Leta contemplaba totalmente desconcertada el día a día del mundo humano en los espejos que la rodeaban. Su mirada volaba de un espejo al siguiente mientras intentaba interpretar las fluctuantes imágenes en las que aparecían personas de todas las partes del mundo. Comenzaba a sospechar que había cometido un gravísimo error al mantenerse en estado de parálisis a la espera de que Algos despertara. Todo había cambiado.
Todo.
Había artilugios, una especie de máquinas, muy complicados que no sabía ni para qué servían. ¡Y las lenguas habían cambiado una barbaridad! Tenía que concentrarse muchísimo para comprender las palabras. Se hablaba con demasiada rapidez y con muchos coloquialismos, además de jergas, que escapaban a su comprensión. El mero hecho de intentar comprenderlo le provocaba dolor de cabeza.
—Tómate tu tiempo.
Se volvió al oír tras ella a su hermano M’Adoc. Para ser una criatura a la que habían privado brutalmente de sus emociones, sintió que se alegraba mucho de verlo. Fue una punzada de alegría contenida que apenas era una sombra de la emoción real. Sin embargo, era mejor sentir emociones residuales que no sentir nada.
M’Adoc era alto y delgado como ella. Moreno, de pelo rizado y con unos ojos azules tan brillantes y claros que resultaban fosforescentes.
Leta le tendió la mano.
—Me alegro de volver a verte, hermano.
M’Adoc le cogió la mano y se la llevó a los labios, momento en el que la mirada de Leta pareció suavizarse un tanto. Dio un respingo cuando por su mente pasó una fugaz e inesperada imagen en la que vio a M’Adoc siendo torturado. A pesar de los miles de años transcurridos desde aquel entonces, todavía podía oír los alaridos de su hermano.
Y los suyos propios.
M’Adoc la estrechó entre sus brazos como si le hubiera leído el pensamiento. Le acarició la cara con una mano y la instó a apoyar la cabeza en su hombro. Jadeó mientras su hermano le transmitía el conocimiento necesario para comprender los cambios que había sufrido el mundo humano y su funcionamiento.
—Te has impuesto una tarea hercúlea, hermanita —susurró M’Adoc contra su pelo—. Deberías haberte quedado con nosotros en lugar de mantenerte aislada.
—No podía.
Había sido demasiado doloroso verlos a todos carentes de emociones, sobre todo porque recordaba perfectamente cómo eran antes de que Zeus los castigara. La única emoción que Zeus les dejó a los dioses oníricos fue el dolor, porque así podía controlarlos y castigarlos. Y ese dolor sin fin la había corroído hasta dejarle un agujero en su interior.
La había obligado a vivir en un mundo frío, y fue precisamente eso lo que la empujó a contentarse con pasar la eternidad durmiendo.
Se alejó de M’Adoc para poder mirarlo a los ojos.
—Tengo que detenerlo.
—Algos no es el único dios del dolor. El sufrimiento es una constante en nuestro mundo y en el mundo de los humanos.
—Lo sé. Pero él es la máxima expresión del dolor. No se contenta con hacer gritar a sus víctimas. Las destruye en cuerpo, mente y alma. Tú no estuviste allí, hermano… no lo viste.
No obstante, M’Adoc se estremeció como si en realidad pudiera leerle la mente.
—Cada cual hace lo que cree que debe hacer. Respeto tus decisiones. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con ellas. —Su mirada se tornó severa—. Algos te matará a la menor oportunidad.
Leta esbozó lo que podría pasar por la sombra de una sonrisa torcida.
—Estoy deseando luchar contra él y estrujarle el corazón mientras lo mato.
M’Adoc inclinó la cabeza.
—En ese caso, te dejo con tus planes de venganza… no sin antes darte un consejo.
—¿Cuál?
—Lo que nos destruye no es el dolor que otros nos infligen —respondió M’Adoc con expresión atormentada—. Lo que nos destruye es el dolor que llevamos en nuestros corazones. No hagas tuya la ira del humano. Podrías volverte loca. —Y con esas sabias palabras, se desvaneció.
Leta inspiró hondo mientras sopesaba lo que M’Adoc le había dicho. Sabía que tenía razón. Sin embargo, saber algo y ponerlo en práctica eran dos cosas muy diferentes. Necesitaba la ira de Aidan. La quería.
Cerró los ojos y se concentró en el objetivo de Algos.
Aidan.
Estaba dormido en su cama, soñando que se encontraba perdido en una terrible tormenta. Empapado, caminaba a duras penas bajo la lluvia. Respiraba con dificultad y la ira desfiguraba su apuesto rostro.
