12

El portero era un hombre joven de cabellos rizados y largas patillas, con cara de vago. El día había amanecido nublado y el rostro del sujeto no lo mejoraba.

—Es muy tarde —me contestó cuando le pregunté por Ana.

—Eso a ti no te importa. Avísala.

Marcó el teléfono interior.

—¿Señora? —dijo el portero—. Aquí hay un señor que quiere verla, dice llamarse Toni Carpintero —asintió con la cabeza—. De acuerdo.

Colgó y se dirigió a mí.

—El ático, puede subir.

El ascensor me dejó en el piso de Ana en cuestión de segundos. Toqué el timbre y casi enseguida escuché el acolchado sonido de unos pasos que se acercaron a la inmensa puerta barnizada. La voz cantarína de Ana me preguntó:

—¿Quién?

—Toni.

Abrió y pasé adentro. Llevaba una bata blanca hasta los pies y el pelo suelto.

—No son horas de visitar a una mujer —señaló.

—Me dieron muchas ganas de verte.

Estábamos en el vestíbulo con dos amplios ventanales por donde se divisaban las siluetas de las plantas de la terraza, que, supuse, rodeaba parte de la casa. En las paredes había grandes murales abstractos y un par de esculturas en hierro forjado que debían de costar como un camión Pegaso. Ana avanzó sonriente hasta una puerta cristalera y me hizo señas.

La acompañé a un salón blanco, redondo, rodeado por ventanales hasta el techo, con más cuadros y lámparas retorcidas y un enorme sofá negro que ocupaba uno de los flancos.

Se dirigió a un mueble bar y lo abrió.

—¿Qué te pongo? —preguntó.

Yo avancé hasta el centro, pisando una alfombra que podía ser persa.

—Cualquier cosa, lo que bebas tú.

Preparó dos martinis secos y me tendió uno. Bebí un sorbo.

—Siéntate —me indicó el sofá—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?

—Gracias, pero voy a quedarme de pie. No voy a estar mucho tiempo.

—El Guerrero del Antifaz —fue al ventanal y abrió la cortina un poco—. Un muerto de hambre que se cree El Guerrero del Antifaz. Eso eres tú.

—Dos cosas quiero preguntarte nada más, Ana. Y no voy a salir de aquí sin respuesta.

Ella rio y movió la cabeza.

—¡Qué estúpido eres!

—No me importan las cartas de Elósegui, encanto, sino un borrachín empedernido amigo mío.

—¿De qué hablas?

Yo estaba de espaldas a la puerta, ella me miraba ahora y se llevaba la copa a los labios. De pronto, me volví y pude ver un brazo alzado. Intenté esquivarlo, sentí un golpe en la parte alta de la frente y después otro, y me sumergí en un mar de estrellas y fogonazos.

Todo estaba oscuro. Escuché susurros y un suave taconeo en la alfombra. Reconocí la voz de Ana que musitaba algo y que era respondida con el mismo tono de voz. Me di cuenta de que tenía una venda sobre los ojos, y los brazos atados detrás. Procuré no moverme y aguzar el oído, pero de pronto todos los sonidos cesaron. Luego una puerta se cerró y escuché el apagado tono de unos pasos acercándose. Fingí que seguía desvanecido.

—Sigue dormido —dijo una voz de hombre—. ¿No lo habrás liquidado?

—No —dijo otra voz masculina—. Ayúdame.

Percibí el desagradable contacto de unas manos sobre mi cara. Me apretaron un pañuelo en la boca y lo fijaron con esparadrapo; escuché el crujido de la cinta adhesiva al rasgarse y la compresión de dedos calientes de nuevo en mi cara. Alguien me tomó de los hombros y otro de las piernas y me elevaron. Por momentos sentí el horror de avanzar por el vacío. Pensé que iban a despeñarme desde la terraza al experimentar el aire fresco de la noche. Los tipos que me llevaban jadeaban y uno de ellos juró al tropezar con algo. Intenté apartar de mi cabeza la idea de que estaban preparándose para arrojarme a la calle, pero no pude. Mis cargadores se detuvieron y me dejaron sobre algo que pensé podía ser el suelo o también el borde de la terraza. No me atreví a hacer un solo movimiento. Mi pecho se alzaba y subía como un fuelle mientras el aire agitaba mi pelo.

