2

Era otro gélido día en el infierno, en opinión de Aidan O’Conner. Las cosas nunca cambiaban, pero eso le gustaba.

Al menos todo siguió igual hasta que su móvil comenzó a sonar. Lo cogió de la encimera para ver quién lo llamaba, e hizo ademán de volver a soltarlo. Sin embargo, era Mori, su representante, y si no contestaba, este se pondría hecho un manojo de nervios.

Cosa que definitivamente no necesitaba, dado su estado de ánimo.

Utilizó la barbilla para abrir el móvil mientras bajaba el volumen del equipo de música. Estaba escuchando un CD de Bauhaus.

—Hola, Mori.

—¡Hola, Aidan! Estaba preocupado por ti.

«Sí, claro», pensó. Lo único que le preocupaba a Mori era el cobro de su siguiente cheque. El muy cabrón era igualito que todos los demás: avaricioso, egoísta, narcisista y estaba ansioso por arrancarle un trozo de carne.

Escuchar esa vocecilla aguda diciéndole qué tenía que hacer le alegraba el día…

—Tengo otra oferta para ti. Están dispuestos a llegar a los treinta y cinco millones de dólares más un buen pellizco de los beneficios y, hazme caso, con el elenco de esta película habrá suficientes beneficios para arrancarte una sonrisa de oreja a oreja, señor Scrooge.

Aidan recordó una época pasada en la que una oferta así le habría puesto los ojos como platos. Una época en la que todo ese dinero le habría parecido un sueño inalcanzable.

Y, al igual que todos los sueños, ese también había acabado hecho añicos.

—Te he dicho que no me interesa.

Mori resopló.

—¡Claro que te interesa!

—No, Mori.

—¡Venga ya! No puedes seguir ahí escondido en la montaña. Tarde o temprano tendrás que regresar al mundo real. Y esta sería la ocasión perfecta para hacerlo. Piensa en el dinero que estarás despreciando si no lo haces.

Saltó hasta la canción «Crowds»[1] y dejó que le recordara por qué no le interesaba en absoluto volver a Hollywood… ni salir de Know Creek, en Tennessee, ya puestos. No le gustaba la gente y le repateaba la idea de volver a hacer una sola película más.

—Te lo agradezco, pero no. Con los cien millones de dólares que tengo en el banco, no necesito volver a la realidad.

Mori gruñó asqueado.

—¡La madre que te parió, Aidan! Llevas tanto tiempo alejado del mundo del cine que es una suerte que alguien quiera contar contigo. Ni las revistas del corazón se acuerdan ya de ti.

—¿En serio? —repuso al tiempo que cogía el montón de revistas que había sobre la mesita auxiliar. Las había comprado la semana anterior en el supermercado. Su rostro aparecía en todas las portadas—. Es curioso, porque resulta que soy la comidilla de la prensa del corazón. Especulan con lo que me ha pasado. Desde un accidente de tráfico que me ha dejado desfigurado, pasando por una abducción y por un secuestro perpetrado por una fan enloquecida. ¿Sabes cuál es mi preferida? Una según la cual me he sometido a un cambio de sexo en una clínica suiza. Me gusta mucho la foto retocada con Photoshop en la que aparezco con un vestido. Aunque, si te soy sincero, creo que si me vistiera de mujer, me parecería más a Alexis Mead, ya sabes, la actriz de Betty, la Fea, que a este yeti peludo que han puesto aquí.

Mori soltó un taco.

—No me estarás vacilando, ¿verdad? Esto no es un truco para sacarle más dinero al estudio. Lo de retirarte va en serio.

—Sí, Mori. Lo he dejado definitivamente. Quiero volver a ser un tío normal y corriente, un desconocido.

—Un poco tarde para eso —se burló Mori—. No hay una sola persona en el mundo con más de dos días de vida que no conozca la cara y el nombre de Aidan O’Conner. ¡Por Dios, si consigues más portadas que el presidente!

Y por eso Aidan no tenía la menor intención de abandonar la cima de esa montaña a menos que fuera para buscar comida, cerveza y quizá, una vez al año, para echar un polvo. O tal vez, dada su experiencia, se decidiera por comprar alguna muñeca hinchable… Había visto unas por internet que parecían de tecnología punta.

