cuerpo.
—Tranquila —susurró mientras la notaba temblar.
—¡Haz que pare! —exclamó ella entre lágrimas—. Por favor, que pare. No puedo respirar. No puedo pensar. No puedo… no…
Esas súplicas, semejantes a las que él había pronunciado durante tantos días de amargura, le hicieron dar un respingo. Lo llevaron a estrecharla con más fuerza y lo conmovieron hasta lo indecible. Fuera cual fuese su pasado, saltaba a la vista que era tan espantoso como el suyo.
—Estoy aquí, Leta —murmuró mientras le acariciaba una húmeda mejilla con la barbilla—. No permitiré que te haga daño. —No sabía por qué le había hecho esa promesa, pero lo más sorprendente no fue que lo hiciera, sino que lo había dicho en serio.
El momento que acababan de compartir actuó de catalizador y le permitió olvidar su propio dolor. Por primera vez desde hacía dos años se sentía humano, y no sabía ni siquiera por qué.
Leta tomó aire de forma entrecortada.
—Volverá.
—No. Lo he matado.
—No —lo corrigió ella, mirándolo con los ojos relucientes por las lágrimas—, no lo has matado. Algos es imparable. Volverá, y ahora sabe que… —Dejó la frase en el aire como si le asustara la simple idea de concluirla.
—Tranquila —repitió justo antes de estrecharla de nuevo y dejar que la tibieza de su cuerpo desterrara el frío que lo embargaba desde hacía tanto tiempo.
Llevaba años sin consolar a una persona. Y no era una exageración. La última persona con la que se había pasado la noche en vela para tranquilizarla fue su sobrino. Ronald acababa de cortar con su primera novia, así que se lo llevó de copas durante toda la noche. Aunque debería haberse quedado en casa, leyendo el guión para una prueba, prefirió pasar la noche con él para ayudarlo.
¿Y qué consiguió con eso?
Que Ronald acabara apoyando a Donnie, a pesar de todo lo que había hecho por él a lo largo de los años: le había pagado el colegio; les había pagado el viaje de graduación a Florida a su mejor amigo y a él; le había dado trabajo; le había comprado un coche y una casa… Nada fue suficiente. Aunque lo peor de todo fue que Ronald lo traicionó después de haberle contado lo mal que su padre lo había tratado cuando era pequeño.
A esas alturas no sabía si le había dicho la verdad o si tan solo fueron mentiras para ganarse su simpatía y poder sacarle más pasta.
Al final, nada de lo que hizo para ayudar al chico le valió. Al igual que su padre, Ronald exigió que le diera cualquier cosa que le pidiese, lo mereciera o no.
Con el corazón desbocado, miró a Leta y se preguntó si por dentro sería tan retorcida como todos los demás.
Y en ese momento descubrió algo espantoso sobre sí mismo: todavía le importaba.
A pesar de lo mucho que había sufrido por culpa de esos miserables, a pesar de lo mucho que se había esforzado en apartarse del mundo, Leta le importaba. No quería hacerle daño, y estaba segurísimo de que no deseaba hacérselo porque había intentado ayudarlo.
En ese instante la voz de su conciencia lo puso de vuelta y media por mostrar semejante debilidad.
¿Cuánta capacidad de aguante tenía un ser humano?
Sin embargo, era innegable. El doloroso afán de curar sus heridas y asegurarse de que estuviera bien se encontraba ahí, en su interior. Apretó los dientes, acercó los labios a su pelo suave y fragante, y dejó atrás la nieve para llevarla a una playa de arena blanca donde el sol brillaba sobre sus cabezas.
Con ella en brazos, se puso de rodillas en el suelo y la dejó en la arena. Le tomó la cara entre las manos y le enjugó las lágrimas que seguían humedeciéndole las mejillas.
—No pasa nada, Leta. Estoy aquí.
Leta sorbió por la nariz mientras contemplaba sus ojos tan verdes y turbulentos como un mar profundo. Por primera vez desde que lo conocía no había ni rastro de hostilidad en ellos. Su expresión era sincera y preocupada, y eso la dejó sin aliento. Literalmente.