—¡Cómo pesa! —escuché la voz de uno.

—¡Maldita sea, por qué no acabamos de una vez! —dijo otro.

De pronto me izaron y me soltaron en una especie de ataúd, que crujió; no pude evitar un respingo. Grité fuerte, muy fuerte, pero de mi garganta no salió ningún sonido.

—Está despierto —alcancé a oír.

—Mejor —dijo la otra voz.

Otra vez manos anónimas me ataron las piernas hasta hacerme daño, luego me pasaron un nudo corredizo por el cuello y lo fijaron a los pies. El corazón me saltaba en el pecho como un perro enloquecido. Creía que estaban enterrándome vivo. No podía moverme, al menor movimiento el lazo me apretaba la garganta. Sentí cómo llenaban el ataúd de trapos, hasta que apenas pude respirar. Ahí acabaron todas mis sensaciones, excepto el olfato. No oía nada y todo era oscuro como la muerte. Pensé aterrado si no estaría muerto y ése fuera el postrer viaje a lo desconocido. Pude notar cómo me balanceaban; esa sensación duró mucho tiempo, hasta que escuché muy lejano un ruido de motores. El aire no llegaba a mis pulmones y no podía moverme, a riesgo de estrangularme. Empapado en sudor, mojado de arriba abajo, intenté hinchar los músculos del cuello y echar hacia atrás la cabeza, pero los trapos, o lo que sea, ocupaban todo el espacio. El peso de aquella cosa encima me volvía loco.

Me vinieron imágenes de enterrados vivos y grité de nuevo, volví a gritar y en mi cabeza sonaron los gritos como aullidos de lobos rabiosos, pero ningún sonido salía de mi boca amordazada. Percibí de nuevo un ligero balanceo, que se mantuvo durante un tiempo largo, infinito. Luego pude escuchar un ruido sordo de mayor intensidad y experimenté unas ligeras vibraciones.

Supe que no podría controlar el reflejo imperioso y dominante de vomitar. El líquido subía desde mi estómago a la boca y tenía que tragarlo, no podía arrojarlo fuera, la mordaza lo impedía, y si dejaba que ocupara mi boca iba a ahogarme en mi propio vómito. Todo ello con la cuerda lacerándome el cuello y teniendo que respirar a estertores, porque cada vez había menos aire.

Después de un tiempo largo e inmenso, como no lo había sentido nunca, el ruido cesó y comenzó nuevamente el balanceo. Después, alguien comenzó a aligerar aquel peso de encima y pude escuchar sonidos tales como el jadeo humano y el ruido de pies sobre una superficie dura. Me cortaron las ligaduras del cuello y de los pies y me alzaron en vilo, cogiéndome de las axilas. Me colocaron de pie, pero me caí sobre una superficie dura. Me golpeé la cabeza.

—¡Mira! —dijo alguien—. Parece un muñeco.

Escuché voces broncas reírse. Después de ímprobos esfuerzos pude colocarme de rodillas. Estaba tan mareado que volví a caerme. Lo intenté varias veces. Al fin iba a levantarme cuando un zapato me golpeó en la espalda y volví a caerme. Las risas regresaron a mis oídos.

Pero me pude colocar de pie. Los oídos me zumbaban como sirenas dislocadas, y entonces alguien cortó mi mordaza. Un chorro de vómito contenido salió fuera con la fuerza de un vómito. Volví a vomitar de nuevo y tosí hasta que casi me rompí los pulmones.

Me cortaron la venda y parpadeé por la luz. Dos hombres me miraban burlones y un tercero estaba sentado en una silla. Parecía una nave alargada de techo alto y frío. El suelo era de cemento, como las paredes, y no había más mobiliario que la silla ocupada por un tipo de hombros fornidos, pelo castaño, elegantemente vestido y expresión ausente. Los otros dos eran Charlie, con una chaqueta de hombreras anchas azul oscuro, de cuando triunfaba Xavier Cugat, y otro, que me observaba con la boca entreabierta y la cara abotargada y llena de granos, como el relleno de una empanada gallega.

Hacía frío allí dentro.