—Cualquier cosa que digas me entra por un oído y me sale por el otro. Además, ¿no decías que me habían olvidado?

Aunque Mori se encontraba en su despacho, al otro lado de la línea, era evidente que estaba hirviendo de furia.

—Lo tuyo es muy fuerte. No te entiendo, tío, de verdad que no. Podrías tener el mundo a tus pies si lo quisieras. Lo tienes ahí, esperándote.

Como si le importara… ¿Para qué conquistar el mundo si la única opción posible era defenderse de todos sus habitantes? A título personal, preferiría ser un mendigo sin un solo amigo antes que un príncipe rodeado de asesinos hipócritas.

—Voy colgar, Mori. Ya hablaremos en otro momento.

Cortó la llamada y tiró el móvil sobre la encimera, donde cayó sobre otra foto suya retocada con una peluca cutre y un vestido. ¡Por Dios! En otra época ver algo así lo habría cabreado tanto que habría tardado días en tranquilizarse.

Sin embargo, eso fue antes de que lo traicionaran de una forma tan atroz que desde entonces era insensible a todo. A diferencia de la tormenta que había superado, ese tipo de ataques no eran personales y no estaban perpetrados por personas que en otro tiempo consideró su familia. Esos ataques eran sencillamente ridículos.

Abrió la lata de cerveza y la alzó para brindar en dirección a su «familia», cuyas fotos descansaban sobre la repisa de la chimenea junto a sus cinco estatuillas.

—Que os jodan a todos —dijo con desprecio.

Sin embargo, sabía muy bien que el único jodido era él. Había depositado su confianza en las personas equivocadas, y en esos momentos se encontraba solo, con su vida destrozada. Y todo porque se atrevió a quererlos mucho más de lo que se había querido a sí mismo.

En el reino de dolor que era la existencia, él era el rey de los sufridores.

Dos años antes se desvivía por esos cabrones de las fotos e incluso habría muerto por ellos. Les había dado todo lo que tenía para que disfrutaran de una vida mejor que el infierno donde él había crecido.

Y, aunque llegó a tal punto que lo único que le faltó fue darles su propia vida, nada había sido suficiente para ellos. Porque eran unos mentirosos egoístas. Nunca se contentaban con los regalos extravagantes que él les hacía, de modo que comenzaron a robarle, y cuando se atrevió a echarles en cara los robos, se lanzaron sobre lo único que le quedaba: su reputación y su profesión.

Sí, la gente estaba podrida, y ya se había hartado de aguantar a tanto Judas. Ya no toleraba que lo utilizaran y que se aprovecharan de él.

No quería tener nada que ver con el mundo ni con sus habitantes.

Desvió la mirada hacia la escopeta que tenía en un rincón y que usaba para librarse de las serpientes y de los osos. Dieciséis meses antes la había cargado con la intención de suicidarse y poner fin a su sufrimiento de una vez por todas. Desechó la idea al caer en la cuenta de que así les daría la satisfacción de saber hasta qué punto lo habían debilitado.

No, él era un hombre fuerte. Había llegado a ese mundo solo y seguiría solo, defendiéndose hasta el día en que Dios tuviera a bien llevárselo consigo. Antes muerto que dejar que algún imbécil de mierda se aprovechara de él. Después de haber luchado con uñas y dientes para salir de la pobreza y llegar a donde había llegado, no iba a tirarlo todo por la borda por culpa de unos cabrones rastreros.

Aunque no había sido él quien comenzó la batalla, sí fue quien le puso fin.

«La confianza del inocente es la herramienta más utilizada por el mentiroso.»

Dio un respingo al recordar la frase, sacada de su novela preferida de Stephen King. En su caso, la frase había resultado cierta. Y nadie había sido tan inocente como él. Por culpa de su familia, su ingenuidad había acabado sacrificada en el altar de la traición.

Pero una y no más, santo Tomás. De él, ya solo quedaba un hombre tan fuerte que jamás volvería a permitir que nadie se le acercara. Había desterrado la confianza. Había desterrado la ternura. Y pagaba al mundo con su misma moneda: con ira, con odio y con veneno. Ese era el motivo por el que tenía sus fotos sobre la repisa; para recordar lo hipócrita y falsa que era la gente.