Levantó una mano para acariciarle la mejilla y sintió la aspereza de su barba en la palma. Su aroma le saturaba los sentidos. Llevaba muchísimo tiempo sin experimentar la pasión. Sin que un hombre que no fuera de su familia la abrazara. Y en ese momento, el sufrimiento de su pasado la llenó de tristeza.
Abrumada por la agonía que sentía en su interior, se dejó caer contra Aidan y apoyó la cabeza en su cuello. No le gustaba estar en ese sueño. No quería volver a experimentar todas esas emociones. Era preferible no tenerlas a sentir lo que estaba sintiendo. Ojalá pudiera desterrarlas para siempre.
—¿Cómo lo soportas? —susurró contra el pecho de Aidan.
—No pensando en ello.
—¿Y funciona?
—A veces.
—¿Y qué haces cuando no funciona?
Él se encogió de hombros.
—Hay cerveza y whisky barato, aunque lo único que consigues así es añadir un buen dolor de cabeza a todo lo demás. Porque tarde o temprano te despejas y todo vuelve a empezar.
Esa no era la respuesta que esperaba.
—Odio llorar.
Los ojos verdes de Aidan la abrasaron al mirarla.
—Pues haz lo que yo. Transforma tus lágrimas en ira. Llorando solo conseguirás sentirte mal. Sin embargo, la ira… la ira te da fuerzas. Invade tu cuerpo poco a poco, obligándote a actuar. Con ella no te quedas sin fuerzas, lo ves todo muy claro. Porque te despeja la cabeza y te ayuda a concentrarte. Y lo más importante: te revitaliza.
—¿Por eso siempre estás enfadado?
—Desde luego.
Y su ira bastaba para alimentarlos a los dos. Sin embargo, Leta seguía sin entenderlo. Su ira siempre había sido una emoción rápida pero volátil. Y para colmo siempre desaparecía bajo la amenaza de las lágrimas. En cuanto las lágrimas asomaban, la ira se desvanecía.
—¿Cómo aprendiste a dejar de llorar?
La expresión de Aidan era hosca.
—Enterré mi corazón y aprendí a no preocuparme por nadie salvo por mí mismo. Si los demás te importan una mierda, si su opinión te importa una mierda, nadie podrá hacerte llorar. Es la gente a la que quieres la que te hace daño.
—Y el dios del dolor —susurró Leta—. Porque sabe cómo debilitarnos. Mira lo que me ha hecho.
—Porque te conoce y sabe dónde golpear. —Meneó la cabeza—. A mí no me conoce y no puede utilizar nada para hacerme daño. Porque me he deshecho de todo salvo de la ira.
Esa era la razón por la que había podido enfrentarse a Algos a pesar de ser un simple mortal.
Sin embargo, ella no sabía cómo aferrarse a la ira. Cada vez que recordaba a su hija o a su marido, el dolor la postraba de rodillas. El único crimen que cometieron fue formar parte de su familia; por eso Algos y sus secuaces los ejecutaron, y por ese motivo estaba ahí.
Porque no iba a permitir que murieran más inocentes.
Jamás.
Nadie merecía el sufrimiento que ella había padecido. Nadie. Y prefería la muerte a permitir que Algos destruyera a otra persona de esa manera. Que le arrebatara a otra persona lo que más quería. ¿Y por qué motivo? ¿Por el afán de revancha de un dios sin sentido del humor a quien otro le había tomado el pelo? Era cruel y estaba mal.
—Enséñame a sentir tu ira, Aidan. Enséñame a aferrarme a ella con uñas y dientes.
Él asintió con la cabeza antes de apartarle las manos de la cara.
—Olvida el dolor. Destierra la ternura que haya en tu interior. Y recuerda que la única persona que te importa en este mundo eres tú. Nadie se preocupará por ti si tú no lo haces. Nadie. La única persona que puede protegerte eres tú misma. Manda a todo el mundo al cuerno. O a la mierda, mejor.
Leta no podía creer que le estuviera diciendo algo así. Parecía fácil, aunque tendría que estar loca para intentarlo. ¿Cómo era capaz Aidan de mantener siempre esa actitud?
—¿Cómo lo consigues?
