Aidan estaba sentado en una silla, tocando «Strange Fire» de las Indigo Girls con su guitarra, cuando cayó en la cuenta de que al día siguiente sería Nochebuena y de que, por tercer año consecutivo, estaría solo. Por eso no se había molestado en decorar la casa. Solo serviría para recordarle lo solitaria que era su vida.
Suspiró cansado al pensar en todo lo que había soportado. ¿Cómo era posible que millones de personas adorasen a un hombre pero que nadie lo amase? Sin embargo, ese era su destino. Las únicas personas que decían preocuparse por él no lo conocían en absoluto, y la gente a la que una vez quiso con toda el alma se pasaba el tiempo intentando matarlo.
—¡Feliz Navidad, gilipollas! —masculló.
En un intento por olvidar el pasado se concentró en la canción. Dado que no tenía la guitarra enchufada al amplificador, las notas eran apenas un susurro a su alrededor, pero bastaron para calmar su estado de ánimo. La música siempre había sido su refugio. Sin importar lo dura que fuera la vida, siempre acudía a la música y a las películas en busca de consuelo e inspiración. Le daban paz cuando nada más lo conseguía.
Estaba tan concentrado en la canción que tardó varios minutos en darse cuenta de que no estaba solo. Abrió los ojos, y al ver a Leta dejó de tocar. La luz proyectaba un suave halo a su alrededor que arrancaba reflejos a su pelo negro. Se quedó sin respiración un minuto entero. Se le revolucionaron las hormonas por completo.
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había tocado a una mujer salvo por el roce ocasional de una mano al dar la tarjeta de crédito a la cajera de alguna tienda. ¡Y pensar que había estado a punto de convencerse de que no necesitaba la suavidad del tacto de una mujer!
Claro, claro…
Cuando vio que ella lo miraba con una seductora sonrisa torcida y los ojos brillantes, su determinación se hizo añicos. Deseaba con todas sus fuerzas soltar la guitarra y estrecharla entre sus brazos para besarla hasta que se les entumecieran los labios. No le costaba trabajo imaginársela desnuda sobre su regazo. Esa imagen lo puso a mil.
Tuvo una erección tan fuerte que incluso le dolió.
—¿Quieres algo? —Detestaba que su voz tuviera una nota lastimera en vez del odio que había querido imprimirle.
—No, quería ver qué estabas haciendo aquí solo. Por cierto, tienes mucho talento.
Resopló por el cumplido.
—No me des coba.
—No, de verdad que sí.
—Y yo te repito que no me des coba —insistió, después de encontrar la mala leche que necesitaba—. Ni me gustan los halagos ni los quiero.
La vio fruncir el ceño.
—¿Lo dices de verdad?
—Totalmente en serio. —Tocó una nota al azar—. Mira, ya me conozco el jueguecito. Tú me das coba, nos echamos unas risas y haces que me sienta bien. Y en cuanto me despiste, te largas por esa puerta con los bolsillos repletos de mi dinero y empiezas a decirle a todo el mundo que soy un gilipollas. Mejor nos saltamos los preliminares y pasamos al final, cuando te largas de mi casa y les dices a todos que soy un capullo. —Acunó la guitarra y asintió con la cabeza—. Por mí, adelante.
Leta no daba crédito a lo que oía. La ira de Aidan acrecentó sus poderes a pesar de que sus palabras la habían dejado de piedra. Inspiró hondo.
—¿Qué te han hecho?
Lo vio soltar la guitarra antes de levantarse.
—A ti ni te va ni te viene.
Extendió la mano para tocarle el brazo cuando pasó junto a ella.
—Aidan…
—¡No me toques! —bramó con furia.
Sin embargo, lo único que consiguió fue que tuviera más ganas de tocarlo a pesar de saber que debía enfurecerlo más para aumentar sus propios poderes.
—No estoy aquí para hacerte daño.
Aidan deseó poder creerla. Pero sabía que no era verdad. ¿Cuántas veces había escuchado esa misma mentira? Y al final siempre le hacían daño, mientras se reían a carcajadas de él.
Estaba harto de tropezar siempre con la misma piedra.
—Si me hubieran dado un centavo cada vez que… —Clavó la mirada en su rostro. Quería extender la mano y tocarla, pero era incapaz de hacerlo. No después de todo lo sucedido con Heather.