Perdió el hilo de sus pensamientos al oír unos golpecitos. Unos golpecitos que parecían proceder de la puerta principal.

No. Era imposible. Estaba demasiado alejado del mundo. Nadie tomaba nunca el solitario camino de tierra que llevaba hasta su cabaña. Ladeó la cabeza y aguzó el oído, pero no escuchó nada.

Así que resopló.

—Y ahora oigo cosas…

Acababa de dar un paso cuando volvió a oír el mismo ruido. Tal vez hubiera algún tablón suelto golpeando la puerta. Dio media vuelta y regresó al salón.

—¿Hola? —dijo una voz femenina.

Frunció el ceño al oírla. ¡Joder! Lo último que quería a su lado en mitad de la montaña era a una mujer. Abrió la puerta y descubrió a un bulto blanco que resultaba irreconocible bajo las capas de ropa.

—Fuera de mi propiedad —masculló.

—P-por favor. Me estoy congelando y se me ha averiado el coche. Necesito llamar por teléfono para pedir ayuda.

—Usa tu móvil. —Y le cerró la puerta en las narices.

—No tengo cobertura —replicó ella con una voz débil y dulce que lo atravesó como un cuchillo.

«No te atrevas a compadecerte de ella, imbécil. Nadie se compadece de ti. Compórtate con ella de la misma manera en que se han comportado contigo. Con odio. Con desprecio.»

Desvió la mirada hacia las fotografías de la repisa.

—Por favor. Me estoy congelando. Ayúdame, por favor.

«Si no haces nada, se va a congelar. Y su muerte recaerá sobre tu conciencia.»

«¿¡Y qué!? Que se muera, por idiota. El darwinismo es una de las mejores formas de morir…»

Sin embargo, por mucho que su ira lo azuzara y pese a la insistencia de la voz de su conciencia en llamarlo imbécil, no podía dejarla morir allí fuera.

«Eres tonto del culo», se recriminó.

—Diez minutos —masculló al abrir la puerta de nuevo—. Nada más. Después te quiero fuera de mi casa.

—Gracias —repuso ella mientras entraba.

Aidan la observó acercarse a la chimenea con cara de asco. Acababa de dejarle el parquet hecho un desastre.

—No ensucies nada.

—Lo siento —dijo ella con la voz ahogada por la bufanda rosa de lana con la que se cubría la boca y la nariz. Lo único que se apreciaba de su cara eran sus ojos, tan azules que parecían brillar—. Hace muchísimo frío ahí afuera.

—Me importa un pimiento —dijo él entre dientes mientras se acercaba a la encimera en busca del móvil, que le tendió tras volver a su lado—. No te entretengas demasiado.

La mujer se quitó los guantes blancos de piel y dejó a la vista unas elegantes manos enrojecidas por el frío. Se quitó la bufanda, tiritando.

Aidan se quedó sin respiración al ver su cara, asaltado por una oleada de lujuria brutal. Era preciosa, de facciones angulosas y aristocráticas. Pero lo más sorprendente fue que se trataba de la misma mujer que había aparecido en su sueño para librarlo de la lluvia.

Qué cosa más rara…

Sin decir palabra, la chica cogió el móvil y marcó.

La observó, incapaz de moverse. ¿Qué probabilidades había de que una persona desconocida salida de sus sueños apareciera en su puerta y le pidiera el teléfono? Una mujer cuyo rostro llevaba torturándolo todo el día.

«Deberías jugar a la lotería.»

La chica cerró el teléfono y se lo devolvió.

—El tuyo tampoco funciona.

—Y una mierda. —Lo abrió y descubrió que era cierto. No había cobertura. Extrañado, miró el aparato con el ceño fruncido—. Pero si acabo de hablar hace un momento…

Ella se encogió de hombros y se volvió para quedar frente al fuego.

—Parece que nos persigue la mala suerte.

—Yo no tengo mala suerte. Vivo aquí. Tú eres la que lo llevas crudo, porque no vas a quedarte.

La chica lo miró con la boca abierta.

—¿De verdad vas a echarme de tu casa en mitad de una ventisca?

