—Vente conmigo, Toni —me dijo Marga—. Tengo algo de dinero, no mucho, pero servirá para el principio.
Marchábamos a buena velocidad Paseo de la Castellana arriba.
—No, no serviría de nada.
—No tienes mujer, ni hijos, nada que te ate. Ven conmigo, Toni.
—No lo hagas más difícil aún.
—Limpiare —dijo tomándome de la mano—. ¡Por Dios, limpiare la sangre! Voy a llevarte a un médico.
—No, llévame a donde te he dicho.
—¡Estás loco, completamente loco! ¡Te llevaré a un hospital! —suspiró.
Yo no podía hablar mucho, así que jugueteaba con el encendedor de oro de Torrente, encontrado en el coche. De vez en cuando ella me sonreía y me apretaba la mano y yo me limpiaba lentamente la sangre con los pañuelitos de papel que había en el coche. Ahora el sol ya estaba alto y sus rayos, como centellas viajeras, se metían en el coche y desaparecían para volver a empezar. Los párpados se me cerraban, me costaba trabajo la simple respiración y el mantenerme despierto, y observar las calles para que Marga no me llevara a otro lugar.
—¿Quieres que descansemos un momento?
—No, continúa.
—Si no quieres ir al médico, iremos a un hotel. Yo te cuidaré. Nadie te ha cuidado todavía. Te meteré en la cama y sólo tendrás que aguardar a ponerte bien. No tendrás nada que hacer, yo te cuidaré.
—Para el coche, voy a coger un taxi.
—¡Está bien, cabezota! —me gritó—. ¡De acuerdo, me quedaré callada!
Nos detuvimos en doble fila frente al portal de Ana. Coloqué el arma de Charlie en la correa de mi pantalón. Tiritaba de frío.
—No puedes salir así —me dijo Marga. Me entregó una chaqueta de punto marrón que había sido de Torrente y estaba en el asiento de atrás—. Ponte esto, si alguien te ve no saldrá corriendo a avisar a la policía.
—Es de Torrente —le indiqué.
—Tienes la camisa manchada de sangre. Vamos, póntela.
Me estaba grande, pero sentí algo de calor. Me besó en la boca con fuerza. Yo también la besé, pero no le dije que me habían apagado un cigarrillo en los labios, ni que tenía la lengua destrozada. Cuando se retiró, arregló el pelo de su frente y lloró. Tenía manchas de sangre en los labios.
—Vete, vamos, vete de una vez —me dijo mirando al otro lado.
Salí, y el coche arrancó y se perdió calle abajo, y yo atravesé rápidamente la acera hacia el portal lujoso.
El portero estaba en su silla, con los pies sobre el mostrador, viendo una revista porno. Llevaba un palillo en la boca. Arranqué el cable del teléfono interior y le coloqué la pistola en la nariz.
—Para que no avises a nadie —dije, atrancando la puerta de la casilla.
Nadie me había visto. Llegué hasta los ascensores y pulsé el botón del piso anterior al de Ana. Escondí la cara cuando un tipo con sombrero abrió la puerta de su casa y salió al descansillo. El ascensor siguió su camino, se detuvo, salí e introduje un cigarrillo en la intersección de la célula fotoeléctrica, de ese modo nadie lo podría utilizar.
Subir hasta el ático fue un tormento. Las piernas se me doblaban y la cabeza me estallaba a cada movimiento; no había una sola molécula de mi cuerpo que no estuviera dolorida hasta el paroxismo. Era tal el cansancio que los ojos se me cerraban y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantenerlos abiertos.
Llegué arriba.
Abrí con cuidado la gran ventana que daba a la calle. A la derecha se divisaba la terraza de Ana, llena de macetas con flores, hamacas, mesas de jardín y jaulas con pajarillos cantores. Podía subirme al alféizar y dar un salto hasta el borde de la terraza. Miré hacia abajo. Eran nueve pisos, y la gente semejaba hormigas. Sentí mareo y respiré hondo, afiancé la pistola en el cinturón y subí al borde sin mirar a ningún sitio, excepto a la terraza. Tomé impulso y me lancé al vacío con los brazos extendidos. Tardé una eternidad en llegar.
Mis zapatos chocaron contra las losetas de la barandilla y salté rebotado hacia delante, aterrizando de espaldas. Intenté ponerme de pie, pero la terraza estaba del revés.
Con los ojos cerrados y a cuatro patas avancé despacio, tanteando, pero los brazos no me respondieron y me golpeé la boca contra el suelo.