«Nunca te haré daño, cariño. Siempre podrás confiar en mí. Estoy aquí para quedarme. Tú y yo, juntos para siempre. Los dos contra el resto del mundo. Contra todos y contra todo. Siempre podrás ser quien eres, porque yo te querré de todos modos. No me importan ni tu carrera ni tu fama. Si todo se acabara mañana, seguiría estando aquí para ti, seguiría contigo.»
Esas palabras lo complacieron muchísimo, fueron música celestial para sus oídos, unos oídos cansados de las mentiras que lo rodeaban. Y, sobre todo, hizo que confiara en Heather del mismo modo que confiaba en sus promesas. Al ser huérfano, lo único que había deseado en la vida era tener una familia propia. Alguien que no le hiciera daño. Que no lo traicionara.
Alguien que lo aceptara por ser quien era, sin importarle la fama ni la riqueza… o la pobreza.
Por desgracia, no lo había encontrado nunca. En cuanto empezó a ganar dinero de verdad y la gente comenzó a reconocerlo por la calle, Heather se sintió amenazada por su éxito y por las mujeres que se abalanzaban sobre él. Se convirtió en una persona desconfiada y arisca que criticaba todo lo que hacía y que además lo odiaba por querer conseguir más.
Todavía podía oír perfectamente sus duras acusaciones.
«Hay dos tipos de personas en Hollywood: los actores que quieren actuar y los actores que quieren fama. Los que persiguen la fama se merecen todo lo que les pasa, así que no me vengas con quejas por lo malos que son los periodistas del corazón. Es lo que querías, Aidan. Todo el mundo te conoce. Deberías haberte dado por satisfecho con la actuación. Pero no, tenías que conseguir más. Pues ya tienes todo lo que querías, y ahora debes apechugar con las consecuencias.»
Al final, Heather fue incapaz de soportar la presión: le arrancó el corazón y se lo sirvió en una bandeja de plata. No en privado, como haría cualquier ser humano con un mínimo de decencia, sino en público. Heather fue en busca de los mismos periodicuchos que ya lo habían despedazado. Pero lo peor fue que colaboró con sus enemigos para atacarlo e hizo todo lo que estuvo en su mano para avergonzarlo a los ojos del mundo.
La mujer que tenía delante no era distinta. No le cabía la menor duda. Si la dejaba entrar en su corazón, también le haría daño. El único que se preocupaba por su persona era él mismo.
Le señaló la puerta con la barbilla.
—¿Es que no puedes pasar un par de horas sin dirigirme la palabra? ¿Es demasiado pedir?
—No me gusta el silencio.
—Pues a mí sí.
—Esta es mi casa —replicó Leta con voz ronca, fingiendo el tono de un padre furioso—. Mientras estés bajo mi techo, ¡harás lo que se te diga, señorita!
Quería sentirse ofendido por la burla, pero se vio conteniendo una sonrisa muy a su pesar.
—No tiene gracia.
—Claro que sí. —Ella le guiñó un ojo—. No estarías conteniendo la sonrisa si no tuviera gracia.
A Aidan se le formó un nudo en el estómago al darse cuenta de que lo estaba engatusando con sus gestos, y eso lo enfureció todavía más.
—Mira, de verdad que no quiero hablar. Solo quiero que me dejen tranquilo. Fuera.
Oyó cómo ella soltaba el aire al tiempo que meneaba la cabeza.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con un amigo?
—Hace diecinueve meses.
Leta se quedó boquiabierta al escuchar la respuesta. Imposible. A pesar de la tibieza de sus emociones, que estaban prácticamente anuladas, ella sí seguía confiando en los demás. De hecho, el único paréntesis fue cuando estuvo sumida en la parálisis.
—¿Cómo?
—Ya me has oído.
Cierto, pero una cosa era oírlo y otra muy distinta, creérselo.
—Estás de coña.
—De eso nada, hablo muy en serio. Llamé a mi mejor amigo para hablar porque necesitaba desahogarme con alguien y después me enteré de que nuestra conversación no solo aparecía en las revistas del corazón, sino también en todos los blogs y revistas especializadas que ese cabrón fue capaz de encontrar. «Aidan O’Conner: la verdad tras la leyenda. Así fue como su novia lo traicionó y lo dejó tirado en la calle, pidiendo limosna y asaltando a sus fans.» Lo que más me dolió fue que no había ni una pizca de verdad en toda esa mierda. Retorció tanto mis palabras y las cambió de tal modo que ni yo mismo las reconocí. Después de eso, podría decirse que aprendí de mis errores. Así que no, no hablo con mis amigos. Jamás.