—¿Qué ventisc…? —replicó con voz burlona, aunque dejó la frase en el aire cuando miró hacia el exterior y vio que decía la verdad. Había una tormenta de nieve. ¿Cuándo había empezado?—. Esto es increíble —masculló. Aunque dada la suerte que tenía, no era de extrañar.

Su tío siempre le había dicho que había nacido estrellado. Nadie había imaginado nunca hasta qué punto había dado en el clavo.

La chica clavó sus penetrantes ojos en él.

—¿Me voy?

«¡Sí!», gritó una parte de su alma, que lo instaba a echarla a empujones antes de cerrar la puerta con llave. La misma parte de su alma que habían vapuleado hasta dejarla al borde del suicidio.

Sin embargo, y precisamente por su propia experiencia, no era capaz de dejarla morir. Al contrario que él, esa chica tendría a alguien en algún lugar que lloraría su muerte en caso de que se produjera. Genial por ella.

La desconocida lo miró con una expresión que no tendría nada que envidiarle a la gélida temperatura del exterior antes de colocarse de nuevo la bufanda y echar a andar hacia la puerta.

—No seas imbécil —masculló él—. No puedes salir.

La chica le lanzó una mirada severa y se apartó la bufanda de la boca.

—No me gusta nada quedarme donde no soy bien recibida.

—¿Quieres que mienta? —le preguntó él, antes de echar mano de las dotes interpretativas gracias a las cuales había conseguido los cinco premios de la Academia—. ¡Nena, por favor, no te vayas! ¡Quédate conmigo! Te necesito. No puedo vivir sin ti.

Leta enarcó una ceja al escucharlo. Su voz carecía del deje sarcástico que estaba segurísima que subyacía bajo sus palabras. Si supiera que acababa de decir la verdad… La necesitaba porque ella era lo único que se interponía entre la muerte y él.

—Qué bonito. ¿Lo ensayas a menudo?

—No mucho. Normalmente me importa una puta mierda que la gente se muera.

—¡Huy! —exclamó ella con voz sensual—. Acabas de ponerme la piel de gallina. Me encanta cuando un hombre me dice cosas bonitas.

—Se te nota —replicó él al tiempo que se rascaba el mentón y señalaba con un gesto el perchero situado junto a la puerta—. Deja ahí el abrigo hasta que la ventisca pase o hasta que vuelva la cobertura.

Leta se despojó del abrigo y de la bufanda, tras lo cual se quitó el gorro y lo metió en el bolsillo del abrigo.

—¿Para qué quieres la escopeta?

—Te mentiría si te dijera que la uso para espantar a las serpientes y a los osos; más bien es para espantar a los intrusos.

—¡Hala, si tengo a Dexter aquí delante! —exclamó, refiriéndose al asesino protagonista de la serie de televisión del mismo nombre que M’Adoc le había mostrado—. Estoy impresionada. Puesto que esto no es Miami y no arrojas los cadáveres al mar por la borda de tu barco, ¿dónde los escondes?

—Debajo del cobertizo de atrás.

—Genial. —Sonrió—. Eso explica el hedor que noté mientras subía por el camino.

La mirada de Aidan se iluminó como si la encontrara entretenida.

—Huele mal, sí, pero es la fosa séptica. No soy tan imbécil para tirar los cadáveres tan cerca de casa. Atraerían depredadores. Así que dejo los cuerpos en el bosque para que se los coman los osos.

—¿Y qué haces cuando están hibernando?

Él se encogió de hombros.

—Se los comen los coyotes.

Era rápido, sí, no podía negarlo.

—En fin, supongo que lo mejor será que me dispares y que acabemos con esto pronto. Los coyotes estarán muertos de hambre con la que está cayendo.

Su aparente falta de miedo desconcertó a Aidan.

—No estás asustada, ¿verdad?

—¿Debería estarlo?

—Estás atrapada en medio del bosque durante una tormenta de nieve con un hombre al que no has visto en la vida. Mi vecino más próximo vive a unos diez kilómetros. Podría hacerte cualquier cosa que se me antojara y nadie lo sabría nunca.

Ella volvió la cabeza para mirar la escopeta, que seguía en su rincón.

—Cierto, pero yo estoy más cerca del arma.

—¿Crees que la alcanzarías antes que yo?

