13

Torrente me limpiaba la cara con una toalla mojada. Me acercó un vaso de agua a los labios, que bebí entero con fruición, después me secó la cara con su pañuelo.

—¿Luis? —balbuceé.

—Soy yo.

—No sé nada, que me dejen en paz.

—Toni, diles dónde está Alfredo y te dejarán en paz. No seas cabezota, lo saben todo.

—No sé nada. ¡Maldita sea! No sé dónde está Alfredo ni dónde están las cartas.

—¡Por favor! —exclamó—. ¡Te van a matar!

—Lo van a hacer de todas formas —intenté sonreír—. Y tú lo sabes.

—Te doy mi palabra de honor de que si dices dónde están las cartas te dejan salir de aquí. Ignacio no quiere matarte, te tiene aprecio. En serio, no quiere hacerte daño.

—No me hagas reír que tengo el labio partido.

—Las tiene Alfredo, ¿verdad? Os cargasteis a Otto y os quedasteis con las cartas. Reconozco que fue una buena jugada.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—¿Eh? Las seis —me replicó.

—¿Ya ha amanecido?

—Todavía no, ¿por qué?

—Por saber, nada más. ¿Te importaría darme un cigarrillo?

—Claro que no —me contestó y sacó un paquete de rubio, encendió uno y me lo colocó en los labios.

—No vas a sacar nada —habló de nuevo—. Te juzgué mal, creí que eras un idiota sin seso y sin vista para los negocios y mira cómo se la has jugado a Elósegui. Alfredo no tiene cerebro para maquinar lo que habéis montado. Ha sido cosa tuya.

—No subestimes a la juventud de hoy. Y, por favor, suéltame las piernas, las tengo hinchadas.

Me las desató. Intenté moverlas pero no pude. Poco a poco conseguí que la sangre circulara de nuevo. Parecían las patas de un elefante.

—Están ahí, en el cuarto de al lado, esperando —me dijo Torrente—. Si no me dices dónde están las cartas, te matarán. Y yo no podré hacer nada.

—Me matarán de todas formas.

—¿Dónde está Alfredo? —preguntó de nuevo.

Estaba sentado en el suelo de cemento y fumaba también.

—¿Cuánto valen esas cartas, Luis? ¿Un kilo, dos, tres? ¿Valen la vida del Yumbo?

—¿Qué?

—¿No sabías que han matado al Yumbo?

Se agitó en el suelo.

—Yo no he sido, no podría. ¿Por qué te preocupas ahora del Yumbo?

—Detrás voy yo, Luis. Lo digan o no lo digan.

—No pierdas el tiempo —puso su mano en mi rodilla—. Están esperando, pero no esperarán eternamente. No entiendo por qué no hablas. ¡Dios Santo!

—Quítame el cigarro, se ha acabado —le dije—. Ahora que lo has hecho, puedes marcharte.

Se puso de pie.

—Como quieras.

—Diles a tus amigos que yo no tengo ni he tenido nunca las cartas. A ti te escucharán.

—No seas idiota, me han prometido que no te pasará nada. Habla, dile a Elósegui dónde están sus documentos y te vienes a trabajar con nosotros. Será la mejor oportunidad que has tenido en tu vida. Te lo prometo.

—Déjame en paz, Luis. Vete al carajo.

—Tú lo has querido, Toni, y lo siento.

Todavía sacó otro cigarrillo, lo encendió y lo colocó en mis labios tumefactos y rotos. Vi cómo se alejaba entre una cortina de sangre que me cegaba los ojos. Escupí el cigarrillo, que cayó al suelo.

Marga entró la primera. Sus tacones me mortificaron los oídos. Llegó hasta mi lado y me acarició la cabeza.

—¡Dios mío, qué bestias! —sollozó. Se apartó y habló a alguien—: Déjale, Ignacio, él no tiene tus cartas.

—Apártate, Marga —escuché la voz de Elósegui—. Claro que él no tiene mis papeles, los tiene Alfredo.

Levanté los ojos. Elósegui se había acercado.

—¿Te empecinas en callar? —dijo Elósegui.

Marga se acercó y lo tomó del brazo.

—Ignacio —sollozó. Elósegui la apartó de un manotazo—. Lo estáis matando.