Bueno, Leta podía entenderlo. En la época en la que todavía tenía sus emociones, hubo un día en que le dio un buen empujón a M’Adoc por contar a su hermano M’Ordant que creía que a veces se comportaba como un capullo. Se había sentido humillada y avergonzada por el hecho de que M’Adoc repitiera una conversación privada y la utilizara para hacer daño a alguien a quien quería mucho. Después del episodio, se pasó semanas evitando hablar de ese tipo de cosas con la gente, pero al final lo olvidó y volvió a la normalidad.
Claro que esa experiencia era una tontería al lado de lo que había vivido Aidan. A decir verdad, no se imaginaba cómo sería tener que soportar semejante intromisión en la intimidad, ni relacionarse con alguien tan rastrero. M’Adoc solo se lo había dicho a una persona, no a todo el mundo, y había citado sus palabras tal cual, sin adornarlas.
A pesar de todo, esa experiencia no implicaba que Aidan tuviera que alejarse de la gente y dejar de confiar. Las personas necesitaban tener amigos en ese mundo.
—Bueno, la traición de una persona no significa…
—Éramos amigos desde el instituto —la interrumpió él, hablando entre dientes—. Estamos hablando de una amistad de veinte años que se fue al garete en cuestión de tres segundos porque alguien estaba dispuesto a pagarle cinco mil dólares. —Torció el gesto—. Cinco mil míseros pavos. Eso era lo que valía mi amistad para él. Lo más gracioso de todo es que yo le habría dado el dinero de habérmelo pedido.
Leta hizo una mueca, ya que comprendía su dolor. Con razón estaba tan amargado. Sabía que esas cosas pasaban, pero los dioses oníricos no tenían por costumbre traicionarse de esa manera… sobre todo después de haber perdido las emociones. Había sucedido algún caso a lo largo de los siglos, pero no muchos, y habían sido excepciones que fueron cortadas de raíz de inmediato.
Aidan la miró con los ojos entrecerrados.
—Y ahora, después de haber atravesado esa puerta, dime otra vez que puedo confiar en ti.
Leta levantó las manos en señal de rendición.
—Tienes razón. No puedes confiar ni en mí ni en nadie. Nunca he comprendido por qué la gente traiciona a los demás. Y creo que jamás lo haré.
Lo oyó resoplar por sus palabras.
—Como si nunca hubieras traicionado a nadie…
A lo que ella replicó devolviéndole la pelota:
—¿Y tú?
—¡Joder, no! —rugió como si la mera idea lo pusiera enfermo—. Mi madre me enseñó a ser una buena persona.
—Igual que la mía. —Se detuvo antes de añadir—: No, eso no es verdad. Fue mi hermano quien me enseñó. Y cuando tuvimos problemas, hizo todo lo que pudo por protegerme sin importarle el precio que debiera pagar.
—Eres afortunada. Mi hermano está en la cárcel por intentar matarme.
Esa información la sorprendió.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído. —Se le quebró la voz, aunque su expresión seguía delatando ira—. ¿No leíste la noticia en la prensa? Durante seis meses era imposible poner la tele sin ver su cara en la foto de la ficha policial.
Como no podía explicarle el motivo por el que no se había enterado, se limitó a menear la cabeza.
—No lo entiendo. ¿Por qué intentó matarte?
Aidan soltó una carcajada amarga.
—¡Je! Matarme habría sido mucho más compasivo que lo que hizo. Quería arrebatarme todo lo que he conseguido. Intentó hacerme chantaje.
—¿Con qué?
—Lo único que tenía era su disposición a mentir y la de la gente a tragarse sus mentiras. Me dijo que sería capaz de acusarme de ser un pedófilo y un maltratador de animales, mujeres y niños. Incluso se atrevió a acusarme de burlarme de mis fans y de atacar la reputación de actores, productores y representantes. Ni un solo rincón de mi vida quedó libre de sus mentiras, y no tuvo reparos en falsificar documentos o en mentir a la policía y a los jueces. Gracias a Dios que ya no hay caza de brujas o me habrían puesto en la lista negra o metido en la cárcel.