—¿Qué tal el viaje? —me dijo el de la cara abotargada.

—¿Te has divertido? —apuntó Charlie.

—No perdamos tiempo —dijo entonces el hombre elegante sentado en la silla.

Se levantó y arrastró la silla hasta el centro de la nave. Me sentaron en ella.

—Quitadme lo de las muñecas, no siento las manos —les dije.

El elegante hizo un gesto con la cabeza y Charlie me cortó las ligaduras con una navaja. Sacó de la sobaquera una Astra del nueve largo y me apuntó a la cabeza. Moví las manos hasta que la sangre pudo circular. La cuerda se me había clavado en la carne hasta el punto de producirme surcos sanguinolentos.

—Escucha —dijo el elegante—. No tengo nada contra ti, pero necesitamos las cartas que has robado a Otto. Dinos dónde las tienes y te irás de aquí por tu propio pie. De lo contrario, no volverás a reírte el resto de tu vida.

—Yo me río poco, cada vez menos —le contesté.

El de la cara amoratada, que estaba detrás, me dio un golpe en la nuca. Caí hacia delante, me tomó por los hombros y volvió a sentarme. Me encontraba más débil de lo que creía.

—¡Je, je! —rio Charlie.

—No seas idiota —continuó el elegante—. Tienes todas las de perder. ¿Dónde están esas cartas?

El que estaba detrás de mí me rasgó la chaqueta con sus manos y el elegante sacó unas esposas del bolsillo y me las colocó en las muñecas detrás de la silla. A decir verdad no me apretaban, pero no podía moverme.

—Eres tonto —dijo el elegante—. Nadie podrá resistir lo que vamos a hacerte.

—¡Je, je! —volvió a reír Charlie—. Qué ganas te tengo, guapo.

—No sé nada de esas cartas de mierda —dije—. Yo no tengo ninguna carta.

—¿No? —dijo el elegante—. ¡Qué pena!

—¡Qué pena! —repitió Charlie.

Me desabotonó la camisa despacio. Podía habérmela roto, pero quitó botón por botón. Me pasó la mano por el pecho y el estómago.

—Pensé que ibas a tener más pelos en el pecho —dijo.

Charlie sacó un paquete de Winston del bolsillo de la chaqueta, cogió un cigarrillo y lo prendió con un encendedor. Exhaló el humo con fruición.

—Átale las piernas —le dijo al compañero.

Lo hizo con los restos del cordel.

—¿Quieres fumar? —me preguntó Charlie.

No respondí. Él se acercó y me puso el cigarrillo en los labios. Sorbí el humo. Volvió a tocarme el pecho, ahora se detuvo en la tetilla izquierda. La acarició mientras con la otra mano me quitaba el cigarrillo de la boca.

Lo puso en el pezón, di un grito y me revolví en la silla.

—¿Te ha gustado? —preguntó, torciendo la boca.

—Sí —dijo el compañero—, le gusta.

Me cogió del carrillo derecho y me lo retorció.

—Ya no te haces el chulo, ¿verdad? —Charlie me golpeó con la izquierda en la mandíbula. Luego con la derecha en el plexo solar. Descansó y repitió.

—Bueno —dijo el elegante, que evidentemente era el jefe, colocando su cara muy cerca de la mía—. ¿Quieres decir algo?

—¡Je, je! —volvió a reír Charlie.

—No sé nada de esos documentos. Jamás los he visto —dije—. Usted debería saber eso.

—¿Quieres que te convirtamos en papilla? ¿Es eso lo que quieres?

—Si supiera dónde están esos documentos y se lo dijera, no saldría nunca de aquí. Conozco a la gente como usted, he estado en la policía el suficiente tiempo como para saber su manera de actuar. Usted está loco y esos dos son dos pobres anormales. Pero los que son como usted son peores que nadie.

—¿Has terminado? —dijo el aludido—. Hablas demasiado y de lo que no sabes.

—Tiene un pico de oro —dijo Charlie.

Rápido, sin que nadie se lo esperara, el bien vestido me apagó la colilla en la boca. No me di cuenta. Las brasas me quemaron los labios y la lengua. Grité y se me saltaron las lágrimas.

—No bajes la cabeza, deja que te miremos —dijo Charlie.