Elósegui me levantó la barbilla con su fría mano regordeta.

—Te dije que podía aplastarte, muerto de hambre.

Le escupí en la cara, debajo de la nariz. Sonó como un trallazo. Retrocedió y sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, con el que se limpió. Estaba lívido.

Marga soltó una limpia y sonora carcajada.

—Tiene más cojones que cualquiera de vosotros —dijo.

—Marga, cariño —susurró Elósegui en medio de un silencio absoluto—. Tú robaste las cartas de mi despacho. Las has ido robando poco a poco.

—¿Eh? —dijo Marga.

—Lo sé —dijo y miró a Torrente. Éste sonrió levemente—. Hace poco que lo he sabido.

—Escucha, Ignacio —farfulló Marga.

—No te molestes, querida, sé que no sabes nada. Éstos se han quedado con las dichosas cartas. Pero tú me las quitaste.

—¡No digas tonterías, Ignacio!

—Yo no digo tonterías, cariño. No las digo nunca.

Torrente sonrió. La mujer lo miró.

—¡Hijo de perra! —le gritó.

—Bueno, vámonos —indicó Elósegui, y Torrente y el tipo elegante al que había llamado Guillermo se pusieron en movimiento—. Tú te quedas, Marga, ya no te necesito.

—Ignacio, por favor, no digas…, por favor… —suplicó la mujer.

Elósegui, con toda limpieza, le cruzó la cara. Sonó como un elástico al romperse. Marga se llevó las manos a la boca, pero no gritó.

—Nadie me traiciona, puta —le dijo.

—Eres un cerdo de sangre fría, impotente, maricón de mierda —dijo Marga despacio y con toda claridad.

—¡Eh, Elósegui! —le llamé.

Se volvió casi en la puerta. Los demás también lo hicieron.

—Te ha definido, ¿eh? Te conoce bien —le grité desde mi silla.

Con pasos que resonaron como pistoletazos los tres hombres abandonaron la nave. La puerta quedó cerrada y Charlie manoseó la Astra.

—¿Qué te parece el encargo, Dani?

—Muy bien —sonrió—. El mejor encargo que he tenido últimamente.

—Vamos al cuarto —dijo Charlie.

—No, aquí mismo —contestó el llamado Dani—. Primero arreglamos a éste —me señaló.

—Al cuarto —volvió a decir Charlie—. Es más cómodo. Después lo otro.

El de la cara granosa sonrió y asintió.

—Bueno, hombre —dijo.

—Todos al cuarto —mandó Charlie—. Éste se queda aquí.

—¿Qué pretendéis? —preguntó Marga.

—Ya lo verás, zorrita —dijo Charlie—. Una idea de tu marido.

El otro, entonces, sonrió ampliamente.

—Eres un genio, Charlie —dijo.

—¡Je, je, je! Un poco de diversión no hace mal a nadie.

—¡No se os ocurra, asquerosos! —chilló Marga.

—¿Qué me has llamado?

Charlie se acercó despacio balanceando la pistola y le dio una bofetada en la cara.

—La señora se había molestado —dijo Dani.

Yo me deslicé suavemente al suelo y quedé tendido. Estaba fresco y mi cuerpo lo agradeció.

—No hace falta que te pongas así, Charlie —le dijo Marga.

La miró con ojos golosos.

—Tu marido nos ha hecho un encargo y lo vamos a cumplir.

—Pero no hay por qué hacerlo a la fuerza —sonrió—. ¿No te parece?

—Así me gusta, que te portes bien —le dijo Charlie con una mueca. Luego se dirigió a mí—. Para ti no habrá nada. Lo siento.

Desde el suelo vi cómo Marga se quitaba la ropa. Primero el pantalón y después el suéter.

—Venid los dos —les dijo Marga—. Me gusta con dos tíos a la vez.

—¿Has visto qué puta? —habló Dani.

—Te lo dije, le gusta —replicó Charlie—. Nunca pensé que fuera a pasarme una cosa así.

Marga se quitó la diminuta braga y mostró el sexo grande y negro. Habló con voz ronca.

—Venid al cuarto, hay una cama donde cabemos los tres.

—Sí, es mejor los tres —afirmó Charlie.