Leta no le veía el menor sentido.
—Menuda tontería. ¿Quién iba a tragarse todas esas mentiras?
—Cualquiera que me tenga envidia porque mi cara haya salido en una portada en vez de la suya. Cualquiera que sea incapaz de creer o de aceptar que alguien puede llegar a cosechar mi éxito sin ser un capullo integral. Las mentiras no son lo que hacen daño a la gente, en serio. Es la disposición de los demás a creerlas. Y no te olvides de la gente que sale de la nada para respaldar a tu acusador porque así obtendrá sus quince minutos de fama. Esa gente no soporta el hecho de que hayas superado tu pasado y de que ellos no tengan excusa por no haber hecho lo mismo. Son gente que piensa que tienes que bajar unos peldaños porque ellos merecen subir unos cuantos más, y lo consiguen con las mentiras que cuentan sobre ti. Pero en el fondo te conocen, han visto cómo eres de verdad… y al respaldar a quienes te acusan, proyectan la falsa impresión de que pertenecen a tu círculo íntimo. Al menos eso es lo que dicen. Es una mierda de mundo. Y me tiene harto.
Leta dio un respingo al sentir la furia y el dolor que irradiaba por cada poro de su cuerpo.
Aidan tenía razón y era imposible discutírselo. Tal vez la vida fuera cruel, pero la gente lo era muchísimo más. El sufrimiento que llevaba dentro era tan brutal que debería darle las gracias por el enorme empuje que estaba prestando a sus poderes.
Sin embargo, no podía hacerlo. Sus emociones eran tan fuertes que la estaban alimentando incluso en ese plano.
Y esas emociones le daban ganas de echarse a llorar por él y por la dura coraza de hielo que envolvía su corazón. Nadie se merecía semejante aislamiento. Nadie.
Deseaba consolarlo, por lo que extendió el brazo y le cogió la mano.
Aidan cerró los ojos al sentir la suavidad de su piel. Le llegó a lo más hondo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien lo había tocado con ternura. Tanto que quería saborear la sensación de su dulce caricia.
El problema era que sabía que no duraría.
«Ternura hoy… una patada en la boca mañana —se dijo—. Y que no se te vuelva a olvidar.»
Nadie lo protegería. Todos se lo habían demostrado cuando las cosas se habían puesto feas. Lo habían dejado solo, sin amigos ni familia en los que apoyarse, sin ternura.
Y le habían hecho demasiado daño para olvidarse de las precauciones y volver a confiar en otra persona. Las heridas eran demasiado profundas y seguían sangrando.
Volvió a pensar en Heather y se apartó de Leta para mirar por la ventana. ¡Puta nieve! Seguía cayendo, y con más fuerza que antes.
—Deberías probar de nuevo con el teléfono.
—Acabo de hacerlo. Todavía no hay señal.
En otro tiempo lo había considerado un inconveniente. ¿Cuántas veces había querido hablar con su hermano y descubrió que no había cobertura? Estaba tan lejos de todo que la compañía telefónica se había negado a tender una línea para su cabaña. De modo que tenía que depender del móvil, cuya cobertura era dudosa en el mejor de los casos.
En ese momento se moría por vivir en mitad de una gran ciudad para poder poner ese culito que lo estaba volviendo loco de patitas en la calle. Dios, ¿cuánto había pasado desde la última vez que olió a una mujer tan cerca de él? ¿Desde que escuchó una voz femenina en la casa, pronunciando su nombre?
Era la gloria.
Y el peor de los infiernos.
—Mira, admito que pareces una buena persona. A lo mejor hasta eres de las que paras el coche y apartas a las tortugas de la carretera para que nadie las atropelle. Pero esta tortuga en particular está hasta las narices de que le despachurren las tripas en la carretera mientras la gente la atropella sin remordimientos. Solo quiero alejarme del asfalto y esconderme en el bosque, ¿vale?
La vio asentir con la cabeza.
—Te dejaré solo. —Leta carraspeó y retrocedió un paso. Y a él le costó un esfuerzo enorme no estrecharla entre sus brazos—. Pero recuerda que a veces la gente piensa en ti antes que en ellos mismos. A veces pasa.
