11

Cuando cerraron la casa de comidas yo seguía observando el vacío que se divisaba desde la ventana sucia. El último de los comensales, un tipo viejo de corbata blanca y larga, se despidió de mí como si me conociera de toda la vida y me quedé solo. No hay nada más triste que una casa de comidas solitaria a las cuatro de la tarde, con los camareros barriendo y las sillas sobre las mesas y el olor a zotal. Fui a orinar y me entretuve mirando los anuncios telefónicos de los maricones, las frases más o menos políticas y los chistes que nunca cambian.

Pagué al tío de la caja y salí paseando hasta el Torre Dorada. Estaban fregando los platos en la cocina con la radio puesta y me senté en mi lugar.

El Rubio asomó la cabeza por el ventanillo.

—¿Eres tú? ¿Te enteraste de lo del Yumbo?

—Sí.

Dora me dijo desde la cocina:

—¡Qué pena, Toni! ¡Pobre Yumbo! —asomó la cabeza junto a la del Rubio; éste se retiró—. ¿Qué le habrá pasado?

—No lo sé. ¿Está tu niño en casa?

—No quiere nada con la familia. Ya lo conoces.

—Iré a verlo. ¿Vive donde siempre?

—Sí. ¿Pasa algo? —había preocupación en sus ojos.

—Nada que yo sepa.

—Espera un momento y nos tomamos un café.

Salió al cabo de un rato con tres tazas de café.

—Murió la noche de anteayer —le dije al Rubio—. ¿Alguien lo vio?

—Nosotros no —contestó el Rubio.

—Hace falta estar borracho para hacerse una cosa así —dijo Dora—. ¡Pobrecito!

Yo me bebí el café.

—Y aquí mismo, a un paso de nosotros —dijo de nuevo el Rubio.

—¿Ya no buscas a ese Otto? —me preguntó Dora.

—No —le repliqué—. ¿Desde cuándo no ves a tu Alfredito?

—Pues no sé…, dos o tres días… Bueno, me voy a echar la siesta. ¿Subes, Rubio?

Sin esperar respuesta pasó a la cocina y escuché cómo subía las escaleras.

—Sigue yendo a la pensión. Ha estado esta mañana allí —me susurró el Rubio—. Es muy raro, porque el Salva ése ya no está.

—Te dije que la llevaras de vacaciones —le repliqué—. Anda, vete a dormir.

El taxi se detuvo dos manzanas antes de donde vivía Alfredo. Pagué y entré en un bar-freiduría que recordaba, frente a su portal.

Estaba empezando a llenarse de trabajadores de vuelta a casa. Había mucho humo y ruido. Pedí una copa de anís y observé el portal. Era un edificio feo y cuadrado y necesitado de revoque con urgencia. No había luz en las dos ventanas que daban a la calle y que pertenecían a su casa. Así estuve hasta que comenzó a perderse la luz de la tarde y encenderse las farolas. Entonces pagué y crucé la calle.

En el portal me llegó una vaharada de olor a basura procedente de un cubo de goma lleno hasta los topes de desperdicios. Encendí mi mechero y leí el nombre de Alfredo en el casillero de la correspondencia del piso cuarto. Subí a oscuras, tanteando el sucio pasamanos y escuchando el sordo rumor de la vida en familia.

Tanteé la puerta de madera barata y pegué el oído a ella, no se oía nada. La cerradura era del tipo sencillo de un solo resorte. Saqué mi carné de identidad y lo introduje debajo de la cerradura. Hubiera preferido una fina lámina de acero bien templado, pero tenía que contentarme con eso. Después de probar varias veces, la cerradura se abrió y empujé la puerta con cuidado. Estaba oscuro y pasé adentro.

Una mujer me sonreía desde un sofá de eskai color rojo. Era Marga y llevaba una diminuta pistola en la mano derecha, con la que me apuntaba. Creo que era una Browning Baby niquelada.

—Adelante, Toni —habló despacio—. Alza las manos.

—No voy armado —le contesté.

—Apoya las manitas en la puerta y échate hacia atrás.

Le hice caso. Se levantó y me registró.

—Siéntate en ese sillón. Y ningún truco.

—¿Puedo encender un cigarrillo?

—Si lo deseas, ¿por qué no?

Lo encendí y expulsé el humo. El cuarto era salón y vestíbulo al tiempo y estaba lleno de polvo y olía a cerrado.

—¿Dónde está Alfredo? —me preguntó.

—No tengo ni la menor idea, he venido a charlar con él.

—¿Sí? ¡No me digas! —me encogí de hombros—. Si piensas que vas a reírte de mí estás listo. ¿Dónde están los papeles? Tengo prisa.

—Aclaremos las cosas, Marga. No sé de qué estás hablando. Los papeles los tiene Otto, ¿no?

Soltó una carcajada nerviosa. Al momento se puso seria.

—No vas a reírte de mí, Toni Romano, Carpintero, o como te llames. Ni tú ni la mierda de tu sobrino. Os habéis pasado de listos —enderezó la pistola y apuntó derecho a mi cabeza—. Te voy a agujerear la piel, nene. ¿Sabes?

—No voy a contradecirte ahora, pero me gustaría saber por qué. Es simple curiosidad antes de que cometas un error idiota. Relájate y charlemos un poco, y aparta el juguetito. ¿Qué ha pasado con Alfredo? —aplasté el cigarrillo en un cenicero de lata que había sobre la mesa. Las rodillas descubiertas de Marga estaban al otro lado, pegando al borde.