—Recuerda que nunca tuviste a nadie al lado cada vez que te dieron una patada. Que no hubo nadie que te curara las heridas ni te protegiera.
Sin embargo, en su caso no era cierto. M’Adoc siempre había estado a su lado, intentando proteger a su familia. Por eso lo capturaron y lo torturaron. De no ser por ella, habría podido escapar y salvarse. En cambio, eligió ponerla sobre aviso y quedarse con ella cuando Algos y sus secuaces atacaron.
Y también estuvieron a punto de matarlo.
—¿Y si no he estado siempre sola? —preguntó con un hilo de voz.
—En ese caso imagina que se llevan a la persona que te ha apoyado. Imagina la sangre de tu defensor en las manos mientras lo apuñalan.
La simple idea le bastaba para echarse a gritar y lanzarse a los brazos de la ira de la que él hablaba.
Aidan tenía razón. Si pudiera, Algos mataría a M’Adoc a la primera de cambio.
—No sé cómo vencer a Algos —confesó—. Lo único que se me ocurrió la última vez que me enfrenté a él fue congelarlo y vincularlo a una invocación, de manera que se convirtiera en el esclavo de un humano. Cuando lo hice, no se me ocurrió que alguien pudiera ser tan tonto para liberarlo. Pero lo han hecho. Y no sé cómo devolverlo al estado de parálisis sin que antes cumpla el cometido que le han impuesto.
—¿Y cuál es?
—Matarte… y no voy a permitir que eso suceda.
Aidan se alegraba de que todo fuera un sueño. De otro modo, pensaría que estaba loco. No obstante, mientras las olas que rompían en esa playa cristalina fueran de color púrpura, estaría a salvo. Porque en ese plano no existía la realidad. Solo estaban Leta y él.
Aunque sentía curiosidad por los motivos que habían llevado a su subconsciente a crear algo semejante.
—Has dicho que mi hermano ha invocado a ese tipo para que me mate.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Desde la cárcel? —Tenía tanto sentido como todo lo demás…
—Supongo que ha sido así. ¿Se te ocurre alguien más que desee verte muerto hasta el punto de entregar su alma a cambio?
Soltó una amarga risotada al escuchar la pregunta.
—La lista de los que me odian es extensa, pero los que me odian hasta ese extremo se reduce bastante. Tienes razón. Donnie está a la cabeza de ese grupo en particular.
Leta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Él guardó silencio mientras meditaba sobre su trágico pasado. Después de la muerte de sus padres, Donnie y él acabaron viviendo con su tío, un alcohólico que se hizo cargo de ellos sin contar con la ayuda de nadie. Como padre había dejado mucho que desear y, a modo de broma, Donnie y él siempre habían dicho que los habían criado los lobos.
Solo se tenían el uno al otro. Todavía no entendía cómo algo tan ridículo como la envidia había llevado a su hermano a actuar de esa manera. No entendía cómo era posible que un hombre que antes lo defendía contra viento y marea se convirtiera en un hipócrita aprovechado capaz de hacer cualquier cosa para verlo sufrir. No tenía sentido.
Y lo que acababa de oír era el colmo.
Con razón sus sueños eran tan raros. La traición seguía afectándolo y era obvio que su subconsciente todavía no era capaz de asumir lo sucedido, de modo que esa era su forma de reconciliarse con la realidad.
El hilo de sus pensamientos lo llevó a sus primeros años en Hollywood.
—Una de las primeras películas en las que participé era de zombis. Recuerdo que si te cargabas al que controlaba el zombi, te los cargabas a los dos. ¿Funcionaría en este caso?
Leta lo miró con el ceño fruncido.
—¿Estás dispuesto a matar a tu propio hermano?
Aidan ni siquiera titubeó a la hora de dar la respuesta:
—El vínculo fraternal dejó de existir cuando intentó matarme. Si esta cosa me persigue por su culpa, estoy más que dispuesto a rajarle el pescuezo y a reírme a carcajadas mientras se desangra a mis pies. Dame un cuchillo y verás si soy capaz.
Leta soltó el aire muy despacio al percibir la nota hostil de su voz. Semejante brutalidad debería horrorizarla, pero entendía perfectamente sus sentimientos.