Aidan resopló al escucharla.
—Claro, claro, y el mundo es un precioso arco iris lleno de cachorritos. Los boy scouts ayudan a las ancianitas a cruzar la calle sin atracarlas y nadie pasa como de la mierda de los gritos de la víctima de un crimen.
—Aidan…
—No. Es imposible creer en el mundo que describes cuando tu propia familia te ha vendido llevada por su crueldad y sus ansias de dinero.
Vio la verdad reflejada en los ojos de Leta antes de que ella saliera de la habitación.
Sí, sabía que era un cabrón. De la misma manera que sabía que había buena gente en el mundo. El problema era que en su mundo no había ninguna. Cuando era pobre, nadie le había echado un cable. La gente había seguido con su vida como si fuera invisible, pero a él no le había importado. Le daba igual ser invisible.
Eso no era del todo cierto. En realidad, había pasado por momentos en los que ansiaba con todas sus fuerzas ser tan invisible como la gente lo hacía sentirse.
Si cerraba los ojos, todavía veía la cara de Heather. Escuchó su risa. Al principio, creyó que perderla sería insoportable. Que lo destruiría.
Pero cuando la cosa llegó a su fin, no la echó de menos. Ni un poquito, lo cual le ayudó a comprender por qué ella había intentado destruirle sin demostrar remordimientos. Porque el amor verdadero no existía. El corazón no era más que otro órgano que se encargaba de bombear la sangre por el cuerpo. No tenía magia. No existía ningún vínculo espiritual entre amigos y familiares.
La gente utilizaba a los demás, simple y llanamente. Esperar otra cosa solo acarreaba una amarga decepción.
No, su vida consistía en eso. Estaría solo hasta que muriera. Sin embargo, en su interior seguía albergando ese sueño estúpido y pueril de tener una familia algún día. Desde que sus padres murieron por culpa de un conductor borracho, había echado de menos la sensación de tener un vínculo estrecho con alguien. De pertenecer a una familia. Sus padres se habían querido con locura y se habían respetado, al menos eso pensaba desde la perspectiva de un niño de siete años.
A saber cuál era la verdad. Tal vez se habían odiado tanto como su hermano lo odiaba a él. Y, al igual que Donnie, lo habían mantenido en secreto.
En cuanto a Heather, esa zorra debería tener uno de los Oscars que le habían dado a él. Había protagonizado una actuación soberbia hasta el final.
Y justo al otro lado de la puerta estaba la primera mujer que había puesto un pie en su casa desde que Heather se había marchado…
—¿Qué más da? —se preguntó entre dientes.
Daba lo mismo una mujer que otra, y seguramente esa fuera el doble de traicionera.
Asqueado por la situación, se tumbó en el sofá y encendió la tele para dejar que La Guerra de las Galaxias lo distrajera de la locura de haber dejado entrar a una desconocida en su casa.
Leta se detuvo al sentir la irresistible y delicada atracción. No había palabras para describir la sensación, pero cada vez que un objetivo humano se dormía, cualquier dios onírico lo sabía al punto. Regresó a la sala de estar con todo el sigilo del que fue capaz y lo encontró en el sofá. Estaba tumbado, con un pie apoyado en el suelo y un brazo sobre la cara.
Ladeó la cabeza y observó la postura, que le resultaba muy atractiva. La desgastada camiseta que llevaba le marcaba los músculos del torso y los abdominales, semejantes a una tableta de chocolate.
La barba de dos días acentuaba la belleza y la fuerza de sus facciones. Parecía vulnerable, pero estaba convencida de que se despertaría de golpe y listo para la lucha si hacía el menor ruido.
Al cerrar los ojos para espiar sus sueños, Leta se dio cuenta de que la ventisca que ella había provocado nublaba su subconsciente. Se arrodilló a su lado y dejó que sus pensamientos vagaran hasta conectar con los de Aidan.
En el plano onírico era una mera observadora que seguía el camino que Aidan marcaba.
En ese momento Aidan estaba junto a la ventana de una casa de playa, cuyos vidrios relucían en mitad de una noche de ventisca. Escuchó las risas y la música procedentes del interior.
Presa de la curiosidad, se colocó junto a él, que estaba observando a los invitados a la fiesta a través de la ventana helada.
—Míralos —le dijo como si no se cuestionara que ella estuviera en sus sueños, con una sonrisa desdeñosa.