Su actitud la desconcertó. Igual que la desconcertó su fuerza de voluntad, que lo llevaba a seguir adelante a pesar de que los rayos caían prácticamente a su lado. La electricidad estática provocada por las descargas le había puesto el pelo de punta. Sus severas facciones poseían una feroz determinación que lo impulsaba a continuar.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Leta traspasó el umbral y se colocó a su lado en el sueño.
Aidan se quedó petrificado cuando reparó en su presencia. Leta lo observó con curiosidad bajo el frío asalto de la lluvia que le empapó el pelo hasta dejárselo pegado al cuerpo. En ese estado las emociones del humano estaban por completo expuestas a su escrutinio. Sentía toda su rabia por la traición.
Su sed de venganza insatisfecha.
Unas emociones tan parecidas a las suyas que alimentaron sus poderes y le devolvieron la capacidad de sentir hasta tal punto que la dejaron dolorida.
Aidan se apartó los brazos del pecho, donde los tenía cruzados, y la miró con sus ojos gélidos y penetrantes.
—¿Quién eres?
—Una amiga —susurró ella, congelada por culpa de las ráfagas de viento que comenzaron a azotarlos en ese momento.
—Yo no tengo amigos —replicó Aidan con una amarga carcajada—. No quiero ninguno.
—En ese caso, he venido para ayudarte.
Él soltó un resoplido desdeñoso.
—Para ayudarme… ¿a qué? ¿A congelarme? ¿O planeas dejarme aquí plantado en mitad de la tormenta hasta que un rayo me mate?
Leta chasqueó los dedos y la lluvia cesó al instante. Las nubes se apartaron para dejar paso al sol, cuyos rayos iluminaron el yermo paisaje y lo colorearon con pinceladas de un color verde brillante y amarillo.
Aidan no se dejó impresionar.
—Bonito truco.
Era un hombre duro, y esa muestra de cinismo la llevó a preguntarse qué le habría sucedido para acabar así.
—¿Por qué has invocado la lluvia? —le preguntó mientras usaba sus poderes para secarse y secarlo a él.
—Y una mierda he invocado la lluvia —masculló—. Estaba tan tranquilo con mis cosas cuando se puso a llover. Solo intentaba aguantar el chaparrón.
—¿Y ahora que ha escampado?
Lo vio alzar la mirada al cielo.
—Volverá. Siempre vuelve y cuando menos te lo esperas, además.
Leta sabía que no se refería tan solo a la lluvia.
—Deberías buscar cobijo.
—No hay —le aseguró él con voz burlona—. La tormenta todo lo destruye y el viento te deja desnudo. Es como un huracán, así que ¿para qué molestarse?
Y ella que se creía una amargada… aunque claro, fuera del plano onírico, solo sentía una minúscula parte de las emociones que la embargaban en ese momento. Y aun así, sus emociones no eran nada comparadas con las de Aidan. La amargura que él experimentaba era tan profunda que el simple regusto escaldaba la lengua.
Sin embargo, bajo toda esa hostilidad percibía una increíble vulnerabilidad: una parte de sí mismo que habían pisoteado, pero que luchaba por sobrevivir por mucho que le pesara. Y eso la conmovió hasta el punto de ansiar acariciarlo.
Sin pensárselo dos veces, se acercó a él y entonces le tocó una mejilla.
Aidan siseó como si fuera un gato antes de apartarse de ella.
—No me toques.
—¿Por qué no?
—No quiero tu falsa amabilidad. Sé que vas a sonreírme y a engatusarme para que confíe en ti, pero en cuanto me niegue a complacer cualquier exigencia tuya, te revolverás contra mí e intentarás destruirme. Eres como todos los demás. Nadie te importa salvo tú misma.
Y con esas palabras dio media vuelta y echó a andar.
Leta cruzó los brazos por delante del pecho mientras lo observaba alejarse.
Sí, con Aidan tenía mucha más amargura de la que necesitaba para vencer a Algos. El dios no se imaginaba que su siguiente víctima sería su perdición. El humano podría parecerle un ser insignificante, pero su determinación y su temple serían el combustible que ella necesitaba para vengarlos a los dos.
Y, al igual que Algos, ella no mostraría clemencia ni debilidad. Nada impediría que lo destruyera. El dios del dolor iba a saber lo que era que lo dejaran tirado en el suelo, temblando y suplicando una clemencia que jamás le otorgarían.
Estaba deseando que llegara ese momento.