—Por desgracia, en este caso no nos sirve tu teoría. Algos no es un zombi. Es un dios antiguo vinculado a una maldición que yo le lancé.
—¿Y no puedes paralizarlo otra vez?
Leta negó con la cabeza.
—No mientras tú sigas vivo. La maldición más fuerte que pude encontrar solo lo mantiene paralizado cuando nadie lo invoca.
Aidan la miró con los ojos entrecerrados.
—¿A quién se le ocurrió algo tan brillante?
—Fue lo único que pude hacer debido a las prisas —respondió a la defensiva.
Él puso los ojos en blanco.
—Con esa habilidad para buscar soluciones bajo presión deberías considerar la idea de meterte en política.
Antes de que ella pudiera replicar, oyeron un rugido. Leta apretó los dientes, asqueada al reconocerlo.
—¿Qué es eso? —preguntó Aidan.
—Temor.
—Espero que sea un antiguo novio.
«Ojalá», pensó ella.
—No. Es la personificación del miedo humano.
—¡Genial! —exclamó él con alegría—. Justo lo que quería añadir a mi sueño. ¿Lo invitamos a tomar un té?
Aunque encontraba gracioso su sarcasmo, no logró arrancarle ni una carcajada ni una sonrisa, dado que iban de mal en peor.
—Aidan, esto no es un sueño. Bueno, a ver, estamos dormidos, sí, pero cuando te despiertes, Algos seguirá siendo real. Es real y va a por ti.
—Vale —repuso Aidan, alejándose de ella—. Tráelo. Al final seré yo el último que quede en pie.
—No vencerás a un dios con bravuconadas.
—Entonces ¿cómo?
Ojalá no le hubiera hecho esa pregunta en concreto.
—No lo sé. Todos tenemos algo que nos vuelve vulnerables a un ataque. Pero no vamos por ahí contándole esas debilidades a la gente.
—Yo tampoco lo hago. Pero no estoy dispuesto a permitir que alguien, o algo, me mate.
Ese era un rasgo que admiraba mucho en él, sobre todo porque era humano.
—Aidan, quiero que te aferres con uñas y dientes a ese coraje. Tal vez sea lo único que te ayude a seguir con vida.
Y con esas palabras tiró de él para besarlo.
Aidan se quedó sin aliento cuando volvió a experimentar la olvidada sensación de tener a una mujer entre sus brazos. Leta sabía a gloria y a mujer. A placeres deliciosos. Y que Dios lo ayudara, pero quería mucho más.
Con el corazón desbocado, la estrechó con fuerza y le devolvió el beso con pasión.
Leta era incapaz de pensar mientras la lengua de Aidan acariciaba la suya. Llevaba siglos sin besar a un hombre. Siglos sin sentir ese deseo de tocar a un hombre a menos que fuera para darle un puñetazo. Sin embargo, la pasión que Aidan demostraba acabó con las emociones reprimidas y, lo que era más importante, liberó la parte de sí misma que había enterrado tanto tiempo atrás. La parte de sí misma que echaba de menos a su familia. Cerró los ojos, y recordó a su marido y el maravilloso vínculo que habían compartido. El vínculo forjado por el amor correspondido.
Lo echaba muchísimo de menos. Ansiaba volver a sentir ese amor con todas sus fuerzas. Nadie debería pasar la eternidad a solas, aislado de todos, carente de toda emoción. Lo que Zeus les había hecho era despreciable.
Volvió a oír el grito de Temor desde el otro lado del mar que rompía en esas arenas cristalinas. Algos lo estaba usando para atravesar la barrera del mundo onírico y poder luchar contra ellos en el plano mortal, donde eran más débiles. Tenía que despertar a Aidan y hacerle entender la amenaza que se cernía sobre él.
—Nos veremos en el otro lado —susurró antes de alejarlo y obligarlo a despertarse.
Aidan se despertó con un sobresalto y con el corazón acelerado. Se quitó el brazo de la cara mientras intentaba ubicarse. La película se oía de fondo y la leña crepitaba en la chimenea.
En ese momento descubrió a Leta sentada a sus pies.