Leta frunció el ceño y vio que los invitados brindaban en una cena de Navidad.
—Parecen contentos.
—Sí, como un nido de escorpiones a la espera de matarse los unos a los otros. —Señaló con la cabeza a una mujer delgadita y guapa que estaba al fondo de la sala—. La rubia del rincón es mi ex, Heather. El tío medio calvo sobre el que está sentada es mi hermano Donnie.
La pareja estaba haciéndose arrumacos mientras bebía de la misma copa de vino. Freud se frotaría las manos con los sueños de Aidan, desde luego que sí.
—¿Por qué están juntos? —le preguntó ella.
—Una pregunta muy interesante. Después de que le ofreciera un trabajo a Donnie, Heather se puso hecha una furia. Antes de que me diera cuenta, mi hermano empezó a dorarle la píldora a esa zorra. Lo más curioso de todo es que siempre me decía que no podía verlo ni en pintura. Que era un capullo sin dos dedos de frente que no sabía ni atarse solo los zapatos. —Meneó la cabeza antes de señalar a un hombre de pelo castaño sentado enfrente de Heather y de Donnie—. Ese es Bruce. Era el presidente de mi club de fans y un buen amigo durante años. Mi sobrino Ronald se hizo amigo suyo. Al poco tiempo los dos estaban contando más mentiras de las que mi publicista era capaz de controlar. Lo que me cabrea es que sé lo que mi sobrino piensa de Bruce. Joder, si supiera lo que Ronald dice de él en cuanto se da la vuelta… Ya que estamos, todos lo hacen. No se cortaban a la hora de soltarme lo que pensaban de los demás porque sabían que yo nunca traicionaría su confianza. No he visto un nido de serpientes más traicioneras en la vida. Pero lo que más me extraña es que después de darme la puñalada trapera por envidia, son tan idiotas que se creen a salvo de que alguien se lo haga a ellos. Son imbéciles.
Tras escuchar el comentario, Leta ladeó la cabeza y utilizó sus poderes para espiar sus recuerdos. Tal como acababa de contarle, los ocupantes de esa habitación le habían dicho cosas espantosas de los demás. Habían intentado minar la posición de los otros y habían hecho lo imposible para aferrarse a la fama de Aidan al tiempo que buscaban aislarlo de todo el mundo con la esperanza de conservar su puesto. La idea de que fueran capaces de estar juntos después de todo lo que le habían dicho a Aidan a espaldas de los demás era aterradora.
—No lo entiendo. ¿Por qué hacen esto?
Aidan la alejó de la casa y la guió por la tormenta hasta que estuvieron de vuelta en la cabaña. Una vez dentro, se acercó al escritorio que ella había visto junto a la puerta de la sala de estar. Era un escritorio alto de estilo colonial, adornado con hojas y adornos Chippendale. Lo vio abrir un cajón en silencio y sacar una hoja de papel. Se lo tendió con expresión sombría.
—¿Qué es esto? —preguntó ella. Al abrir la hoja, vio una lista de nombres. Algunos estaban tachados, pero otros tenían estrellas.
—La lista de Donnie. Se había puesto en contacto con todos mis conocidos y amigos para entablar amistad con ellos. Me repetía constantemente que tenía que pagarle todo lo que me pidiera porque si no lo hacía, me arruinaría; al fin y al cabo, mis amigos eran sus amigos. «Me creerán a mí sin dudarlo» —dijo Aidan imitando la que debió de ser la voz de su hermano.
Lo que le estaba contando le resultaba increíble.
—Te estás quedando conmigo.
—No tengo tanta imaginación, la verdad. Todos mis conocidos, desde mi representante hasta mi banquero, están en esa lista. Los nombres tachados son los amigos a los que no pudo convencer con mentiras.
—¿Qué ha pasado con ellos?
—Donnie y Heather los expulsaron de mi vida sin que yo me diera cuenta. Estaba rodando mi última película cuando Donnie despidió a mi contable. Richard llevaba conmigo desde el principio de mi carrera. Al parecer, pasó algo entre ellos que hizo que Donnie lo despidiera y lo echara de mi casa y de la oficina. Ni siquiera me enteré hasta que volví a casa, varias semanas después.
—¿Lo llamaste?