Leta lo miró antes de fruncir la nariz. No sabía por qué, pero estaba disfrutando con el toma y daca, cuando en realidad no debería disfrutar con nada.

—Creo que soy capaz de vérmelas contigo, Dexter. Al fin y al cabo, tú sabes tanto de mí como yo de ti. ¿Y si fuese una asesina en serie a la fuga? Podría tener un cadáver en el maletero del coche, esperando a que lo enterrara.

El hecho de que le siguiera la corriente tenía a Aidan intrigado. Siempre había admirado el valor en los demás, y esa chica parecía ir sobrada.

—¿Eres una asesina en serie?

Ella alzó la barbilla.

—Tú primero, Dexter. ¿Quién eres y qué haces aquí arriba solo?

Aidan rodeó la encimera para acercarse. Cuando estuvo frente a ella, le tendió la mano.

—Aidan O’Conner. Antes era actor, pero seguro que ya lo sabes.

Ella se encogió de hombros.

—No me suena. Soy Leta.

—Leta y ¿qué más?

—Leta y ya está. —Titubeó un instante antes de aceptar su mano y darle un apretón—. Encantada de conocerte, Dexter.

Aidan la observó con atención. Su ropa de abrigo blanca, aunque bonita, no parecía cara. Y tampoco decía nada sobre ella salvo que se había visto sorprendida por una ventisca. No llevaba joyas ni nada que aportara algún dato sobre su personalidad. Era una hoja en blanco.

—¿A qué te dedicas, Leta?

—Soy guardaespaldas.

La inesperada respuesta le arrancó una carcajada.

—Lo que tú digas.

La vio menear la cabeza despacio.

—En serio. Conozco setenta y dos formas de matar a un hombre, y con sesenta y nueve de ellas el resultado parece fruto de un accidente.

Eso debería acojonarlo, pero en cambio despertó su curiosidad.

—¿Y qué hace una guardaespaldas en el culo del mundo? ¿Te ha contratado Mori para que me protejas de mi hermano?

—No conozco a ningún Mori. Ahora mismo estoy de descanso entre asignación y asignación, y me apetecía cambiar de aires. Me enteré de que había trabajo en Nashville y me pareció un buen sitio para empezar de nuevo. Así que aquí me tienes, atrapada en una ventisca con un… asesino en serie. Parece el argumento de una película de terror, ¿a que sí?

Su respuesta no lo convenció.

—¿Cómo es posible que pertenezcas al gremio sin conocerme? Según acaban de decirme, mi cara es una de las más famosas del mundo.

—¡Vaya! Solo por curiosidad, ¿ese enorme ego te deja sitio en el colchón?

—No es ego. Es la verdad.

—Bueno —repuso ella, cruzando los brazos por delante del pecho—, ¿se recuperará tu masculinidad del daño sufrido si admito que te conozco y que me importa un comino? A ver si así zanjamos el tema y consigo que me prepares un bocadillo o cualquier cosa para comer.

Aun así, Aidan insistió:

—¿Me conoces de verdad?

—Sí, Dexter —respondió ella con un deje sarcástico—. Sé quién eres. ¿Ya estás contento?

«No mucho», contestó para sus adentros. Su sarcasmo echaba por tierra la satisfacción de estar en lo cierto. Y, además, había logrado que lo viera todo rojo.

—¿Y por qué me has mentido?

Leta comprendió que acababa de cometer un gran error. Ese hombre había sufrido demasiadas mentiras y saltaba a la vista que tendría que ser lo más sincera posible si quería quedarse.

—En fin, como estás aquí aislado en mitad de la nada, he supuesto que no te interesa que la gente te reconozca como el actor famoso que eres, aunque te digo una cosa: los Oscars de la repisa te delatan.

—¿Eres periodista? —le preguntó él. Tenía un tic nervioso en el mentón.

Leta puso los ojos en blanco al escucharlo.

—No. Ya te he dicho lo que soy: guardaespaldas.

—¿Tienes alguna prueba que lo demuestre?

—Pues no, pero ¿por qué iba a mentirte?

La pregunta lo enfureció aún más.

—Ya me has mentido al decirme que no me conocías. Puedes mentir sobre cualquier cosa. La gente miente sin motivo todos los días.