Parpadeó varias veces como si también acabara de despertarse.
—¿Qué coño haces aquí? —exigió saber.
Leta estaba a punto de contestarle, pero comprendió en el último momento que si se lo decía, la echaría. Nunca la creería en el plano humano.
¡Por Zeus! ¿Qué podía hacer para convencerlo de la verdad?
—Aidan… —titubeó mientras se devanaba los sesos en busca de algo razonable que decirle.
—Leta… —se burló él—. Te dije que te fueras.
—Lo sé. Pero es que entré un momento porque deseaba verte y vi que estabas dormido. No quería molestarte.
—¿Y por eso te echas a dormir a mis pies como un cachorro? No te ofendas, pero me has acojonado. Lo siguiente será ponerte mi ropa y dormir en mi cama.
—Ni que fueras Brad Pitt, vamos… —se burló ella mientras se ponía en pie.
—Tienes razón. Soy el tío que hace tres años lo desbancó del número uno de la lista de los actores más guapos.
Leta puso los ojos en blanco.
—Lo tuyo es un ego y lo demás, tonterías.
—Pues sí, y no para de reafirmarse porque las mujeres siempre están dispuestas a hacer cualquier cosa para llamar mi atención. —La miró de arriba abajo con expresión gélida—. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar?
—¡Que no se te suba el beso a la cabeza! —exclamó ella con cara de asco—. Lo he hecho solo por curiosidad.
—Sí, cómo no, eso es lo que dicen tod… —Aidan se quedó petrificado cuando la ira lo abandonó lo justo para comprender lo que había oído—. ¿Qué beso?
Vio cómo ella se ponía pálida.
—¿Ha habido un beso?
—En mis sueños. ¿Cómo lo sabes?
—Lo he adivinado por casualidad —respondió con evidentes muestras de nerviosismo.
—Sí, claro. La única persona peor que tú actuando es mi antiguo compañero de cuarto cuando se emborrachaba. ¿Cómo sabes que nos hemos dado un beso en sueños?
Tragó saliva mientras se devanaba la cabeza en busca de una explicación. Sin embargo, solo se lo ocurría la verdad y eso no la ayudaría mucho…
—No vas a creerme.
—Inténtalo.
«¿Por qué no?», pensó. Lo peor que podía hacerle era echarla de su casa, y eso era lo que llevaba intentando desde que llegó. No iba a morirse en la ventisca, la verdad. Una ventisca que, además, ella misma había creado a fin de que tuviera un motivo para no echarla.
—Vale. Soy una Óneiroi.
Con expresión impasible, él preguntó:
—¿Una qué?
—Una Óneiroi. Una diosa onírica. Y he venido para protegerte.
Aidan ni siquiera pestañeó. Se limitó a mirarla con expresión impasible sin moverse del sofá, donde seguía acostado. Al final tomó una honda bocanada de aire.
—¿Por qué acabo de acordarme de Terminator? Me llamo Kyle Reese. Ven conmigo si quieres seguir viviendo.
Leta cruzó los brazos por delante del pecho.
—Esto no es una broma, Aidan.
Sus palabras lo hicieron levantarse del sofá al instante y acercarse a ella con actitud amenazadora. Era imposible pasar por alto el desdén y la desconfianza que irradiaba por todos los poros de su cuerpo.
—No. No es ninguna broma y, la verdad, tampoco me hace gracia.
—Entonces ¿cómo es que sé lo del beso que nos hemos dado en tu sueño?
—Porque estás deseando besarme.
Leta meneó la cabeza.
—Te lo dije en sueños y te lo repito: no vencerás a un dios con bravuconadas. Si de verdad quieres ser el último en seguir de pie, tendrás que confiar en que yo te cubra las espaldas.
Se quedó alucinado al escucharla.
No. Era imposible. Sin embargo, recordaba que le había dicho eso en sueños. Lo recordaba perfectamente. Por regla general, olvidaba los sueños en cuanto se despertaba. Pero ese en concreto lo recordaba con todo lujo de detalles.
Era imposible. Leta no podía haber estado allí con él. No podía.
—¿Cuántas cervezas me he bebido? —susurró al tiempo que se pasaba una mano por el pelo—. ¿Estoy en coma?