—Familia de listos —murmuró—, vaya que sí.

—¡Baja la pistola! —le grité—. ¡Maldita sea!

Movió la cabeza, negando.

—Paso de ti completamente, tío, no te creo —siguió apuntándome—. No perdamos tiempo, ¿eh? Ponte a cantar ahora mismo. ¿Adónde habéis llevado los papeles?

—Está bien —le dije agachándome ligeramente y volviendo a sacar el paquete de cigarrillos—, pero si quieres pegarme un tiro quítale el seguro a la pistola.

Miró la pistola y yo, con la izquierda, le cogí la muñeca y se la retorcí y con la derecha le sacudí fuerte en la cara. No la soltó, disparó y el ruido sonó como un golpe en un cubo de hojalata. Volví a golpearla en la cara, mientras le retorcía más la mano. Me arañó, gritó y me escupió. La pistola cayó al suelo y yo le pegué duro en la cabeza. Se desmayó sobre el sofá.

Cogí la pistola y le saqué el cargador. Vestida y sin tanto maquillaje, como cuando la vi en la piscina, estaba mejor.

Le di unos golpecitos en la cara y abrió los ojos.

—¿Te encuentras mejor? —le pregunté.

—¡Déjame en paz! —chilló—. ¡Desgraciado!

—No llores. Se te correrá aún más el rímel.

—Me has roto la muñeca —gimió—. Eres un bestia.

Le di mi pañuelo y se limpió los mocos y las lágrimas. Le tendí la pistolita sin cargador. Ella la tomó y se la guardó en el bolso.

—¿Qué hago contigo ahora? Se me ocurre algo, llamaré a Elósegui y le contaré lo que has estado diciendo. ¿Qué te parece?

—No harás una cosa así, ¿verdad, Toni?

—Claro que sí, a menos que te pongas a hablar y no pares hasta que yo te diga, encanto de mujer. Y deja de llorar.

Se calmó a duras penas. Yo le di un cigarrillo de los míos y se lo encendí.

—¿Si te lo cuento no le dirás nada a Elósegui?

—De acuerdo, empieza.

—Esta mañana Torrente ha llamado a Ignacio y le ha dicho que han encontrado a Otto muerto en un piso del paseo de los Pontones; se hacía pasar por el señor Canales. No había rastro de las cartas. Pensé en Alfredo… Llevo mucho tiempo sin verlo.

—Los tres estabais conchabados, ¿verdad? La amante esposa, el chulillo y el chófer fiel.

Ella asintió moviendo la cabeza.

—Otto no tenía todos los papeles. Sólo le quitó unos cuantos a Ignacio, pero suficientes para intentar hacer el negocio por su cuenta. Se hizo el listo y ahora está muerto.

—Y tú crees que Alfredito se lo ha cargado, ha recuperado los documentos y que estaba esperándote aquí. Vaya trío de amigos.

—Tenía…, teníamos que buscar dinero como sea para marcharnos. Hubiera sido suficiente para los dos. Necesitábamos dinero. ¿Comprendes?

—Voy comprendiendo.

—Vengo todos los días aquí pensando que voy a verlo. Y le llamo a ese bar, Torre Dorada, y nunca está. También habrá pensado que es mejor hacer el negocio solo —sonrió—. ¿Vas a decirle algo a Ignacio?

—No.

—¿Sabes una cosa? Nunca te hubiese disparado.

—Claro, lo que pasa es que eres un poco impulsiva.

—Alfredo se ha estado riendo de mí todo este tiempo. ¡El muchacho guapo con cara de ángel!

—Aún te queda la piscina y los martinis, y eres joven.

—La idea de regresar con Ignacio me da náuseas.

—Se está haciendo tarde.

—Sí —dijo ella.

—Arréglate entonces. Tienes rímel por toda la cara.

Se levantó y caminó hasta una de las puertas del salón. Salió al poco tiempo y se sentó de nuevo en el sofá. A través de la ventana la noche cubría la calle. Ella miró el cuarto y encendió uno de sus cigarrillos. Me pareció lo que siempre debió haber sido: una chica con demasiadas porquerías en la cabeza, demasiado maltratada por la vida.

—Éste ha sido nuestro nidito de amor. Ahora hay que volver a empezar —sonrió triste.

—Estás viva y puedes salir adelante cuando quieras. Cualquiera puede salir adelante.

—Siempre me equivoco con los hombres —manifestó levantándose.

Estaba de pie en medio del cuarto, vestida con una falda corta, y parecía una jovencita. Le di el cargador de la Browning.

—Un regalo de Elósegui —me dijo, mirando el pequeño peine con las balas—. Hay mucha violencia hoy en día.

Avanzó hasta la puerta.

—Tú eres un buen tipo.

—No. Soy viejo.

Me sonrió.

—No pareces viejo. Sabes tratar a las mujeres, me di cuenta en cuanto te vi.

—Si vas a marcharte, hazlo ya.

—Me gustaría quedarme.

—Vete, ten cuidado con Elósegui.

—Claro —replicó ella y abrió la puerta—. ¿Volveremos a vernos?

Cerró la puerta y escuché el sonido de sus pasos en la escalera. Entonces se me ocurrió que debí haberle preguntado sobre Ana.