—Pero no te estoy mintiendo cuando te digo que tengo hambre. —Señaló con la mano el trozo de pan que descansaba sobre la encimera. Uno de los problemas con los que se encontraban los Cazadores Oníricos al entrar en el plano mortal era que se pasaban el día famélicos. Justo en ese momento sintió un doloroso espasmo en el estómago—. ¿Te importaría tirarme un trozo de pan antes de seguir con el interrogatorio? ¿Tengo que lamerte el culo para que saques la mantequilla de cacahuete?

Aidan cogió el pan y se lo lanzó. Ella lo atrapó con una mano.

—La mantequilla de cacahuete está en la despensa —dijo, señalando el armarito situado junto al frigorífico.

Recelosa, lo miró con los ojos entrecerrados antes de acercarse para abrir la puerta y echar un vistazo a sus provisiones. Tardó unos segundos en dar con la mantequilla de cacahuete, la cual dejó sobre la encimera con cara de pocos amigos.

—¿Y un cuchillo?

—En el cajón que tienes delante.

Después de abrirlo, giró el cuchillo en la mano con una habilidad que dejó bien claro que no estaba mintiendo con respecto a su ocupación.

—¿Quién fue tu último cliente? —preguntó Aidan, que cruzó los brazos por delante del pecho.

—Terrence Morrison.

La respuesta le hizo fruncir el ceño.

—¿Quién?

—Un playboy millonario que cometió el error de poner sus bolas en la mesa de billar equivocada.

Aidan se imaginaba los problemas que ese error podía ocasionar a cualquier hombre, dependiendo por supuesto de la identidad del legítimo dueño de la mesa de billar en cuestión.

—¿Por qué lo dejaste?

Leta untó una rebanada de pan con mantequilla de cacahuete.

—Me encargué de la persona que lo acosaba. Muerto el perro, se acabó la rabia. —Dio un bocado al pan con expresión ufana—. ¿Algo más que te apetezca saber? ¿Quieres mis radiografías dentales, mis huellas dactilares? ¿Un escáner de retina?

—Me conformo con una muestra de orina.

Ella puso los ojos en blanco.

—¿Qué taza puedo usar?

Sus réplicas y la conformidad que demostraba con el interrogatorio y con su elección de palabras lo tenían intrigadísimo.

—¿No hay nada que te desconcierte?

—Me gano la vida luchando con otras personas. ¿De verdad crees que voy a asustarme por mear en una taza?

Ahí había dado en el blanco… Siempre y cuando no estuviera mintiendo con respecto a su ocupación, claro.

Sin mediar palabra, Aidan sacó una taza de un armarito y se la ofreció.

—Estás de coña, ¿verdad? —le preguntó ella, boquiabierta—. ¿En serio quieres una muestra de orina?

La pregunta le arrancó una sonrisa.

—La verdad es que no. He pensado que a lo mejor tienes sed. Las bebidas están en el frigorífico.

Por primera vez desde que entró en su casa, Leta vio una expresión de alivio en el rostro de él antes de que se acercara al frigorífico para servirse una taza de leche.

—Gracias por ser tan compasivo.

—Sí —repuso él con acritud—. Que no se te olvide devolverme el favor.

—¿Qué quieres decir?

Él se encogió de hombros.

—Según mi experiencia, la gente se limita a aceptar lo que los otros le dan. A la mayoría le importa un pepino ayudar a los demás.

—Pero la gente te sorprende en ocasiones.

—Sí, tienes razón. No deja de asombrarme la cantidad de puñaladas traperas que somos capaces de dar.

Leta meneó la cabeza.

—¡Uf, qué cínico eres!

No sabía hasta qué punto, pensó él. Pero además, con todo el derecho del mundo a serlo. Llevaba tantos puñales clavados en la espalda que visto de perfil parecía un estegosaurio.

—A ver, vamos a ponerte como ejemplo —dijo, señalándola con una mano—. ¿Proteges a la gente porque lo necesitan o porque te pagan por hacerlo?

Leta titubeó al escuchar la pregunta. En realidad no le pagaban por hacer lo que hacía, pero Aidan no se tragaría que un humano fuera tan altruista. De modo que se decantó por una verdad a medias.