Ella negó con la cabeza.
—Estás vivo y despierto. Y consciente.
«Sí, claro», pensó él.
—No —dijo, meneando la cabeza—. No puede ser. Esto no está pasando. Estás equivocada. Estas cosas no pasan en la vida real. —Tenía la sensación de estar atrapado en una de sus películas.
En un guión, lo aceptaría.
En la vida real…
¡Ni de coña!
Leta extendió un brazo para tocarlo, pero él se apartó al instante.
—Aidan —le dijo—, escúchame. Todo lo que te he dicho es verdad. Tienes que confiar en mí.
—Ajá. Vale. Si eres una diosa, demuéstramelo. Haz que deje de nevar.
Leta lo miró irritada.
—Esos trucos baratos para impresionar a los humanos son humillantes. Pero ya que insistes… —Chasqueó los dedos y al instante dejó de nevar.
Se quedó boquiabierto al ver que las nubes desaparecían y el día se volvía soleado. Exactamente igual que en sus sueños. El paisaje estaba cubierto de blanco, como si acabaran de limpiarlo. No obstante, era incapaz de asimilarlo. Esas cosas no sucedían.
—Una bonita coincidencia. Ya puedes salir zumbando de mi casa.
—No puedo —replicó ella entre dientes—. Necesito tu ira para luchar contra Algos. Si te dejo, te hará papilla.
—Le he dado una buena paliza.
—En un sueño, Aidan. ¿Has intentado alguna vez crear una espada de la nada en la vida real? Esas cosas no pasan, ¿verdad?
Muy a su pesar tuvo que admitir que Leta llevaba razón. Sin embargo, eso no cambiaba el hecho de que todo parecía una locura.
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo? —le preguntó—. Enséñame algo incuestionable.
Leta puso los brazos en cruz y, en cuanto lo hizo, apareció una espada en su mano derecha. Giró el arma y se la ofreció por la empuñadura.
—Compruébala tú mismo.
Aidan la aceptó y comprobó que se trataba de una espada de verdad. De hoja afilada y pesada. Era imposible que hubiera llevado algo de ese tamaño escondido en su cuerpo sin que él se diera cuenta.
Por mucho que odiara admitirlo, la explicación de Leta comenzaba a tener visos de ser cierta y lo imposible parecía posible.
Bajó la espada.
—Explícamelo.
—Siempre hemos estado aquí. A veces vivimos entre vosotros, y otras veces nos limitamos a observar vuestras vidas. Yo pertenezco al grupo de voluntarios que vela por la humanidad.
—¿Por qué nos proteges?
Antes de que Leta contestara, Aidan alcanzó a ver la fugaz expresión atormentada que pasó por el rostro de ella.
—Porque no tengo otra cosa por la que vivir. Tu hermano te traicionó, tal como me has contado. Pues imagina que tu propio padre azuza a sus perros de presa para que maten a tu hija pequeña y a tu marido. Imagina qué se siente viéndolos morir. Imagina que después te castigan por algo que no has hecho. Que te despojan de tu dignidad y de tus emociones, y todo porque tu padre se siente humillado por un sueño tonto e insignificante que ha tenido y culpa de ello a todos los dioses oníricos. Tú tienes tu sufrimiento, Aidan. Yo tengo el mío.
Aidan hizo una mueca de dolor, aunque no podía ni imaginarse el horror de lo que ella acababa de describir.
—¿Por qué lo hizo?
—Porque era un dios y porque podía. No quería que ningún otro dios onírico volviera a controlar sus sueños y le hiciera otra jugarreta. Creyó que si nos despojaba de todas las emociones, ya no seríamos creativos ni encontraríamos placentero tomarle el pelo a él ni a ningún otro. Lo único que importaba era su vida y su dignidad. En comparación, las nuestras no le llegaban ni a la suela de los zapatos.
A medida que asimilaba la información que ella acababa de darle apareció un tic nervioso en su mejilla.
—Así que los dioses griegos son tan cortos de miras y tan egoístas como los humanos. Qué bonito…
—Y, al igual que sucede con los humanos, somos mucho más que eso. Algunos somos bastante conscientes de nuestros poderes y tenemos muy claro que no debemos utilizarlos para abusar de los demás.