—Está loco —dijo el de la cara mal hecha—. Está completamente loco.

—No, nada de eso. Y va a decirnos todo. Hazle hablar, Charlie —ordenó arreglándose la corbata.

Charlie se volvió a colocar delante de mí y me sacudió. Las cejas se me partieron y la sangre corrió por la cara, cegándome. El otro sostenía la silla para que no saltara hacia atrás. Volvió a situarse y me golpeó con los pies el pecho y el estómago. Perdí el conocimiento. Escuché, como si viniera de lejos, la voz del de la cara mal hecha.

Después no oí nada más.

Había dos sillas más en la habitación. En una estaba sentado el sujeto calmoso y frío, igual de elegante, bebiendo una botella de cerveza Mahou. Tenía los pies encima de la otra silla y fumaba. Una de las puertas de la nave estaba entreabierta y creí escuchar la música de un transistor lejano.

—Agua —pedí.

El tipo hizo un gesto al de la cara de granos, que fumaba también cerca de la pared en mangas de camisa, y le tendió la botella de cerveza. El otro la cogió y me la acercó a los labios. No pude moverlos, pero algo entró dentro de mi garganta.

—No seas loco, di de una vez dónde están los documentos —me susurró.

—Vete al carajo —alcancé a pronunciar—. No sé dónde están.

—Comenzamos de nuevo. ¡Charlie! —gritó el jefe levantándose de la silla.

Oí la voz de Charlie desde la puerta entreabierta.

—¡Enseguida! —contestó.

—Convéncele de que hable.

—Con mucho gusto —dijo acercándose—. ¿No quiere hablar el nene?

Me pateó las espinillas con sus finos y elegantes zapatos italianos. Luego me alcanzó el estómago y el pecho. Le oí jadear.

—No sé nada de las cartas —gemí—. Nunca las he visto.

—Se va a desmayar. ¿Lo sujeto? —dijo el granoso.

—Habla —espetó el jefe—. Habla de una vez o te mato. ¡Te lo juro! —gritó cogiéndome del pelo—. ¡Habla de una vez, cabrón!

Perdí la conciencia.

—¿Qué pasa? —inconsciente, escuché una voz.

—No dice una palabra —dijo Charlie.

El que había llegado avanzó hasta el centro del cuarto. Otros pasos cubrieron el suelo de la nave. Una voz de mujer dijo:

—¿Qué estáis haciendo con él? ¡Lo vais a matar!

—Apártate, Marga —dijo la primera voz.

Alcé los ojos y vi a Elósegui con un traje azul y camisa blanca. Marga me miraba muy cerca. Me pasó la mano por la cara y el pelo.

—¿Qué le habéis hecho, bestias? —dijo.

Detrás vi a Torrente enfundado en un traje y con el chaleco naranja. Distinguí sus dientes de oro.

—¡Dios mío, te están matando, Toni!

—¿No ha dicho nada, Guillermo? —preguntó Elósegui.

—No —contestó el llamado Guillermo.

Se pusieron a hablar, pero yo no me enteré de nada.

Bajé la cabeza. La sangre me goteó el pantalón. Escuché la voz de Elósegui y la de Charlie. Alguien me dio unos golpecitos en la cara. Abrí los ojos y, como a través de una película roja que se movía, distinguí a Marga con cara muy seria.

—… Alfredo —escuché a Elósegui—, lo he sabido hace poco.

—Sí —dijo el tipo al que Elósegui llamó Guillermo—. El tío y el sobrino.

Alguien me arrojó cerveza en la cara. Chupé la que resbalaba por mis mejillas.

—Charlie —escuché con toda nitidez la voz de Elósegui—, prueba otra vez.

—Sí, jefe —respondió.

Ahora fue con el pie. Me dio de nuevo en el hígado y en el estómago y en las rodillas. Lo hacía desde enfrente y de forma pausada, midiendo bien los golpes para no cansarse inútilmente. Apreté los ojos y la boca y metí la barbilla en el pecho todo lo que pude. Los golpes se fueron sucediendo, hasta que perdí la noción del tiempo. Luego escuché voces y vi luces bailando una danza desenfrenada en mi cerebro. Después, nada.