—Tengo que ganarme las habichuelas.

—Acabas de darme la razón. La gente es capaz de asestarte una puñalada trapera para ganarse sus cuartos y después seguir con su vida sin importarle lo que te pase.

Leta soltó el aire muy despacio al ver en ese arranque de ira lo mismo que M’Adoc había visto en el suyo. La furia que lo embargaba lo dominaba hasta convertirlo en un ser irrazonable y se negaba a abandonarlo. Y lo peor era la determinación con la que se aferraba a esa furia. Porque distorsionaba la realidad que lo rodeaba hasta el punto de no permitirle ver nada más.

—Sí, hay gente despreciable ahí fuera, pero te aseguro que no todos son así. La humanidad comete tantas atrocidades como actos de bondad.

Aidan puso cara de asco.

—Perdóname si no estoy en absoluto de acuerdo contigo. —Meneó la cabeza como si el simple hecho de verla lo disgustara—. Me sorprende que a estas alturas de tu vida nadie te haya quitado las gafas rosa que llevas puestas y te las haya metido por el cu…

Leta alzó las manos en gesto de rendición para interrumpir su exabrupto.

—Tú tienes derecho a expresar tu opinión y yo tengo derecho a no escucharla.

Eso lo cabreó todavía más. Se apartó de la encimera y echó a andar hacia la puerta.

—Me sacas de quicio. Podría haberme tocado un mudo, ya que tengo que abrir las puertas de mi casa a alguien. —Cogió la escopeta y enfiló el pequeño pasillo que conducía a su sala de estar—. No te acomodes demasiado. Te quiero fuera de aquí en cuanto el tiempo mejore.

Leta clavó la mirada en la escopeta que llevaba en las manos.

—¿Tan poco te fías de mí?

—No me fío ni un pelo. —Y con esa respuesta, se encerró en la sala de estar y la dejó en la cocina.

Ella inspiró hondo mientras percibía la hostilidad que irradiaba Aidan. Bien.

Por el momento Algos no había logrado irrumpir en el plano humano. Aunque no tardaría demasiado en hacerlo.

Lo habían invocado para matar a Aidan y haría todo lo que estuviera en su mano, que era considerable, para llevar a cabo su cometido. No habría modo de obligarlo a desistir.

Lo que significaba que no disponía de mucho tiempo para aumentar sus poderes alimentándose de la furia de Aidan. Frunció el ceño al sentir una punzada de culpa. Puesto que era una Cazadora Onírica, no debería sentir nada en absoluto; sin embargo, no podía pasar por alto esa parte de sí misma que no quería hacer daño a Aidan después de saber lo afectado que estaba por la traición de su familia.

«Es por su propio bien», se recordó.

Qué extraño era que tanto los dioses como los humanos recurrieran a ese dicho para justificar la brutalidad.

Zeus había utilizado las mismas palabras cuando ordenó que los Cazadores Oníricos fueran despojados de todas sus emociones, después de haberlos castigado a todos por un crimen que cometió un solo individuo. Y ni siquiera había sido un crimen en toda regla. Todo comenzó como una broma para hacer saber a don Lanzarrayos que no debía tomarse las cosas tan a pecho. Sin embargo, y en vez de reírse, Zeus abusó de sus poderes para castigar a todos aquellos que no estuvieran de acuerdo con él.

Los dioses oníricos acabaron siendo víctimas del fuego cruzado. El temor de Zeus a que lo depusieran y la rabia de saberse el hazmerreír de los demás lo llevaron a castigarlos a todos. Qué pena tener que vivir con semejante paranoia.

No obstante, el complejo de dios de Zeus no tenía nada que ver con ella. Lo importante era concentrarse en salvar la vida de Aidan y en matar a Algos a toda costa.

Recordó las carcajadas del dios y sus burlas.

«Soy Algos. Soy eterno. Y tú eres insignificante, Leta. Nunca me vencerás», le había dicho.

De momento había acertado. No lo había vencido, pero lo había herido.

Su arrogancia sería el instrumento que ella utilizaría para doblegarlo y Aidan, el martillo que necesitaba para clavarle la estaca entre los ojos.

Con esa firme decisión, fue en busca de Aidan para enfurecerlo un poco más.