«Pues vale», pensó él. Pero seguía pareciéndole terrible. Ni siquiera alcanzaba a imaginar todo lo que debía de haber sufrido Leta. Siempre y cuando todo aquello no fuera producto de un tumor cerebral y ella no estuviera mintiendo. Al lado de lo que acababa de contarle, la traición que había sufrido él parecía tan absurda como el sueño que sufrió el padre de Leta y que fue el motivo por el que mató a su familia.
—¿Por qué quieres ayudarme?
—Porque no mereces morir después de todo lo que has sufrido. Tu hermano ya te ha torturado bastante. Y albergas tanta ira en tu interior que gracias a ella espero encontrar algún modo de matar a Algos y así impedir que siga haciendo daño. Alguien tiene que pararle los pies. Todavía escucho sus carcajadas mientras le suplicaba que no matara a mi hija. El muy cabrón la asfixió con una sonrisa en los labios mientras sus secuaces me inmovilizaban.
Aidan hizo una mueca de dolor al sentir que se le encogía el corazón por lo que ella le estaba contando. Los ojos azules de ella lo abrasaron con el sufrimiento que irradiaban.
—Tú quieres vengarte de la que gente que te hizo daño… pues imagina las ganas que tengo yo de ver su sangre en mis manos.
Guardó silencio mientras intentaba asimilarlo todo. ¿Estaría soñando todavía?, pensó.
—No, no estás soñando —le aseguró Leta—. Esto no es un sueño. Te lo juro.
Frunció el ceño al oírla.
—¿Cómo sabes lo que estaba pensando?
—Si me concentro, puedo leer tus pensamientos.
—Bien; así sabrás que creo que estás loca.
Leta sonrió por el comentario.
—En realidad tienes razón. Creo que perdí la cordura la noche en que mi hija murió sin que yo pudiera evitarlo. Lo único que me queda es mi sed de venganza. Y el hecho de que todavía la sienta cuando no debería quedarme emoción alguna pone de manifiesto hasta qué punto necesito vengarme.
Aidan le tendió la mano.
—En ese caso tenemos mucho en común.
Leta asintió con la cabeza antes de cogerlo de la mano. Ese gesto tan sencillo provocó en Aidan un escalofrío para el que no encontró explicación.
—Tenemos que encontrar el modo de detenerlo —dijo ella después de darle un apretón.
—No te preocupes. Daremos con algo. Ya te he dicho que seré el último en quedar de pie.
Leta cerró los ojos mientras las palabras de Aidan resonaban en su mente. El último en quedar de pie. Recordó una época en la que ella se sentía así de segura. En esos momentos lo único que deseaba era que Algos pagase por lo que había hecho, y si para conseguirlo ella tenía que morir, que así fuera. Lo que importaba era llevárselo por delante. Aunque para lograrlo tuviera que atravesar los fuegos del infierno.
De repente, Aidan soltó una carcajada y se apartó de ella.
—¿Qué pasa? —le preguntó, extrañada.
—Mori me dijo que algún día acabaría volviéndome loco por estar aquí solo. El puñetero tenía razón. Estoy como un cencerro.
Ese arranque de buen humor no fue suficiente para aliviar la tristeza que la embargaba.
—No lo estás. Te he dicho que soy guardaespaldas, y es verdad. Saldremos de esto juntos. Tú y yo.
El buen humor de Aidan desapareció tras escucharla.
—La última vez que una mujer me dijo eso, acabó entregándome mi propio corazón hecho pedazos en una bandeja. ¿Qué órgano vas a arrancarme tú?
—Ninguno, Aidan. Voy a dejarte tal cual te encontré. Aquí en tu cabaña y más fuerte que nunca.
—¿Por qué será que no te creo?
—Porque la gente siempre tiende a pensar en negativo en lugar de en positivo. Es más fácil para ti creer que soy un ser corrupto y malévolo, en vez de verme tal como soy. Nadie quiere admitir que hay gente dispuesta a ayudar a los demás por simple bondad, porque no soportan ver sufrir a los demás. El número de personas altruistas en el mundo es tan reducido que nadie acaba de creer que exista alguien capaz de anteponer el bien del prójimo al suyo propio.