Abrí los ojos, seguía teniendo a mi derecha los ventanales con las cortinas echadas y a la izquierda la barandilla de la terraza. Una venda roja me cubrió los ojos, tenía la frente cubierta de sangre, la sequé con la mano y seguí avanzando hasta que di la vuelta y encontré una puerta abierta.
Logré incorporarme. Era el dormitorio de Ana, no había nadie y pasé adentro. Encima de la cama, con una colcha rosa de puntillas, había una maleta a medio llenar.
Pasé al salón y saqué la pistola. Había ropas de mujer tiradas por todos lados. Escuché cantar a Ana a través de una puerta entreabierta que supuse era la del cuarto de baño. Me apoyé en la pared.
Salió con una bata rosa hasta los pies y una toalla en la cabeza.
—¡Quién es usted! —exclamó—. ¿Cómo ha podido pasar?
No parecía asustada, sólo asombrada.
—¿De viaje? —le pregunté.
—Toni —habló quedo.
—Ayer no terminamos de hablar.
—¡Tú! —dijo ahora engarfiando los dedos.
—No soy un fantasma, encanto.
—¿Cómo has podido…? —se acercó lentamente, como un gato que observase un pajarillo. La pared se vino hacia atrás, pero sujeté con fuerza la pistola. Me moví hasta el mueble-bar sin perderla de vista, ella me seguía con la mirada. Adiviné una leve sonrisa en sus labios.
Destapé la primera botella que alcancé y bebí directamente a morro. Era ginebra. Sentí una oleada de calor recorrerme las venas.
—Se acabó la historia, Ana. No irás a ningún sitio. ¿Vendiste las cartas de tu amado Elósegui a la revista?
—No sé qué dices —avanzó de nuevo sonriendo.
—Quédate donde estás —le ordené—. Tú sabías que Marga robaba las cartas de Elósegui y que se las entregaba a Alfredo. Eras su manicura y no te fue difícil descubrirlo —bebí de la botella—. De todas formas Otto y tú planeasteis robar también otros documentos y echarles las culpas a Marga y Alfredo.
Retrocedí y choqué contra el respaldo de una silla alta de mimbre, allí me sostuve. Ana se convirtió en dos, luego en una.
—Un buen plan —continué—, pero enseguida te diste cuenta de que el bueno de Otto pensó en llevarse la tajada entera y no compartirla siquiera contigo. Os habéis dedicado a traicionaros todos.
—Tonterías —sonrió Ana—. No sé de qué hablas.
—Poco más o menos —dio un paso más hacia mí—. Cuando lograste localizarlo, te lo cargaste limpiamente y te quedaste con los documentos.
—No tienes pruebas, cariño. Sólo tu mente calenturienta —sonrió.
Saltó como sólo lo puede hacer el demonio y se arrojó a mi cuello. Me desgarró la cara con sus uñas, que se clavaron en mi carne. Me mordió, gruñendo y gritando como un animal. Caí al suelo y ella buscó mis ojos para arrancármelos. La pistola fue a parar debajo del sofá. Le aticé un puñetazo en la boca y volví a golpearla mientras ella permanecía sobre mí, arrojando espumarajos por la boca y dando alaridos. Yo estaba demasiado malparado como para quitármela de encima con facilidad.
No dejé de sacudirle hasta que pude echarla a un lado. Cayó, pero se levantó con la rapidez de un gato y me lanzó una patada que me alcanzó en el pecho y me hizo caer de espaldas. Ella saltó hacia el sofá y yo fui detrás. Tenía la mano debajo cuando le di un golpe en el cuello. Se hundió, la arrastré y le volví a alcanzar en el hígado, después en el estómago y en la cara. Sus afilados dientes rasgaron mis nudillos, pero seguí hasta que caí encima de ella.
No sé cuánto tiempo estuve así. Recuerdo que terminé por llevarla al sofá y que allí rompí lo que quedaba de su bata. Su pecho era liso como una tabla de planchar. El sujetador tenía un forro de plástico gomoso, perfecta imitación. No me costó mucho rasgarle sus braguitas blancas. Al romperlas, de su interior emergió, como un diminuto gusano que buscara la luz, un pene de niño sobre una ligera protuberancia peluda.
La dejé sobre el sofá y me retiré hacia la botella caída en el suelo. Quedaba un poco de ginebra y me la bebí. Tuve que apoyarme en mis rodillas y manos y tardé una eternidad en coger la pistola y guardarla en el bolsillo.
Encontré el maletín con el dinero en su armario. No le había dado tiempo aún de esconderlo en otro sitio mejor. De hecho, ése era el mejor sitio; a nadie se le ocurriría buscarlo en el armario de Ana. El más fiel empleado de Elósegui, la que más había hecho para descubrir a Otto.