—Estuve a punto, pero me llegaron rumores de las mentiras que estaba soltando a mis supuestos amigos. Más tarde me enteré de que fue la novia de Ronald, por petición de mi sobrino, quien estaba haciendo el papel de mediadora y quien había convencido a Richard para que lo hiciera. Esa zorra hacía de correveidile, soltando mierda a unos y a otros para ver cómo nos peleábamos.
—¿Por qué lo hizo?
—Me lo he preguntado miles de veces y sigo sin tener respuesta —contestó él con un suspiro cansado—. Creo que por eso siempre me han gustado tanto las películas. En una película todo debe tener un sentido. Los personajes siempre deben tener un motivo que justifique lo que hacen. Pero no un motivo cualquiera, sino uno bueno. No pueden ser gilipollas sin más. Si alguien traiciona a un personaje, ese alguien debe tener una razón creíble y sólida para hacerlo. Por desgracia, la vida real no es así. La gente traiciona a los demás porque se ofenden al ver que los miras mal cuando en realidad estás fatal por culpa del estreñimiento o porque no les gustan los zapatos que llevas. Dan asco.
Leta volvió a mirar la lista de nombres que tenía en la mano. Era incapaz de creer que la gente fuera tan fría. Tan intrigante. Seguro que Aidan estaba ocultando algo.
¿O no?
Seguro que había hecho algo para merecérselo. Sin embargo, cuando utilizó sus poderes para analizar la situación, se dio cuenta de que no había sido así. A diferencia de su hermano y de su sobrino, Aidan había sido en extremo generoso, tremendamente cariñoso. Por desgracia, había depositado su amor y su confianza en gente que no se lo merecía.
—Y la razón —siguió Aidan— es que mi hermano sentía envidia; así de simple. Quería mi vida e hizo todo lo posible por apoderarse de ella. Puso a Heather de su parte y la metió en su cama. Después se pasó un tiempo cortejando a mis fans, aunque al mismo tiempo los estuviera enfrentando más que apaciguándolos. Sea por lo que sea, creyó que podría utilizarlos para chantajearme o para robarme dinero. Pero se le olvidó que no he llegado a donde estoy acobardándome y escondiendo la cabeza en la arena. Además, tampoco era la primera persona que intentaba arruinarme y dudo mucho que sea la última. Pero he salido de esta. Y hace falta mucho más que sus absurdas mentiras para derrotarme.
Leta sintió deseos de llorar al escuchar la determinación que vibraba en el interior de Aidan. Al sentir su dolor. De repente, la invadió una oleada de admiración por él. Era la personificación de la fuerza.
Era íntegro y honesto, a pesar de tener que enfrentarse a todo ese odio y a tanta hostilidad.
—¿Por qué estás aquí conmigo? —le preguntó él al tiempo que le cogía la barbilla con los dedos y la miraba con intensidad.
Se le ocurrieron varias mentiras, pero no quería mentir a un hombre que ya había soportado demasiada falsedad. Y como estaban en un sueño, tampoco había necesidad de hacerlo.
—Tu hermano ha invocado a un demonio para matarte.
Aidan se echó a reír.
—Lo digo en serio. Sé que parece una locura, pero tu hermano ha encontrado la manera de invocar a un dios del dolor y sacarlo de su parálisis para ordenarle que te torture y te mate.
—Y tú has venido a salvarme. —Volvió a reír, pero se puso serio al instante—. ¿Por qué?
—Es mi trabajo.
La expresión de su apuesto rostro le indicó que no la creía.
—Así que vas por ahí siguiendo al dios del dolor para proteger a sus víctimas. ¿Qué eres, el hada analgésica?
—Algo parecido.
Lo oyó resoplar.
—Recordar para cuando me despierte: nada de cerveza con el estómago vacío. Esto es mucho más retorcido que cuando soñé con un burro y un sacacorchos.
—¿Un burro y un sacacorchos? —preguntó ella con el ceño fruncido.
—No nos conocemos lo suficiente para que te cuente los detalles.
Antes de que pudiera hacerle más preguntas, Leta tuvo un mal presentimiento. Miró a su alrededor, pero la cabaña era la misma en el plano onírico que en el plano mortal.
—Aidan…
Apenas había pronunciado su nombre cuando Algos lo agarró por la espalda y lo lanzó contra el suelo.