—Éste no puede andar —indicó Dani—. ¿Me lo cargo ahora?

Marga se acarició los muslos.

—Daos prisa, tengo frío.

—¡Fiuu…! —silbó Dani—. ¡Fíjate cómo está!

—¡Qué puta! —exclamó Charlie.

—¡Vamos! —instó Marga.

Charlie se acercó despacio, la miró y le pasó el cañón de su arma por el sexo. Ella abrió las piernas y emitió una risa hueca, y Dani me tomó del cuello y me levantó. Vi las nalgas morenas de Marga dirigiéndose hacia la puerta entreabierta. Dani y yo nos quedamos fuera. Era una oficina con una ventana tapada con cartones y otra puerta que no sabía adónde daba. En un rincón había una cama deshecha, y pegada a la pared una mesa con cajones y material de oficina y una pequeña radio apagada. Marga retiró su bolso que estaba sobre la cama y se acostó.

Charlie se puso a su lado.

—Voy a liquidarte después, espérame aquí —me habló Dani.

—Venga —gritó Charlie.

Dani dudó un momento y luego negó con la cabeza.

—Voy a mirar antes un poco.

Charlie se quitó los pantalones sin dejar el arma. Con la chaqueta de enormes hombreras y sin pantalones, parecía un monigote de feria. Llevaba diminutos calzoncillos negros y sus piernas eran flacas y sin pelos. Sentí jadear a Dani a mi lado. Charlie volvió a acariciar el sexo de Marga con la mano derecha, la izquierda seguía sosteniendo la automática.

—¡Venga! —gimió Marga—. ¡Ay, venga!

—¡Maldita sea! —gritó Charlie vuelto hacia nosotros—. ¡No puedo hacer nada con tanto mirón!

Dani me empujó a patadas al otro lado de la puerta. La dejó entreabierta y pegó la cara a la rendija. Yo estaba a sus pies, de rodillas.

—¡Cierra la puerta! —gritó Charlie desde la cama. Dani cerró la puerta.

Dani sudaba cada vez más, excitado e inquieto, y se pegó a la puerta. Oí cómo Marga suspiraba y gemía, dando gritos de placer. Yo intenté con todo cuidado pasar las piernas debajo de mis manos esposadas. Tenía muy cerca a Dani y éste gruñía con la cara transida, escuchando los ruidos salvajes de Marga y las imprecaciones soeces de Charlie.

—Date prisa, puta, date prisa —murmuró Dani.

Me costaba un trabajo ímprobo mover los pies. Deslicé despacio las esposas por mis espinillas hacia delante. Pensé que no podría hacerlo sin que Dani se diera cuenta; en cuanto me mirase sabría lo que yo estaba haciendo. Milímetro a milímetro fui acercando mis muñecas a las rodillas. Me sangraban las manos y el metal de las esposas se clavaba en mis piernas hinchadas. Sabía lo que me esperaba cuando terminara la diversión y tenía que darme prisa.

De pronto sonó un tiro en el cuarto. Me pareció que retumbaba la nave como si hubiera explotado una bomba. Di un tirón y saqué las manos de entre las piernas. Era mi oportunidad: grité y salté hacia delante, tomando con mis dos manos esposadas la muñeca de Dani al tiempo que con la rodilla le golpeaba la entrepierna con todas las fuerzas que me quedaban. Grité de nuevo y le di con la cabeza en la nariz y se derrumbó con la sangre cubriéndole la boca. Le pateé la cabeza hasta que estuve seguro de que había perdido el conocimiento. Entonces sonó dentro otro tiro. Abrí la puerta de golpe con el codo, sosteniendo la pistola de Dani con las dos manos, y entré en la habitación agachado: Charlie estaba a un lado de la cama con los ojos desorbitados y las manos en el sexo. La sangre se escurría por entre sus dedos. Marga, de rodillas en la cama, sujetaba su pequeña Browning Baby. Sonó otro tiro, Charlie chocó contra la pared con un agujero pequeño y rojizo en la cabeza.

—¡Marga! —grité.

Sollozó, todavía con su pistola en la mano. Yo me acerqué a la cama y cogí el arma de Charlie.

—¡Oh, Toni, Dios mío, Toni! —lloró Marga.