No pude calcular cuánto dinero había en el maletín, soy muy malo para esos menesteres. Podría haber dos millones o uno o tres. No sé. Pero sí pude contar cien mil pesetas, no es difícil y era lo que calculé que costaría, más o menos, un buen entierro con flores y curas para el Yumbo y una buena tumba en un buen cementerio. Me guardé el fajo en el bolsillo del pantalón y coloqué el maletín en su lugar.
En el salón, destapé otra botella de ginebra, me senté y bebí, luego tapé a Ana, que parecía muerta. Respiraba a estertores con la boca inundada en sangre. La até con trozos de sábanas y fui al teléfono y llamé a Tomás Villanueva. Le expliqué lo que encontraría cualquiera de sus fotógrafos en la nave de Elósegui y aquí mismo. Le rogué, también, que avisara a la policía, pero no a cualquiera, sino a un viejo amigo de comisaría que no se entretendría antes en avisar a Elósegui.
Me senté en el sofá al lado de Ana, con la botella en el regazo y la pistola, aguardando a que llegasen los últimos invitados.
No les canso con el asunto de Alfredo. Efectivamente había engañado a Marga, no pensaba entregarle lo que iba a sacar por las cartas más importantes. Quería repartirlo con Dora, su amada madre y prima segunda mía, de cuyo cerebro había surgido la idea. La pobre necesitaba dinero como todo el mundo, y como todo el mundo, no se paró en barras. Su hijo querido vivía en la pensión de la calle Pontejos con el tipo de los pelos y la guitarra llamado Salva, y casi todos los días Dora iba a entregarle dinero.
Todavía no le había dado tiempo a Alfredo a vender los documentos. No sé si pensó, mejor dicho, si Dora pensó vendérselos al propio Elósegui, aguardando el escándalo que supondría la publicación por la revista de las cartas en poder del pobre Otto. Ana lo descubrió todo y se lo dijo a Elósegui.
Lo único que se calló, claro está, fue su propia participación, echándome a mí el muerto. Por cierto, Ana se llama en realidad Roberto Doménech y, al parecer, fue así toda la vida. Yo prefiero recordarla como Ana.
Me quedé allí solo bebiendo de la botella al lado de ella, que estaba más hermosa que nunca. No supe cuánto tiempo, porque me dormí a su lado, borracho. Pensé en la familia, en lo que tardaría en volver a comer con ellos en el Torre Dorada. Y es que mi familia es una auténtica y soberana mierda.
Nadie pudo enterarse de qué revista había comprado las cartas de Otto, porque nunca se publicaron. Dicen que Elósegui las volvió a comprar o que en la revista entró miedo. Probablemente ocurrieron las dos cosas. Los manejos de Elósegui con los grupos fascistas tampoco salieron a la luz en el juicio, no había pruebas de ninguna clase. El taimado Elósegui sacó a relucir una denuncia por robo de su caja fuerte de dos millones de pesetas y Ana (Roberto en el juicio), Torrente, Dani y Charlie quedaron como los autores del robo. A Ana le cayeron dos años por complicidad y encubrimiento. Yo quedé —aconsejado por mi abogado— como un amigo de Elósegui que descubría el pastel. Al parecer no había ninguna posibilidad de demostrar que las cosas habían sucedido tal como sucedieron. Es decir, que si Elósegui quería podía implicarme también en el supuesto robo. De modo que negoció con mi abogado este punto a cambio de que Alfredo devolviera el resto de las cartas. El señuelo fue una contrata para montar un bar en un Ministerio, donde Elósegui tenía mucha mano. Dora devolvió las cartas, y ahora, según tengo entendido, gana pasta en cantidad.
A Tomás no le dejaron publicar nada. Su director no quiso, y sus razones tendría. Hay quien dice que la revista comenzó a llenar, desde entonces, sus páginas de publicidad de las empresas de Elósegui, pero esto son habladurías. Lo que sí es cierto es que el pobre Tomás recibió espeluznantes anónimos con una cruz gamada y, aconsejado por su director, que le aumentó el sueldo, se tiró un mes en Marruecos tomando el sol.
En cuanto al Yumbo, está en una magnífica sepultura en San Justo y tuvo un entierro como no recuerda nadie en el barrio. Se emborrachó todo el mundo, incluidos la Perita en Dulce, el Chirla y un viejo boxeador, de quien no recuerdo el nombre, pero que incluso lloró. Con lo que sobró me compré un traje azul clarito a rayas por seis mil pesetas. ¡Una ganga!
Madrid, mayo de 1980.