Aidan se quedó petrificado porque esas palabras echaban por tierra su desconfianza. Estaba haciéndole a ella justo lo que le habían hecho a él. Estaba poniéndose en lo peor a pesar de que Leta no había hecho nada para merecer esa desconfianza.
El mundo había estado dispuesto a creer que se había comportado mal con su familia, que se había ganado su crueldad por algún motivo, porque eso era mucho menos aterrador que la verdad. Nadie quería pensar que después de haberse entregado por completo a alguien, ese alguien respondiera revolviéndose como un perro rabioso sin motivo aparente.
Aceptar la verdad (que él era inocente de todo lo sucedido, que su único crimen había sido su excesiva generosidad, su entrega hacia unas personas que no merecían su confianza) haría que se convirtieran en seres vulnerables y desconfiasen de todos los demás. Sin embargo, en el fondo de sus corazones conocían la verdad. En algún momento de sus vidas, todos habían sufrido una traición parecida. Sin una razón lógica.
Sin más motivo que la ausencia de humanidad que padecían algunos; aquellos que utilizaban y maltrataban a todos los demás.
Tal como su madre solía decir, ese tipo de gente carecía de todo vínculo hogareño.
Aunque Leta estaba en lo cierto al señalar que no todo el mundo utilizaba a los demás. Él nunca había traicionado a nadie. Nunca había pretendido destruir o herir a otro ser humano. Su forma de ser jamás le permitiría ocasionar dolor a nadie.
Solo él había permanecido leal y confiado entre las personas que conformaban su mundo. Tal vez no estuviera solo después de todo. Tal vez.
Fulminó a Leta con la mirada, aunque tenía un nudo en la garganta.
—Todavía no estoy seguro de que esto no sea una alucinación producida por un exceso de monóxido de carbono procedente de la estufa o de la caldera; pero, en caso de que no lo sea, voy a confiar en ti. No te atrevas a traicionarme, Leta.
—No te preocupes. Si te traiciono, los dos moriremos y dejaremos de sufrir.
—¿Y si ganamos?
El brillo juguetón que había aparecido en sus ojos azules desapareció.
—Supongo que continuaremos viviendo para sufrir un poco más.
—Eso no motiva mucho que se diga, ¿no te parece? —replicó él con una amarga carcajada.
—La verdad es que no —reconoció ella con una expresión más relajada—. Pero mi carácter no me permite rendirme y morir.
—El mío tampoco. —Echó un vistazo al mundo exterior, que parecía extremadamente brillante si se comparaba con su aspecto durante la ventisca. Ojalá siguiera así—. Bueno, y ahora ¿qué hacemos?
—Vamos a ver a un antiguo amigo mío para preguntarle sobre un fantástico analgésico.
—¿Podemos combatir a Dolor con un medicamento?
Leta se encogió de hombros.
—Ya veremos. Y de paso, vamos a descubrir qué necesita exactamente para entrar en este plano.
«Sí, un buen plan», reconoció Aidan para sus adentros.
—Si logra entrar, ¿será muy fuerte?
—¿Recuerdas las plagas de Egipto?
—Sí. Trabajé en la película.
Leta pasó por alto el sarcasmo.
—Esa fue su idea de pasar un buen rato. Si no lo detenemos, liberará a todos sus compañeros de juegos, que se encargarán de sembrar el tormento y la desdicha por toda la tierra.
—Genial. Me muero de ganas. —Soltó un suspiro cansado antes de volver a hablar—. ¿Y los demás dioses? ¿Van a ayudarnos?
Leta le dio unas palmaditas juguetonas en una mejilla.
—Eso es precisamente lo que vamos a averiguar, amigo mío. Señores pasajeros, abróchense los cinturones. El vuelo puede ser accidentado.
A eso estaba acostumbrado. Lo que le asustaba era que las cosas fueran como la seda.
Sin embargo, ni siquiera había completado ese pensamiento cuando cayó en la cuenta de que el vuelo no iba a ser accidentado.
Iba a ser mortal.