—Ya ha pasado todo. Te has portado de maravilla. Ahora coge la pistola de Charlie y aprieta el gatillo, procura que no te tiemble el pulso. Tengo que soltarme estas esposas.

Ella la tomó y yo coloqué la cadena encima del cañón. El disparo la partió en dos.

—Vámonos, Marga —la tomé de la mano.

Pasamos a la nave y Marga se colocó el pantalón y el suéter. Yo flexioné los brazos, el dolor casi me tira de espaldas. Dani seguía inmóvil.

—¿Por dónde se sale de aquí? —le pregunté.

Marga me señaló el cuarto.

—Entonces, vámonos. Tranquila, tenemos la pistola.

Cuando llegamos a la oficina, Torrente miraba el cuerpo de Charlie con un revólver en la mano. Me miró con asombro.

—Toni —dijo.

No alzó la pistola, yo tampoco la mía.

—Se acabó, Luis, nos marchamos. Apártate.

—Yo después no viviría mucho tiempo.

—Es cierto —le dije—. O tú o nosotros.

—Parecía imposible, pero lo conseguiste. Debí figurármelo —sonrió.

Nuestras armas seguían bajas, pero teníamos que salir de allí. Torrente volvió a sonreír.

—Deja la pistola, te juro que nadie te tocará.

—No, Luis.

—Eres un cabezota y te estás desangrando. No llegarás a la esquina.

—No —intenté sonreír también.

—¡Toni! —gritó Torrente alzando su revólver con la velocidad del rayo y disparando. Yo disparé y escuché simultáneamente otro tiro de la pistola de Marga.

Quedé inmóvil, tenso, con la pistola de Charlie humeante. Torrente trastabilló, con una mancha más oscura que el color naranja de su chaleco debajo de su tetilla izquierda. Marga gritó y me volví. Detrás, tambaleándose a mi lado, Dani mostraba una extraña sonrisa: donde antes tenía la nariz y el labio superior, ahora mostraba un boquete, por donde rezumaba sangre, como si se tratase de un grifo. Anduvo unos pasos y se desplomó sin un gemido. Me acerqué a Torrente y lo tomé de la cabeza.

—Voy a llevarte a un médico —le dije.

—No hace falta, es el pulmón. Estoy listo.

—Maldita sea, Luis. Le disparaste a Dani.

—No te hagas mala sangre, viejo —sonrió, una bocanada de sangre le bajó por la barbilla.

—Luis…

—Yo no maté al Yumbo. Tienes que saber eso… Fue Charlie. Dame un cigarrillo.

Le registré el bolsillo y saqué su paquete de rubio. Le puse uno en los labios. Tuvo otra arcada y vomitó sangre. Tosió, se estaba quedando pálido. El cigarrillo quedó rojo. Marga me tendió otro ya encendido y se lo puse en la boca.

—Gracias —agradeció—. Iba a ser un negocio increíble, viejo. Iba a sonar la campana en el momento oportuno por una vez en la vida. Al fin tendría dinero.

—No hables, Luis —le indiqué. Lo seguía sosteniendo por la cabeza.

—Sí —dijo expulsando humo—, un negocio perfecto y fácil.

Me volví; Marga lloraba en silencio con la cara vuelta hacia la pared.

—Siempre has tenido suerte, pico de oro. ¡Maldita sea! —le quité el cigarrillo para que tosiera. Arrojó aún más sangre—. Esto se acaba —sonrió; yo le puse el cigarrillo de nuevo—. Tú no me has dado, apuntaste a la pared. Ha sido ella.

—Deja eso, Luis —dije yo.

—Siempre consigues lo que te propones, qué hijo de…

El cigarrillo se deslizó de sus labios. La brasa chisporroteó al tomar contacto con la sangre que mojaba su chaleco. Dio un estertor y me apretó la mano. Sus ojos giraron un momento y luego se relajó. La cabeza cayó a un lado. Yo le registré y cogí las llaves de las esposas. Las terminé de abrir.

—¡Dios mío! —gritó Marga—. ¡Salgamos de aquí!

Me tomó del codo. El cuarto estaba literalmente bañado en sangre, la había en las paredes y por el suelo. Nos dirigimos a la salida dejando huellas rojas en un pasillo largo y oscuro.